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Malcolm X. Omaha, 1925 - Nueva York, 1965

A pesar de su corta existencia —murió asesinado antes de cumplir los cuarenta años—, Malcolm X sufrió durante su vida numerosos y profundos cambios. Vivió su infancia en plena depresión, pasó su adolescencia en el gueto de Roxbury (Massachusetts), y su traslado a Harlem supuso para él entrar a formar parte del mundo del hampa. Allí se convirtió en desvalijador de apartamentos, atracador, traficante de droga y proxeneta. El siguiente paso fue la cárcel, en la que pasó siete años, durante los cuales reflexionó sobre los problemas raciales, devoró cuantos libros caían en sus manos e inició epistolarmente sus contactos con Elijah Muhammad, dirigente de la Nación del Islam.
Salió de la cárcel convertido en un hombre dispuesto a dedicar su vida por entero a la lucha por la igualdad entre negros y blancos en Norteamérica, siempre a través de sus creencias religiosas y su fidelidad incondicional a Elijah Muhammad. Sin embargo, acabaría distanciándose de éste a raíz del asesinato del presidente Kennedy. A partir de ahí, Malcolm X se convertiría en el más carismático líder de los afroamericanos, esgrimiendo una filosofía y una forma de ver los problemas raciales que contrastaba por su radicalismo con el enfoque de Martin Luther King. Antes de ser asesinado tuvo tiempo de dejar plasmadas sus ideas en esta autobiografía, para cuya redacción contó con la inestimable colaboración del escritor afroamericano Alex Haley.

 

 

 

Título original: The Autobiography of Malcolm X (1964)

 

© Del libro: Malcolm X & Alex Haley

© De la traducción: César Guidini & Gemma Moral

Edición en ebook: enero de 2019

 

© Capitán Swing Libros, S. L.

c/ Rafael Finat 58, 2º 4 - 28044 Madrid

Tlf: (+34) 630 022 531

28044 Madrid (España)

contacto@capitanswing.com

www.capitanswing.com

 

ISBN: 978-84-949693-5-5

 

Diseño de colección: Filo Estudio - www.filoestudio.com

Corrección ortotipográfica: Laura Rivero

Composición digital: leerendigital.com

 

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Malcolm X

 

 

CubiertaEn la década de 1960, decisiva para el movimiento por los derechos civiles, numerosas voces de protesta y de cambio se elevaron por encima del estruendo de la historia y de las falsas promesas. Pero una de ellas sonaba con más urgencia y pasión que el resto: Malcolm X, el líder musulmán, instigador y anti-integracionista, calificado en alguna ocasión como el hombre más peligroso de América, desafiaba al mundo a escuchar y aprender la verdad como él la había experimentado. Fundó la Organización de la Unidad Afroamericana para enviar a los afroamericanos de todo el país un mensaje inspirador de orgullo, poder y autodeterminación. Un perdurable mensaje, tan relevante hoy como entonces.
En esta ya clásica autobiografía, publicada originalmente en 1964, Malcolm X cuenta la extraordinaria historia de su vida y la efervescencia del movimiento musulmán negro al veterano escritor y periodista Alex Haley, ganador del premio Pulitzer por su libro Raíces. En una colaboración única, a través de más de cincuenta entrevistas, Haley escuchó y comprendió al más controvertido líder de su tiempo. Sus páginas definen la lucha afroamericana por la igualdad social y económica en el seno de la cultura americana, una batalla por la supervivencia. Malcolm X ofrece una fascinante perspectiva sobre las mentiras y limitaciones del sueño americano, y sobre el racismo de una sociedad que niega a sus ciudadanos no blancos la oportunidad de soñar. La declaración definitiva de un movimiento y un hombre cuyo trabajo nunca fue terminado, pero cuyo mensaje es atemporal.

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Índice

 

 

Portada

Malcolm X

Presentación

La pesadilla

La mascota

«Paisano»

Laura

Habitante de Harlem

Red de Detroit

Estafador

El cerco se estrecha

Atrapado

Satanás

Salvado

Salvador

Ministro Malcolm X

Los musulmanes negros

Ícaro

La expulsión

La Meca

El-Hajj Malik El-Shabazz

1965

Epílogos

Malcolm X

Acerca de Malcolm X

Sobre este libro

Sobre Alex Haley

Créditos

PRESENTACIÓN

M. S. Handler[1]

El domingo antes de anunciar oficialmente la ruptura con Elijan Muhammad, Malcolm X vino a mi casa para entregarme determinada documentación y comentar los planes que había trazado.

La señora Handler no había visto nunca a Malcolm antes de aquella visita decisiva. Nos sirvió café con galletitas y lo observó mientras él hablaba con esos modales corteses y finos tan característicos cuando se encontraba en la intimidad. Me di cuenta de que ella había quedado impresionada pues, en efecto, la personalidad de Malcolm llenaba la sala de estar de nuestro hogar.

La actitud de Malcolm era la del hombre que ha llegado a una encrucijada en la vida y que debe tomar una decisión sometido a una compulsión interna. De vez en cuando, le iluminaba el semblante una sonrisa ansiosa, que decía muchas cosas. Me sentía incómodo porque resultaba evidente que Malcolm procuraba decir algo que el orgullo y la dignidad le impedían expresar. Percibí que Malcolm no estaba seguro de si podría escapar del mundo sombrío que lo había mantenido esclavizado.

La señora Handler se quedó tranquila y pensativa después de la partida de Malcolm. Al cabo de un rato, alzó la vista de repente y me hizo la siguiente observación:

—Tengo la impresión de haber estado tomando el té con una pantera negra.

La descripción me sobresaltó. En efecto, la pantera negra es un aristócrata del reino animal. Es una bestia hermosa y también peligrosa. Malcolm X tenía el porte y la confianza intrínseca propios del aristócrata de nacimiento. Era asimismo potencialmente peligroso. Ninguna figura de la época había engendrado como él tanto miedo y tanto odio en el hombre blanco, que veía en Malcolm un enemigo implacable que no se vendía a ningún precio, un hombre entregado sin reserva alguna a la causa de la liberación del hombre negro del yugo impuesto por la sociedad norteamericana y que rechazaba la idea de integrarlo en ella.

El primer encuentro que sostuve con Malcolm X se llevó a cabo en el mes de marzo de 1963 en el restaurante musulmán del Templo Número Siete, sito en la avenida Lenox. Por encargo del New York Times había emprendido una investigación acerca de las presiones que se acumulaban en el seno de la colectividad negra. Treinta años de trabajo periodístico en Europa occidental y en la oriental me habían enseñado que las fuerzas motrices de la lucha social, si bien permanecen ocultas bajo la superficie visible, se manifiestan de múltiples maneras antes de estallar. Dichas fuerzas se expresan por medio del poder de las ideas mucho antes de plasmarse en formas orgánicas que puedan desafiar abiertamente el orden social establecido. Es preciso reconocer el mérito que corresponde a los sociólogos y a los especialistas en ciencias políticas europeos por la gran importancia que confieren a la fuerza de las ideas en la lucha social. En Estados Unidos, por el contrario, se comete el error de juzgar las fuerzas que siembran la semilla de la agitación social según el criterio del poderío numérico de los organismos políticos que propalan esas ideas y de la publicidad de que gozan los líderes de los mismos.

Para estudiar las presiones que se acumulaban en el seno de la colectividad negra, tuve que averiguar no sólo cuáles eran las opiniones de los jefes del movimiento pro derechos civiles, sino también las de quienes trabajaban en la penumbra de dicho movimiento, los «clandestinos», por así decirlo. Por eso decidí entrevistarme con Malcolm X, cuyas ideas habían llegado hasta mí por el conducto de los negros partidarios de la integración en la sociedad norteamericana. Las ideas de esas otras figuras ya reflejaban posiciones de nacionalismo negro en avanzado estado de maduración.

Mientras esperaba a Malcolm en el restaurante, no sabía con qué iba a encontrarme. Yo era la única persona blanca en el establecimiento, un local inmaculado servido por negros apuestos, de carácter melancólico y no muy expresivos que digamos. En los relucientes espejos había pegados letreros que anunciaban «Se prohíbe fumar». Pedí un café y me dispuse a esperar. Me sentía incómodo en aquel local donde reinaba una atmósfera aséptica y silenciosa. Al final, llegó Malcolm. Era un hombre atractivo, muy alto y de porte impresionante. Tenía la piel del color del bronce.

Me levanté y extendí la mano para saludarlo. La mano de Malcolm se acercó lentamente. Tuve la impresión de que le resultaba difícil estrecharme la mano, pero, noblesse oblige, lo hizo. Entonces Malcolm hizo algo curioso que repetiría más tarde cada vez que nos encontrábamos en público en un restaurante de Nueva York: me preguntó si no tenía inconveniente en que se sentara mirando a la puerta. Varias veces me habían efectuado peticiones similares en las capitales de la Europa oriental. Malcolm era una persona que estaba siempre alerta y quería ver a todo aquel que entrase en el restaurante. Comprendí al instante que iba siempre acompañado del peligro.

Hablamos durante más de tres horas en ese primer encuentro. Las opiniones de Malcolm acerca del hombre blanco eran aplastantes, pero en ningún momento cometió transgresión alguna contra mi propia personalidad de modo que yo —individuo— me sintiese también culpable. Malcolm atribuía al hombre blanco la degradación que sufría el pueblo negro. Se oponía a la integración y denunciaba que era un fraude. Afirmaba que si persistían en ello los jefes del movimiento pro derechos civiles, la lucha social acabaría en derramamiento de sangre, porque tenía la certeza de que el hombre blanco nunca concedería la integración plena. En consecuencia, la posición de los musulmanes negros en favor de la separación —sostenía— era la única solución posible por medio de la cual podría el negro obtener la propia identidad, fomentar su cultura y sentar los cimientos de una colectividad laboriosa y con sentido de la dignidad. Sin embargo, no indicó claramente dónde podría instaurarse el estado negro que preconizaba.

Malcolm se negaba a aceptar la imposibilidad de que el hombre blanco concediera a los negros el derecho de separarse de Estados Unidos. En aquella etapa de su carrera, afirmaba que la secesión era el único camino. De la misma forma que defendía el islam (pues, según él, era una religión que no reconocía los obstáculos del color), denunciaba el cristianismo, por ser ésta una religión concebida expresamente para los esclavos. Del clero negro opinaba que era la maldición inventada por el hombre blanco, del cual se aprovechaba para sus propios fines en vez de procurar la liberación del negro, y que, por otra parte, hacía de criada de la sociedad blanca, decidida a mantener a los negros en estado de sumisión.

Durante ese primer encuentro, Malcolm procuró ilustrarme igualmente acerca de la mentalidad del hombre negro. Repetidas veces me advirtió que tuviera cuidado con los negros que manifestaban su buena voluntad al hombre blanco. Dijo que, por una mera cuestión de supervivencia, el negro había aprendido a ocultar y disimular sus auténticos pensamientos. El negro dice al hombre blanco sólo aquello que cree que el hombre blanco desea oír. Por efecto de ese arte de la disimulación, se había llegado a un extremo en que ni siquiera los mismos negros eran capaces de decir verazmente aquello que pensaban sus propios hermanos. El arte de fingir que practicaba el negro se fundaba en el completo conocimiento de las costumbres del hombre blanco, me dijo. Al mismo tiempo, el negro siempre ha sido un libro cerrado para el blanco, quien nunca demostró ningún interés en comprender al negro.

La exposición que efectuó Malcolm de sus ideas sociales resultó clara y cuidadosa, aunque algo chocante para un blanco profano. Pero lo más desconcertante de nuestra conversación fue la fe que mostraba Malcolm en la historia de Elijah Muhammad acerca de los orígenes del hombre y en una teoría genética formulada expresamente para demostrar la superioridad del negro sobre el blanco, teoría que me dejó asombrado por su completa absurdidad.

Tras ese primer encuentro, me di cuenta de que había dos Malcolm: el hombre público y el hombre de la intimidad. Su aparición en la televisión y en los actos causaba un efecto realmente aterrador. Su implacable dominio de los hechos y la lógica que empleaba tenían algo de una nueva especie de dialéctica, que escondía una fuerza diabólica. Asustaba a los televidentes blancos y demolía a los opositores negros, pero encontraba notable acogida entre el público de su misma raza. Tanto es así que, finalmente, muchos de sus contrarios negros se negaron a aparecer junto a él en público. El preocupado público blanco quedaba confuso, molesto; se sentía amenazado. Algunos comenzaron a pensar que Malcolm era la misma encarnación del diablo.

Malcolm atraía especialmente a los elementos más dispares de la colectividad negra: las masas desposeídas y la constelación de escritores y artistas negros que habían surgido a lo largo de la década anterior. La burguesía negra —los negros «establecidos»— aborrecía y temía a Malcolm tanto como él la despreciaba.

Los negros pobres sentían por Malcolm X el mismo respeto que siente el niño díscolo por la imagen del abuelo. Pasearse con Malcolm por las calles de Harlem resultaba siempre una experiencia extraña y conmovedora. Todos lo conocían. La gente lo miraba con timidez. A veces, los niños le pedían un autógrafo. Me pareció que el afecto que sentían por Malcolm se inspiraba en el hecho de que, a pesar de haberse convertido en una figura nacional, no había dejado de ser un hombre del pueblo, que —así pensaban— nunca los traicionaría. Los negros han sido traicionados durante tanto tiempo que vieron en Malcolm un hombre predestinado. Conocían sus orígenes, con los que podían identificarse. Sabían de su vida de delincuente y de su paso por la cárcel, lo cual él nunca ocultaba. Miraban a Malcolm X con una especie de asombro. Aquél era un hombre que había ascendido desde los más bajos estratos, en los que ellos aún vivían; que había vencido a la ignorancia y a su condición de delincuente y que, por último, se había convertido en vigoroso caudillo y orador, un intransigente campeón de su pueblo.

Aunque muchos no podían compartir la fe de Malcolm en el mahometismo, veían en el puritanismo que practicaba una censura permanente de sus propias vidas. Malcolm se había deshecho de todos los males que afligían a las masas negras desposeídas: las drogas, el alcohol, el tabaco, por no hablar de las actividades delictivas. Su vida personal era impecable, de un puritanismo que resultaba inalcanzable para las masas. Malcolm había conseguido la redención del ser humano en su propia vida y eso era algo que todos los negros sabían.

En las apariciones en la televisión y en los actos públicos, Malcolm articulaba los infortunios y las aspiraciones de las masas negras desposeídas de una manera que éstas no podían hacer por sí solas. Cuando atacaba al hombre blanco, Malcolm hacía por los negros lo que ellos no podían hacer por sí mismos; los ataques de Malcolm eran violentos, con una furia que evocaba siglos de opresión. Nada más lejos de esos simples ejercicios retóricos que consisten en mandar al diablo al hombre blanco.

Muchos escritores y artistas negros que hoy en día son figuras conocidas nacionalmente respetaron a Malcolm por la implacable honestidad con que defendió la causa negra, por su rechazo de las posiciones conciliadoras y por su búsqueda de la identidad colectiva que había sido destruida por el hombre blanco cuando los negros fueron capturados en África y llevados con cadenas a Estados Unidos. Para esos escritores y artistas, Malcolm era el gran catalizador, el hombre que inspiraba dignidad y devoción en los millones de oprimidos.

Un grupo de dichos artistas se reunió un domingo en mi casa para hablar de Malcolm. Me resultó emocionante ver la devoción que experimentaban por él.

—Malcolm nunca nos traicionará. Ya sufrimos muchas traiciones en el pasado —dijo uno de ellos.

La actitud de Malcolm hacia el hombre blanco registró una marcada variación en el año 1964, la cual contribuyó a que rompiera con Elijah Muhammad y las doctrinas racistas que éste profesaba. La meteórica irrupción de Malcolm en la palestra nacional trajo consigo más relación con hombres blancos que no resultaron los «demonios» que él pensaba. Malcolm era un conferenciante muy solicitado en las universidades de la región oriental de Estados Unidos; al concluir su breve carrera, ya había intervenido en muchas de ellas. Siempre hablaba con tono respetuoso y demostraba cierta sorpresa a causa de la acogida favorable que percibía en los estudiantes blancos que escuchaban la disertación.

El segundo factor que contribuyó a que se convirtiera a miras más amplias fueron las dudas cada vez más fuertes acerca de la autenticidad de la versión que de la religión musulmana ofrecía Elijah Muhammad, dudas que se volvieron certeza al adquirir más conocimientos y experiencia.

Habían llegado a su conocimiento determinadas prácticas mundanas que se llevaban a cabo en los locales de Elijah Muhammad en Chicago, lo cual lo dejó profundamente consternado.

Por último, emprendió una serie de prolongados viajes a La Meca y los estados de África que acababan de independizarse gracias a los buenos oficios de los representantes de la Liga Árabe en Estados Unidos. En el primer viaje que efectuó a La Meca, llegó a la conclusión de que aún tenía que descubrir el islam.

Las balas asesinas acabaron con la carrera de Malcolm X antes de que pudiera formular esas nuevas ideas, las cuales en esencia reconocían que los negros formaban parte de la sociedad norteamericana, algo totalmente ajeno a la doctrina de la separación que profesaba Elijah Muhammad. Malcolm había llegado a un estadio medio en la modificación de su actitud hacia Estados Unidos y la relación entre negros y blancos.

Sus invectivas ya no se dirigían contra el país en sí, sino contra una parte de él, representada por los partidarios declarados de la supremacía blanca del Sur y los partidarios encubiertos de la supremacía blanca del Norte.

Malcolm se había propuesto modificar la orientación del movimiento negro y colocar en la mira a los partidarios de la supremacía blanca tanto del Sur como del Norte. El problema negro (del cual siempre había afirmado que debería llamarse «el problema del hombre blanco») empezaba a asumir nuevas dimensiones para él en los últimos meses de su vida.

Hasta el mismo fin, Malcolm procuró rehacer los lazos rotos entre los negros norteamericanos y la cultura africana. Comprendió que aquél era el camino que conducía a un nuevo sentido de identidad colectiva, un papel de conciencia propia en la historia y, sobre todo, a un sentido de la propia valía del negro que —para él— el hombre blanco había destruido.

El género autobiográfico de Estados Unidos rebosa de numerosos relatos de hombres notables que ascendieron por sí solos a la cúspide. Pocos son tan conmovedores como las memorias de Malcolm. Por su condición de testimonio del valor que poseen las fuerzas de la redención y de la personalidad humana, la autobiografía de Malcolm X constituye una verdadera revelación.

Nueva York,

junio de 1965

[1] Veterano periodista asociado al New York Times.

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