elit266.jpg

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Joanne Rock

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Melodía de deseo, n.º 266 - diciembre 2018

Título original: Revealed

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-224-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Si te ha gustado este libro…

1

 

 

 

 

 

 

Jackie Brady empezó a sentir pánico cuando la cola se le cayó por tercera vez. Agradeció la cinta adhesiva o habría tenido los pantalones a la altura de los tobillos antes de haber entrado en el restaurante.

Terminó de acomodarse el disfraz y se alisó los bigotes pegados justo cuando las puertas del ascensor se abrían. Con cuidado de no pisar su maltrecha cola, salió a la planta del ático del restaurante situado en una casa de ladrillos de Boston. Solo le quedaba por localizar al chico del cumpleaños, cantar su telegrama de felicitación y luego podría reclamar la noche del viernes como propia.

Aunque cantar telegramas no podía compararse con un trabajo de ingeniería aeronáutica, le daba más dinero que su trabajo diurno de redactora de anuncios de publicidad. De todos modos, los dos trabajos solo eran un medio para alcanzar un fin. Estaba preparada para realizar algunos sacrificios con el fin de realizar su sueño de componer música infantil. Además, había una cierta nobleza en cualquier cometido que hiciera feliz a la gente. Nobleza que no menguaba con las orejas de gata que tenía en la cabeza.

El chirrido que provocaron sus zapatillas sobre el lustroso parqué resonó en todo el comedor. Los clientes dejaron de comer las grasientas alitas de pollo para mirar a la mujer gata que caminaba entre sus filas.

A Jackie no le importó.

Que las cabezas giraran para mirarla no era nuevo para ella. Como tampoco lo era correr riesgos. A veces daban sus frutos, y otras no. No obstante, se preguntó cómo diablos había terminado en ese encargo de último minuto, cuando lo único que había querido hacer esa noche era recargar sus baterías creativas y desarrollar nuevos conceptos para canciones. Tenía una idea que le rondaba la cabeza… la letra para un nuevo anuncio de un refresco bajo en calorías que debía pulir y grabar. Pero la nueva encargada de Zing-O-Gram había sonado tan desesperada cuando la llamó, que no le quedó más alternativa que aceptar el encargo.

Era la única empleada que no tenía una cita el viernes por la noche. Aunque eso no era nuevo. Y recibía un montón de invitaciones, pero nunca del tipo de hombre adecuado. Quería uno que supiera cómo divertirse, uno que antepusiera su corazón y sus sueños al todopoderoso dinero. Boston estaba lleno de hombres atractivos, pero todos parecían estar en una carrera implacable en la que Jackie se negaba a participar.

Era una pena.

Iba a localizar a Gregory, el chico del cumpleaños, le cantaría una bonita canción por su día especial y regresaría a su solitaria noche de viernes. Estaría bien sin un hombre en su vida y le iría bien en la actuación de esa noche.

Siempre y cuando no se le rompiera una costura en su traje de gata dos tallas más pequeño.

Podría aguantar si mantenía la canción en una octava gobernable. Se sabía que las notas altas ponían a prueba hasta las costuras más robustas.

Pero ella solo iba a entonar una simple canción de cumpleaños para un niño de seis años. ¿Qué podía salir mal?

 

 

—Quizá tomara mal la dirección —gritó Greg De Costa en el teléfono móvil. No oía nada con la música a todo volumen en la sala de atrás de Flanagan’s.

Tratando de mantener el aparato contra el hombro mientras abría una botella de champán, esquivó un dardo desviado lanzado por un juerguista borracho. No era su intención fastidiar a la empleada de Zing-O-Gram, pero la stripper que pidió para la despedida de soltero de su hermano ya iba retrasada media hora.

La gente empezaba a ponerse nerviosa. Como no presentara pronto a una mujer desnuda, iba a perder a su público. Como director general de una de las principales cadenas de televisión de Boston, no podía permitir que ningún acontecimiento, televisado o no, no cumpliera con sus propios patrones de audiencia. Bailaría él mismo sobre una mesa antes que perder a sus espectadores.

Aunque no le cabía duda de que una mujer desnuda captaría un porcentaje más elevado del mercado de la fiesta.

Después de insistirle a la agobiada mujer de Zing-O-Gram de que arreglara la situación, cerró el teléfono y descorchó otra botella cuando su hermano salía de entre la multitud.

Mike De Costa reclamó una botella del excelente champán y se dedicó a beber de la botella antes de hacer una mueca.

—¿Desde cuándo los solteros beben cosas con burbujas?

—Desde que tienen que celebrar algo importante, como el matrimonio con una mujer que es lo suficientemente amable como para soportarte —Greg conocía a la novia de su hermano desde el parvulario.

Hannah Williams era la mujer más dulce que había conocido… y demasiado buena para un seductor empedernido como Mike.

Este abrió los brazos y en el proceso volcó un chorro de champán.

—Pero mira qué partido se lleva —protestó.

—Sí, un metro ochenta y cinco de ardiente ambición y gusto refinado —reconoció Greg con los ojos en blanco.

Mike emitió un eructo y sonrió.

—Estoy de acuerdo en los del gusto refinado —reconoció—. Pero no todas las mujeres buscan una ambición sin freno.

—¿No? —descorchó la última botella de champán y se la entregó al camarero que rellenaba las copas.

—No —Mike cambió la botella casi acabada por una cerveza—. Pero es obvio que esa clase de mujer te es desconocida.

—Nunca he conocido a una mujer que no me gustara —limpió la barra con el trapo del camarero, una costumbre adquirida en otra barra, en otra vida—. Lo que pasa es que no me permito ponerme serio con alguien que no entiende lo importante que es ser de los primeros.

—Entonces estarás soltero hasta que encuentres a esa supermujer. Llevas intentado ser el primero desde que de pequeño te plantaste delante de mí en la tienda de las golosinas.

—No esta vez —lo corrigió—. Tú me ganas en el apartado matrimonial. Por mí puedes quedarte con el primer puesto.

Nunca había hablado más en serio. Necesitaba una relación seria tanto como recuperar su antiguo trabajo de camarero.

El trabajo que tenía era la envidia de sus amigos. Se había dejado las pestañas para hacerse un hueco en la elite de Boston, y las relaciones con el sexo opuesto solo parecían complicar las cosas. ¿Qué mujer iba a querer quedarse mientras trabajaba hasta la medianoche en el estudio tratando de sacar el sonido correcto para un nuevo anuncio o agasajaba a los clientes de la cadena todas las noches de la semana? Después de demasiadas relaciones fallidas y mujeres enfadadas, había aprendido a tener relaciones sencillas y… breves.

La vida de soltero no podía ser más dulce. Para brindar por ello, se llevó la botella a los labios y saboreó el sabor perfecto de un buen champán.

Un alboroto en el otro extremo del bar captó su atención. Flanagan’s tenía un comedor en un lado, una barra grande en el centro y una sala posterior con una mesa de billar para las fiestas privadas. Desde su posición cerca del tablero de los dardos, vio que las cabezas giraban y oyó el lento crecer de un silbido colectivo por encima de la música.

La multitud de hombres le bloqueaba el súbito centro de atención, pero supuso que la artista del desnudo había llegado.

Bebió otro sorbo de champán, el último para mantener la cabeza despejada y poder controlar la fiesta, y en silencio le dio las gracias a la recién llegada. La velada ya iba a poder desarrollarse con normalidad y aún esperaba poder dedicar algunas horas a repasar algunas cintas en casa. A pesar de lo mucho que deseaba garantizar que su hermano se divirtiera, Greg no había ascendido a la cima en la cadena trabajando las habituales cuarenta horas semanales. Tenía que repasar tres kilómetros de cintas de prueba en busca de un talento con una voz nueva

Nada más pensar eso, sus sentidos se vieron invadidos por la voz más sexy que jamás había oído.

—Pero estoy buscando a Gregory… —protestó una voz femenina y ronca—. ¿Está aquí?

De la horda de hombres brotaron unas carcajadas como aullidos.

—Claro que sí, encanto —Mike irrumpió en la multitud—. Va a quedar encantado de verte.

—Tengo que entregar un Zing-O-Gram aquí, ¿no?

La voz maravillosa llegó con claridad hasta Greg.

Mike sonrió, tratando de enderezarse la corbata torcida mientras le dedicaba una sonrisa cautivadora.

—Te estábamos esperando.

Greg se levantó del taburete, sin haber podido ver aún a la mujer que había detrás de esa voz increíble. Después de haber iniciado su carrera en la radio, era capaz de reconocer una voz maravillosa nada más oírla. La stripper anónima la tenía.

El enjambre de hombres se acercó a él con sonrisa de mentecatos en la cara. Por las expresiones que veía, tuvo la impresión de que iba a amortizar el dinero para la actuación. La stripper debía de ser preciosa para inspirar semejante servilismo antes de haberse quitado el vestido.

Mike fue el primero en llegar hasta él. Dio una palmada en el hombro a su hermano, le guiñó un ojo y se perdió entre la multitud.

—Aquí está Gregory, encanto. Es el responsable de la fiesta. Creo que ya está preparado para el espectáculo.

Mike sacó a una mujer de entre la multitud. Los hombres se separaron para hacerle espacio a ella y a su… ¿cola?

Realizó una rápida inspección de la artista que había encargado para amenizar la despedida de soltero. Unas orejas negras de gata sobresalían del pelo sedoso de color canela. Unos brillantes ojos verdes lo miraron por encima de unos largos bigotes negros que estaban un poco torcidos. Un triángulo rosa pintado con arte sobre la nariz completaba su aspecto felino.

Tragó saliva al observar la parte superior de los pechos, elevados por un traje que tenía que ser demasiado pequeño para una criatura tan generosamente dotada. El único lugar donde parecía tener espacio era alrededor de la cintura, una curva diminuta que se reducía sustancialmente desde sus caderas redondeadas.

No supo el tiempo que sus ojos se demoraron sobre esas caderas. Le dio la impresión de que nunca había visto un disfraz más sexy. Quizá fuera por la cola que se enroscaba alrededor de una cadera y se posaba en el muslo hasta bajar… a unas zapatillas. Tomó nota mental de comprar acciones de Nike. La larga extensión de piel negra parecía acariciarle la pierna cada vez que respiraba.

Miau.

Quizá se había demorado mucho admirando… su traje. Antes de que pudiera presentarse, la mujer gata extendió la mano.

—Hola —le apretó la mano con gesto distante y profesional—. Soy Jackie, la artista. ¿Esta es tu fiesta?

La voz se deslizó por él y le recordó brumosos cafés con ardientes cantantes de jazz.

Asintió. Después de todo, él la había contratado.

—Soy Greg —técnicamente, era la fiesta de Mike. Pero sin duda la factura llevaría su nombre. Además, aún no estaba preparado para entregarla a los amigos de su hermano.

La vio fruncir el ceño.

—Comprendo. En Zing-O-Gram ha habido mucho trabajo últimamente. Lamento la confusión.

—No hay problema —le aseguró Greg. Que llegara tarde no había modificado demasiado su horario—. Ya estás aquí y eso es lo único que cuenta. ¿Puedo servirte una copa antes de que empieces?

¿Por qué quería demorar su espectáculo? Desde luego, tenía curiosidad por ver el cuerpo que ocultaba bajo ese disfraz de gata. Pero la idea de verla completamente expuesta en un bar con todos los amigos de Mike excitados sexualmente de pronto lo perturbó.

Sabía que había estudiantes de universidad que ganaban dinero de esa manera para pagarse los estudios.

Jackie se humedeció los labios con la lengua, un gesto que pareció encajar con su atuendo de gata.

Greg siguió el movimiento de la lengua pequeña y rosada y notó que su propia boca se resecaba.

—Agradecería un vaso con agua —miró hacia la barra.

Veinte sujetos le gritaron al camarero pidiéndole agua.

Jackie movió los pies como si se sintiera nerviosa. La cola pareció responder y atrajo la atención de Greg a esas piernas largas.

¿Desde cuándo una artista del desnudo con un disfraz mediocre de gata lo excitaba de esa manera? Y sin ni siquiera haberse quitado un guante.

Movió los hombros en un intento por relajarlos. Quizá últimamente hubiera trabajado demasiado. No tenía una cita desde la ruptura desastrosa con la meteoróloga… ¿hacía tres meses?

Era evidente que se hallaba hambriento de sexo. No se había dado cuenta de ello hasta que Jackie entró en su vida.

Pero no tenía intención de seguir un impulso por una gatita seductora.

En vano intentó desterrar los pensamientos abiertamente sexuales que bombardeaban sus sentidos. Necesitaba darle a Jackie su vaso con agua y luego rienda suelta para su actuación.

Seguro que en cuanto se dedicara a su número ensayado de seducción, perdería interés. Luego podría quitársela de la cabeza y seguir adelante.

 

 

Jackie pegó la cola a su cuerpo y, agradecida, se bebió el agua.

El disfraz de gata nunca le había parecido erótico hasta que Greg De Costa la había inspeccionado.

El hombre la había encendido, por dentro y por fuera, y la elevada temperatura del local no tenía nada que ver con el bochorno que sentía en esa fiesta.

No. Poco le importaba que un grupo de niños crecidos la hubieran contratado para cantar en la fiesta de cumpleaños de su amigo. Estaba acostumbrada a ser el centro de atención y que se la comieran con la vista no la inquietaba.

Pero Greg De Costa era otra historia.

Le bastaba con mirarlo para hiperventilar… algo no muy recomendable en un disfraz que se mantenía unido gracias a cinta adhesiva.

Era atractivo al estilo de Tom Cruise, tenía el aspecto de un ejecutivo de Boston, todo encanto, seducción y control. Llevaba puesta una camisa blanca almidonaba embutida en unos pantalones azul marino con unos tirantes de color borgoña. Exhibía una corbata a juego, pero se había aflojado el nudo y desabotonado el cuello de la camisa.

Jackie tuvo que admirar el modo en que esa piel bronceada y el cabello castaño oscuro contrastaban con la impecable camisa. Conocía a los de su estilo. Diablos, había crecido rodeada de hombres con exceso de privilegios y no encontraba mucho en ellos para recomendarlos.

Pero esos hombres no habían tenido los penetrantes ojos castaños de Greg De Costa.

El carismático chico del cumpleaños no la miraba con la habitual expresión de saber lo que había debajo del disfraz. La mirada franca era al mismo tiempo más respetuosa e íntima. La observaba como si supiera que preferiría estar en casa escribiendo versos.

Y como si también él preferiría estar con ella allí.

La idea la perturbó más que cualquiera de las miradas descaradas de los otros hombres que había en Flanagan’s.

Necesitaba prescindir de la mirada hipnotizadora de Greg, cantar su canción y huir del bar antes de cometer alguna estupidez, como enroscarse en torno a él y ponerse a ronronear.

—Estoy lista —anunció. Ya había dedicado demasiado tiempo a absorber las vibraciones encendidas que había entre Greg y ella—. ¿Me preparo aquí? —se dirigió a un rincón de la sala posterior de Flanagan’s.

Podía actuar casi en cualquier parte, pero en su campo había aprendido a dominar su entorno. Le gustaba tener una pared detrás y al público delante. Además, se sentía más en control cuando era ella quien establecía sus parámetros.

La multitud de hombres se trasladó como una persona a la sala de atrás y, obediente, se situó a la derecha, donde ella los quería.

Se dijo que podía hacerlo. Eran tan educados como los niños de seis años ante los que solía actuar, aunque la hubieran recibido con silbidos lobunos. Al menos no habían intentado tirar de su cola.

Greg fue el último en situarse. Recorrió el perímetro de la muchedumbre sin quitarle la vista de encima.

—¿Necesitas que ponga algo de música? —preguntó él por encima de las cabezas de sus amigos, sentados a las mesas que había alrededor de ella.

—Yo soy la música —anunció, dejando que su orgullo artístico la precediera durante un momento.

Nunca había empleado el playback. No había ido a bailar enfundada en un traje de gata. Había ido a cantar.

Ninguna sala llena de niños adultos iba a conseguir que lo olvidara. Cerró los ojos unos instantes, desterrando el magnetismo sensual de los ojos de Greg. Respiró hondo y de inmediato lo lamentó, ya que la cinta adhesiva que había a lo largo de la costura se movió bajo la presión de expandir los pulmones.

La dominó el pánico al pensar que podía deslumbrar a una habitación llena de hombres. Ni siquiera había sido capaz de ponerse un sujetador debajo del disfraz demasiado ceñido. Si la cinta cedía, a su audiencia le esperaba un buen espectáculo.

Entonó un «Do», dejando que la nota pura la centrara.

En tres minutos estaría fuera de allí. Podría aguantar tres minutos más sin que el disfraz reventara.

La nota musical creció y reverberó por ella. Se relajó y respiró con calma. Casi logró olvidarse de la cinta adhesiva, pero no de Greg De Costa.

Happy birthday to you… —se lanzó a la canción, una versión puesta al día del clásico.

No supo si era su imaginación o si la sala se había quedado silenciosa en cuanto su voz comenzó a sonar. Su público se tornó menos lujurioso y más atento al oírla cantar con un tono perfecto.

No había nada como una actuación buena para serenarla.

Vocalizó la última estrofa, más segura con cada nota que daba de que lograría salir de Flanagan’s con el disfraz de gata y la dignidad intactos.

Entonces volvió a encontrarse con Greg.

Los ojos cálidos ya no le ofrecían miradas encendidas. A menos que se pudiera llamar de esa manera la expresión intensa y cautivada que mostraba.

Le gustaba su voz.

Lo supo como si él se lo hubiera manifestado en voz alta. Sus cuerdas vocales eran su única vanidad, el aislado regalo genético legado por sus prodigiosos padres.

Los hombres, al ser criaturas visuales, rara vez reconocían su única cualidad sobresaliente. Pero Greg De Costa lo sabía, la oía y la admiraba.

El corazón comenzó a latirle de un modo que amenazó el disfraz. La sangre le hirvió por las venas, encendiéndole cada centímetro del cuerpo con su calor líquido.

El deseo la anegó junto con las notas finales de la canción de cumpleaños.

Happy birthday, dear Gregory… —santo cielo, ¿acababa de volver a llamarlo Gregory? Su intención había sido utilizar Greg.

Un bochorno nervioso se unió al torbellino de notas musicales y apetito sensual que crecía en sus venas.

¡Happy birthday to… —el pecho le martilleó contra el disfraz peludo a medida que la canción alcanzaba el último crescendo. La cinta adhesiva se tensó y estiró para mantener la tela del atuendo unida. Si tuviera algo de sentido común, se habría arriesgado a cantar fuera de tono para salvar el disfraz. Pero la venció el orgullo musical— you!

Con los brazos abiertos, lanzó la última nota como una reconocida diva de la ópera.

Y el horror la paralizó cuando el disfraz se deslizó hasta sus rodillas.