MUERTE EN VENECIA

 

 

 

THOMAS MANN

 

Traducción de Juan José del Solar

Título original: Der Tod in Venedig Mario und der Zauberer

Diseño de la cubierta: Edhasa

Primera edición impresa: julio de 2010

Primera edición en e-book: septiembre de 2016

© S. Fischer Verlag, Berlín 1913

© de la traducción de «Muerte en Venecia»:

Juan José del Solar y Edhasa

© de la presente edición: Edhasa, 2008, 2010

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ISBN: 978-84-3500-938-6

Producido en España

MARIO Y EL MAGO

De Torre di Venere guardo el recuerdo de una atmósfera desagradable. Había en el ambiente, ya de buen comienzo, irritación, tensión y enojo, y para colmo, se produjo, más tarde, el choque con el terrible Cipolla, nefasto personaje, de impresionante aspecto, en el que parecía tomar cuerpo y concentrarse, amenazadora, toda la malignidad del entorno. El desenlace fue espantoso (posteriormente nos pareció predeterminado por la naturaleza misma de las cosas), y por añadidura, quiso la fatalidad que hasta los niños lo presenciaran. En suma, una lamentable situación, extraña ya de por sí, y que se debía a un malentendido suscitado por las falaces promesas de aquel hombre (en tantos otros aspectos notable). Por suerte no entendieron los niños dónde era que acababa el espectáculo y dónde comenzaba la catástrofe, y se les permitió forjarse la bella ilusión de que todo había sido, simplemente, teatro.

Torre está situada a unos quince kilómetros de Porto Clemente, uno de los lugares de moda del Tirreno. Elegantemente mundano, invadido de forasteros varios meses al año, Porto Clemente ofrece al visitante una arteria principal, con variopintos hoteles y comercios, y del lado del mar, una dilatada playa con un sinfín de toldos y de castillos de arena empavesados, una bronceada muchedumbre y una ruidosa empresa de atracciones.Y como la playa, orillada de pinares y a no mucha distancia dominada por una serie de montañas, conserva, a todo lo largo, su fina arena y su generosa amplitud, nada tiene de raro que no tardara en establecerse, algo más lejos, una colonia veraniega más discreta: esto es,Torre di Venere (del origen de cuyo nombre se había perdido ya todo rastro hacía tiempo). Retoño del gran balneario vecino, fue unos años, para algunos selectos, lugar idílico y refugio para quienes rehúyen lo contaminado.Y sin embargo, como suele acontecer, pronto la tranquilidad abandonó Torre di Venere y se desplazó un poco más lejos, a Marina Petriera, o quién sabe adónde. La gente, ya se sabe, busca la paz y, una vez la ha encontrado, la expulsa, precipitándose sobre ella con ridícula pasión, y hasta llega a imaginarse que no ha desertado aún del lugar donde ha instalado ya su ruidosa feria.

No otra es la razón de que Torre di Venere, aun cuando más tranquila y menos pretenciosa que Porto Clemente, sea muy frecuentada por italianos y forasteros.Ya la gente acude menos a Porto Clemente, el gran balneario de prestigio universal, si bien sigue siendo difícil encontrar en éste plazas hoteleras: acude a Torre, que queda más distinguido, y resulta, además, más barato, atractivos que sigue ejerciendo el lugar pese a su posterior deterioro. Torre se ha convertido en un Grand Hotel. Han surgido numerosas pensiones, baratas o pretenciosas, y los propietarios y los arrendadores de las casas de veraneo y de los jardines con pinares junto al mar han olvidado ya el tranquilo disfrute de la playa. En los meses de julio y agosto, nada distingue ya su imagen de la de Porto Clemente. Por todas partes, niños, en traje de baño, que chillan, parlotean y se pelean bajo un ardiente sol que les quema los pelos de la nuca, y sobre el esplendoroso mar azul se balancean unos botes de chillones colores, manejados por otros chiquillos, en tanto las madres, intranquilas, los buscan con inquieta mirada y llenan el aire con sus tonantes nombres. Mientras, entre los cuerpos de las personas tendidas en la arena, transitan los vendedores de ostras, de flores, de corales y de cornetti al burro, voceando su mercancía con el timbre lleno y franco del sur.

Así vimos Torre a nuestra llegada: bastante hermoso, aunque pensamos que lo hacíamos demasiado temprano. Era a mitad de agosto, cuando la temporada en Italia estaba en todo su esplendor, y no era aquél el momento más propicio para el extranjero dispuesto a saborear todo el encanto del lugar. ¡Qué gentío, por las tardes, en los jardines de los cafés del paseo! Así, por ejemplo, en el Esquisito, donde a veces íbamos, y donde nos servía Mario, el mismo Mario del que luego hablaré. Apenas hay una mesa libre, y las bandas de música, sin querer la una saber de la otra, confunden a diario sus melodías.Y además, por las tardes, acuden de Porto Clemente, diariamente, considerables refuerzos, pues, como es natural,Torre di Venere es la meta predilecta de la turbulenta sociedad de aquel emporio de placeres. Consecuentemente, el incesante tránsito de Fiats recubre de una densa polvareda blanca laureles y adelfas al borde de la carretera: notable espectáculo, a la vez que repelente. En resumen, septiembre quizá sea el mes más indicado para acudir a Torre di Venere, ya desalojado el balneario del gran público, o bien mayo, antes de que el mar alcance la cota de calor que decide a los meridionales a zambullirse en él. Pero ni siquiera antes ni después de la temporada aparece Torre di Venere del todo abandonada: resulta, sin embargo, más apacible y no tan «nacional».Al amparo de los toldos y en los comedores de las pensiones predominan el inglés, el alemán y el francés; en cambio, en el mes de agosto, el forastero encontrará los hoteles –al menos el Grand Hotel, donde habíamos reservado nuestras habitaciones, a falta de otras señas más particulares– invadidos por la mejor sociedad florentina y romana, hasta el punto de sentirse aislado, y de pensar, en determinados momentos, que no es sino un huésped de segunda categoría.

Ésta fue nuestra experiencia la misma noche que llegamos, cuando bajamos al comedor y el maítre nos señaló una mesa. Nada había que decir de la mesa, pero nos atraía la vista de la terraza vecina, cuyas vidrieras daban sobre el mar. La animación era idéntica a la de la sala, aunque no estaba tan llena, y en las mesitas brillaban unas lamparitas con pantalla roja. Los niños se sintieron atraídos por aquellas luces, y simplemente, les dijimos a los camareros que nos gustaría comer en la terraza.Al parecer, nuestra demanda revelaba nuestra ignorancia, ya que se nos informó con algo forzada cortesía que aquel rincón íntimo estaba reservado a «nuestra clientela», «ai nostri clienti». ¿A nuestros clientes? Y ¿qué éramos nosotros? Ni éramos transeúntes, ni ocasionales residentes por una noche, sino huéspedes fijos, por espacio de tres o cuatro semanas. No insistimos en aclarar la diferencia existente entre nosotros y aquella clientela usufructuaria del privilegio de comer a la luz de las lamparitas rojas, así que acabamos tomando el pranzo en la mesa de la sala, bajo una iluminación ordinaria y común: una cena más bien mediocre, sin personalidad alguna y escasamente sabrosa, tal como corresponde a la más vulgar normativa hotelera. A diez pasos de la playa, encontramos mucho mejor la cocina de la Pensión Eleonora.

Allí nos mudamos, pues, tres o cuatro días más tarde, en lugar de decidir quedarnos en el Grand Hotel, y no fue la principal razón que nos movió a hacerlo la terraza y sus lamparitas, pues los niños se hicieron pronto amigos de camareros y botones, y hechizados por el placer marino, no tardaron en olvidar el poder seductor de aquellas luces.

Y sin embargo, del roce con algunos clientes de la veranda, o mejor dicho, con la dirección del hotel, que se deshacía por complacerlos, derivó pronto un grave conflicto que puso ya una sombra en nuestra estancia.

Entre los clientes del hotel figuraban miembros de la nobleza romana, un príncipe X y familia, y como la habitación de tales señores estaba cerca de la nuestra, la princesa, gran dama y apasionada madre, se alarmó de las reliquias de una tos ferina que hacía poco habían superado nuestros niños, y de la que sólo débiles ecos interrumpían de vez en cuando el sueño de nuestro pequeño, generalmente a prueba de bomba. La naturaleza íntima de esta enfermedad no es del todo conocida, y ello permite que nazcan en torno de ella diversas supersticiones. Por tanto, no nos resentimos nunca con nuestra elegante vecina por el hecho de que se adhiriera a la difusa creencia de que la tos ferina se contrae por vía acústica, y por el consiguiente temor del mal ejemplo que pudiera constituir para sus pequeños. Femeninamente movida por la consciencia de su propia valía, reclamó cerca de la dirección, y ésta, en la persona del conocido manager en levita, se apresuró a comunicarnos, con gran pesar por su parte, que en aquellas circunstancias se hacía inevitable nuestro traslado al anexo del hotel. De nada sirvieron nuestras protestas: que la enfermedad infantil se hallaba en su última fase, que podía ya darse por superada y que no representaba ningún peligro para el entorno.Todo cuanto obtuvimos fue que se nos permitiera exponer el caso ante la autoridad médica, y que sería al doctor del establecimiento, sólo a él exclusivamente y a ningún otro que nosotros pudiéramos escoger, a quien correspondería dar el definitivo dictamen.Aceptamos este acuerdo, seguros de tranquilizar así a la princesa, y ahorrándonos nosotros al mismo tiempo las molestias de una mudanza.

Llegó el doctor, y se manifestó como un ecuánime y leal servidor de la ciencia: una vez visitado el pequeño, consideró terminada la enfermedad y excluido cualquier peligro. Creíamos con ello autorizados a dar por cerrado el incidente, cuando se presentó el administrador para decirnos que, pese al dictamen médico, debía insistir en que desalojáramos las habitaciones y pasáramos al anexo del hotel.

Este bizantinismo nos indignó. Era inverosímil que la pérfida obstinación con que tropezábamos la originara la princesa. El servil hotelero ni siquiera se había atrevido a transmitirle el parte médico. Sea como fuere, le aclaramos que preferíamos dejar definitiva e inmediatamente el hotel y preparamos las maletas.

Lo podíamos hacer de ligero porque, mientras, nos habíamos ocasionalmente relacionado con la Pensión Eleonora, una casa cuyo aspecto íntimo y tranquilo atrajo enseguida nuestra atención, y con cuya propietaria, la señora Angiolieri, habíamos ganado una simpática aliada.

La señora Angiolieri, una graciosa dama de ojos negros, de rasgos toscanos, ya en la treintena, con la carnación de marfil opaco de las meridionales, y su marido, un hombre pulcro en el vestir, silencioso y calvo, poseían en Florencia un gran hotel, y sólo en verano y al principiar el otoño regentaban ambos la filial de Torre di Venere.Ahora bien, antes de casarse, nuestra nueva patrona había sido dama de compañía, doncella, y hasta amiga, de la Duse: tiempos aquellos que consideraba, sin duda, como los más notables y dichosos de su vida, y de los que, ya desde nuestra primera visita, comenzó a hablarnos con delectación. Numerosas fotos de la famosa actriz, con afectuosas dedicatorias, amén de otros recuerdos de su vida en común, adornaban mesas y anaqueles del saloncito de la señora Angiolieri.Y aun cuando fuera palmario del todo que el culto de su interesante pasado propendía en cierta manera a acrecentar el atractivo de su actual negocio, no dejábamos de escuchar con placer e interés, mientras nos iba mostrando la casa, el relato que, en toscano sonoro y staccato, nos hacía sobre la paciente bondad, sobre el gran corazón y sobre la honda ternura de su difunta señora.

Allí mandamos trasladar nuestro equipaje, con cierto pesar por parte del personal del Grand Hotel, muy amante de los niños, según es uso en Italia. El apartamento que se nos asignó era agradable y recogido; cómodo el acceso a la playa, gracias a un sendero de jóvenes plátanos que desembocaba en el paseo marítimo; fresco y bonito el comedor, en el que diariamente servía la sopa la señora Angiolieri en persona; atento y complaciente el servicio, y excelente el condumio. Hasta encontramos ahí a unos amigos nuestros de Viena con quienes conversar, después de la cena, delante de la casa, y que nos permitieron ampliar el círculo de nuestras relaciones. Todo parecía ir viento en popa: estábamos contentos del cambio, nada faltaba para una feliz estancia.

Y no obstante, muy a pesar nuestro, no acabábamos de estar a gusto. Quizá persistía en nuestra mente, a pesar de todo, el absurdo motivo de nuestra mudanza... Por lo que a mí toca, confieso que me resulta difícil tomar a la ligera tales roces con la humanidad común, con el zafio abuso de poder, con la injusticia y con la servil corrupción.Esto me preocupó demasiado tiempo, sumiéndome en un estado de reflexiva irritación, cuya esterilidad cabía atribuir a la excesiva naturaleza y espontaneidad de tales fenómenos. Con todo, no experimentábamos ninguna hostilidad hacia el Grand Hotel. Los niños conservaban en él sus primeras amistades, el conserje les arreglaba los juguetes y de vez en cuando tomábamos el té en el jardín del establecimiento, no sin que surgiera a veces la princesa, que, con los labios de un rojo coral, hacía acto de presencia con paso firme y gracioso y miraba en torno para localizar a sus hijos, confiados a una gobernanta inglesa; sin advertir, al hacerlo, nuestra inquietante vecindad, porque le estaba rigurosamente prohibido a nuestro crío, apenas apareciera la señora, carraspear siquiera.

¿Habrá que insistir en que hacía un excesivo calor? Era, realmente, africano: el terror del sol, apenas nos alejábamos de la fresca franja color índigo, era inexorable, hasta el punto de que recorrer la corta distancia entre la playa y la mesa del almuerzo, aun cuando fuera en pijama, constituía una auténtica hazaña.

¿Os gusta esto? ¿Vais a pasarlo bien estas semanas? Es el sur, desde luego: el tiempo clásico, el clima de la cultura humana en su florecimiento, el sol de Homero, etcétera, etcétera. Por lo que a mí se refiere, no puedo evitar, transcurrido algún tiempo, encontrar estúpido este clima. La resplandeciente vacuidad del cielo, día tras día, logra pronto aburrirme; ciertamente, la vivacidad de los colores, la vertiginosa elementalidad y compactibilidad de la luz, despiertan sentimientos de alegría, inspiran tranquilidad, segura independencia respecto al variable humor del tiempo y a sus asechanzas.Y sin embargo, sin que al principio nos demos cuenta, deja desoladoramente insatisfechos los deseos profundos, menos elementales, del alma nórdica, y a la larga, produce una especie de menosprecio.Tienen ustedes razón: sin la estúpida historia de la tos ferina no habría experimentado tales sensaciones. Estaba como irritado, quizá quería probarlo, y así, casi inconscientemente, eché mano de aquel motivo, tan próximo, que si bien no las producía, sí las legitimaba y reforzaba. Pero tengan en cuenta, en este punto, nuestra mala voluntad... Por lo que respecta al mar, la mañana sobre la blanda arena, frente a su eterno esplendor, no permitía objeción alguna: nosotros, sin embargo, contra toda experiencia, ni aun en la playa nos sentíamos bien, felices.

Demasiado temprano, demasiado temprano. Como ya he dicho, la playa se hallaba todavía en manos de la clase media indígena: un tipo humano, también aquí tienen ustedes razón, evidentemente agradable. Entre los jóvenes había mucha sana gracia, muy hermosas criaturas, pero también nos veíamos ahí circundados sin remedio de mediocridad humana y de tontería burguesa, que, admitámoslo, no por haber nacido bajo aquel cielo resulta más atractiva que la otra nacida bajo el nuestro.

¡Qué voces las de esas mujeres! Cuesta a veces creer que está uno en la patria occidental del bel canto. «Fuggiero...!» Conservo todavía en el oído este grito,por haberlo oído resonar centenares de veces, veinte mañanas, muy cerca de mí, proferido con una especie de desesperación hecha mecánica, a voz en cuello y con horrible acento, con una «e» abierta y estridente. «Fuggiero! Rispondi almeno!»: y el grupo «sp» pronunciado, según el uso popular, como «xp», a la alemana... Otro motivo más de contrariedad, cuando ya no estaba de muy buen humor. La llamada iba dirigida a un horrible muchacho con los hombros llagados por el sol, y que en materia de desobediencia, estupidez y maldad superaba todo lo imaginable, y tan gallina, además, que era capaz de movilizar toda la playa con sus inaguantables lamentaciones.

Un día, por ejemplo, cuando estaba en el agua, le pinchó un cangrejo en el dedo gordo del pie: el gemido de dolor, digno de un héroe antiguo, que lanzó por tan nimia causa, nos llegó hasta los tuétanos, produciéndonos la impresión de que había ocurrido una gran desgracia. Naturalmente, Fuggiero creía haber recibido la más venenosa herida. Alcanzada a gatas la orilla, comenzó a revolcarse sobre la arena, presa, al parecer, de indecibles sufrimientos: «Ohi!» y «Ohime!», gritaba, al tiempo que, agitando brazos y piernas, rechazaba las trágicas conjuraciones de la madre y las recomendaciones de los presentes. La escena atrajo una multitud de espectadores. Se requirió la presencia de un médico, el mismo que con tal ecuanimidad se declarara sobre nuestra tos ferina, y una vez más demostró su honestidad científica. Con muy buenas palabras aseguró que no era nada, y recomendó a la víctima que volviera al agua para refrescar la minúscula herida. Pero Fuggiero, como si de un ahogado o de un accidentado grave se tratara, fue trasladado de la playa en improvisada camilla, con nutrido cortejo detrás, y a la mañana siguiente, simulando hacerlo como al desgaire, se dedicó de nuevo a destruir los castillos de arena de los otros niños. En una palabra, una auténtica calamidad.

Por lo demás, este chico de doce años constituía uno de los elementos de un estado de ánimo que, indefiniblemente difuso en el ambiente, tendía a transformar tan agradable estancia en algo distinto y poco recomendable. Por decirlo de algún modo, carecía la atmósfera de inocencia, de simplicidad. El público estaba como al acecho, y al principio no llegaba a comprenderse por qué y para qué: ostentaba dignidad, manifestaba gravedad y compostura, ya en su propio medio, ya respecto a los extranjeros, y estaba siempre alerta sobre un innato sentimiento del propio honor. ¿Por qué era así? Pronto comprendimos que se trataba de política, que estaba en juego la idea de nación.Y en efecto, pululaban en la playa los niños patrioteros, fenómeno deprimente y nada natural.

Los niños constituyen una especie humana, una sociedad por sí, esto es, una nación particular; aun cuando su exiguo léxico pertenezca a diversas lenguas, coinciden fácil y necesariamente sobre la base de una forma común de vida. No tardaron los nuestros en jugar con los del lugar, así como con los de otro origen. Pero, claro está, hubieron de sufrir misteriosas desilusiones. Surgieron piques, manifestaciones de vanidad aparentemente demasiado espinosas y doctrinales para merecer del todo tal nombre, mil banderías, controversias sobre autoridad y jerarquía, y los adultos intervenían no tanto para apaciguar como para emitir sentencia y salvaguardar principios. Hubo ocasión de escuchar discursos sobre la grandeza y sobre la dignidad de Italia, discursos perturbadores, nada pacíficos. Vimos a nuestros dos pequeños retroceder perplejos y sorprendidos, y no nos fue nada fácil explicarles, de algún modo, aquel estado de cosas: tratábase de gente, les dijimos, que atravesaba una especie de enfermedad no muy agradable, pero sí necesaria...

Fue culpa nuestra, atribuible a nuestra propia negligencia, el que se suscitara un conflicto –un conflicto más– con una situación por nosotros ya registrada y valorada: se hizo evidente entonces que las circunstancias precedentes no fueron obra del azar. En una palabra: atentamos contra la moralidad pública.

Nuestra pequeña, de ocho años, aunque a descontar un año mirando a su desarrollo, y tan delgada como un gorrión, que tras una larga zambullida, debido al calor reinante, había reanudado sus juegos playeros con el bañador mojado, consiguió el permiso de volver al agua para quitarle la arena y ponérselo de nuevo sin que volviera a ensuciarse. Desnuda corrió hacia el agua, a pocos pasos de distancia, sacudió el bañador y regresó. ¿Quién hubiera podido prever la ola de burlas, de censuras, de discusiones, que su gesto, y el nuestro por consiguiente, provocó? No pretendo darles una conferencia, pero lo cierto es que el comportamiento hacia el cuerpo y su desnudez ha cambiado radicalmente en todo el mundo en estos últimos decenios, alterando significativamente nuestra sensibilidad. Hay cosas que no producen ya malos pensamientos, y entre ellas figuraba la libertad que habíamos concedido a aquel cuerpo infantil en absoluto provocativo.Y sin embargo, en aquel lugar se apreció como una provocación. Los infantiles patrioteros pusieron el grito en el cielo. Fuggiero silbó con los dedos. Las conversaciones celebradas entre nuestros vecinos adultos fueron encrespándose, y poco de bueno prometían. Un caballero con traje de ciudad, el bombín sobre la nuca (cubrecabezas muy poco playero), garantizó a su indignada cohorte femenina que iba a emprender una acción punitiva: se plantó delante de nosotros y se embarcó en una filípica en la que todo el patetismo del sensual mediodía se ponía incondicionalmente al servicio de una pacata moral. La ofensa al pudor de la que nos habíamos hecho culpables –dijo–, era tanto más condenable en cuanto que equivalía a un ingrato, ofensivo abuso de la hospitalidad italiana. No sólo habíamos contravenido criminosamente la letra y el espíritu de las disposiciones de orden público sobre baños, sino también el honor de su país y, por la tutela de este honor, él, el caballero de frac, habría procurado que nuestra ofensa a la dignidad nacional no quedara impune.

Nos esforzamos por atender aquel sermón con reflexivos movimientos de cabeza. Contradecir a aquel sobreexcitado caballero hubiera sin duda significado ir de error en error.Teníamos tantas cosas que añadir: así, por ejemplo, la observación de que no todas las circunstancias apoyaban el empleo de la palabra hospitalidad en su acepción más pura, y para ahorrar eufemismos, éramos mucho menos huéspedes de Italia que de la señora Angiolieri, quien ya hacía varios años había cambiado la profesión de confidente de la Duse por la de hotelera. Teníamos asimismo deseos de replicar alegando nuestra ignorancia de que la moral hubiera sufrido tal en aquel hermoso país, hasta el punto de que pudiera resultar concebible y necesaria aquella reacción de gazmoñería y de exagerada sensibilidad. Nos limitamos a asegurar que en absoluto pretendíamos suscitar, adrede, la más leve provocación y falta de respeto, recurriendo, como excusa, a la tierna edad y a la insignificancia física de la pequeña delincuente.Todo inútil: ningún crédito recibieron nuestras alegaciones, nuestra defensa se estimó nula, manteniéndose la necesidad de imponer un castigo ejemplar.

Fueron informadas del hecho las autoridades, por teléfono, según creo; apareció en la playa el representante de las mismas, que, considerado el caso como grave, nos invitó a seguirle hasta la piazza, hasta el Municipio, donde un funcionario de superior graduación confirmó el juicio provisional de su antecesor como molto grave, y tras explayarse en didascálicas consideraciones sobre nuestra conducta, como las vertidas anteriormente por el caballero del hongo, nos impuso una multa de cincuenta liras. Consideramos esta contribución al presupuesto del Gobierno italiano como el precio de la aventura: pagamos y nos fuimos. ¿No hubiera sido mejor partir?

¡Ojalá lo hubiéramos hecho! De este modo habríamos evitado al funesto Cipolla: pero diversos factores coadyuvaron a alejar la tentación de marcharnos. «Lo que nos retiene en las situaciones desagradables –como dijo un poeta– es la pereza», y el apergu podría explicar nuestra obstinación. Además, después de similar incidente a nadie le gusta dejar enseguida el campo libre: cuesta admitir que ha llegado a hacerse imposible, sobre todo cuando ciertas manifestaciones exteriores de simpatía alimentan nuestro orgullo. En Villa Eleonora se pronunciaron unánimemente contra lo injusto de nuestra suerte. Conocidos italianos con los que conversábamos en la sobremesa opinaron que lo sucedido no favorecía la imagen de su país, y declararon el propósito de ir a pedirle explicaciones, como compatriotas, al hombre del bombín. Pero éste, al día siguiente, había desaparecido de la playa, juntamente con todo su grupo: no a causa de nosotros, naturalmente, sino porque probablemente el saber inminente su partida habría estimulado su dinamismo. En todo caso, nos confortó su marcha.

Para decirlo todo: nos quedamos también porque aquella estancia había cobrado para nosotros el atractivo de lo singular, y porque tal circunstancia posee ya un valor de por sí, independientemente del agrado o desagrado. ¿Hay que plegar las velas y rehuir una experiencia, si ésta no parece destinada a producir tranquilidad y confianza? ¿Hay que «partir» si la vida se muestra algo inquietante, no del todo segura, o un tanto penosa y mortificante? No, mejor es quedarse, hacerle frente y exponerse a todo ello: quizás así aprendamos algo nuevo. Nos quedamos, por tanto, y como horrenda recompensa por nuestra firmeza se nos dio la impresionante y funesta figuración de Cipolla.

No he dicho aún que, casi en el mismo momento de sufrir los rigores del Estado, comenzaba el fin de temporada. Aquel caballero del bombín, nuestro denunciante, no fue el único que abandonó entonces la playa: muchos eran los que se iban, y podían verse muchos carritos, cargados de maletas, dirigiéndose hacia la estación. La playa se hizo menos «nacional», y la vida en Torre, en los cafés, por los pinares, más íntima a la vez que más europea; entonces, al fin, habríamos podido tomar las comidas en la terraza del Grand Hotel, pero no nos preocupábamos ya por ello, pues nos encontrábamos muy a gusto a la mesa de la señora Angiolieri (es decir, con aquel especial bienestar que comunicaba el espíritu del lugar).

Ahora bien, junto con este benéfico cambio, mudó también el tiempo, ajustándose con gran exactitud a las previsiones del calendario de vacaciones del gran público. El cielo se nubló, sin que, por esto, refrescara la temperatura: el tórrido calor que desde los dieciocho días de nuestra llegada (y desde mucho tiempo antes) imperaba, cedió a un sofocante y preñado siroco, al tiempo que una llovizna mojaba, de vez en cuando, el aterciopelado escenario de nuestras mañanas.Y por añadidura: habían transcurrido ya dos tercios del tiempo previsto por nosotros para pasarlo en Torre; el mar, blando y desvaído, sobre cuya lisa superficie flotaban indolentes medusas, constituía siempre una novedad; hubiera sido necio reclamar el retorno de un sol que, cuando dominaba orgulloso, tantos suspiros había provocado.

Fue entonces cuando Cipolla se anunció. Cavaliere Cipolla: como se le designaba en los carteles que un día aparecieron colocados por todas partes, hasta en el comedor de la Pensión Eleonora. Un virtuoso ambulante, un artista de la diversión, «forzatore, illusionista e prestidigitato–re» (así se autotitulaba), quien tendría el honor de presentar al eximio público de Torre di Venere algunos fenómenos extraordinarios de misteriosa y desconcertante naturaleza.

¡Un mago! El anuncio fue suficiente para trastornar a nuestros pequeños. Nunca habían asistido a un espectáculo semejante y las vacaciones iban a brindarles aquella emoción desconocida. Desde aquel momento no dejaron de atormentarnos, suplicándonos les compráramos entradas para la velada del prestidigitador, y si bien nos diera que pensar al comienzo la hora tardía del espectáculo, las nueve, acabamos por ceder, considerando que, después de algunas exhibiciones de las artes más bien modestas de Cipo–lla, volveríamos a casa, y que, además, los niños podrían dormir hasta muy tarde a la mañana siguiente.Así que compramos cuatro entradas a la propia señora Angiolieri, que tenía en comisión varias de preferencia para sus huéspedes. Ella misma no podía garantizarnos la seriedad y talento de aquel hombre, y nosotros tampoco esperábamos gran cosa, pero sentíamos una cierta necesidad de distracción y nos contagió, asimismo, la impaciente curiosidad de los niños.