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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2011 Carole Mortimer

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Secreto de seducción, n.º 547 - marzo 2014

Título original: The Lady Gambles

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Internacional y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4119-2

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Prólogo

 

Abril de 1817. Palazzo Brizzi, Venecia, Italia

 

—¿Caballeros, os había comentado que he pensado pedir la mano de una de las hijas de Westbourne?

Lord Dominic Vaughn, conde de Blackstone, uno de los caballeros a los que se refería lord Gabriel Faulkner, el anfitrión, se quedó boquiabierto y lo miró incrédulo desde su sitio en la mesa del desayuno. Su amigo, Nathaniel Thorne, conde de Osbourne, se quedó con la taza de té a medio camino entre el plato y la boca. Era uno de esos momentos en los que parecía que el tiempo se había detenido, como todos los sonidos, como si el mundo hubiera dejado de girar.

Naturalmente, no era así y los gondoleros seguían cantando en el Gran Canal, los vendedores de frutas y verduras seguían anunciando sus productos por el canal y los pájaros seguían piando sus alegres melodías. El tiempo solo se había congelado en el balcón del palazzo Brizzi, donde los tres hombres estaban disfrutando del último desayuno antes de que Blackstone y Osbourne volvieran a Inglaterra ese mismo día.

—Caballeros...

El anfitrión intentó sacarlos del pasmo con ese tono irónico y divertido tan típico de él y con una ceja arqueada sobre sus ojos azul oscuro, mientras dejaba en la mesa la carta que había estado leyendo. Dominic fue el primero en reaccionar.

—No puedes decirlo en serio, Gabe.

—¿No...? —preguntó Gabriel arqueando la otra ceja.

—Claro que no —intervino por fin Osbourne—. ¡Tú eres Westbourne!

—Sí, desde hace seis meses —confirmó quien era el nuevo conde de Westbourne—. He pedido la mano de una de las hijas del anterior conde.

—¿Copeland?

Westbourne inclinó la cabeza.

—Efectivamente.

—Yo... ¿por qué ibas a hacer algo así?

Dominic no intentó disimular su rechazo a la idea de que uno de los suyos se metiera voluntariamente en esa ratonera. Los tres tenían veintiocho años y habían estado juntos en la universidad antes de servir cinco años en el ejército de Wellington. Habían luchado juntos, habían bebido juntos, habían comido juntos, habían buscado mujeres juntos, habían compartido el mismo alojamiento muchas veces... y hacía mucho que habían decidido que no había por qué conformarse con una fruta deliciosa cuando podían deleitarse con toda la cesta. Lo que acababa de anunciar Gabriel era una traición al pacto tácito.

—Me ha parecido que es lo que tengo que hacer —contestó Westbourne encogiéndose de hombros.

¡Lo que tenía que hacer! ¿Desde cuándo le había importado a Gabriel hacer lo que tenía que hacer? Lord Gabriel Faulkner, quien vivía en el continente desde hacía ochos años porque había caído en desgracia respecto a su familia y la sociedad, había vivido desde entonces según sus propias normas y sin importarle lo que tenía que hacer. Al haber heredado el muy respetado título de conde de Westbourne, las cosas habían tomado un giro distinto y, naturalmente, la sociedad de Londres, sobre todo las madres que querían casar a sus hijas, recibirían al escandaloso Gabriel con los brazos abiertos, pero, aun así...

—Naturalmente, estás diciéndolo de broma —insistió Osbourne sin disimular el escepticismo.

—Me temo que no —replicó Westbourne con firmeza—. La herencia inesperada del título y las posesiones ha dejado a las tres hijas de Copeland a mi entera merced —hizo una mueca como si se burlara de sí mismo—. Estoy seguro de que Copeland había esperado que sus tres hijas hubiesen estado casadas y situadas antes de encontrarse con el Supremo Hacedor. Desgraciadamente, no fue así y las tres se han convertido en mis pupilas.

—¿Quieres decir que has sido el tutor de las tres jóvenes Copeland desde hace seis meses y no has dicho nada? —preguntó Osbourne sin dar crédito a lo que había oído.

Westbourne inclinó con frialdad su arrogante cabeza.

—Es como abrir la puerta del gallinero al zorro, ¿verdad?

Efectivamente, lo era, pensó Dominic. La reputación de Gabriel con las mujeres era legendaria. Como lo era su inflexibilidad cuando quería dar por terminada una relación en cuanto se cansaba de ella.

—¿Por qué no lo habías dicho antes, Gabriel?

—Estoy diciéndolo ahora —contestó él encogiéndose de hombros otra vez.

—¡Es increíble! —exclamó Osbourne sin encontrar las palabras todavía.

Gabriel sonrió con severidad.

—En realidad, es casi tan increíble como que haya heredado el título.

Efectivamente, no lo habría heredado si Copeland no hubiera perdido a sus dos sobrinos luchando contra Napoleón. Como Copeland solo había tenido hijas, el deshonroso lord Gabriel Faulkner había heredado el título de conde de Westbourne de un primo segundo o algo así.

—Evidentemente, que ahora sea el tutor de esas jóvenes hace que la situación sea algo inusitada y le he pedido a mi abogado que presente una petición de matrimonio en mi nombre —explicó Westbourne.

—¿A qué hija?

Dominic intentó recordar si había conocido a alguna de las hermanas Copeland durante sus ocasionales incursiones en la sociedad, pero no lo consiguió y le pareció un mal presagio que ninguna de ellas lo hubiera impresionado lo suficiente como para recordarla mínimamente.

Westbourne hizo otra mueca de resignación.

—Como no conozco a ninguna de la tres, no me pareció necesario señalar una preferencia.

—¡De verdad! —Dominic lo miró con gran espanto—. Gabriel, no puedes estar diciendo en serio que has pedido en matrimonio a cualquiera de las jóvenes Copeland.

—Eso es exactamente lo que he hecho —replicó Westbourne con una sonrisa gélida.

—Es un poco arriesgado, ¿no? —preguntó Osbourne, con el mismo espanto que Dominic—. ¿Qué pasaría si decidieran entregarte a la fea y gorda? La que no querría ningún hombre.

—No me parece un problema si Harriet Copeland fue su madre —contestó Westbourne con un gesto desdeñoso de la mano.

Los tres tenían diecinueve años cuando lady Harriet Copeland murió a manos de un amante celoso, unos meses después de haber abandonado a su marido. La belleza de esa mujer era legendaria.

—Pueden decidir que te quedes con la que ha salido a su padre —insistió Dominic con una mueca de disgusto.

Copeland era un hombre bajo y fornido de unos sesenta años cuando murió. Además, tampoco lo adornaba ningún encanto y no era de extrañar que una mujer tan hermosa como Harriet Copeland lo hubiese abandonado por un hombre más joven.

—¿Y qué?

Westbourne se dejó caer contra el respaldo con los rizos morenos cayéndole elegantemente sobre la nuca y la frente.

—El conde de Westbourne necesita una esposa para tener un heredero, cualquier esposa. Cualquiera de las hermanas Copeland podrá tenerlo independientemente de su aspecto.

—Pero... quiero decir, si es gorda y fea, tú no podrás... encontrar la ocasión de... engendrar ese heredero.

Osbourne hizo una mueca de disgusto por la imagen que acababa de insinuar.

—¿Qué dices a eso, Gabe? —le preguntó Dominic entre risas.

—Digo que ya no importa si puedo... funcionar o no en el lecho conyugal —Westbourne recogió la carta que había dejado y la ojeó con tranquilidad aparente—. Al parecer, mi reputación me precede.

—Explícate, Gabe —le pidió Dominic con el ceño fruncido.

—La carta de mi abogado que recibí esta mañana me comunica que la tres hermanas Copeland han rechazado la idea de casarse con el libertino lord Gabriel Faulkner. Sí, hasta Nate, la baja y gorda —añadió Gabriel inclinando burlonamente la cabeza hacia Osbourne.

Dominic conocía a Gabriel lo suficiente como para saber que esa calma era una careta, que el brillo de sus ojos azul oscuro y la firmeza de su barbilla indicaban lo que sentía su amigo. Bajo esa apariencia de despreocupación estaba fría y peligrosamente enojado.

—Dadas las circunstancias, caballeros, he decidido que pronto os seguiré a Inglaterra.

—Las mujeres de Venecia se quedarán muy abatidas —comentó Osbourne con ironía.

—Es posible —reconoció Gabriel con desapasionamiento—, pero he decidido que el nuevo conde de Westbourne ocupará el lugar que le corresponde en la sociedad de Londres.

—¡Excelente! —exclamó Osbourne.

Dominic sintió el mismo entusiasmo ante la idea de que Gabriel volviera a Londres.

—La residencia Westbourne de Londres lleva varios años vacía y parecerá un mausoleo. A lo mejor prefieres quedarte conmigo en la residencia Blackstone cuando vuelvas. Además, también me gustaría que me dieras tu opinión sobre los cambios que he ordenado que hagan en Nick’s durante mi ausencia.

Se refería a un club de juego que había ganado hacía un mes en una partida de cartas a su anterior propietario, Nicholas Brown.

—Dom, yo tendría cuidado con los tratos que puedas tener con Brown —le avisó Gabriel con el ceño fruncido.

Era una advertencia innecesaria. Dominic ya sabía que Brown no era un caballero, que era el hijo bastardo de un noble con una prostituta y que tenía muchos contactos con el submundo de la capital de Inglaterra.

—Tomo nota, Gabe.

—Entonces, te agradezco tu invitación a quedarme en la residencia Blackstone, pero no pienso quedarme en la ciudad. Me marcharé inmediatamente a Shoreley Hall.

A Dominic le pareció que esa idea no era un buen presagio para las hermanas Copeland.

Uno

 

Tres días después, en el club de juego Nick’s. Londres, Inglaterra

 

Caro cruzó el escenario y se colocó cuidadosamente en el diván.

Comprobó que la máscara de oro y joyas le cubría desde la frente a los labios, se arregló los rizos morenos de la peluca para que le cayeran sobre los pechos y la espalda y se alisó los pliegues del vestido dorado para cerciorarse de que estaba tapada desde el cuello hasta los pies. Pudo oír los murmullos nerviosos a pesar de las cortinas que había delante de pequeño escenario, y supo que los clientes masculinos del club de juego estaban esperando que se corrieran las cortinas y empezara su actuación.

Se le aceleró el corazón y la sangre le bulló cuando empezó a sonar la música y la habitación que había al otro lado de esas cortinas quedó en un silencio expectante.

 

 

Dominic vaciló a la entrada de Nick’s, uno de los clubs de juegos más elegantes de Londres y uno de sus sitios favoritos antes de que se lo quedara hacía un mes. Había llegado de Venecia esa misma tarde y había decidido visitarlo en cuanto pudo. Le entregó el sombrero y la capa al empleado y se dio cuenta de que el robusto joven que vigilaba la entrada no estaba en su sitio. También se dio cuenta de que las salas de juego que había al otro lado de las cortinas de terciopelo estaban anormalmente silenciosas. ¿Qué estaba pasando?

Entonces, la voz sensual y voluptuosa de una mujer que cantaba rompió ese silencio. Sin embargo, antes de marcharse a Venecia había dado la orden estricta de que ninguna mujer trabajara en el club, en ningún puesto. Frunció el ceño, entró en el salón principal y vio a Ben Jackson, el portero, que estaba extasiado en una habitación llena de clientes igual de fascinados que, al parecer, solo oían y veían una cosa.

Una mujer, de la que, evidentemente, brotaba esa voz tan seductora, estaba tumbada en un diván de terciopelo rojo sobre el escenario. Era menuda y unos rizos morenos y abundantes le caían como una cascada sobre los hombros y su delgada espalda. Una máscara con joyas, parecida a las que se usaban en Venecia durante el carnaval, le tapaba casi toda la cara, pero los labios eran carnosos y sensuales y el cuello era blanco como una perla. Llevaba un vestido dorado que insinuaba sus curvas más que mostrarlas descaradamente y que era más seductor por eso. Aun enmascarada, era la mujer más sensual y seductora que había visto. Los demás hombres de la sala pensaban lo mismo, a juzgar por la avidez de sus miradas, el rubor de sus mejillas y el hecho de que muchos se lamieran los labios. Él frunció más el ceño antes de volver a mirar a esa encarnación de la seducción que estaba en el escenario.

 

 

Caro intentó no mostrar su enojo con el hombre que la miraba con el ceño fruncido desde el fondo del salón y terminó su primera actuación de la noche levantándose lentamente y acercándose con elegancia al borde del escenario mientras cantaba las últimas notas. Eso no impidió que se fijara en esa mirada de censura ni en el hombre que la tenía. Era tan alto que sobresalía sobre los demás aunque estuviera al fondo del salón, su levita negra se ajustaba perfectamente a unos hombros anchos y musculosos y la camisa, blanca e impecable, tenía encaje de Bruselas en el cuello y los puños. El pelo, cortado a la última moda, era negro como el ala de un cuervo y parecía que casi tenía un tono azulado. Los ojos, críticos y penetrantes, eran grises como una neblina sedosa, pero tan intensos como la plata. Tenía un rostro fuerte y aristocrático; con los pómulos marcados, la nariz recta, unos labios tallados con firmeza y un mentón cuadrado y arrogante. Era un rostro pétreo e inflexible, que se endurecía más por la cicatriz que le bajaba por la mejilla izquierda, desde debajo del ojo hasta la implacable mandíbula. Sus ojos grises la miraban con un disgusto como no había visto jamás durante sus veinte años.

Se sentía tan desasosegada que le costaba mucho mantener la sonrisa mientras se inclinaba para recibir la estruendosa ovación. Una ovación que sabía por experiencia que duraría unos minutos después de que hubiese vuelto a su camerino. No pudo evitar volver a mirar a ese hombre ceñudo antes desaparecer del escenario, y se alarmó ligeramente al ver que estaba hablando con el director del club, Drew Butler.

 

 

—¿Qué significa todo esto, Drew?

Dominic lo preguntó en tono gélido mientras ovacionaban a la belleza que seguía saludando desde el escenario. El hombre canoso no se inmutó. Llevaba veinte años siendo el director de Nick’s y el escepticismo que se reflejaba en sus ojos azules indicaba que había visto y hecho casi todo durante sus cincuenta años y que nada le impresionaba, y mucho menos el tono de censura del hombre que se había convertido en su jefe hacía un mes.

—Lo clientes la adoran.

—Los clientes no han jugado ni bebido desde que esa mujer empezó a cantar hace un cuarto de hora —replicó Dominic.

—Mírelos ahora —le pidió Drew con delicadeza.

Él los miró y arqueó las cejas al ver que el champán empezaba a correr en abundancia, que los clientes ponían unas apuestas ridículamente altas en las mesas, que el volumen de las conversaciones aumentaba a medida que se comentaban los atributos físicos de la joven y que se hacían muchas apuestas sobre que alguno de ellos tendría el privilegio de ver lo que se ocultaba detrás de la máscara.

—Como verá, es muy beneficiosa para el negocio —siguió Drew encogiéndose de hombros.

Él sacudió impacientemente la cabeza.

—¿No dejé muy claro cuando vine hace un mes que en el futuro esto iba a ser un club de juego y no un burdel?

—Sí —contestó Drew sin inmutarse lo más mínimo—. Por eso, los dormitorios del piso superior han estado cerrados a todo el mundo.

Que un caballero, un conde ni más ni menos, fuese del dueño de un club de juego con la reputación de Nick’s era inaceptable para la sociedad, pero para él había sido una cuestión de honor cuando Nicholas Brown lo retó a una partida de cartas y que se jugara a Midnight Moon, el magnífico caballo que tenía en sus caballerizas de Kent. Él, a cambio, había pedido que Nicholas se apostara Nick’s y, evidentemente, había ganado.

Una cosa era ser propietario de un club de juego, pero le parecía completamente inaceptable tener media docena de dormitorios en la primera planta a disposición de quien quisiera tener algo de intimidad con... quien fuese. ¡No iba a permitir que lo consideraran un proxeneta! Por eso, había prohibido la presencia de todas las mujeres dentro del club y había ordenado que se cerraran inmediatamente los dormitorios. Al parecer, esas órdenes se habían cumplido, con la excepción de la misteriosa joven que acababa de encandilar a los clientes del club, y no solo con sus canciones.

—Creo que ordené que se acabara con los servicios de todas las... mujeres que trabajaban aquí.

—Caro no es... no es una ramera —replicó Drew visiblemente crispado.

—Entonces, ¿puede saberse qué es? —preguntó Dominic frunciendo el ceño sombríamente.

—Exactamente, lo que ha visto —contestó Drew—. Se tumba en ese diván y canta dos veces cada noche. Los jugadores beben y apuestan más que nunca cuando ella abandona el escenario.

—¿Viene con una doncella o una señorita de compañía?

—¿Usted qué cree? —preguntó el hombre mayor en tono burlón.

—¿Qué creo? —él entrecerró los ojos con frialdad—. Creo que es un desastre en ciernes. ¿Qué caballero tiene el privilegio de acompañarla a su casa al final de la velada?

—Yo.

Ben Jackson, el portero, lo dijo con orgullo mientras volvía a su puesto en la entrada del club. Su cara redonda no tenía nada de angelical porque, evidentemente, le habían roto la nariz más de una vez y sus puños eran grandes como unos jamones.

—¿Tú? —preguntó Dominic arqueando una ceja con escepticismo.

Ben sonrió y mostró varios dientes rotos.

—La señorita Caro insistió.

¿De verdad? Ben Jackson podía conseguir que un hombre temblara solo con mirarlo y Drew Butler era un escéptico de los pies a la cabeza, pero, al parecer, la señorita Caro había conseguido que los dos comieran de su delicada mano.

—Creo que deberíamos seguir esta conversación en tu despacho, Drew.

Él se dio la vuelta con la esperanza de que el director lo siguiera y haciendo un esfuerzo para dominar la impaciencia. Aun así, consiguió sonreír y saludar a varios conocidos mientras se dirigía hacia el fondo del club lleno de humo, donde estaba el despacho de Drew. Casi ni se fijó en lo lujoso que era el despacho antes de que entrara Drew y cerrara la puerta. Sin embargo, sí se fijó en una frasca con lo que supo que era un brandy de primera categoría. Se sirvió una copa y se deleitó con un sorbo antes de ofrecerse para servirle otra al director. El hombre mayor negó con la cabeza.

—Nunca bebo mientras estoy trabajando.

Él se apoyó en la inmensa mesa de caoba.

—Muy bien, Drew, ¿quién es ella y de dónde ha salido?

El director se encogió de hombros.

—¿Quiere saber mi impresión de ella o lo que me contó cuando se presentó en la puerta de atrás para pedir trabajo?

—Las dos cosas —contestó Dominic con los ojos entrecerrados.

Dio otro sorbo y se quedó mirando la punta de la lustrosa bota mientras el otro hombre empezaba a contarle la triste historia de la joven. Caro Morton decía ser una huérfana que había vivido en el campo con una tía soltera hasta hacía tres semanas, cuando la muerte de la anciana la había dejado sin techo. A raíz de eso, llegó a Londres hacía dos semanas con muy poco dinero y sin doncella ni señorita de compañía, pero con la decisión de abrirse camino en la vida. Al parecer, su intención fue ofrecerse como señorita de compañía o institutriz en una casa respetable, pero fue imposible por la falta de referencias y tuvo que empezar a llamar a las puertas de teatros y clubs. Él lo miró penetrantemente cuando llegó a esa parte de la historia.

—¿Cuántos visitó antes de llegar aquí?

—Media docena o así —contestó Drew con una mueca de disgusto—. Entiendo que recibió algunas ofertas de... trabajos alternativos.

Él sonrió con severidad al adivinar qué ofertas habían sido.

—¿No tuviste la tentación de hacer lo mismo cuando llamó a esta puerta?

Para él estaba claro que la señorita Caro Morton era una joven con la que querrían acostarse casi todos los hombres, independientemente de su edad.

El hombre mayor lo miró con el ceño fruncido mientras se sentaba detrás de la mesa.

—Milord, llevo veinte años felizmente casado y tengo una hija que no es mucho más joven que ella.

—Te pido disculpas —Dominic inclinó levemente la cabeza—. Muy bien, esa es la versión de la señorita Morton sobre su llegada a Londres. ¿Cuál es la tuya?

Drew pareció pensárselo.

—Es posible que existiera una tía soltera, pero, no sé por qué, lo dudo. Creo que está en Londres porque huye de alguien o algo. Puede ser de un padre despiadado o de un marido que la maltrataba. En cualquier caso, es demasiado refinada para ser la típica actriz o ramera.

Él lo miró con curiosidad.

—Defíneme «refinada».

—Parece una dama —contestó el hombre con cierta tensión.

Él se sintió intrigado. Eso podría explicar que quisiera ocultar su identidad detrás de una máscara con joyas.

—¿No crees que una actriz o una ramera pueden dar la impresión de parecer damas?

—Sé que pueden —reconoció Drew—, pero creo que Caro Morton no lo es. Quizá, lo mejor sea que hable con ella y lo decida usted mismo —añadió el director con un gesto inexpresivo.

Era evidente que el director tenía un sentimiento protector y algo paternal hacia la «refinada» señorita Caro Morton. También parecía que Ben Jackson sentía lo mismo. Si era una hija o una esposa que había huido, él no sentía algo tan delicado.

—Pienso hacerlo —aseguró él mientras se erguía—. Solo quería saber tu impresión primero.

—¿Piensa despedirla? —le preguntó Drew con preocupación.

Él lo pensó antes de contestar.

Era indudable que, como había dicho Drew Butler, las actuaciones de Caro Morton eran un atractivo para el club, pero también podían ser un problema mayúsculo si era una hija o una esposa que había huido.

—Eso dependerá de la señorita Morton.

—¿Cómo?

Él arqueó las arrogantes cejas.

—Acepto que has sido director del Nick’s durante años, Drew, y que, sin duda, eres el mejor para ese trabajo —sonrió fugazmente para suavizar lo que iba a decir—. Sin embargo, eso no te da derecho a cuestionar lo que haga o decida.

—No, milord.

—¿Dónde está Caro Morton en este momento?

—Normalmente, me ocupo de que coma algo en el camerino entre las actuaciones.

Drew lo dijo con una expresión que lo retaba a cuestionar esa decisión que había tomado. Él, al acordarse de la delgadez y palidez de la muchacha, no lo hizo.

A juzgar por su aspecto, eso podía ser lo único que comiera en todo el día.

—Me gustaría que me informara si decide que tiene que marcharse. Se le debe alguna paga —añadió Drew ante la sorpresa de Dominic.

Él aceptó compasivamente antes de marcharse del despacho y decidió que ella también tenía al escéptico director bien atrapado entre sus pequeños dedos y que este la ayudaría a encontrar otro empleo si él decidía que se marchara. Decidir por sí mismo quién o qué era la señorita Caro Morton prometía ser una experiencia interesante, algo que le pareció sorprendente a un hombre que, después de haber pasado años en el ejército y otros dos años en Inglaterra sorteando las garras de todas las madres de la alta sociedad deseosas de casar a su hijas, se había convertido en tan escéptico, si no más, que Drew Butler, quien era mucho mayor que él.

 

 

Caro se sobresaltó cuando oyó que llamaban a la puerta del camerino. En realidad, no era un camerino propiamente dicho, sino un cuarto que el señor Butler le había reservado al fondo del club de juego para que lo usara entre las actuaciones. Un cuarto que le había garantizado que estaba vedado para todos los hombres que frecuentaban los otros cuartos de Nick’s.

Se levantó, se cercioró de que tenía la bata bien atada alrededor de la cintura y cruzó el diminuto cuarto para quedarse junto a la puerta cerrada con llave.

—¿Quién es? —preguntó con cautela.

—Me llamo Dominic Vaughn.

Ella supo que se trataba del mismo hombre que la había mirado con esos ojos plateados y desdeñosos. No supo por qué lo sabía, pero lo sabía. Su voz de barítono tenía una arrogancia y una seguridad que indicaba que llevaba años dando órdenes y que estaba acostumbrado a que las obedecieran inmediatamente. Además, era evidente que estaba esperando que abriera la puerta para dejarlo entrar. Cerró los puños dentro de los bolsillos de la bata y se clavó las uñas en las palmas de las manos.

—No está permitido que los caballeros me visiten en el camerino.

Se hizo un breve silencio antes de que el hombre replicara con una impaciencia implacable.

—Le aseguro que Drew Butler me ha permitido venir aquí.

El director de Nick’s había sido muy amable con ella durante la semana anterior y sabía que podía confiar en él. Sin embargo, no le bastaba con que un hombre se presentara en el camerino de esa forma inesperada, afirmara que el señor Butler le había permitido ir allí y que esperara que lo creyera.

—Lo siento, pero sigo negándome.

—Le aseguro que no la entretendré más de unos minutos —replicó él en tono irritado.

—Tengo que descansar antes de la siguiente actuación —insistió ella.

Él apretó los labios ante la obstinada negativa de esa mujer.

—Señorita Morton...

—Es mi última palabra sobre el asunto —le interrumpió ella con altivez.

Entrecerró los ojos y se acordó de que Drew había dicho que Caro Morton parecía una dama. Él pudo captarlo en su impecable dicción. Su tono tenía una sutil aunque inconfundible autoridad que indicaba refinamiento y educación.

—Señorita Morton, o habla conmigo ahora o le aseguro que no actuará nunca más en Nick’s.

Estaba apoyado en la pared del oscuro pasillo con los brazos cruzados sobre su formidable pecho.

—¿Está amenazándome, señor Vaughn? —preguntó ella con una leve incertidumbre.

—No tengo que amenazarla, señorita Morton, cuando bastará con la verdad.

 

 

No sabía qué hacer. Se había escapado de su casa hacía dos semanas con el convencimiento de que encontraría un trabajo en el anonimato de Londres como institutriz o señorita de compañía, pero la habían rechazado una y otra vez solo porque no tenía las referencias adecuadas. Además, en Londres todo era mucho más caro de lo que se había imaginado. El poco dinero que había ahorrado durante meses de su asignación había menguado mucho más deprisa de lo que había previsto y no le había quedado otra alternativa, si no quería volver a una situación intolerable, que llamar a las puertas traseras de los teatros. Siempre le habían alabado su forma de cantar en las escasas ocasiones en que su padre recibía amigos o vecinos a cenar y ella les amenizaba la velada. En las visitas a los teatros le habían hecho algunas ofertas de trabajo, pero todas eran escandalosas para una joven que se había criado al amparo del campo de Hampshire.

El empleo que tenía, y el dinero para pagar su modesto alojamiento, se los debía por completo a la amabilidad de Drew Butler. Por eso, no sabía si podía rechazar a Dominic Vaughn cuando, por algún motivo, ese buen hombre lo había autorizado a visitar el camerino. Sacó las manos de los bolsillos y le temblaron ligeramente mientras giraba la llave y retrocedía apresuradamente antes de que la puerta se abriera.

Efectivamente, era el diablo de ojos plateados y parecía más diabólico todavía a la luz de las velas del pasillo que le iluminaba la cicatriz de la mejilla. Además, la levita negra y la camisa blanca realzaban ese poder imponente que parecía emanar de él. Retrocedió otro paso.

—¿De qué desea hablar conmigo?

Él tuvo que hacer un esfuerzo para que su expresión no reflejara la impresión que había sentido al ver a Caro Morton sin la máscara con joyas ni la peluca negra que había ocultado los largos y espléndidos rizos dorados. Esos rizos enmarcaban unos ojos almendrados de color verde como el mar y un rostro delicado y tan bello que lo dejó sin respiración. Se le ocurrió que si era una hija desobediente o, peor aún, una esposa fugitiva, la idea no le complacía lo más mínimo.

—Invíteme a entrar, señorita Morton —le exigió autoritariamente.

Las largas pestañas parpadearon nerviosamente antes de que levantara la barbilla con orgullo.

—Como ya le he explicado, estoy descansando antes de la siguiente actuación.

—La cual, según Drew, será dentro de una hora —replicó él apretando los labios.

Su esbelto cuello tragó saliva y eso hizo que se fijara en la piel blanca como la nata que permitía ver el escote de la bata. Bajó un poco más la mirada, hasta los pequeños y puntiagudos pechos que cubría la tela sedosa. Tenía una cintura tan delgada que podría rodearla fácilmente con las manos. También pensó que podría tomar sus diminutos pechos con las manos antes de bajarlas a la delicada redondez de su trasero para levantarla y que le rodeara la cintura con las piernas...

Ella se dio cuenta de que no le importaba gran cosa cómo estaba mirándola, como si pudiera verla desnuda debajo de la bata. Se sonrojó y se puso muy recta.

—Preferiría que se quedara donde está, señor.

Los ojos plateados volvieron a mirarla a la cara.

—Milord.

—¿Cómo dice? —preguntó ella parpadeando.

—Soy lord Dominic Vaughn, conde de Blackstone.

Sintió una opresión en el pecho y se dio cuenta de que ese hombre pertenecía a la alta sociedad y que, con toda certeza, sería tan arrogante como el tutor que acababa de caerle en suerte.

—Si pretende impresionarme con eso, milord, me temo que no va a conseguirlo.

Él arqueó las cejas sin hacer caso del sarcasmo que traslucía su tono.