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© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 405 - junio 2019

 

© 2006 Lilian Darcy

Lluvia en el desierto

Título original: Outback Baby

 

© 2003 Stella Bagwell

Defensa apasionada

Título original: His Defender

Publicadas originalmente por Silhouette® Books

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2007

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-357-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Lluvia en el desierto

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Defensa apasionada

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

LA mejor manera de sacar trabajo adelante en un avión era no mirar por la ventana.

Como siempre, Shay Russell tenía mucho trabajo así que no miró por la ventana ni una sola vez durante los tres vuelos. Había despegado en el aeropuerto de Sydney y había encendido el ordenador portátil en cuanto las azafatas anunciaron que podía hacerlo. Sólo había apartado la vista de la pantalla para pedir un café.

Se lo sirvieron tibio y con unas galletas de acompañamiento, o biscuits como decían los australianos.

Ella era de Nueva York.

Estaba ocupada.

Deseaba no tener que adaptar su vocabulario a la forma de hablar del país. Llevaba allí casi un año. Casi toda la televisión era norteamericana, así que los australianos sabían perfectamente lo que significaba la palabra galleta.

Su jefe, el director de la revista Today’s Woman, consideraba que culturalmente Australia era un estado más de los Estados Unidos. Estaba equivocado, pero ella deseaba que los australianos le hicieran caso porque su trabajo le resultaría mucho más sencillo.

Entre Brisbane y Charleville, un minúsculo punto del mapa, estuvo concentrada con el ordenador, la agenda y sus notas. Y durante el último vuelo en la avioneta de correos que la llevó hasta Roscommon Downs, pensó en la repercusión que tendría la campaña.

Las ruedas de la avioneta acababan de tocar el suelo cuando ella levantó la vista y vio el reflejo del sol sobre el lago que estaba junto a la pista de aterrizaje.

Precioso.

Los pájaros surcaban el cielo azul. Otros, levantaban el agua con las alas al posarse sobre el lago. El ganado pastaba en la franja de hierba que crecía entre la pista de aterrizaje y el lago.

Muy bonito.

Ella sacaría algunas fotos del lugar, con Dustin Tanner, quien esperaba que fuera fotogénico, y Mandy, su nueva novia. Quizá incluso podía servir como portada de la revista. Estaba intentando difundir la campaña de «Se buscan: esposas para el interior de Australia», todo lo posible, y para eso, la foto debería ser muy especial.

Se puso en pie en cuanto la avioneta se detuvo, y esperó impaciente a que el piloto abriera la puerta para que pudiera salir. Era la única pasajera y la suya la única maleta que había que descargar.

—Gracias —dijo ella cuando se la entregaron y caminó por el barro hacia el todoterreno que la esperaba cerca de la pista de aterrizaje.

—De nada, cariño —dijo el piloto.

Mirando hacia el lago, sacó un par de cajas del interior de la avioneta. Las dejó en el suelo y saludó al hombre que estaba junto al vehículo. Cerró el compartimento de carga y subió de nuevo a la cabina.

Mientras caminaba hacia el coche, Shay recordó una cosa que tenía que pedirle a su secretaria y sacó la agenda electrónica del bolsillo para apuntarla.

Alguien pasó junto a ella. Una mujer que se dirigía hacia la avioneta.

—Diviértete —le dijo la mujer de cabello moreno, pero no se detuvo.

—Tú también —contestó Shay, sin dejar de mirar la pantalla de la agenda.

Detrás de ella, los motores de la avioneta comenzaron a funcionar preparándose para despegar. Delante de ella, un hombre con gafas de sol, pantalones vaqueros y camiseta gris esperaba junto al todoterreno. Podía ser Dustin Tanner, pero Shay no estaba segura porque sólo se habían visto una vez hacía varios meses. Creía recordar que un par de amigos suyos también habían enviado sus datos para la campaña «Se buscan: esposas para el interior de Australia». Un chico de ojos azules del sur de Australia. ¿Se llamaba Callum? No, Callan. ¿O quizá lo confundía con otra persona?

Habían recibido tantas respuestas de rancheros australianos solteros que era normal que no pudiera recordarlo bien. Aunque Dustin había aparecido en la revista a principios de año, ella no recordaba cómo era.

Cuando llegó junto al hombre, estiró la mano y dijo:

—Shay Russell.

—Shay… —él murmuró algo y después exclamó—. ¡La revista!

—Así es —sonrió ella—. Nosotros…

—Nos conocimos en Sydney, en el cóctel que celebró la revista —terminó él. Se quitó las gafas un instante y se frotó los ojos antes de volvérselas a poner—. Eso fue hace tiempo.

—Sí. Sí, hace tiempo —admitió ella.

Así que aquel hombre fuerte y bronceado era Dustin. Bien. Así no cabía la posibilidad de que hubiera malos entendidos y que al final fuera un ayudante del rancho.

—Muchas gracias por aceptar que hagamos un seguimiento de la historia, Dustin.

—Llámame Dusty, pero la cosa es que…

—Dusty. Estamos entusiasmados con el proyecto. ¡Un compromiso con fecha de boda establecida! Es maravilloso. Cuando nuestras lectoras vean que la campaña ha tenido éxito enseguida, se entusiasmarán —lo miró—. Um, ¿puedo colocar la maleta en el maletero?

A poca distancia, el avión comenzó a moverse por la pista de arena. Hacía mucho ruido y dificultaba la conversación.

—¿Cómo? —preguntó él con expresión de asombro.

—Que si puedo meter la maleta —gritó ella.

—Pero… ¿no la has visto? —estaba pálido y boquiabierto.

—No, he dicho… —gritó más fuerte.

Él la interrumpió.

—Estoy hablando del compromiso. Lo hemos roto. Ahora mismo —se frotó los ojos por debajo de los cristales—. Ésa era ella. Hablasteis. ¿No te lo ha dicho? —señaló por encima de su hombro.

Shay se volvió y miró hacia donde él señalaba. La avioneta acababa de despegar.

—¿Ella? —repitió—. ¿Mandy? ¿Tu prometida? ¿En la avioneta? ¿Se marcha?

—Así es. Ex prometida. Ha terminado. No va a regresar.

Shay miró a su alrededor. Hacia la pista de aterrizaje, al horizonte, al gran lago. Al ver que también se extendía hacia el otro lado de la pista de aterrizaje, pensó que el lugar no era el más adecuado para situar la pista. Parecía una isla.

—¿Vuestra relación ha terminado? —preguntó por si había entendido mal.

«¡Diablos!», pensó ella.

—Sí —dijo él, y pasó junto a ella para recoger las cajas que el piloto había dejado en el suelo.

Shay lo observó mientras él regresaba.

No le sorprendía que Mandy se hubiera marchado.

O quizá sólo tenía ese aspecto porque Mandy se había marchado. La expresión de su rostro era seria, como si estuviera conteniendo el sentimiento, y las arrugas de su boca indicaban que estaba nervioso.

En una mano llevaba un sombrero de fieltro y su cabello necesitaba un buen cepillado. Y llevaba la camiseta mal metida por la cinturilla del pantalón.

Shay sintió ganas de arreglarle la ropa. Tenía la sensación de que, en otras circunstancias, él podía ser un hombre atractivo. Estaba fuerte y no tenía ni una pizca de grasa en el cuerpo pero, atractivo o no, tendría que convencerlo para que se arreglara un poco antes de…

¿La sesión de fotos?

«¡Maldita sea!»

Ya no tenía historia que contar.

Fue ella quien presentó a Dusty y a Mandy en una fiesta que celebró la revista para inaugurar la segunda fase de su campaña. Ambos pasaron toda la tarde juntos y, cuando Dusty regresó a Roscommon Downs, continuaron en contacto por teléfono y correo electrónico.

Él había ido a Sydney para ver a Mandy y ella había ido allí para verlo a él. Se habían enamorado enseguida. Dusty le había propuesto matrimonio. Mandy había aceptado y había llamado a Shay emocionada, para contárselo y para preguntarle si quería hacer un artículo sobre la historia. La mujer había demostrado que estaba ansiosa por salir en la revista pero, de todos modos, a Shay le interesaba la historia.

Y Mandy lo había estropeado todo.

A Shay le había sentado como un puñetazo en el estómago.

Había ido hasta allí fuera de su horario de trabajo para nada. Y, por algún motivo, ni Dusty ni Mandy la habían avisado para que no fuera.

Respiró hondo y decidió preguntar cuándo saldría el siguiente avión para marcharse de allí. Pero se dio cuenta de que no era el momento.

«Dusty lo está pasando mal».

Tendría que contenerse y no molestarlo con preguntas sin importancia.

—Lo siento, no es un buen momento ¿verdad? —dijo ella.

Él había guardado las cajas en el maletero del coche y se había quitado las gafas.

Tenía unos ojos preciosos. Eran de color avellana y reflejaban sufrimiento. Su boca indicaba que trataba de no demostrarlo, pero sus ojos ganaban la batalla.

—Para que yo esté aquí. Estoy segura de que preferirías estar solo.

—Um, sí. Está bien —dijo él, con expresión tensa.

—Um, no. No está bien. Yo he pasado por esto. Uno quiere curar sus heridas a base de comida basura.

—¿Comida basura?

—Sí, grasas, sal y chocolate. Un corazón roto es el mejor potenciador del sabor.

Él no sonrió. Eran extraños y no estaba preparado. A ella le pareció ver un indicio de vulnerabilidad en su carácter. A él tampoco le gustaba. No lo llevaba bien.

Entretanto, Shay recordó lo mucho que había engordado dos años atrás, y cómo le había costado perderlo después, cuando descubrió que su nuevo novio se estaba acostando con otra dos semanas después de iniciar la relación con ella. Se había sentido dolida y enfadada. Y se había centrado en el trabajo más de lo habitual porque así le resultaba más fácil recuperarse. No había salido con nadie desde entonces.

—Olvídate del artículo —le dijo ella—. Lo siento de veras. ¿Dijiste que acababa de suceder?

Ella quería tocarlo, hacerle una caricia afectiva en el brazo. Pero consiguió contenerse. Su lenguaje corporal le indicaba que no se acercara demasiado, que no traspasara su barrera con demasiada comprensión femenina.

¿Y qué hacían los rancheros australianos en una situación como aquélla? No podían pasarse la noche llorando y comiendo chocolate mientras se preguntaban qué habían hecho mal. Tenían que sufrir en silencio.

—Hace veinte minutos salió del dormitorio con las maletas —dijo él—. Creía que era feliz. Y que ambos queríamos las mismas cosas.

—¿Ni siquiera habéis tenido tiempo de hablar sobre ello?

—No había nada que decir. Al parecer, este lugar no es lo que ella esperaba —dijo con amargura—. Después de que dijera eso, ya no había nada más que decir —contestó él con frialdad—. Mira, será mejor que regresemos a la casa. Y no te preocupes, sobreviviré.

Agarró la maleta de Shay y la metió junto a las cajas, cerró el portón y se dirigió hacia la puerta del copiloto para ayudarla a subir.

—Trataré de no entrometerme en tu intimidad —dijo ella.

Comprendía que Dustin Tanner no quisiera estar con ella. Al fin y al cabo, ella le recordaba a Mandy y a cómo se habían conocido. Shay deseaba salir de allí tanto como él deseaba deshacerse de ella. Al menos tenían una cosa en común.

Dusty se sentó al volante y arrancó.

—¿Cuándo es el siguiente vuelo? —preguntó ella.

—Buena pregunta —masculló él, y la miró de reojo—. ¿Te has percatado de que hay inundaciones?

—¿Te refieres al lago? ¿El nivel del agua está más alto de lo normal?

Él soltó una carcajada.

—¿Esto? —señaló a su alrededor—. ¡No es un lago! Es un arroyo. Se llama Cooper’s Creek. Se ha desbordado y sigue inundándose. Aquí no ha llovido, pero en Thomson River y Barcoo sí. Y en el parte meteorológico han advertido del riesgo de inundaciones durante días.

—Ya, es que yo suelo fijarme en el tiempo que va a hacer por la zona en la que vivo.

—¿Y Grant no te lo ha dicho?

—¿Grant?

—El piloto.

—No hablamos mucho. Yo estaba trabajando con el ordenador.

—¿No te fijaste en la prisa que tenía por marcharse?

—Bueno, pero… Entonces, el próximo vuelo puede que no salga hasta… ¿pasado mañana? —se aventuró.

El coche empezó a moverse. Dusty señaló a un lado y preguntó:

—¿Ves eso?

—Oh, cielos —susurró ella. El lago había invadido un tercio de la pista de aterrizaje.

—Todavía no ha llegado lo peor. El agua está subiendo muy deprisa. La pista de aterrizaje puede quedar cerrada durante al menos tres semanas.

—¿Tres semanas?

—Aunque se vaya el agua, es difícil despegar cuando las ruedas están enterradas en treinta centímetros de barro. Habrá que arreglarla antes de utilizarla.

—Entonces, ¿tendré que marcharme en autobús?

—¿Crees que aquí hay autobuses? —esbozó una sonrisa.

—De acuerdo. No hay avión. No hay autobús. Y supongo que tampoco hay un barco. ¿Quieres dejar de hacerme sentir como una idiota y decirme cómo voy a salir de aquí?

No iba a salir de allí.

Increíble.

A menos que alquilara un helicóptero y pagara miles de dólares, estaba atrapada. Las carreteras estaban inundadas y algunos puentes estaban a dos metros bajo el agua. Y el ganado estaba siendo trasladado a zonas más altas.

Según decía Dusty, mucha gente estaba en peores condiciones que ellos, así que ella no tenía derecho a quejarse. A pesar de que estaba allí por culpa de Dusty y de Mandy, él creía que debía sentirse afortunada y estar agradecida.

—Tenemos agua y comida suficiente, y mucho espacio —dijo él—. Hay suficiente terreno elevado para el ganado y la mayoría ya ha sido trasladado. Tenemos suficiente personal para mover el resto, así que no vendrá ningún helicóptero. Ningún servicio de emergencia te consideraría una prioridad. Lo siento, así que si quieres salir de aquí tendrás que alquilar un helicóptero privado y pagarlo. Si es que hay alguno disponible.

—¡Podías haberme dicho todo esto antes de que llegara! ¡Podías habérmelo dicho antes de que la avioneta despegara!

—Creía que habrías visto las noticias acerca de las inundaciones y que no vendrías porque era peligroso. Si te soy sincero, me había olvidado de que venías hasta que llegaste, y ni siquiera supe quién eras hasta que no mencionaste tu nombre.

—Pero Sonya, mi secretaria, confirmó…

—Sonya habló con Mandy —la interrumpió.

—Mandy…

—Quería que su foto saliera publicada en la revista, a pesar de que iba a romper el compromiso. No tenía ni idea de que había confirmado tu visita. He estado muy ocupado.

—Parece que no hablabais mucho entre vosotros.

—Al parecer no. Yo no me había dado cuenta.

—¿No te habías dado cuenta?

—Odio ese tipo de juegos. Si tenía algún problema debía habérmelo dicho sin rodeos y no tratar de conseguir que yo le preguntara si algo iba mal.

Se quedaron en silencio. Shay no sabía qué decir.

Al final, se aventuró.

—Entonces, ¿probablemente serán…?

—Un par de semanas. Depende de si sigue lloviendo. Si tuviéramos una emergencia médica quizá pudieras marcharte en el helicóptero de rescate. La mujer de un ayudante espera un bebé para dentro de cuatro semanas.

¿Qué estaba sugiriendo? ¿Que le diera un curry extra fuerte para provocarle el parto?

«Quizá si encontrase una escopeta y me disparase en un pie».

Tenía que ser algo leve. Una herida que no pusiera su vida en peligro, pero que necesitara asistencia médica. Algo que le permitiera utilizar el portátil en el hospital y que no le dejara cicatrices.

«Estupendo. Estoy pensando en dispararme para proteger mi trabajo».

Su jefe no esperaría menos de ella.

Trató de controlar su nerviosismo y pensar en lo que significaba estar allí atrapada durante dos semanas. Para empezar, ¿su jefe creería la historia o pensaría que era la excusa para una crisis personal de cualquier clase? Tom Radcliff era poco comprensivo respecto a los problemas de la vida privada de sus empleados.

La edición australiana de Today’s Woman se había lanzado al mercado diez meses atrás. A Shay la habían nombrado editora jefe y la habían destinado a Sydney, en parte porque no parecía tener nada de vida privada. Hasta el momento, el trabajo no había sido exitoso. El número de ventas había sido decepcionante. Shay tenía teorías al respecto, pero Tom no quería oírlas.

Por suerte, los artículos de la campaña centrada en emparejar a rancheros solitarios con mujeres dispuestas a irse a zonas rurales estaban teniendo éxito. Pero debía seguir siendo así, o Tom la enviaría de nuevo a Estados Unidos.

Shay se había esforzado mucho para ejercer la profesión que le gustaba y quería seguir en ella.

El anhelo del éxito la perseguía como un perro salvaje. La despertaba cada mañana con una extraña sensación en el estómago y no la abandonaba hasta la noche. Hacía que comiera delante del ordenador y que gritara en las reuniones.

Para vender la revista en el mercado australiano necesitaba buenas noticias, un buen astrólogo para la sección del horóscopo, una sección de cocina, algunos artículos de reflexión y algún artículo enternecedor. Por eso había ido hasta allí en persona, para relatar el compromiso entre un ranchero y una mujer dispuesta a vivir en el interior de Australia.

Y sin embargo, además de perder el tiempo, lo único que había conseguido era quedarse atrapada.

Miró por el parabrisas delantero y, al ver que el agua invadía el camino, le preguntó a Dusty Tanner:

—¿Adónde nos dirigimos?

—A la casa principal.

—¿Llegaremos? ¿O iríamos mejor en un submarino?

—Éste es el último tramo de terreno bajo.

—A mí todo me parece terreno bajo. ¿Cómo se puede tener un rancho en una zona que es propensa a inundarse?

—Porque es el país que tiene mejores pastos del planeta.

—Cuando no está inundado —añadió ella.

—Has tenido suerte. No suele inundarse así a menudo. Ésta es la primera vez en cuatro años que la pista de aterrizaje queda cubierta por el agua.

—Bueno, soy afortunada ¿no es así?

No se llevaban bien.

De pronto, era como si ambos se hubieran dado cuenta y la tensión hubiera ocupado el vehículo. Shay abrió la ventanilla para que entrara aire fresco, pero el olor a hierba mojada y barro no sirvió para mejorar el repentino sentimiento de claustrofobia.

Dusty manejaba el volante con destreza para evitar los charcos. Tenía los brazos fuertes y masculinos, como los de los hombres que Shay había visto en los gimnasios. Nunca le habían gustado los hombres musculosos. Prefería los hombres civilizados, intelectuales y bien educados.

Quizá Dusty fuera lo bastante educado como para respetar su deseo de permanecer en silencio.

No.

—Estarás bien —dijo él—. Haremos todo lo posible.

—Gracias. ¿Tienes alguna manera de demostrármelo?

—Quizá si te cuento un poco acerca del lugar —dijo él.

—Claro. Si crees que eso ayudará —a lo lejos se veía un grupo de casas en un alto.

—Es un rancho grande, de casi un millón de hectáreas.

—Me gustaría quedar impresionada, pero tendrás que traducirme cuánto es eso.

—Uno coma veinticinco millones de acres.

—Ahora sí, estoy impresionada —sabía que no parecía sincera.

¿Más de un millón de acres? Era enorme. Pero sólo era una cifra, y los únicos números que le interesaban en aquellos momentos era el tiempo estimado que tardaría en salir de allí.

—Muchos lugares como éste pertenecen a industrias agropecuarias internacionales —dijo Dusty—. Tienen varias propiedades repartidas por todo el país, y designan a un gerente en cada una de ellas. Pero nosotros hemos conseguido mantener Roscommon Downs en nuestra familia desde que perteneció a mi bisabuelo. Mi padre está un poco delicado de salud, así que mis padres se han ido a vivir a Longreach, que es el pueblo más grande de por aquí cerca.

—¿Ah sí?

«Se podrá ir caminando», pensó ella.

—Está a trescientos sesenta kilómetros de aquí, y muchos de ellos están cubiertos por el agua —añadió él, como si le hubiera leído el pensamiento.

Shay moriría antes de llegar allí.

—Tenemos buenos trabajadores, once personas sin contar conmigo —continuó él.

—¿Tantos?

—Casi somos un pueblo. Veinticinco personas. Tenemos parejas, niños y una profesora para el colegio. Este año tiene seis alumnos.

La idea de que hubiera otras mujeres y niños la animó.

—Me encantaría conocerlas —dijo ella.

—Mandy no… —se calló.

¿Estaba sugiriéndole que no debía conocer a los demás habitantes del rancho? Llegaron hasta las casas. No había nadie por los alrededores. Shay se bajó del coche y observó el lugar.

Había varios establos y un grupo de casitas. Una de ellas parecía un motel. Tenía una galería, varias puertas y dos habitaciones grandes en un extremo.

Dusty había aparcado frente a la casa principal.

—Ésta es la casa —dijo él.

Era de madera y tenía una sola planta, rodeada por galerías llenas de plantas y construida sobre pilotes de madera. El espacio que quedaba debajo había sido cerrado con un entramado de madera, pero con espacio suficiente como para que circulara el aire.

Shay decidió que estaba lo bastante alta como para que no llegara el agua en caso de que subiera algunos metros más.

Dusty agarró su maleta y la subió como si no pesara nada. Había llevado pocas cosas. Una muda de ropa completa y una prenda extra de ropa interior. El resto de su equipaje consistía en los artículos que habían recibido para el concurso ¿Puede ser escritor?, que habían celebrado en la revista. De todos los participantes habían seleccionado a treinta y, entre ella y dos empleados más, tenían que seleccionar a cinco finalistas antes de que el ganador lo eligiera un jurado profesional.

Al menos, tendría mucho que leer mientras estuviera allí. Y también tendría que lavarse la ropa cada noche.

—Podría alojarte en la zona de hombres solteros —dijo Dusty—, pero seguramente estarás mejor aquí.

Al llegar arriba, Shay contuvo la respiración. El lugar era precioso. Tanto la galería como el interior tenían el suelo de madera color teka. Los muebles eran de estilo oriental y un par de sofás de rayas azules y crema invitaban a sentarse. A su lado, un par de maceteros azules con plantas.

Siguió a Dusty y resistió la tentación.

Al pasar por el comedor vio una vitrina en la que se guardaba la vajilla de porcelana y la cristalería, y en las paredes había colgados varios dibujos infantiles dedicados a la abuela y algunos cuadros.

Era curioso cómo habían equilibrado los colores. Y era evidente que la persona que había decorado el lugar, la abuela quizá, tenía estilo.

—¡Esto es maravilloso! —exclamó sorprendida.

—Sí, aunque mi madre se llevó las mejores cosas a Longreach —dijo Dusty y miró a Shay como diciéndole que sabía perfectamente lo que ella había creído que iba a encontrar. Unos paneles de metal a modo de pared y una pila llena de cacharros sucios.

La llevó hasta un dormitorio que daba a la galería y que estaba decorado de la misma manera. Era un lugar fresco y tranquilo, con libros, una mecedora y un ventilador en el techo. Shay supo enseguida que en cuanto Dusty le dijera dónde podía enchufar el cargador del teléfono y el ordenador se sentiría muchísimo mejor.

Pero no fue así.

Se sintió mucho peor.

Porque cuando encendió el ordenador después de que Dusty se hubiera marchado, descubrió que Sonya le había enviado un mensaje urgente hacía media hora.

 

¡Estamos en crisis, Shay! ¡Olvídate del artículo del romance australiano! ¡Tom quiere verte mañana en Nueva York!

Capítulo 2

 

 

 

 

 

LA invitada no deseada de Dusty permaneció en su dormitorio mucho más tiempo de lo esperado.

Él no estaba seguro de qué hacer.

Era una molestia.

Si hubiera salido de la habitación le habría ofrecido té, o café, y algo de comer. Le habría dado una toalla y le habría explicado que le costaría mantener la temperatura del agua de la ducha porque Wayne tenía que sacar el aire de la bomba. Le habría dicho que se pusiera cómoda y a qué hora tenía que ir al comedor de la zona de solteros para cenar.

Era culpa suya que Shay no se hubiera subido a la avioneta para salir de allí. Así, ambos se habrían ahorrado tantas complicaciones.

Pensando que podría aparecer en cualquier momento, permaneció allí. Tenía montones de cosas por hacer, pero no podía salir de la casa. Ella era una invitada, y por aquella zona era costumbre atender bien a los invitados.

¿Debía llamar a su puerta? ¿Escribirle una nota?

No quería que se quedara allí. La ruptura con Mandy había sido una sorpresa y Shay hacía que recordara todos los errores que había cometido él durante la relación. Cuando pensaba en ello, se ponía triste.

Era un hombre sensato. ¿Por qué nunca elegía a la mujer adecuada?

¿Cómo no se había dado cuenta de que Mandy estaba demasiado entusiasmada?

Ni siquiera habían tenido excesiva química entre ellos. Eso era algo que él se repetía cuando le entraban dudas.

«No me estoy apresurando. Lo sé, porque esto no tiene que ver con el deseo. A veces, el deseo hace que la gente se apresure. Ésta es una relación seria, basada en la amistad, en el compañerismo y en metas comunes. Va a funcionar».

Se sentía idiota. Sabía que se había ganado el respeto de todos los que trabajaban allí por otros motivos que nada tenían que ver con él éxito que tenía con las mujeres pero, al mismo tiempo, no quería que Dave y Jane, o Prim y Letty, o Luke, Andy o Wayne, hablaran sobre Mandy y él a sus espaldas.

No estaba dolido. Eso lo sabía y se había llevado una sorpresa al descubrirlo. Pero se sentía vacío, decepcionado y enfadado consigo mismo.

Puso en marcha la cafetera eléctrica e hizo un repaso de los últimos cuatro meses. Había oído demasiadas cosas de lo que quería oír de la boca de Mandy. Había visto muchas cosas de las que quería ver en su manera de comportarse. Y había muchas cosas de las que no se había percatado. ¿Alguna vez encontraría a una mujer que se mostrara tal y como era?

—¡Tengo que irme de aquí! —oyó que exclamaban detrás de sí. No había oído a Shay llegar a la cocina porque el agua de la cafetera estaba hirviendo y el ruido se lo había impedido.

Se volvió y vio que tenía los labios blanquecinos y parecía que se iba a caer al suelo.

—¿Estás bien? —le preguntó.

—Estoy bien. Muy bien. Sólo que tengo que salir de aquí —contestó ella—. Esta noche. Tengo que tomar un vuelo a Brisbane por la mañana. Tengo una reunión importantísima en Nueva York.

—Creía que habíamos hablado de esto en el camino hasta aquí.

—Sí, pero la situación ha cambiado —apretó los puños.

—La inundación no —señaló él—. Excepto porque el nivel del agua estará más alto —apagó la cafetera.

—Dijiste que podía alquilar un helicóptero.

—Dije que si había uno disponible. ¿Y sabes cuánto te costaría?

—Sí. Un riñón. Pero tendré que asumirlo.

Cerró los ojos y pensó en su situación económica. Cuando los abrió, él se fijó por primera vez en que eran de color jade, demasiado intenso para su gusto, aunque quedaban muy bien con su tez clara y su cabello, que era casi del mismo color que el de su ganado. Era el tipo de mujer que nunca sabía cuándo parar, que nunca miraba atrás para ver a quién había pisoteado y que no tenía ni idea de cómo funcionaba la vida en un lugar como ése.

—¡Dime a quién tengo que llamar! —ordenó.

—Son las cuatro de la tarde —señaló él.

—Lo sé. Por eso es urgente, Dusty. Dijiste que empleabais helicópteros para reunir al ganado.

—La empresa con la que trabajamos está a dos horas de vuelo de aquí.

—Pero seguro que aceptan vuelos privados. ¿Adónde me llevarían? —se acercó a él impaciente.

Era una mujer alta, y casi podía mirarlo directamente a los ojos.

—Depende de si tu vuelo a Brisbane sale de Longreach o de Charleville.

—Todavía no he hecho la reserva. ¿Longreach o Charleville? Llamaré ahora.

—No habrá ningún vuelo que salga lo bastante tarde como para que llegues a Brisbane hoy —Dusty no debía disfrutar con aquello, pero una parte de él lo hacía. La misma parte que estaba enfadado con Mandy, y la que sentía lástima por todas aquellas personas que trabajaban para Shay Russell.

Era tan melodramática, tan ajena al ritmo de vida que se llevaba allí.

—Tengo que… —dijo ella entornando los ojos.

—Mira —dijo él pacientemente—, aunque consiguieras un helicóptero que saliera de la base en media hora, que lo dudo, no llegarías a Longreach o a Charleville antes de las nueve de la noche. Y a esas horas ya no hay vuelos.

—El helicóptero puede llevarme a Brisbane directamente.

—¿Sí? Está a más de ochocientas millas. Al menos ocho horas, y en un aparato potente como un Robinson R22, más el repostaje. Y nos olvidamos del tema de volar de noche, y de que todos los pilotos van a estar contratados para localizar manadas de ganado y llevarlas a terrenos más elevados. ¿A qué hora sale tu vuelo para Brisbane mañana?

—Tampoco tengo hecha esa reserva.

—Ya —era como hablar con una niña mimada. En cualquier momento le entraría una pataleta.

En el fondo, sabía que él tendría más posibilidades de sacarla de allí con un helicóptero que si era ella quien llamaba a las empresas de alquiler. Le debían favores, y todo el mundo conocía a la familia Tanner.

Valoró las opciones. No era difícil. Era mejor salvar a miles de reses llevándolas a un lugar más alto que conseguir que una periodista de una revista norteamericana llegara a una reunión en Nueva York. En el pasado había visto los cadáveres de las reses flotando en el agua. El ganado era prioritario.

—Y el servicio médico de emergencias del que hablaste antes… —empezó a decir ella.

Él la miró sin más.

—Voy a perder el trabajo —murmuró ella.

—Si tu trabajo requiere que hagas cosas imposibles como ir de aquí a Nueva York en menos de veinticuatro horas, yo lo habría dejado hace tiempo.

Shay ya no aguantaba más. Se le habían oscurecido los ojos y sonrosado las mejillas. Estaba temblando.

—¿Y qué derecho tienes a decir eso? —gritó—. No tienes derecho a juzgar sobre mi vida. ¡No debería estar aquí! Si a estas alturas de la semana pasada no sabías que tenías problemas en tu relación con Mandy, ¿qué diablos pasa contigo?

—Tienes razón. Debería haber sabido lo de Mandy. Y créeme, si pudiera deshacerme de ti, lo haría.

—¿Tienes idea de cuántos problemas me habrías evitado si hubieses tenido una pizca de sensibilidad para saber lo que sentía tu prometida…?

Sí. Lo sabía. Y él también se habría ahorrado muchos problemas.

—¿O es que era necesario esperar a que ella te lo dijera claramente?

Él puso una mueca. Ella estaba consiguiendo que se sintiera idiota.

—¿Tenemos que hablar de ello?

—¡Tenemos que solucionar cómo voy a marcharme de aquí! —gritó—. ¡Es fundamental que no tenga que quedarme aquí dos semanas! ¡Ni dos días! ¡Y no creo que sea mucho pedirte que me ayudes un poco para conseguirlo! ¿Lo comprendes? ¿O tengo que repetírtelo otra vez? —se llevó la mano a la garganta, como si hubiera forzado las cuerdas vocales.

Dusty había tenido suficiente.

—Has dicho todo lo que tenías que decir —le dijo, y se dirigió a la puerta—. Toma lo que quieras de la cocina. Tengo que ocuparme del ganado. He de ir a hablar con el capataz, con el conductor de la niveladora, con el peón y con el cocinero —le contó lo del agua caliente de la ducha y añadió—. Y la cena es a las siete, en la zona de solteros. Te veré entonces, y ya me contarás lo que has conseguido.

—Si es que…

Él la interrumpió.

—Estaré nervioso, porque ya puedo sentir cómo disminuirá la velocidad de la tierra cuando tú no estés en el centro de ella, dándole vueltas a la manivela.

 

 

Dile a Tom que no puedo. Que al menos tardaré dos días en llegar.

Shay le escribió un correo electrónico a Sonya. Tardaría dos días si se gastaba doce mil dólares en un helicóptero, que ni siquiera encontraría disponible debido a las inundaciones, y si aumentaba el gasto del dinero de la revista con el que contaba y compraba un billete en primera clase entre Brisbane y Nueva York, vía Tokio.

Le dolía la cabeza y le ardían las mejillas. Y sentía el pinchazo en la espalda que le aparecía cuando pasaba demasiado rato delante del portátil. Le había gritado a un extraño, y ambos habían sido desagradables con el otro. El recuerdo de la discusión la inquietaba, y también la idea de verlo otra vez enseguida.

Quizá durante semanas.

Contéstame HOY si Tom todavía quiere que vaya.

Terminó el mensaje y se lo envió a Sonya.

Sabía que, por la diferencia horaria, era imposible que su secretaria consiguiera una respuesta de Tom ese mismo día. Eran casi las siete de la tarde, las cinco de la madrugada en Nueva York. Tom era un ave nocturna y, sin duda, se había quedado trabajando hasta tarde puesto que la había convocado a una reunión tres horas y media antes, pero no estaría en el despacho a esas horas. Ni Sonya tampoco, en Sydney.

Tendría que llamar a Tom a su casa, despertarlo y decirle claramente:

—Esto es lo que tengo que hacer para llegar a Nueva York… Bueno, para salir de aquí. ¿Quieres que lo haga?

Con un nudo en el estómago, se dirigió hasta el teléfono que había en la cocina y desde el que había llamado a las compañías aéreas. Era el teléfono fijo de la casa de Dusty. Allí no había cobertura de telefonía móvil.

Su jefe contestó al tercer timbre, medio dormido. No fue una llamada larga. Quería que fuera a Nueva York, sin excusas. Así que Shay llamó a todas las empresas de helicópteros que encontró en un radio de cien millas y escuchó todos los mensajes de sus contestadores. Por todo el suroeste de Queensland había conductores atrapados y cabezas de ganado que había que trasladar a terrenos más altos, así que los pilotos no contestaban el teléfono.

Dusty tenía razón.

Estaba atrapada.

Se apoyó contra la pared y bebió un poco de agua.

—Ya está la cena —anunció Dusty desde la puerta de la cocina.

—No tengo hambre —dijo ella, un poco avergonzada por haber perdido la paciencia con él.

Esbozó una sonrisa y trató de detener la sensación de que la habitación daba vueltas sin parar. Le ardía la cabeza. Sólo había comido galletas en todo el día.

Pero estaba acostumbrada a ese tipo de cosas.

Su cuerpo podía soportarlo.

Normalmente.

Un par de paracetamoles la ayudarían.

—¿Qué tal si pido que te la lleven a tu escritorio en una camarera con ruedas, con los platos precalentados? —sugirió Dusty.

—¿Podrías…? —comenzó a decir ella.

«¿Hacer eso por mí?», terminó la frase en silencio.

No.

Estaba bromeando.

Como si a algo así pudiera llamársele broma.

—Iré más tarde, si lo necesito —dijo con frialdad—. Ve tú primero —«porque así no tendré que ir contigo».

Shay tenía que admitir que él era inteligente. No la había despreciado sin más, simplemente desmontaba todo su esquema mental con las palabras adecuadas. No le caía bien, pero aun así ella era capaz de apreciarlo.

Dusty se quedó en la puerta y ella se percató de que estaba esperándola. No podía aceptar un no por respuesta. Posiblemente, porque se había dado cuenta de que le temblaban las piernas. Quizá, después de todo, estaba hambrienta.

—Iré enseguida —le dijo—. Lo prometo.

—No, irás conmigo. Tómate un minuto si quieres, te esperaré —se apoyó contra el cerco de la puerta.

—¿Por qué insistes de esa manera?

—Porque parece que vas a desmayarte. Y no pienso llamar a un médico si te golpeas la cabeza contra el suelo.

—Entonces, tacharé esa estrategia de mi lista.

—Sí, era muy evidente.

—No tengo mucho en donde elegir.

—Puf, somos una pareja de rezongones ¿a que sí?

—Sí, puesto que lo dices sin sonreír.

—Y tampoco voy a disculparme por ello.

—¿Qué hay para cenar?

—Creo que solomillo con salsa de ajo —con los dedos indicó el grosor del filete.

Ella comenzó a salivar.

—Acompañado con patatas fritas al estilo danés y verdura. De postre, pastel de melocotón con helado.

—Me gustaría conocer a las otras personas del rancho.

—Sí. No son tan rezongones como yo.

—Pero tú eres sincero. Eso hay que admitirlo.

—Y orgulloso.

—La sinceridad es buena, pero hay que tener cuidado con el orgullo. Es muy poderoso.

—Tienes razón —frunció el ceño.

Shay supuso que estaba recordando a Mandy. Desgraciada.

—Si tuvieras un par de paracetamoles, me vendrían bien.

—En el baño. Espera un momento.

Él regresó enseguida con dos pastillas en la mano. Shay ya se había servido un vaso de agua del grifo. Dusty la observó mientras tragaba las pastillas y después le preguntó:

—¿Estarás bien?

—Eso espero.

—Eso es lo que pasa cuando uno grita. Y cuando uno tiene la mala suerte de tener que ser el centro del universo. Sube la tensión y hace que aumente la presión en las venas del cerebro.

—Gracias por el comentario —no tenía sentido protestar—. Lo tendré en cuenta.

—Un placer.

Sin decir nada más, esperó a que saliera primero de la cocina y la siguió a través de la galería y por los escalones. Al llegar abajo, ella tropezó y él la agarró del codo.

Durante un instante, permanecieron agarrados. Dusty olía a recién duchado. Piel limpia, cabello mojado, champú y loción de afeitar.

—Estoy bien —dijo ella, a pesar de que sentía que el suelo temblaba bajo sus pies—. De veras, estoy bien.

Él la soltó tras asegurarse de que ya había recuperado el equilibrio.

—Lo creas o no, me gustaría sacarte viva de aquí, aunque no sea hoy —dijo él.

—Me gustaría ver la prueba de ello.

—Y a mí me encantaría continuar con esta interesante conversación, pero ya no estamos a solas.

Shay vio que un hombre salía de una de las habitaciones del edificio donde Dusty y ella se dirigían. La sala que había al final del pasillo tenía la luz encendida y había gente en su interior.

—¿Puedes decirme de qué va esto? —dijo ella. Le temblaba la voz. El dolor de cabeza era fuerte y empezaba a sentir náuseas. Confiaba en que las pastillas le hicieran efecto pronto—. Mencionaste que alguien cocinaba.

Necesitaba comer.

—Las familias comen en sus casas. Los solteros tienen una persona que cocina para ellos. En estos momentos están dos peones, el jardinero, la profesora, y algunos más. Y Prim, por supuesto.

—¿Prim?

—Primrose McLintock. Nuestra cocinera.

Prim era una mujer de unos cuarenta y cinco años, regordeta y con la cara colorada. Y que, por lo bien que olía, cocinaba de maravilla.

Resultó que además era una lectora empedernida.

—¿Han llegado mis libros? —le preguntó a Dusty mientras servía la comida a los que estaban en la fila.

—Sí, los han traído —contestó él.

Shay se fijó en que se comportaba de manera diferente a cuando estaba con ella. Parecía más relajado y, aunque saludaba a todo el mundo con naturalidad, cualquiera se habría dado cuenta de que era el jefe.

—No estabas y los dejé delante de la puerta. Sírvele un buen plato —añadió él, y señaló a Shay.

Prim le sirvió una gran cantidad de comida. Sólo el olor hizo que se sintiera mejor.

Junto a ella, un hombre enjuto llamado Andy dijo:

—Me he terminado el libro ése que me dejaste, Prim.

—¿Ah, sí? —preguntó ella con el rostro iluminado—. ¿A que es buenísimo? —miró a Shay y le dijo—. A fine balance, por Rohinson Mistry. Un libro fabuloso.

—La cosa más deprimente que he leído en mi vida —dijo Andy.

—Fabuloso. Una auténtica declaración sobre la esperanza —llenó el plato de Andy.

—¿Sabes qué? Pensé que no iba a poder terminármelo, pero cuando empecé, me enganché y no podía dejarlo. Deberías leerlo, Simona —le dijo a la mujer que estaba detrás de él en la cola

—Yo no leo —contestó la mujer.

—Prim conseguirá que lo hagas. Empezará dándote un libro fácil y divertido, como los de Bridget Jones que convirtieron en película, y te atrapará. El año que viene te encontrarás leyendo un libro de cuatrocientas páginas sobre la pobreza en India y te parecerá fascinante.

—¿Crees que deberíamos analizarlo en el grupo de lectura? —dijo Prim.

—Prim, no vas a conseguir llevarme a ese grupo de mujeres.

—No es un grupo de mujeres. Es un grupo de lectura. Leemos y hablamos de ello, y el género no importa.

—Es un grupo de mujeres. Letty, Jane, Marg, Bronwyn y tú, habláis del libro tres minutos y después os ponéis a comer dulce y a beber vino blanco mientras habláis de cosas de mujeres.

—Acerca el plato un poco más, Letty —dijo Prim a la siguiente.

—Un filete más pequeño, Prim, gracias.

—Tonterías. Has estado dando clase todo el día, y después te he visto ir a montar a caballo. Lo necesitas.

Shay estaba sentada frente a Dusty en la mesa tratando de controlar el dolor de cabeza. Letty se sentó junto a ellos con una sonrisa. Por el comentario que había hecho Prim, Shay supo que era la profesora. Era más o menos de su edad y tenía una prótesis en el antebrazo izquierdo. Con toda normalidad, dejó el plato en la mesa, agarró los cubiertos y comenzó a comer.

—Está buenísimo —dijo con la boca llena.

Hablaba con acento británico. Tenía ojos azules, y tez blanca. Comenzó a hablar con Andy sobre el libro que le había dejado Prim y Shay se percató de que estaba consiguiendo que el joven se metiera en la discusión literaria de la que antes había rezongado. Debía ser muy buena profesora.

Y una buena amiga.

«Amiga». Ella tenía todas las amigas que necesitaba en Nueva York. Buenas amigas. Y casi todas en la misma situación. Ocupadas. Ambiciosas. Con los problemas relacionados con el estrés. Ninguna tenía tiempo para las demás, así que su relación estaba basada en llamadas de teléfono y correos electrónicos. Ni siquiera Sarah, su mejor amiga que acababa de ser madre, tenía mucho tiempo para estar con ella. Pero todas se quejaban y se reían de ello, y eso hacía que permanecieran en el mismo barco. Tenían mucho en común, y Shay pensaba recuperar la relación que tenía con ellas antes de marcharse de Nueva York un par de años atrás. No tenía sentido buscar algo parecido en Roscommon Downs.

—Me llamo Shay —le dijo a Letty—. Cuéntame lo que hace una británica en un lugar como éste.

 

 

La comida duró tres cuartos de hora y cuando acabó Shay se percató de que ya no tenía dolor de cabeza. Con el estómago lleno se sentía mucho mejor.

Los demás estuvieron hablando del ganado, contando anécdotas exageradas de otras inundaciones y discutiendo acerca de qué libro pedirle prestado a Prim. Cuando Andy se dio cuenta de que habían conseguido que participara en una discusión literaria, miró a Letty y a Prim y se rió.

—¡La próxima vez vas a conseguir que escriba ocho páginas sobre un libro, Prim!

Cuando todo el mundo estaba por el café, Dusty y ella se marcharon. Él le había preguntado si quería regresar a la casa principal y ella había dicho que sí, a pesar de lo mucho que había disfrutado durante la comida.

Ella había notado cómo lo respetaban sus empleados y también que él no dejaba de mirarla. Ambos sentían curiosidad por el otro.

—Hay té y café en la cocina —dijo él—. Y cosas para desayunar. Aunque Prim hace un desayuno exquisito, si te apetece. Lo que tú quieras.

Mientras caminaban hacia el otro edificio, Shay respiró hondo y dijo:

—¿Crees que podemos empezar de nuevo?

—¿Empezar de nuevo?

—Tengo que darte las gracias.

—¿Por la cena? —la miró.

—Por aguantarme. Hoy me he comportado como una auténtica maleducada.

—Y yo también —dijo él.

Shay se percató de que le gustaba su voz.

—Pero tú tenías motivos —le contestó.

—No estoy tan seguro. Tenías razón. Debería haberle dicho a Grant que te esperara cinco minutos. Debería haber pensado que en cuanto conocieras la situación querrías marcharte de nuevo en la avioneta. No lo hice, y ahora estás atrapada. Lo siento.

—Por la mañana volveré a llamar a las empresas de helicópteros —dijo ella, sin estar segura de que fuera verdad.

¿Hasta qué punto Tom Radcliff estaba poniéndola a prueba? ¿De veras la necesitaba en una reunión en Nueva York? ¿O sólo trataba de recordarle que si la revista no iba bien, ella sería la responsable?

De pronto, vio que su futuro inmediato se dividía en dos opciones. Responder a la presión de Tom y permanecer estresada hasta que pudiera salir de Roscommon Downs, o aceptar que no podía salir de allí y aprovechar la oportunidad para…

¡Ay!

¿Por qué empezaban a ocurrírsele cosas así?

Era necesario mantener una conversación consigo misma.

«Sé lo que quiero. Puedo hacer todo lo que tengo que hacer. Tengo tiempo. Me gusta mi vida. Tengo éxito. Sucederá lo que tenga que suceder. Todo el mundo se siente solo alguna vez. Esto es lo que he elegido. No soy como mis padres, es decir, ellos desaprueban todo lo que hago, ¿cómo voy a ser como ellos? El doctor Chin me planteó la peor de las situaciones. Tengo tiempo para tener un hijo dentro de unos años, si es que lo quiero, y ni siquiera lo sé. Estoy bien».

Dusty permaneció en silencio. Ella sabía que él pensaba que no conseguiría a nadie que la sacara de allí. Agradecía que no hubiera hecho ningún comentario al respecto.

Cuando llegaron a los escalones de la casa, él se echó a un lado para dejarla pasar.

—Serás bienvenida aquí durante todo el tiempo que tengas que quedarte —dijo él.

—De acuerdo. Gracias.

Porque Shay sabía que era verdad. Lo había visto durante la cena, por cómo la gente hablaba con ella, y por cómo Dusty escuchaba lo que todos decían.

Incluso lo había notado en la manera en la que él le había dicho claramente cuál era la probabilidad de que pudiera salir de allí.

Ella era una molestia y no pertenecía a aquel lugar, pero era bienvenida.

No había hecho nada para merecérselo, pero aun así era bien recibida.

No comprendía nada.