LA TIERRA EN LLAMAS

 

 

 

BERNARD CORNWELL

 

Traducción de Gregorio Cantera

Título original: The Burning Land

Diseño de la sobrecubierta: Enrique Iborra

Primera edición impresa: septiembre de 2010

Primera edición en e-book: septiembre de 2016

© Bernard Cornwell, 2009

© de la traducción: Gregorio Cantera, 2010

© de la presente edición: Edhasa, 2010

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ISBN: 978-84-3506-218-3

Producido en España

La tierra en llamas está dedicada a Alan y Jan Rust

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Nota histórica

A mediados del siglo XIX, cuando se procedía a la construcción de una línea de ferrocarril entre Fenchurch Street, en Londres, y Southend, al excavar en lo que ahora es South Benfleet (Beamfleot), unos peones camineros se encontraron con restos de barcos calcinados y esqueletos humanos, vestigios de más de novecientos años de antigüedad de lo que en su día fueran el ejército y la flota de Haesten.

Me crié cerca de Thundersley (Thunresleam). En el cementerio de la iglesia de Saint Peter de esa localidad se alzaba una piedra con un agujero horadado que, al decir de los habitantes del lugar, había sido erigida allí por el diablo. Si se daban tres vueltas a su alrededor en sentido contrario a las agujas de reloj y se susurraba un deseo en el orificio en cuestión, los lugareños aseguraban que tal petición llegaría a oídos del diablo y el deseo sería concedido. La piedra en cuestión data, por supuesto, de una época muy anterior a la introducción del cristianismo en Gran Bretaña, de los tiempos en que los primeros sajones llegaron a aquellas tierras e instauraron el culto de Thor, de ahí el topónimo antes mencionado.

Al oeste de nuestra casa, había una escarpada pendiente que caía a pico hasta la llanura que lleva a Londres. Esa pared rocosa es conocida en la región como Bread and Cheese Hill, una denominación que, por lo que me han contado, se remonta a la época de los sajones y que, al parecer, significa «ancho y afilado», en referencia a las armas que se utilizaron en aquel lugar, durante una antigua batalla entre vikingos y sajones. No digo que no sea así, pero me sorprende que nunca nadie me hablase de lo importante que había sido Benfleet en la larga historia de lo que un día llegaría a ser Inglaterra.

En la última década del siglo IX, el Wessex de Alfredo se encontraba una vez más bajo la amenaza de un ataque por parte de los daneses. En realidad, fueron tres. Un caudillo anónimo (al que he dado en llamar Harald) llevó una flota hasta las costas de Kent, igual que hizo Haesten. Al mismo tiempo, los daneses asentados en Northumbria planeaban un desembarco en la costa occidental de Wessex.

Antes de eso, los dos ejércitos daneses presentes en Kent se habían dedicado al pillaje de lo que ahora es Francia. Tras recibir cuantiosas sumas con tal de que se alejasen de aquellas tierras, los daneses tomaron la decisión de atacar Wessex. En aquella ocasión, Haesten obtuvo una mayor recompensa a cambio de abandonar Wessex, e incluso accedió a que su esposa y dos de sus hijos recibieran el bautismo. Mientras tanto, desde Kent, un ejército mucho más numeroso avanzaba hacia el oeste. Los daneses conocieron la derrota en la batalla de Farnham, Surrey (Fearnhamme), una de las más importantes victorias de los sajones sobre los invasores daneses. Desbaratado el gran ejército danés, los supervivientes, con su caudillo herido, huyeron hacia el norte, asentándose en Torneie (Thorney Island), un enclave ahora desaparecido ante el empuje urbanístico de los alrededores del aeropuerto de Heathrow. Tras ponerles cerco en aquel lugar, el asedio no consiguió doblegarlos, y los sajones hubieron de recurrir una vez más a la plata para librarse de su presencia. Muchos de aquellos supervivientes se dirigieron entonces a Benfleet (en el reino de Anglia Oriental en aquella época), donde Haesten había erigido una fortaleza.

A pesar de sus promesas de amistad, Haesten desencadenó una ofensiva y atacó Mercia. Alfredo, protector de Mercia, estaba ocupado con el ataque de los daneses de Northumbria, y envió a su hijo Eduardo para que tomase el cuartel general que Haesten había establecido en Benfleet. El ataque culminó con éxito. Los sajones destruyeron y quemaron la vasta flota de Haesten, recuperaron la mayor parte del botín que había reunido éste y tomaron innumerables rehenes, incluida la familia de Haesten. Una sonada victoria que, por supuesto, no significó el final de la guerra.

En aquella época, en Mercia, la antigua región situada en el corazón de Inglaterra, no había rey, y soy de la opinión de que Alfredo prefería que las cosas siguieran como estaban. Había adoptado el fantasioso y quimérico título de «rey de los Angelcynn». Aunque nadie había conseguido unir todos los reinos en los que se hablaba inglés, otros reyes sajones habían reclamado para sí el título de reyes de los «ingleses». No otro era el sueño que acariciaba Alfredo y, si bien no llegó a verlo realizado, sí estableció los pilares sobre los que su hijo Eduardo, su hija Etelfleda y el hijo de Eduardo, Etelstano, llegarían a hacerlo realidad.

El fortín fue el ingenio del que echaron mano los sajones para evitar la derrota, ciudadelas fortificadas que constituyeron la respuesta de los gobernantes de la cristiandad frente a la amenaza que representaban los vikingos. A pesar de la temible fama que los rodeaba, los guerreros vikingos no estaban preparados para el asedio. Gracias a la fortificación de grandes ciudades, donde campesinos y ganado encontraban refugio, los monarcas cristianos desbarataron por doquier las ambiciones vikingas. Los daneses bien podían deambular por gran parte de Mercia y de Wessex, que sus posibles presas permanecían a salvo tras los muros de los fortines, defendidos por el fyrd, la guarnición de la ciudad. Hasta que se presentaba la ocasión, como en Fearnhamme, de que un ejército profesional plantase cara a los daneses porque, a finales del siglo IX, los sajones habían aprendido a guerrear tan bien como los hombres del norte.

Vikingos se llama con frecuencia a esos hombres del norte, aunque algunos historiadores apuntan a que, lejos de ser los legendarios y temibles depredadores que todos tenemos en la cabeza, eran un pueblo pacífico, que mantenía buenas relaciones con sus vecinos sajones. Un punto de vista que no tiene en cuenta gran parte de las pruebas de que disponemos en la actualidad: por ejemplo, los esqueletos enterrados bajo las vías del tren que va a Benfleet. Alfredo organizó Wessex para la guerra y levantó costosísimas defensas, fortificaciones que jamás habría edificado si los vikingos hubieran sido el pueblo pacífico que algunos historiadores revisionistas pretenden hacernos creer. Los primeros vikingos eran saqueadores que iban en busca de plata y esclavos. Poco tardaron en aspirar a ser dueños de territorios también y, así, se asentaron en el norte y en el este de Inglaterra, y su influencia se dejó sentir tanto en los topónimos como en la lengua. Es cierto que aquellos colonos acabaron por mezclarse con la población sajona, pero otros hombres del norte seguían soñando con apoderarse de las tierras que se extendían más al sur y al oeste, y las guerras continuaron. El largo enfrentamiento entre escandinavos y sajones no concluyó hasta los tiempos de Guillermo el Conquistador, un normando, por supuesto, vocablo con el que se designaba a los «hombres del norte», porque vikingos eran los señores de Normandía que se habían asentado en esa península. La conquista normanda fue en realidad la última victoria de los hombres del norte, pero ya era demasiado tarde para echar por tierra el sueño de Alfredo, que no era otro que la creación de una sola nación llamada Inglaterra.

He sido (y seguiré siéndolo) muy injusto con la figura de Etelredo. No disponemos de la menor prueba que nos permita afirmar que el yerno de Alfredo era tan corto de miras y tan apocado como aquí lo presento. Como correctivo, me atrevo a proponer la lectura del soberbio ensayo de Ian W. Walker, Mercia and the Making of England (Sutton Publishing, Stroud, 2000). En cuanto a su esposa Etelfleda, la hija de Alfredo, incluso en esta época en que historiadoras feministas tanto empeño han puesto en rescatar a otras figuras femeninas de las tinieblas de la historia patriarcal, sigue siendo una gran desconocida. Etelfleda es una auténtica heroína, una mujer que se puso al frente de ejércitos contra los daneses, que hizo cuanto estuvo en su mano para ampliar a lo largo y a lo ancho las fronteras de Inglaterra.

Farnham y Benfleet fueron dos golpes bajos contra las aspiraciones danesas de acabar con la Inglaterra sajona. Pero la lucha de los Angelcynn está lejos de haber acabado. Haesten sigue haciendo de las suyas por el sur de la región central de Inglaterra, y los daneses detentan el poder tanto en Anglia Oriental como en Northumbria. De modo que Uhtred, firme aliado ahora de Etelfleda, no tendrá más remedio que combatir de nuevo.

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LA TIERRA EN LLAMAS

TOPÓNIMOS

La ortografía de los topónimos de la Inglaterra anglosajona era y es una asignatura pendiente, carente de coherencia, en la que no hay concordancia ni siquiera en cuanto al nombre. Londres, por ejemplo, podía aparecer como Lundonia, Lundenberg, Lundenne, Lundene, Lundenwic, Lundenceaster y Lundres. Claro que habrá lectores que prefieran otras versiones de los topónimos enumerados más adelante, pero, aun reconociendo que ni esa solución es incuestionable, he preferido recurrir, por lo general, a la ortografía utilizada en el Oxford o en el Cambridge Dictionary of English Place-Names (Diccionario Oxford, o Cambridge, de topónimos ingleses) para los años más cercanos o pertenecientes al reinado de Alfredo el Grande (871-899 d. C.). En 1956, Hayling Island se escribía tanto Heilicingae como Hæglingaiggæ. Tampoco he sido coherente en este aspecto: me he decantado por el vocablo Northumbria en vez de Nor hymbralond para que nadie piense que los límites del antiguo reino coinciden con los del condado en la actualidad. Así que esta lista, como la ortografía de los nombres que aparecen en ella, es caprichosa.

Æsc’s Hill Ashdown, Berkshire

Æscengum Eashing, Surrey

Æthelingæg Athelney, Somerset

Beamfleot Benfleet, Essex

Bebbanburg Castillo de Bamburgh, Northumbria

Caninga Isla de Canvey, Essex

Cent Kent

Defnascir Devonshire

Dumnoc Dunwich, Suffolk (en la actualidad casi engullida por el mar)

Dunholm Durham, condado de Durham

East Sexe Essex

Eoferwic York

Ethandun Edington, Wiltshire

Exanceaster Exeter, Devon

Farnea Islands Islas Farne, Northumbria

Fearnhamme Farnham, Surrey

Fughelness Isla de Foulness, Essex

Grantaceaster Cambridge, Cambridgeshire

Gleawecestre Gloucester, Gloucestershire

Godelmingum Godalming, Surrey

Hæthlegh Hadleigh, Essex

Haithabu Hedeby (sur de Dinamarca)

Hocheleia Hockley, Essex

Hothlege Hadleigh Ray, Essex

Humbre Río Humber

Hweal Río Crouch, Essex

Lecelad Lechlade, Gloucestershire

Liccelfeld Lichfield, Staffordshire

Lindisfarena Lindisfarne (Holy Island), Northumbria

Lundene Londres

Sæfern Río Severn

Scaepege Isla de Sheppey, Kent

Silcestre Silchester, Hampshire

Sumorsæte Somerset

Suthriganaweorc Southwark, gran Londres

Temes Río Támesis

Thunresleam Thundersley, Essex

Tinan Río Tyne

Torneie Isla de Thorney, desaparecida, a un paso de la estación de metro de West Drayton, cerca del aeropuerto de Heathrow

Tuede Río Tweed

Uisc Río Exe, Devonshire

Wiltunscir Wiltshire

Wintanceaster Winchester, Hampshire

Yppe Epping, Essex

Zegge Isla legendaria de Frisia

CAPÍTULO V

Afiladas hojas que no se arredran, letales puntas

de lanza,

cuando Etelredo, al frente de la matanza,

con miles acaba,

De roja sangre tiñendo el río, a fuerza

de mandobles crecido.

en pos, Aldelmo, noble guerrero, los pasos

de su señor sigue,

y luchando con bravura, en la batalla

a los enemigos diezma.

Y así todo el romance, líneas y más líneas, versos y más versos. Aunque acabará en el fuego, así reza el pergamino que tengo ante mí. Ni siquiera aparece mi nombre. Por eso voy a quemarlo. Los hombres y las mujeres fallecen; el ganado muere; pero la fama perdura de boca en boca, como el estribillo de una canción. ¿Por qué las generaciones futuras habrían de cantar las glorias de Etelredo? Aquel día demostró coraje, sin duda. Pero no fue él quien ganó la batalla de Fearnhamme, sino yo.

Debería exigir a mis bardos que escribieran romances que hablasen de mí, pero bastante tienen con haraganear al sol y beberse mi cerveza. Además, y para ser sincero, los poetas me aburren. Los aguanto por respeto a mis invitados, que confían en escuchar cómo recitan sus ditirambos a los acordes del arpa. La curiosidad me llevó a adquirir este pergamino, que me dispongo a quemar, a un monje que vende cosas de este tipo entre la nobleza. Era natural de esas tierras que, en su día, fueron conocidas como Mercia. Normal que los poetas allí nacidos ensalcen esos parajes de los que, de no ser por ellos, nunca nadie habría tenido noticia, y propalen tales patrañas aunque, en ese aspecto, los monjes les saquen mil leguas. Los anales de nuestra época han sido escritos por curas y frailes, y bien puede un hombre haber salido huyendo de cien batallas y no haber matado a un danés en su vida que, si unta a la Iglesia como es debido, siempre será descrito como un héroe.

Dos fueron las razones por las que se ganó la batalla de Fearnhamme. La primera, que Steapa, al frente de los hombres de Alfredo, llegó en el momento preciso, lo que, visto ahora, bien podría no haber sido así. Oficialmente, Eduardo el Heredero estaba al mando de lo que era la mitad del ejército sajón, y tanto él como Etelredo gozaban de mucha más autoridad que Steapa. Ambos insistieron en que se había precipitado al dar la orden de salir de Æscengum y trataron de oponerse a tal decisión, pero Alfredo no les hizo caso. El rey estaba demasiado enfermo para ponerse a la cabeza de su ejército, pero, como yo, había aprendido a fiarse del olfato natural de Steapa. Y así fue cómo los jinetes de Wessex se encontraron con la desorganizada retaguardia de las fuerzas de Harald, cuando la mitad de los daneses estaba a la espera de cruzar el río.

La segunda, en mi opinión, la celeridad con que mi ariete desbarató el muro de escudos de los hombres de Harald. A veces, tales embestidas no salen como uno espera, pero contábamos con la ventaja que nos proporcionaba el terraplén y con que los daneses, a mi entender, se desmoralizaron al ver la carnicería que se produjo en la otra orilla. Por eso se ganó la batalla.

Dios nos concedió la victoria, bendito sea Etelredo,

quien, junto al río, desbarató el muro de escudos.

Y también Eduardo, noble Eduardo, hijo de Alfredo,

quien, bajo la protección de los ángeles, contempló

cómo al caudillo de los del norte derrotaba Etelredo...

Quemarlo sería un benévolo final para semejante sarta de mentiras. Quizá lo rompa en pedazos y lo arroje a las letrinas.

Estábamos demasiado agotados para organizar una perse­cución en condiciones, y los hombres no acababan de creerse lo fácil que había sido alcanzar la victoria. Por otra parte, habían encontrado cerveza, hidromiel y vino de Frankia en las alforjas de los daneses y, vagando de un lado para otro mientras contemplaban la carnicería que habían perpetrado, muchos se emborracharon. Algunos comenzaron a arrojar al río los cadáveres de nuestros enemigos. Eran tantos que los cuerpos se atoraron en los pilares del puente romano, lo cegaron, y el agua retenida inundó las orillas cercanas al vado. Hicimos un montón con las cotas de malla, y apilamos las armas que recogimos. En un establo y bajo vigilancia, encerramos a los pocos prisioneros que hicimos; fuera, lloriqueaban sus mujeres y sus hijos. Skade fue conducida a un granero vacío, donde dos de los míos la custodiaban. Seguido por todos los curas y monjes que con él había llevado, Alfredo, como era de esperar, se retiró a la iglesia para dar gracias a su dios. Antes de ir a orar, el obispo Asser hizo un alto. Contempló los cadáveres esparcidos y el botín que habíamos obtenido, y me dedicó una fría mirada. Extrañado, me observaba como si fuera uno de esos terneros de dos cabezas que se exhiben en las ferias. Con un gesto, dio a entender a Eduardo que lo acompañase a la iglesia.

Eduardo pareció dudar. Era un muchacho tímido, pero estaba claro que se veía en la necesidad de decirme algo y que no encontraba las palabras adecuadas. Así que me adelanté.

–Aceptad mis parabienes, mi señor –le dije.

Frunció el ceño y, durante un instante, pareció tan confundido como Asser. Se estremeció y se irguió.

–No soy un necio, lord Uhtred.

–Jamás os he tenido por tal –contesté.

–Tenéis que enseñarme –añadió.

–¿Qué debo enseñaros?

–A hacer una cosa así –acertó a decir, señalando con fugaz gesto de horror los cadáveres que había a nuestro alrededor.

–Tenéis que meteros en la cabeza del enemigo, mi señor –repuse–, y pensar en cómo actuar con más contundencia.

Le habría dicho más cosas, pero en ese momento vi a Cerdic entre dos chozas. Sin querer, me volví en parte, me distrajo la severidad con que el obispo Asser reclamaba la presencia de Eduardo y, cuando volví la vista de nuevo, Cerdic había desaparecido. Imposible que estuviese allí, pensé, pues le había dicho que se quedase en Lundene y velase por Gisela. Me imaginé que era una de esas tarascadas que a veces nos juega la mente cuando estamos cansados.

–Mirad, mi señor –me reclamó Sihtric, que había sido uno de mis criados y ahora era uno de los hombres de mi guardia, arrojando una pesada cota de malla a mis pies–. Está hecha de eslabones de oro –añadió, muy agitado.

–Quédatela –le dije.

–¿Cómo? –preguntó mirándome con cara de extrañeza.

–Tu mujer tiene gustos caros, ¿no es así? –en contra de mis consejos y sin mi permiso, Sihtric se había casado con una puta, Ealswith, pero aquello ya era agua pasada y, para mi sorpresa, el matrimonio marchaba bien; tenían dos hijos, dos chavales preciosos–. Quédatela –le insistí.

–Gracias, mi señor –contestó, al tiempo que recogía la cota de malla.

El tiempo discurre con lentitud.

Es curioso cómo se me olvidan algunas cosas. A decir verdad, no soy capaz de revivir el momento en que guiaba mi ariete contra el muro de escudos de Harald. ¿Le estaba mirando a la cara? ¿De verdad me acuerdo de la sangre del caballo recién sacrificado que, en forma de gotas, le saltaba de la barba cuando movía la cabeza? ¿Acaso no estaba más pendiente del hombre que se encontraba a su izquierda y que trataba de proteger a Harald con su escudo? Muchas son las cosas que se me han olvidado, pero no el momento en que Sihtric se hizo con aquella cota de malla. Me quedé mirando a un hombre que llevaba una docena de caballos capturados al enemigo por el vado desbordado. Me fijé en dos hombres que arrastraban unos cuerpos para dar salida al agua que se había remansado junto a las ruinas del puente: pelirrojo y de pelo rizado, uno de ellos; el otro reía con ganas alguna ocurrencia de su compañero. Tres hombres arrojaban cadáveres al río, cegando el puente con tanta rapidez que los otros dos no daban abasto. Un perro flaco se rascaba cerca de donde Osferth, el hijo bastardo de Alfredo, conversaba con lady Etelfleda; me extrañó que no estuviera en la iglesia con su padre, su hermano y su marido, igual que me sorprendió la rápida relación de amistad que había surgido entre los dos hermanastros. Recuerdo a Oswi, mi nuevo mozo, conduciendo a Smoka por la calle y deteniéndose a hablar con una mujer; en ese instante, caí en la cuenta de que, tras haber corrido a esconderse en alguno de los bosques cercanos tan pronto como habían visto hombres armados al otro lado del río, los habitantes de Fearnhamme ya estaban regresando. Otra mujer, que se cubría con una capa de un dudoso color amarillo, cuchillo en mano, trataba de cortar el dedo que enlucía un anillo de un danés muerto. Recuerdo un cuervo, revoloteando en oscuros círculos por aquel aire que olía a sangre, y que me conmoví al verlo. ¿Sería uno de los dos cuervos de Odín? ¿Hasta los dioses tendrían noticia de aquella matanza? Rompí a reír a carcajadas, lo que no me cuadra mucho, porque recuerdo que en aquel instante el silencio se cernía sobre la aldea.

Hasta que escuché la voz de Etelfleda.

–Mi señor –se había acercado a mí y me miraba–, Uh­tred –añadió con dulzura.

Finan, dos pasos por detrás de ella; con él iba Cerdic. Fue entonces cuando lo supe. Caí en la cuenta, y no pude articular palabra. Etelfleda se acercó más y me puso una mano en el hombro.

–Uhtred –repitió; creo que la miré a la cara; cubiertos de lágrimas, sus ojos azules parecían resplandecer más–. Durante el parto –dijo en voz baja.

–No –contesté con voz queda–. No.

–Sí –dijo ella.

Finan me miraba con rostro compungido.

–No –protesté en voz alta.

–La madre y la criatura –añadió Etelfleda, muy bajito.

Cerré los ojos. Sólo negrura a mi alrededor, mi mundo se había vuelto negro. Mi Gisela había muerto.

* * *

Wyn eal gedreas. Es un verso de otro romance que a veces han recitado en mi casa. Es un canto desgarrado, así que por fuerza ha de ser sincero. Wyrd biD ful ãræd, asegura: el destino es inexorable. Y también, wyn eal gedreas: toda alegría ha desaparecido.

Había perdido la alegría de vivir; estaba sumido en la oscuridad. Más tarde, Finan me dijo que había aullado como un lobo, y quizá sea cierto. No lo recuerdo. El dolor debe permanecer oculto. El hombre que, por vez primera, afirmó que nada puede alterar el curso del destino no dudaba en asegurar que habíamos de aherrojar nuestros más recónditos sentimientos. Nada bueno cabe esperar de un espíritu sombrío, decía, y más vale ocultar los pesares. Y sí, es posible que aullase de dolor, pero retiré la mano de Etelfleda, me encaré con los hombres que estaban arrojando cadáveres al río, y ordené que dos de ellos fuesen a ayudar a los dos que trataban de retirar los cuerpos que cegaban los restos de los pilares del puente.

–Bajad los caballos del altozano –increpé a Finan.

Ni se me ocurrió pensar en Skade en esos momentos; de lo contrario, nada habría hecho por evitar que Hálito-de-serpiente se cobrase su alma depravada. Fue su maldición, como habría de comprender más tarde, la que se había llevado por delante la vida de Gisela: había muerto la misma mañana en que Harald no me había dejado otra alternativa que ponerla en libertad. Apesadumbrado, Cerdic había galopado sin descanso hasta Æscengum, por un territorio infestado de daneses, para llevarme la noticia, y encontrarse con que ya nos habíamos marchado.

Cuando se enteró, Alfredo vino a verme, me tomó del brazo y echamos a andar por la única calle de Fearnhamme. Cojeaba; los hombres se apartaban para dejarnos pasar. Apretándome el codo con fuerza, hasta en una docena de ocasiones pareció que iba a decirme algo, pero no fue capaz de articular palabra. Por fin, se detuvo ante mí, me miró a los ojos y dijo:

–No sé por qué Dios nos manda estas desgracias –aunque yo guardaba silencio, continuó–: Vuestra esposa era un regalo del cielo –frunció el ceño, y lo que me dijo a continuación debió de resultarle tan difícil como generoso por su parte–. Elevo plegarias a vuestros dioses para que os reconforten, lord Uhtred.

Me llevó a continuación a la villa romana, que hacía las veces de residencia real, donde me encontré con un Etelredo visiblemente incómodo, y con un bendito padre Beocca que me estrechó la mano diestra pidiendo a su dios, entre lágrimas, que se apiadase de mí: Gisela habría sido pagana, pero Beocca la quería con locura. Aunque no podía ni verme, el obispo Asser me dedicó unas amables palabras, mientras el hermano Godwin, el monje ciego que capaz era de discernir en la mente de Dios, emitía un sonoro lamento hasta que el prelado se lo llevó de mi lado. Más tarde, Finan vino a verme con una jarra de hidromiel, y me cantó melancólicas melodías irlandesas. Me emborraché tanto que me olvidé de todo. Fue el único que me vio llorar aquel día. Jamás se lo dijo a nadie.

–Tenemos órdenes de regresar a Lundene –me dijo Finan al día siguiente; ajeno a todo cuanto me rodeaba, me limité a asentir–. El rey se vuelve a Wintanceaster –añadió–. Los lores Etelredo y Eduardo se encargarán de ir tras los pasos de Harald.

Los hombres que aún quedaban en pie de su maltrecho ejército habían cruzado el Temes en dirección norte, hasta que Harald, malherido e incapaz de seguir adelante, les ordenó que buscasen un refugio. Dieron con una isla cubierta de espinos, un lugar llamado Torneie, como no podía ser de otra manera, un islote en medio del río Colaun, no lejos de su confluencia con el Temes. Los hombres de Harald lo fortificaron: levantaron una imponente empalizada de espinos y dispusieron terraplenes. Allí los encontraron lord Etelredo y Eduardo el Heredero, y decidieron ponerles sitio. A las órdenes de Steapa, los hombres de la guardia de Alfredo escudriñaron Cent en dirección este, expulsando de aquellas tierras a los hombres de Harald que aún quedaban y recuperando gran parte del botín que habían reunido. La de Fearnhamme fue una victoria sonada, que confinó a Harald en un islote insalubre, mientras el resto de sus hombres se hicieron a la mar en las naves que allí los habían llevado y abandonaron Wessex, aunque muchos de ellos se unieron a Haesten, que seguía acampado en la costa norte de Cent.

Yo estaba en Lundene. Todavía se me saltan las lágrimas al recordar cómo me recibió mi hija, Stiorra, mi pequeña huérfana de madre, que se abrazó a mí y no me soltaba. Los dos lloramos a lágrima viva; la estreché contra mí como si sólo ella pudiera atarme a la vida. Acurrucado contra el ama, Osbert, el benjamín, también lloraba. Uhtred, mi hijo mayor, seguro que había llorado hasta que se le secaron los ojos, pero no en mi presencia, y no por una contención digna de encomio, sino porque me tenía miedo. Era un chico tímido y melindroso, que me sacaba de quicio. Le había insistido en que aprendiera a manejar la espada, pero carecía de dotes para tal menester. Lo había llevado río abajo a bordo del Lobo plateado, pero no mostró entusiasmo por los barcos ni por el mar.

Venía conmigo en el barco el día en que volví a ver a Haesten. Habíamos salido de Lundene antes del amanecer. Bajo una luna mortecina, nos dejábamos llevar por la corriente. Alfredo había dispuesto –le encantaba dictar leyes– que los hijos de los ealdormen y thegns fuesen a la escuela, pero yo me negué a que mi hijo Uhtred acudiera al establecimiento que, a tal fin, había fundado el obispo Erkenwald en Lundene. No me importaba que mi hijo aprendiese a leer y a escribir, aunque tengo para mí que ambas habilidades están sobrevaloradas, pero no quería que escuchase las enseñanzas del obispo. Erkenwald me insistió para que le mandase al chico, pero le dije que Lundene formaba parte de Mercia, como así era por entonces y, en consecuencia, territorio no sujeto a las leyes de Alfredo. El obispo torció el morro, pero no consiguió hacerme cambiar de parecer. Prefería que mi hijo se adiestrase en las artes de la guerra y, para aquel día, a bordo del Lobo plateado, le había dicho que se pusiera un jubón de cuero y le había proporcionado un tahalí a su medida para que se acostumbrase a los pertrechos guerreros. En lugar de sentirse orgulloso, parecía avergonzado.

–¡Esos hombros, atrás! –le grité–. ¡Ponte derecho! ¡No eres un cachorrito!

–Sí, padre –gimoteó, con los hombros gachos mientras miraba al muelle.

–Cuando yo falte, serás el señor de Bebbanburg –añadí, pero no respondió.

–Deberíais llevarlo a Bebbanburg, mi señor –comentó Finan.

–Sí, quizá lo haga –repuse.

–Basta con poner rumbo norte y con que la travesía sea agradable –añadió Finan para animarlo, mientras le daba una palmada en la espalda–. Ya verás; te va a encantar, Uhtred. A lo mejor avistamos una ballena.

Mi hijo se lo quedó mirando, sin decir nada.

–Bebbanburg es una fortaleza que se alza junto al mar –le expliqué a mi hijo–, una gran ciudadela, barrida por el viento, batida por las olas, inexpugnable –añadí, tragándome las lágrimas al recordar la de veces que había acariciado el sueño de ver a Gisela convertida en señora de aquel lugar.

–No es inexpugnable, mi señor –me corrigió Finan–, porque nosotros la tomaremos.

–Así será –repuse, aunque sin entusiasmo, ni siquiera ante la idea de tomar al asalto aquella plaza fuerte que me pertenecía y acabar de paso con mi tío y con todos los suyos.

Me aparté de mi apático hijo y me fui hasta la proa, bajo la cabeza de lobo; oteé el horizonte hacia el este, por donde ya apuntaba el sol. Allí, entre la bruma que se esparcía bajo el sol naciente, en la neblina en que mar y aire se confundían con el horizonte, en los reflejos que rielaban por encima del tranquilo oleaje, atisbé los barcos, toda una flota.

–¡Despacio! –ordené.

Nuestros remos se alzaban y se hundían en el agua de forma tan pausada que más parecía que la bajamar nos empujase hacia aquella flota que se dirigía rumbo al norte, hacia nosotros.

–¡Fuera remos! –grité, y la nave aún redujo más la velocidad hasta detenerse y virar de costado en el sentido de la corriente.

–Debe de ser Haesten –conjeturó Finan, que se había situado a mi lado.

–Se va de Wessex –dije.

Estaba seguro de que era Haesten, y no me faltaba razón. Al cabo de un momento, uno de los barcos se separó de la flota y reparé en los destellos de las palas de aquellos remos que, con tanto esfuerzo, los hombres manejaban para acercarse a nosotros. A sus espaldas, los otros barcos seguían rumbo norte. Ahora que se les habían sumado las tripulaciones que habían desertado de los ejércitos de Harald, eran muchos más que las ochenta embarcaciones que Haesten había llevado hasta Cent. El barco que se había apartado de la flota ya estaba cerca de nosotros.

–Es el Dragón errante –dije, tras identificar la nave, el navío que había entregado a Haesten el día en que se había quedado con la plata de Alfredo a cambio de dos miserables rehenes.

–¿Escudos? –preguntó Finan.

–No –repuse. Si Haesten hubiera pensado en atacarnos no habría venido en un solo barco, de modo que nuestros escudos siguieron donde estaban, en el pantoque del Lobo plateado.

El Dragón errante retiró los remos a una distancia no superior a medio cuerpo de un barco; durante un momento, nuestras dos tripulaciones se quedaron mirándose. Luego, observé cómo Haesten se encaramaba al altillo del timón y me dirigía un saludo.

–¿Puedo subir a bordo? –preguntó a gritos.

–Por supuesto –respondí a voces.

Observé la diestra maniobra de los remeros de popa para virar, acercándola a la de nuestra nave. Los largos remos de ambos navíos permanecieron desarmados mientras los dos barcos se juntaban. Luego, Haesten, de un salto, subió a bordo del nuestro. Otro hombre me saludaba desde el altillo del Dragón errante. Me fijé mejor en él, y reparé en que era el padre Willibald. Le devolví el saludo, antes de salir al encuentro de Haesten.

Iba con la cabeza descubierta. Se me acercó con las palmas de las manos vueltas hacia mí en un gesto de impotencia y, con grave pesadumbre, acertó a decirme:

–¡Cuánto lo siento, mi señor! –y su voz sonó pesarosa y convincente–. No tengo palabras, lord Uhtred.

–Era una buena mujer –respondí.

–Y tanto. No sabéis cuánto lo siento, mi señor.

–Gracias.

Miró de soslayo a mis remeros, seguramente para hacerse una idea de las armas que llevaban, y se volvió a mí de nuevo.

–Tan triste suceso ha empañado las noticias que me han llegado de vuestra victoria. Un gran triunfo.

–Que parece haberos convencido de que debéis abandonar Wessex –repliqué cortante.

–Tras el acuerdo que alcanzamos, traté de marcharme, mi señor; pero tuvimos que reparar algunos de los barcos –añadió, al tiempo que se fijaba en Uhtred y no pasaba por alto los tachones de plata que adornaban el tahalí del chico–. ¿Vuestro hijo?

–Así es. Mi hijo Uhtred –repuse.

–Magnífico muchacho –mintió Haesten.

–Uhtred, ¡ven aquí!

Nervioso, sin dejar de mirar a todos lados, como temeroso de que alguien pudiera hacerle daño, el chaval se acercó a nosotros, con la dignidad de un patito mareado.

–Este hombre es el jarl Haesten, danés –le dije–. Día llegará en que acabaré con él o él acabará conmigo –Haesten se reía para sus adentros; mi hijo no apartaba los ojos de la cubierta–. Si fuera él quien acabase conmigo –añadí–, tienes la obligación de acabar con él.

Haesten esperó una respuesta por parte del joven Uhtred, pero el chico se quedó cohibido, mientras el danés esbozaba una sonrisa malévola.

–¿Qué tal mi hijo, lord Uhtred? –preguntó, como quien no quiere la cosa–. ¿Qué tal se desenvuelve en su papel de rehén?

–Hará cosa de un mes que ahogué al pequeño bastardo –contesté.

Haesten se echó a reír al escuchar mentira tan grosera.

–Ni falta que hubieran hecho rehenes –exclamó, a la vez que, con un gesto, apuntaba al Dragón errante–. Yo cumpliré mi parte. Ahí tenéis al padre Willibald que os lo confirmará. Iba a enviarlo a Lundene con una carta. ¿Tendríais la amabilidad de llevarlo hasta allí, mi señor?

–¿Sólo al padre Willibald? ¿No dejé dos curas en vuestras manos? –le pregunté sorprendido.

–El otro murió de un atracón de anguilas –dijo, restando importancia al asunto–. ¿Os llevaréis a Willibald con vos?

–Claro que sí –contesté, sin dejar de mirar la flota que seguía adelante, hacia el norte–. ¿Adónde os dirigís?

–Al norte –respondió Haesten, como si nada–; a Anglia Oriental o a cualquier otra parte. No a Wessex, desde luego.

No quería decirme a dónde se dirigían, pero estaba claro que sus barcos ponían rumbo a Beamfleot. Allí nos habíamos enfrentado cinco años antes, y es muy posible que Haesten no guardase buen recuerdo de aquel sitio. Aquel lugar, en la ribera norte del estuario del Temes, ofrecía dos ventajas singulares. De un lado, la ensenada conocida como Hothlege, al resguardo de la isla de Caninga, donde bien podían refugiarse trescientos barcos, y el viejo fuerte, en lo alto de la verde colina que se alzaba a sus espaldas, de otro. Era un sitio seguro, mucho más que el campamento que, sólo con la intención de extorsionar a Alfredo con tal de que se marchara de allí, Haesten había plantado en la costa de Cent. En Beamfleot, dispondría de una fortaleza prácticamente inexpugnable, al tiempo que se mantenía a muy escasa distancia de Lundene y de Wessex. Era taimado como una serpiente.

El padre Willibald no pensaba lo mismo. Fue preciso acercar los dos barcos hasta tocarse para que el cura pasase a gatas de uno a otro. Se tumbó cuan largo era en la cubierta del Lobo plateado, y dirigió a Haesten un cordial gesto de despedida, que me hizo sonreír antes de que, de un salto, el danés regresase a su embarcación.

El cura se me quedó mirando sin saber qué decir. Tan pronto su rostro revelaba pesadumbre como alegría, expresiones que iban acompañadas de gestos nerviosos como si tratase de dar con las palabras más adecuadas a ambos estados de ánimo. Pesó más la congoja.

–Mi señor, decidme, os lo ruego, que no es cierto lo que me han contado.

–Lo es, padre.

–¡Dios mío! –exclamó, negando con la cabeza y santiguándose–. Todas las noches, señor, rezaré por su alma y por las almas de vuestros hijos –al observar mi tristeza, su voz pareció quebrarse, pero, en esta ocasión, pudo más la alegría que sentía–. Traigo magníficas, espléndidas noticias, mi señor –y sin hacer caso de la cara que ponía, se volvió para recoger el triste morrión que, con sus pertenencias, le habían arrojado desde el Dragón errante.

–¿Qué noticias son ésas? –me interesé.

–Tienen que ver con el jarl Haesten, mi señor –me contestó, entusiasmado–. Me ha pedido que bautice a su esposa y a sus dos hijos, mi señor –añadió muy sonriente, invitándome a compartir su alegría.

–¿Que os ha pedido qué? –le pregunté sorprendido.

–¡Que su familia quiere el bautismo! ¡He escrito una carta en su nombre, dirigida a nuestro rey! Parece que nuestra labor ha dado sus frutos, mi señor. La esposa del jarl, que Dios la colme de bendiciones, ¡ha visto la luz y desea participar de la redención de Nuestro Señor! Ha aprendido a amar a Nuestro Salvador, mi señor, y su esposo le ha dado el consentimiento para que se convierta –me lo quedé mirando con la esperanza de que mi gesto de desdén lo bajase de las nubes, pero Willibald no era hombre propenso al desaliento, así que volvió a la carga con entusiasmo–: ¿No os dais cuenta, mi señor? Si su esposa se convierte, él seguirá sus pasos. Siempre pasa lo mismo, mi señor: la esposa es la primera en adentrarse por el camino de la salvación, ¡y cuando ella lo emprende, el esposo la sigue!

–Nos está engatusando para que nos durmamos en los laureles, padre –repliqué.

El Dragón errante ya se había unido a la flota, que seguía adelante, rumbo norte.

–El jarl es un alma que no encuentra sosiego –continuó Willibald–; más de una vez me lo ha dicho –añadió alzando los brazos al cielo, donde una miríada de aves acuáticas agitaba las alas en dirección sur–. Cuando un pecador se arrepiente, hay regocijo en el cielo, mi señor. ¡Está a un paso de ser redimido! Y cuando un caudillo se convierte, su pueblo le imita y sigue a Cristo.

–¿Caudillo, decís? –rezongué–. Haesten no es más que una cagarruta, una mierda pinchada en un palo. Lo único capaz de desasosegarlo, padre, es la codicia. No nos quedará más remedio que matarlo.

Willibald hizo oídos sordos a mis sarcásticas palabras, y fue a sentarse al lado de mi hijo. Me quedé mirándolos mientras hablaban, y me pregunté por qué Uhtred nunca prestaba atención a las conversaciones que yo mantenía con él y, sin embargo, escuchaba embelesado los comentarios de Willibald.

–¡Ojito con llenarle la cabeza de pájaros! –grité.

–De eso, precisamente, estábamos hablando, mi señor –repuso el cura, con agudeza–, de los lugares adonde migran en invierno.

–¿Adónde van?

–Supongo que al otro lado del mar –apuntó.

La corriente perdió fuerza, se encalmó y cambió de sentido, de modo que nos dejamos llevar y la seguimos río arriba. Pensativo, me acomodé en el altillo junto a Finan, que mantenía con firmeza el imponente timón. Mis hombres remaban pausadamente, encantados de ir en el sentido de la corriente, mientras cantaban el himno de Aegir, dios del mar, y de Rán, su esposa, y de sus nueve hijas, divinidades a las que conviene encomendarse para que un barco salga con bien de aguas turbulentas. Lo canturreaban porque sabían que me gustaba. En aquel instante, se me antojó anodino y carente de sentido, de modo que no me uní a ellos. Me limité a contemplar la capa de humo que se cernía sobre Lundene, aquella negrura que mancillaba el cielo estival, y pensé que me hubiera gustado ser pájaro, volar y desaparecer por encima de la nada.

* * *

La carta de Haesten pareció devolver la vida a Alfredo. Según él, la misiva era una muestra más del favor divino, afirmación con la que el obispo Erkenwald estuvo de acuerdo, como no podía ser de otra manera. Al decir del prelado, el mismo dios que había acabado con los paganos en Fearnhamme había obrado el milagro en el corazón de Haesten. Willibald partió para Beamfleot con una carta de invitación dirigida a Haesten para que acudiese a Lundene con su familia, donde Alfredo y Etelredo actuarían como padrinos de Brunna, del joven Haesten y de Horic, el de verdad. Nadie se molestó en recordar que el rehén sordomudo también era hijo del danés. El desliz quedó barrido por el entusiasmo que reinaba en Wessex a finales de aquel verano que, poco a poco, dejaba paso al otoño.

El rehén sordomudo quedó adscrito a mi servicio. Me dio por llamarlo Harald. Era un muchacho despierto, y lo puse a trabajar en la armería, donde pronto destacó por su destreza con la piedra de amolar y no tardó en dar muestras de interés por toda clase de armas. Por si fuera poco, tenía a Skade presa en casa. Nadie quería hacerse cargo de ella. Durante un tiempo la exhibí en una jaula a la puerta de casa, pero tal humillación poco consuelo era para la maldición que me había caído encima. Nada valía como rehén, puesto que su amado se lamía las heridas en el islote de Torneie. Así que una noche me la llevé río arriba en uno de los barcos pequeños que teníamos al otro lado del puente en ruinas de Lundene.

El islote estaba cerca de la ciudad. Con una treintena de hombres a los remos, llegamos a la confluencia con el río Colaun antes del mediodía. Nos adentramos lentamente en el pequeño río. No había gran cosa que ver. Los hombres de Harald, menos de trescientos, habían levantado un muro de tierra coronado por una tupida empalizada de espino. Tras aquella defensa de pinchos, sobresalían algunas lanzas, pero no se veía ni una sola techumbre: en Torneie no había madera para hacer cabañas. Perezoso, entre marismas y cañaverales, el río discurría a ambos lados del islote; a lo lejos, los dos campamentos de las fuerzas sajonas que habían puesto sitio a la isla. Un par de barcos de Mercia, además, permanecían amarrados en mitad de la corriente para impedir que los daneses pudieran recibir víveres.

–Ahí está vuestro enamorado –le dije a Skade, señalando a los espinos. Ordené a Ralla, que iba al timón, que nos acercara a la isla lo más que pudiera y, cuando la proa de la nave ya casi tocaba los juncos, llevé a rastras a la joven y repetí–: Ahí tenéis a vuestro amante, cojo, impotente.

Algunos daneses que habían desertado nos habían informado de que Harald había resultado herido en la pierna izquierda y en la entrepierna. Aguijón-de-avispa le había penetrado por debajo del faldón de la cota de malla; recordé cómo, tras dar en hueso, arremetí con fuerza, de forma que el acero había seguido su camino muslo arriba, desgarrando músculos y cortando venas hasta la entrepierna. La pierna se le había gangrenado, y habían tenido que amputársela. Pero seguía con vida, y quizá fuera su odio implacable lo que mantenía vivos a sus hombres, que se encaraban con un futuro que nada tenía de prometedor.

Skade no abrió la boca. Se quedó mirando el muro coronado de espinos tras el que sobresalían las puntas de lanza. Llevaba una túnica de esclava, muy ceñida a la altura de su estrecha cintura.

–Se han comido hasta los caballos; se alimentan de anguilas, ranas y peces –le dije.

–Saldrán adelante –repuso en tono sombrío.

–Están atrapados –añadí con desdén–, y esta vez Alfredo no les ofrecerá oro para que se marchen. Este invierno, cuando ya no tengan qué comer, Alfredo acabará con ellos, de uno en uno, ¿me oís?

–Sobrevivirán –insistió.

–¿Acaso sois capaz de leer el futuro?

–Así es –replicó. Acaricié el martillo de Thor.

La odiaba y, sin embargo, me costaba apartar los ojos de ella. Se le había dispensado el don de la belleza, no muy diferente de la elegancia de las armas: una hermosura refinada, contundente, resplandeciente. Aun cautiva, desgreñada y cubierta de harapos como estaba, llamaba la atención. Sus labios y sus espesos cabellos dulcificaban los ángulos de su rostro. Mis hombres no le quitaban los ojos de encima. Soñaban con que se la entregase para gozar de ella y, después, matarla. La consideraban una bruja danesa, tan peligrosa como apetecible. De sobra sabía que había sido su maldición la que me había arrebatado a Gisela y que nada habría dicho Alfredo si la hubiese ejecutado, pero no podía hacerlo: me tenía hechizado.

–Sois libre de ir con ellos –le dije.

Se me quedó mirando con sus enormes ojos oscuros, y no dijo nada.

–Saltad del barco –añadí. No estábamos lejos de la orilla que, en pendiente, subía a Torneie; le bastaba con nadar un par de pasos, haría pie y enseguida estaría en tierra firme–. ¿Sabéis nadar?

–Sí.

–Id a su lado, pues –insistí, armándome de paciencia–. ¿No aspiráis a ser reina de Wessex? –le pregunté en tono de mofa.

Volvió la vista de nuevo hacia la isla lóbrega.

–Tengo sueños en los que se me aparece Loki –me dijo en voz baja.

Loki era un dios renegado, la vergüenza de Asgard, un dios que merecía la muerte. Loki era para nosotros lo que la serpiente del paraíso para los cristianos.

–¿Os habla de maldades? –le pregunté.

–Está triste –respondió–, y no para de hablar. Yo procuro consolarlo.

–¿Qué tiene eso que ver con que saltéis del barco?

–No es ése mi destino.

–¿Os lo ha dicho Loki?

Asintió con la cabeza.

–¿Os dijo que seríais reina de Wessex?

–Sí –repuso tranquilamente.

–Pero Odín es más fuerte –le dije. Ojalá Odín hubiera pensado más en Gisela y menos en Wessex. En ese momento, me pregunté por qué los dioses habrían consentido que los cristianos se alzasen con la victoria en Fearnhamme en lugar de permitir que los suyos se apoderasen de Wessex; pero ya se sabe que los dioses son caprichosos y traviesos, aunque ninguno tan alocado como el pícaro Loki–. ¿Y qué os dice Loki en estos momentos? –le pregunté con aspereza.

–Que me deje llevar.

–No os necesito. Así que saltad del barco, nadad y morid de hambre.

–No es ése mi destino –repitió con voz apagada, como si su alma careciera de vida.

–¿Qué tal si os doy un empujón?

–No lo haréis –repuso muy convencida, y estaba en lo cierto.

La dejé en la proa, mientras el barco viraba y la corriente nos llevaba de vuelta al Temes y a Lundene. Aquella noche la saqué de la despensa donde la tenía encerrada. Le dije a Finan que nadie se metiese con ella, que la dejasen ir donde quisiese, que era libre. A la mañana siguiente, engurruñada y en silencio, seguía en el patio de mi casa, sin quitarme los ojos de encima.

Trabajó como esclava en las cocinas. Las criadas y las otras esclavas le tenían miedo. Siempre callada y lánguida, como si la vida la hubiese abandonado. La mayoría de las personas que trabajaban en mi casa eran cristianas y, cuando se cruzaban con ella, se santiguaban; con todo, obedecieron mis órdenes y nadie la molestó. Podía haberse marchado cuando hubiera querido, pero se quedó. Podía habernos envenenado a todos, pero nadie cayó enfermo.

El otoño trajo vientos fríos y húmedos. Salieron correos hacia las tierras del otro lado del mar y los reinos galeses para anunciar el bautizo de la familia de Haesten, acompañados de invitaciones para enviar testigos a la ceremonia. Como es de suponer, Alfredo consideraba que la decisión de Haesten de sacrificar a su esposa y a sus hijos era una hazaña no menor que la de Fearnhamme, y ordenó que engalanasen las calles de Lundene con banderolas para dar la bienvenida a los daneses. Alfredo se presentó en la ciudad a última hora de una tarde en que llovía a cántaros. Nada más llegar, se dirigió al palacio que ocupaba el obispo Erkenwald en lo alto de la colina, al lado de la iglesia reconstruida. Aquella misma noche se celebró un oficio de acción de gracias al que me negué a asistir.

A la mañana siguiente, acudí al palacio con mis tres hijos. Etelredo y Etelfleda, que cuando las circunstancias así lo exigían simulaban ser un matrimonio bien avenido, también estaban en Lundene. Etelfleda me dijo que le encantaría que mis tres hijos jugasen con su hija.

–¿Significa eso que no tenéis pensado ir a la iglesia? –le pregunté.

–Allí estaré –me dijo, con una sonrisa–. Confiemos en que Haesten no falte.

Las campanas de todas las iglesias de la ciudad repicaban para recibir a los daneses. A pesar de la incesante y fría lluvia del este que caía, las calles estaban atestadas.

–Vendrá –repuse.

–¿Por qué estáis tan seguro?

–Se pusieron en camino al amanecer –había apostado vigías en las marismas del estuario del Temes; al alba, mis ojeadores habían encendido fogatas para advertirme de que los barcos habían dejado atrás la ensenada de Beamfleot y se dirigían río arriba.

–Lo único que busca es que mi padre no vaya contra él –dijo Etelfleda.

–Es una comadreja de mierda.

–Va tras Anglia Oriental –continuó–. Eohric es un rey débil y Haesten no dudaría en ceñirse su corona.

–Es posible –repuse no muy convencido–