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© Plutón Ediciones X, s. l., 2020

Diseño de cubierta y maquetación: Saul Rojas

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I.S.B.N: 978-84-18211-03-4

Ángel de la Guarda,

dulce compañía,

no me desampares

ni de noche ni de día,

no me dejes solo,

que me perdería.

Prólogo

Basado en una historia real

Como parte indivisible de esta obra, compartiendo algunas de las experiencias que nos relata Rubén Zamora sobre los ángeles custodios y otros seres de luz, casos reales y personales, aunque no siempre la perspectiva e interpretación de los mismos, no dejo de maravillarme ni de sentir robustecida mi fe de que este mundo, este planeta, este universo, esta increíble experiencia que es la vida, no lo es todo, que hay algo más antes de nacer, algo más después de eso que llamamos muerte y que nadie sabe explicar cabalmente, pero que muchos sentimos, intuimos y hasta experimentamos.

Estoy seguro de que hay seres de luz que nos acompañan todos y cada uno de los días de nuestra presencia en esta vida. Nos hablan y nos guían, hacen lo que pueden y lo que deben por nosotros, ni más ni menos, respetando sin embargo nuestro albedrío.

Nos iluminan, pero nos dejan ser. Nos apoyan, pero no son responsables de nuestras decisiones. Nos aman, pero no nos hacen dependientes. Nos guían, pero no nos empujan ni nos obligan a nada. Potencian nuestras virtudes, e intentan minimizar nuestros defectos, pero dejan la elección y la decisión en nuestras manos.

Nos hablan al oído, y a veces nos gritan en el alma y en el corazón, pero no pueden evitar nuestra sordera, nuestro orgullo ni nuestra necedad, nuestra cerrazón de mente, cuerpo y espíritu.

Rubén Zamora, mezcla de intuición casi infantil y erudición de catedrático, nos entrega sus vivencias y sus conocimientos abriendo una nueva perspectiva sobre los seres de luz que nos acompañan, más allá de prejuicios populares y dogmas religiosos, porque siendo un gran creyente, cosa que el niega, no abraza catecismo alguno ni se basa en ningún libro sagrado, aunque es obvio que ha tenido el Libro de Enoc en las manos, la Biblia y muchos textos de historia, porque para él prima la experiencia única y personal, la vivencia, el contacto, que muestra al mundo sin temor alguno a la crítica o la negación, seguro de que no es el único que ha tenido este tipo de sensaciones, visiones y, al fin, trato con lo incomprensible.

Por supuesto, Rubén Zamora nos recuerda al famoso psicólogo Carl C. Jung, quien a pesar de todas sus responsabilidades sociales y académicas, no negaba su relación con un ser de luz, un ángel custodio, un ángel de la guarda personal. Jung y Zamora están muy lejos en el tiempo, la ideología y el espacio, pero ambos tienen experiencias sobrenaturales muy parecidas, ambos oyen, ven y hablan con su ángel de la guarda, sin que la locura tenga nada que ver con el fenómeno, sino la lucidez, la capacidad de ver y sentir más allá de lo normalmente perceptible.

Ambos se basan en historias reales, en hechos concretos, y ambos tienen el valor de comentarlo y difundirlo, y de compartirlo con otras personas como usted y como yo, que no vemos tan claro o el asunto o que, a pesar de haber tenido ciertas experiencias fuera de lo común, no nos atrevemos a revelarlas a cualquiera.

Johnathan Sleigthon

Introducción

Cuando conocí a Uriel

Todos y cada uno de nosotros tiene un ser de luz propio y particular, pero no siempre lo descubrimos a lo largo de esta vida material, y a menudo lo confundimos con otras experiencias un poco fuera de lo común. Para los seres de luz siete mil millones de seres humanos no es nada, porque ellos son legión de legiones, tantos como las estrellas del universo conocido, y es por eso que a menudo en nuestro camino vital y espiritual nos encontramos con un arcángel, un comandante planetario o astral, un mensajero de luz, un ángel recién ascendido, y, finalmente, con nuestro ángel de la guarda propio, único, personal e intransferible.

Con todo y mis rarezas, mis desprendimientos astrales, mis visiones de presente, pasado y futuro, las voces compañeras, mis hados, santos y duendes, así como uno que otro elemental, tardé varios años en entrar en contacto con mi propio y exclusivo ángel de la guarda. Por ello, la intención de este libro es que usted, sin tanta parafernalia, encuentre al suyo, y no porque me crea a mí o no me crea, porque comparta o no conmigo la misma perspectiva o manera de pensar, sino porque lo experimente personalmente.

Quien haya leído la anterior versión de Descubre tu ángel personal, encontrará en la presente algunos cambios de continente pero no de contenido esencial, con nueva información, pero sin apartarse de la información elemental que inspiró a la primera versión.

Tu ángel de la guarda siempre luchará por ti.

Quien no haya leído la primera versión podrá sorprenderse con las curiosas experiencias del que esto escribe, o compararlas con las propias más allá de los clichés, de los prejuicios, de las ideologías y de las creencias religiosas, porque cada experiencia es única y particular, y, algunas veces, intransferible.

La memoria es una de las cosas que vamos perdiendo con la edad y con el tiempo, por no mencionar que a menudo nuestro cerebro la acomoda y la transforma con buena, mala o ninguna intención, llenando huecos y haciéndola creíble para nuestro momento presente.

Hay recuerdos vagos, memoria parcial y subjetiva, incluso bloqueos o censuras, porque al ir creciendo y entrando en contacto con lo social, la escuela y las creencias religiosas, muchas de las cosas que nos parecieron divertidas en su momento pueden empezar a parecernos terribles, inmorales o pecaminosas en el momento actual. Hasta que no nos educan en la maldad, nos mantenemos puros e ingenuos, y la memoria borra a menudo lo inconveniente, aunque en su origen no haya sido más que un juego de niños.

Quedan los recuerdos vívidos, esos que no se borran jamás y que están presentes en nuestra alma y en nuestra mente como si acabaran de suceder hace un momento. A veces son agradables, a veces dolorosos y a veces sorprendentes, independientemente de su contenido.

Mis recuerdos vívidos infantiles son, en su mayoría, de lo más normal: caer en el lodo tras lanzarme por el tobogán; mi hermano Héctor llevándome en bicicleta; el choque de cabezas con mi hermano Fernando cuando estrenábamos botas nuevas; el día que fui al parvulario sin pantalones, pero con mi camión de bomberos bien sujeto entre mis brazos; la fiesta en que descalabré a una niña porque no se quería morir tras haber sido balaceada por las balas de aire de mi pistola de vaquero; y, en fin, recuerdos sin la mayor importancia ni aparente trascendencia.

Uno de esos recuerdos se sale de la “normalidad”:

Tendría alrededor de dos años de edad, estaba en mi cuna jugando a embarrar de mierda los barrotes, mientras la empleada que me cuidaba estaba en la cocina vigilando la comida.

Yo quería que los barrotes quedaran perfectamente pintados y me afanaba en cubrir huecos, cuando una luz intensa, pero que no hería los ojos, se acercó y me dijo simplemente “hola”.

“Hola”, le respondí como si yo fuera una persona mayor y no un bebé lento y gordo que apenas si balbuceaba algunas palabras.

La luz fue adquiriendo forma humana, pero sin cuerpo, seguía siendo luz, mientras yo terminaba de embadurnar un barrote.

La situación ahora me parece, además de escatológica, algo cómica, pero entonces para mí era de lo más común y corriente.

—¿Qué piensas hacer con tu vida? —me preguntó.

—No lo sé —le dije—, depende de lo que dure.

—¿Cuánto quieres que dure?

—No lo sé, pero creo que cuarenta y cinco años será suficiente.

—Creo que es poco, pero si así lo deseas, volveré a verte dentro de cuarenta y tres años.

—¿Poco?

—Sí, muy poco para hacer todo lo que puedes hacer, de hecho a los cuarenta y cinco puedes empezar una nueva vida…

Me quedé pensando un momento, y dije:

—Bueno, entonces que sean setenta y dos.

—¿Seguro?

—Sí… no del todo… en realidad no lo sé, pero setenta y dos puede ser suficiente.

—Es mejor que cuarenta y cinco, sin duda, ya lo veremos en su momento.

Hablamos de más cosas ampliamente, pero no recuerdo muy bien de qué, sólo la conversación anterior se me quedó en la cabeza como una pintura indeleble, como si hubiera sucedido hace un momento.

No le pregunté su nombre, algunos años más tarde supe que se llamaba Uriel, el arcángel desencarnado, y también supe que no era mi ángel de la guarda personal, sino el “encargado” de mi zona astral.

Mis primeros años en este mundo fueron inconscientemente felices, pero nada normales, y no me refiero a ángeles ni a hechos sobrenaturales, sino a lo más normal de este planeta y que traumó a mi hermano Fernando: golpes, abandono, internado, marginalidad, exigencias, falta de cariño y ausencia paterna. Se podría decir que aprendí a robar antes que a leer y escribir, y que los valores que me dieron en casa no eran los más acordes con la decencia y la moral.

A pesar de todo, tanto mi hermano mayor, Héctor, como yo, sacábamos las mejores calificaciones en la escuela y recibíamos premios y reconocimientos, mientras mi hermano Fernando iba pasando de año de milagro, a pesar de ser el más hábil, el más ágil y el más listo de los tres.

No tuvimos formación religiosa ni fantasías navideñas, tampoco residencia fija durante muchos años, tan pronto huíamos a casa de una tía como nos refugiábamos con alguna de las abuelas, y, en plena adolescencia, los tres nos independizamos; Héctor con once años se fue de casa, Fernando con catorce años, y yo, el más lento de los tres, a los quince.

Durante mucho tiempo creí que ver el aura era algo habitual, como se ve cualquier otra cosa, y me sorprendió mucho que no fuera así. Yo veía que había gente que se ponía roja, como el director de la escuela, o morada, como la maestra de cuarto grado, y cuando se lo comentaba a un compañero o compañera, me miraban como si yo estuviera loco.

Los viajes astrales eran comunes para mí, aunque no sabía lo que eran, y subía al Archivo Akásico (que para mí era una biblioteca en sueños) a estudiar para preparar los exámenes.

Recordaba vidas pasadas sin conocer las teorías de la reencarnación, y soñaba con un planeta natal que no era la Tierra, sino un planeta excéntrico con luna fija y unida al planeta por un largo puente, y sin sol, sino con la luz y el calor de una nebulosa brillante y rojiza, y aseguraba que ahí estaba mi verdadero hogar.

También recordaba una guerra celestial mucho antes de que ese tipo de películas aparecieran en el cine, y una nave roja que había caído en este planeta con una tripulación bastante torpe, entre la que me encontraba yo.

Vivía, por decirlo así, en mi mundo, sin saber los nombres de los fenómenos que experimentaba (ni de la gente que me rodeaba), y que para mí eran tan reales como comer helados o jugar con la pelota.

Cuando a los ocho años me bautizaron mormón sin pedirme permiso (un capricho de mi madre y de mi hermano mayor), el hermano que había de sumergirme en el agua puso sus manos sobre mi coronilla mientras decía la fórmula mágica: “Padre Celestial, en el nombre de tu Hijo, Nuestro Señor Jesucristo”, y mi cuerpo astral se elevó como un rayo a otra realidad, desconectándome de este mundo sin que yo pudiera dominar la experiencia. Yo ya había pasado por situaciones similares, pero no tan intensas ni incontrolables. Fue una sensación maravillosa que todavía extraño y que no he podido repetir. Todo eran luces, colores, sensaciones, alegría, paz, libertad, un fluir entre las estrellas. Al volver en mí ya estaba seco y sin saber nada más del ritual bautismal. Dos o tres semanas más tarde ya había abandonado a la comunidad de los Santos de los Últimos Días, donde las hostias eran trozos de pan Bimbo (que un día comí molesto por su falta de mermelada), y las prohibiciones eran el tabaco, el café y el té negro de la India. No recuerdo mucho más, pero la subida del bautismo sigue presente en todo mi ser.

Engordé mucho, adelgacé, di el estirón de golpe y con viruela, seguí sacando muy buenas calificaciones y destaqué en el deporte, la música y las letras con mucha facilidad, sin que a mí me importara especialmente.

A los dieciséis años se incrementó mi desconexión con este plano. Entonces ni fumaba ni bebía, y las drogas no estaban entre mis hábitos, pero podía ver el aura de las personas y de las plantas, sentir los padecimientos ajenos con una simple toma de manos, escuchar voces claramente y ser muy receptivo de experiencias ajenas. A pesar de nuestras diferencias, que no eran pocas, estaba perfectamente conectado a mi madre en el espacio y el tiempo. Mi cuerpo astral se desprendía de mí cuando le daba la gana, y mi cuerpo andaba en automático completamente ausente de mi conciencia sin que le pasara nada, sorprendiéndome de “despertar” en casa, conduciendo, a bordo de un autobús, o en clase… una verdadera locura.

Cuando ingresé en la universidad, precisamente a los dieciséis años, acudí al psicólogo y al psiquiatra del centro para que me revisaran, pues temía padecer un mal mental como la esquizofrenia, pero fuera de diagnosticarme como obsesivo compulsivo en grado mínimo y como poco respetuoso de las jerarquías y de la autoridad, no encontraron nada raro tras examinarme y reírse de mis fantasías adolescentes aprendidas seguramente en la televisión o en algunas lecturas, y sublimadas como experiencias paranormales, que no ponían en peligro mi seguridad ni la de mis compañeros.

Ese mismo año conocí al Guardián Azul en una meditación: Me puse en la posición de la flor de loto sobre un gran cojín, respiré, uní mis dedos pulgar, índice y medio, puse la mente en blanco y me desprendí del cuerpo físico; crucé el túnel, llegué a la luz, caminé por las nubes en el infinito celeste, vi una puerta dorada, me acerqué a ella y, de pronto, de entre las nubes níveas y azuladas, emergió un gigante de color azul intenso que me dijo “aún no es tu momento” y, con un movimiento de su dedo índice de la nubosa mano derecha dirigido a mi cabeza, me mandó de regreso.

Caí vertiginosamente, al llegar a mi cuerpo físico reboté como una pelota y de un salto me puse de pie, entre espantado y alegre.

Pocos días después vi a Uriel por segunda vez en mi vida y creí que era el final, pero no, sólo me preguntó cómo me iba y si recordaba nuestra charla anterior. Le dije que sí, me respondió que determinar la fecha de la muerte no era tan fácil, y que ya llegaría. Le pregunté por Dios y sonrió, para acto seguido mostrarme, en un rincón de la habitación, a “mi dios”. Uriel desapareció y “mi dios”, un ser gigantesco que apenas si cabía en la habitación, extendió su mano izquierda, esbozó una especie de sonrisa y me tomó en la palma de su mano.

Ahora sé que no estuve a la altura de las circunstancias, pero en aquel entonces era sólo un torpe y engreído adolescente al que no se le ocurrió otra cosa que pedirle dos o tres deseos para alimentar mi vanidad.

Me hizo una caricia con la mano derecha, como asintiendo y prometiéndome el cumplimiento de mis ridículos deseos. Luego me depositó suavemente en el suelo y desapareció. Esta vez no me maravillé, más bien me sentí algo triste, como decepcionado de mí mismo y de “mi dios”. Me senté a la mesa con papel y lápiz, y escribí lo que mi musa interna, siempre más lúcida y creativa que yo, me dictó:

Mi dios es un anciano

de manos grandes

y mirada lánguida,

que no puede colmar

con su bondad

la codiciosa ambición

de mi carne,

la ambiciosa codicia

de mi alma…

mi dios.

Tardé algunos años en darme cuenta de que mi dios no era Dios, sino mi ángel de la guarda, quien, a pesar de los pesares y de mi propia estupidez o inteligencia, de mi aceptación o de mi rechazo, lucharía siempre por mí y sólo por mí desde el nacimiento hasta la muerte física, de la misma manera que su ángel personal lucha por usted.