cover.jpg
portadilla.jpg

 

 

Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Joanne Rock

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

La novia y el caballero, n.º 344 - junio 2014

Título original: The Wedding Knight

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2005

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4354-7

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Uno

 

Primavera 1250

 

Si Lucian Barret hubiera sido un hombre recto y temeroso de Dios, habría temblado ante la idea de raptar a una monja.

Afortunadamente, su fe en Dios había muerto dos años atrás, el mismo día que había fallecido el hombre que lo había acogido en su infancia. De manera que raptar a Melissande Deverell no le planteaba ningún dilema moral.

Lucian tomó una bocanada del aire limpio de las montañas y sacó un pedazo de muselina blanca de las alforjas de su caballo para ocultarse la cara. Aunque, con el tiempo, terminaría desvelando su rostro ante su secuestrada, no quería que lo reconociera excesivamente pronto.

Las bondadosas hermanas de Santa Úrsula no apreciarían los planes que tenía Lucian para Melissande.

Miró a través de una de las grietas del muro del convento para espiar a la joven monja. Después de haber pasado varios días estudiando los rituales de las habitantes de Santa Úrsula, Lucian había concentrado su atención en aquella mujer en particular.

Estudió su perfil con intención de confirmar que era realmente la mujer que buscaba.

Pero aquella joven vestida con el severo hábito de monja no guardaba ninguna similitud con el diablillo que él recordaba de su infancia.

Su conducta irradiaba plenitud y satisfacción, como si realmente hubiera sido llamada a vivir tras aquellos muros silenciosos.

La Melissande Deverell de diez años atrás había gritado hasta enronquecer el día que sus padres le habían anunciado que iba a entrar en un convento. Y se comentaba que se había pasado llorando la mitad del camino hasta Francia una vez había salido de Inglaterra.

Pero Lucian confirmó su identidad en cuanto llegó el momento de ocio.

Lucian la observó mientras correteaba con tres niños por los soleados jardines del convento. Aquella escena le hizo recordar su propia infancia, los momentos que había compartido con su hermano Roarke y con su vecina, Melissande. Después de haber pasado la mayor parte de la tarde leyendo, Melissande por fin se permitía correr y retozar. Y mientras la veía retozar con los niños que tenía a su cargo, se le hizo patente el parecido con su despreocupada amiga de la infancia.

En el momento en el que Melissande se tumbó sobre la hierba fresca, Lucian vislumbró un mechón de pelo rojo bajo la toca. La sonrisa que jugueteaba en sus labios hablaba de una vida vibrante atrapada en el interior de aquel hábito espartano.

Melissande.

No podía confundir a la mujer que Roarke le había pedido que rescatara de aquel convento escondido los Alpes franceses. La mujer cuyo rapto serviría para pagar la deuda que Lucian había contraído con su hermano.

No iba a decepcionar a Roarke.

Melissande había florecido con los años y si Lucian fuera digno merecedor de perpetuar la línea familiar de los Barret, saltaría de alegría ante la oportunidad de que una esposa como aquélla le diera herederos.

Pero aquel trabajo prefería dejárselo a su hermano. Lucian continuaría pagando su penitencia por la vida que había arrebatado con su espada. A pesar de todos los que habían calificado lo ocurrido como un accidente, él continuaba culpándose a sí mismo.

Un repentino silencio invadió el jardín.

Lucian volvió a desviar la mirada hacia el feliz grupo que jugaba en la hierba y descubrió que Melissande miraba con recelo hacia el muro mientras los pequeños continuaban con sus juegos. Melissande miraba con intensidad la grieta del muro, como si fuera capaz de adivinar que tras aquella piedra quebrada acechaba un peligro para ella.

«En realidad voy a salvarla», se dijo Lucian a sí mismo, necesitado de cierta paz mental para contrarrestar la imagen de plenitud que Melissande ofrecía como monja.

Evidentemente sobresaltada por el movimiento que había detectado tras el muro, Melissande les susurró algo a los niños, que salieron corriendo hacia el interior del convento.

Había llegado el momento de actuar.

 

 

Melissande Deverell había conocido muchos momentos de soledad y desamparo durante su exilio en el convento, pero hasta entonces, nunca había sentido miedo.

El corazón le latía a toda velocidad mientras luchaba con las faldas de su hábito tras haber puesto a los niños a resguardo. Y de pronto, sintió que unas manos la atrapaban. Unas manos imposiblemente grandes, unas manos fuertes…

¡No!

Intentó gritar, pero una enorme mano cubrió su boca mientras la otra se deslizaba por su vientre para estrecharla contra el muro.

—No voy a hacerte daño.

Melissande pateó e intentó deshacerse de su captor, preguntándose cómo era posible que un cuerpo humano estuviera formado de tan dura sustancia. E incluso en medio de su miedo, fue capaz de agradecer a los cielos que al menos Andre, Emilia y Rafael estuvieran a salvo en el interior de la escuela.

Ignorando sus esfuerzos, el hombre que la retenía la levantó en brazos como si no fuera más que un gatito peleón. Melissande observó con creciente pánico que su captor abría la puerta del convento de una patada y dejaba atrás las seguras paredes de Santa Úrsula.

¡Sus niños! A Melissande se le desgarraba el corazón al pensar en sus adorados niños esperándola en el interior de la escuela. Luchó con todas sus fuerzas e intentó chillar tras la mano que ahogaba sus gritos.

Y por culpa de esos mismos gritos que reverberaban en su cerebro, no era capaz de oír las órdenes que su raptor le susurraba al oído. En lo único que podía pensar era en el dolor y la desilusión que su ausencia supondría para esos tres pequeños huérfanos que por fin habían aprendido a querer y confiar otra vez.

Aquel loco que la llevaba liberó su boca; al parecer, necesitaba la mano para poder lanzar aquel silbido penetrante que desgarró de pronto el silencio.

—¡Por favor! —el grito de Melissande resonó con sorprendente convicción en medio del bosque.

Y, tras vacilar un instante, la joven procedió a lanzar un torrente de súplicas.

—Yo soy la responsable de esos tres niños. No puedo irme sin ellos. Soy lo único estable que tienen, su…

Un caballo llegó galopando desde el interior del bosque.

—Alguien se ocupará de ellos —le susurró una voz masculina al oído.

Melissande sentía retumbar aquella voz en su espalda. Aquel hombre tenía un ligero acento, como si fuera de una tierra extranjera.

Melissande gritó. Fue un grito desgarrador que asustó a los pájaros que descansaban en sus ramas e hizo que el caballo se encabritara disgustado.

Si las monjas eran avisadas de su ausencia, la abadesa podría enviar inmediatamente en su búsqueda. Al fin y al cabo, la abadesa Helen comandaba un modesto ejército.

—¡Cállese! —le ordenó la voz que resonaba tras ella.

En aquella ocasión, el hombre no le tapó la boca; necesitaba la mano para sostener al caballo. Pero antes de que hubiera podido volver a gritar, Melissande se encontró a lomos del asustado animal; el libro que sostenía entre las manos, a esas alturas completamente olvidado, cayó al suelo.

—¡Mi libro!

—No va a poder sujetarlo mientras monta —replicó el hombre, metiendo el pesado volumen en la alforja.

—No sé montar —protestó Melissande, aunque, instintivamente, hundió las manos en la tupida crin del animal en cuanto éste comenzó a encabritarse otra vez.

—Y un infierno que no sabe —gruñó la voz.

Sorprendida por aquella maldición, Melissande se arriesgó a mirar hacia atrás.

Un fogonazo blanco, recordó al ver la intrincada envoltura con la que aquel hombre ocultaba su cabeza. Había visto aquel tejido a través de una grieta del muro del convento.

Unos ojos grises y de dura expresión se clavaron en ella. Una cicatriz larga, desde la oreja a la sien, le daba a aquel rostro un aspecto siniestro. La piel oscura de alrededor de los ojos y de las manos conjuraba la imagen de un jeque del desierto.

¿Habría sido secuestrada por un guerrero infiel?

El terror posó sus gélidos dedos sobre su vientre y apretó con fuerza. Había oído hablar de aquellos hombres hambrientos de sangre.

Quizá su raptor adivinó su renovada determinación de escapar en sus ojos, porque, de pronto, se materializó a su espalda, montando en el caballo a la velocidad de un parpadeo. Le gritó al animal, golpeó sus flancos y se adentraron cabalgando en el bosque.

—¡No! —gritó Melissande mientras se retorcía en la silla, pensando que sería mejor caer de aquella yegua que someterse a los infieles.

Pero una mano tiró de ella para colocarla en el regazo de su captor a una velocidad sorprendente.

—Quédese quieta, se va a hacer daño.

Un musculoso brazo la sostenía contra la cota de malla que cubría el pecho de su raptor, que posaba las manos en el estrecho espacio que mediaba entre su cintura y sus caderas.

Durante los diez años que llevaba en el convento, a Melissande apenas la habían tocado. Y estar siendo sostenida de aquella manera era como un recuerdo cruel de su deseo secreto de contacto humano.

—Me está haciendo daño —dijo casi sin respiración.

Para su sorpresa, el infiel suavizó inmediatamente la presión de su brazo, aunque continuaba asegurándose de que no pudiera caerse, o saltar, de aquella yegua mientras galopaba.

Quizá pudiera atender a razones. Si había disminuido la presión, quizá no fuera imposible convencerlo de que la liberara del todo.

—Está cometiendo un grave error, señor. Pertenezco a una orden religiosa que…

—Ya sé quién es usted.

—En ese caso, sabrá que debo regresar al claustro al que pertenezco.

Tomó aire, intentando dominar su nerviosismo. Melissande no había hablado tanto con ningún hombre, salvo con el pastor, desde hacía muchos años. Y, desde luego, el sacerdote nunca la había tocado de aquella manera.

—No va a regresar.

¿Que no iba a volver a su casa jamás? El enfado surgió en su interior con la misma agudeza e intensidad que el miedo que había sentido anteriormente. Pero antes de que pudiera formular una respuesta con la que poner a aquel infiel en su lugar, éste volvió a hablar.

—Algún día me lo agradecerá.

—¿Que se lo agradeceré? —estaba indignada—. ¡Ha secuestrado a una novicia directamente del convento?

—¿Entonces todavía no ha pronunciado los votos que la convertirían en monja?

El deje de esperanza que reflejaba su voz hizo que Melissande se arrepintiera de no haber pronunciado todavía los votos.

—Lo haré muy pronto.

—No, señora, no lo hará.

La sujetó con más fuerza de la que habría sido estrictamente necesaria mientras el paisaje se deslizaba desdibujado ante ellos. Melissande jamás había estado tan firmemente unida a otra persona, era como si hubieran sido esculpidos en la misma roca, convertidos en una estatua viviente a lomos de aquel enorme caballo.

Estaban tan cerca, de hecho, que Melissande no tenía que volverse para oír sus palabras.

—Sí, señor, lo haré. Mi abadesa es una de las pocas que posee su propio ejército. Lo enviará tras usted y le obligará a liberarme.

—Por lo que yo he averiguado, la abadesa cuenta con un pequeño grupo de hombres armados para proteger el convento, pero quizá usted tenga alguna información que yo desconozco —las arrugas que rodeaban sus ojos se profundizaron, como si hubiera sonreído.

¿Aquel hombre estaba al tanto de los recursos de la abadesa? Aquello indicaba que su captura había sido mejor planificada de lo que ella en principio había pensado.

La indignación hacía arder sus mejillas.

—Le esperan los fuegos del infierno, señor, espero que lo sepa. Esto que está haciendo le negará el acceso al Reino de los Cielos por toda la eternidad.

—En ese caso, añadiré lo que estoy haciendo a mi larga lista de pecados.

Dos

 

Tras aquella declaración de Lucian, se hizo un completo silencio. Probablemente, Melissande estaba tan impactada que no era capaz de pronunciar palabra.

Mejor.

Lo último que necesitaba Lucian era a alguien preguntando por los porqués de su pasado. Era preferible que Melissande se sintiera suficientemente intimidada como para dejarlo en paz hasta que llegara el momento de apartar aquel pañuelo de su rostro.

Aunque Melissande permanecía en silencio y aparentemente tranquila, Lucian sentía la tensión que reverberaba a través de su esbelto cuerpo. Y su postura tensa le recordaba el miedo que seguramente se estaba esforzando en ocultar.

Estaba asustada.

Por un momento, el arrepentimiento se deslizó hacia su conciencia, resucitando una empatía que creía muerta muchos años atrás. Le parecía cruel permitir que Melissande sufriera pensando que era un desconocido con perversas intenciones. Debería revelar su identidad para tranquilizarla. Una vez supiera quién la retenía y con qué propósito, quizá se sometiera voluntariamente a su protección.

Aun así, Lucian esperó.

Poner distancia entre ella y Santa Úrsula era imprescindible para el éxito de su empresa. La poderosa abadesa no dudaría en enviar a sus hombres a buscar a Melissande.

Si Lucian quería conservar a su presa, tenía que moverse rápidamente. Y eso significaba que Melissande tendría que continuar ignorando su identidad.

Además, otra parte de su cerebro le recordó que, una vez supiera quién era, él no tendría por qué continuar sujetándola de aquella manera. Pero saberlo no debería haberle molestado ni la mitad de lo que lo hizo. Al fin y al cabo, Melissande iba a ser la mujer de su hermano y no la suya.

Pero haría falta estar muerto para no notar las dulces curvas que sus manos atrapaban sobre el hábito.

Él era un hombre condenado por muchas razones. Desear a la mujer destinada a otro hombre sería una pequeña transgresión comparada con sus otros pecados.

¿Cómo reaccionaría Melissande cuando le revelara su nombre? ¿Y se le haría evidente la oscuridad de su alma a una persona tan pura y sin mácula como ella?

Lucian no pretendía ser el Lucian Barret al que Melissande había conocido. Cuando le confesara su verdadera identidad, Melissande se sentiría desilusionada por los severos cambios que se habían operado en él. Probablemente se preguntaría qué habría convertido a aquel niño tranquilo en el hombre frío y duro en el que se había transformado. Y, lo peor de todo, lo compadecería.

Y eso, Lucian no podría soportarlo.

La juventud y la inocencia de Melissande le hacían pensar en la vida que podría haber disfrutado si su espada no se hubiera cruzado en el camino de su padre adoptivo, Osbern Fitzhugh. Quizá Lucian estaría asegurándose una esposa como Melissande para él, en vez de para su hermano.

Maldiciendo sus estúpidos pensamientos, Lucian apartó de su mente cualquier idea relacionada con el matrimonio y con Melissande. Nada podía alterar el hecho de que, en el calor de un enfado, le había levantado la mano a un hombre que lo había querido como un padre. Nada podía borrar los pecados de Lucian, ni borrar la deuda que había contraído con su hermano menor por haber salvaguardado su más grave secreto.

De momento, lo que haría sería acortar todo lo posible la distancia entre su cautiva e Inglaterra. Cuanto antes entregara a Melissande al hombre que la esperaba, antes regresaría a su penitencia y a la violencia de la guerra.

 

 

El sol se ocultaba pronto en aquella montañosa y boscosa región, dejando tras él la brisa nocturna y un camino crecientemente peligroso. Cabalgaban entre un vasto afloramiento de rocas y un precipicio que caía hacia la nada.

El cuerpo dolorido de Melissande y su piel helada le estaban pidiendo a gritos un descanso. La espalda le dolía como si fuera a rompérsele y, aunque no podía hacer nada con el pesado brazo que envolvía su cintura, había descubierto que podía evitar un contacto más íntimo con aquel hombre de ojos plateados si permanecía erguida ante él.

Sin embargo, a pesar de todos sus esfuerzos por evitar su contacto, no podía escapar al roce de sus fuertes muslos contra sus piernas mientras cabalgaban. El suave cuero de los braies con los que protegía sus piernas rozaba la basta lana de su hábito de una forma enervante.

De pronto, el infiel detuvo su montura, provocando que Melissande cayera bruscamente contra él.

En un abrir y cerrar de ojos, la enderezó en la silla y aumentó así la distancia que había entre ellos, como si él la deseara tanto como ella. Pero no mostró ninguna voluntad de desmontar. En cambio, alzó la cabeza al viento, como si fuera un animal olfateando el peligro antes de su llegada.

—No estamos solos, mi señora —aunque apenas susurraba, Melissande podía comprender perfectamente sus palabras.

El camino que en aquel momento atravesaban apenas era utilizado por algún viajero a caballo. Melissande había renunciado ya a la esperanza de cruzarse con alguien, pero oyó en la distancia el ruido de cascos.

Alguien había acudido en su rescate.

Abrió la boca para gritar, pero la mano de su raptor amortiguó su grito.

—No tienes por qué gritar, Melissande, confía en mí.

Al cabo de unos segundos de haber sido pronunciado, el sonido de su nombre penetró en su cerebro. La conocía.

Con mucho cuidado, se volvió y elevó los ojos hacia su raptor, al que observó fascinada mientras se quitaba el lienzo de muselina que cubría su rostro.

—Soy tu amigo.

Una vez reveladas sus facciones, parecía un hombre europeo; de alguna manera, menos extraño. Tenía el pelo tan oscuro como el de cualquier infiel, pero su largura era idéntica a la que utilizaban muchos hombres europeos.

—Soy tu antiguo vecino.

Se quitó el resto de la tela de la cabeza y la miró con aquellos ojos grises e intensos. Los planos más duros de su rostro y la serena inteligencia de su mirada se cernían sobre ella con una familiaridad inquietante.

Lucian Barret.

Lo reconoció en el instante en el que los otros jinetes aparecieron tras un paso de montaña. Aunque Melissande no los vio, sus sentidos la alertaron de su presencia mientras contemplaba anonadada al que había sido un amigo de la infancia.

Un chico al que en otro tiempo había considerado un héroe.

Su alivio duró el instante que tardó en aparecer la furia ¿Cómo se atrevía a secuestrarla de aquella manera?

Los caballos se detuvieron en el camino frente a ellos. Lucian apartó la mano de la boca de Melissande. El contacto de su mano le resultaba a Melissande más íntimo una vez conocida la identidad de su captor.

Aunque bufaba por dentro, la curiosidad la forzó a volverse hacia los recién llegados.

—Buenas noches, caballeros.

Ambos llevaban una cruz, advirtió Melissande, y tenían el aspecto demacrado de alguien que llevaba mucho tiempo viajando. Tenían la barba sucia y descuidada y los escudos sin brillo por la falta de cuidados.

—Buenas noches a usted, señor —el primer caballero dirigió sus primeras palabras a Lucian y después se volvió hacia Melissande. Al reparar en el hábito, inclinó la cabeza más profundamente—, y a usted, hermana.

Aquella era su oportunidad, lo único que tenía que hacer era decir algo. Cualquier cosa. Condenar a su captor, proclamar su condición de secuestrada.

Pero a pesar de su aspecto respetable, los hombres la miraban con un atrevimiento inquietante, como si estuvieran dispuestos a zampársela a la primera oportunidad.

Nunca, durante todos los años que llevaba en Santa Úrsula, había conocido Melissande a ningún caballero al que hubiera podido admirar. Si bien era cierto que en la mesa del convento no hacían nunca evidente su conocida sed de sangre, acostumbraban a vanagloriarse de sus proezas en el campo de batalla. Y todos eran hombres de modales zafios.

Melissande era perfectamente consciente de sus actitudes obscenas, pero ninguno de ellos se había atrevido nunca a codiciar a una monja. Aparentemente, los caballeros eran más osados fuera de las paredes del convento.

Melissande asintió en reconocimiento a su saludo y estuvo mordiéndose la lengua hasta que decidió cuál iba a ser la mejor manera de actuar.

—¿Van ustedes a Acre? —preguntó Lucian con aparente naturalidad.

Pero Melissande percibía la tensión de su cuerpo en aquellas partes que rodeaban al suyo. Los muslos que rozaban sus piernas habían dejado de ser como piedras rígidas. Y saber que aquella sólida masculinidad pertenecía a Lucian Barret infundió a sus miembros un agradable calor.

—No, vamos a ultramar —contestó el primer hombre en francés.

El segundo no apartaba su atención de Melissande.

Melissande ignoró la extraña respuesta de su cuerpo a la cercanía de Lucian para analizar su propia situación. La silenciosa admiración del cruzado apagaba toda esperanza de pedir ayuda a aquellos desconocidos. En su situación, lo malo conocido parecía mucho más seguro que lo malo por conocer.

Incluso en el caso de que aquel mal conocido estuviera provocando ya un auténtico infierno en su interior. Melissande se inclinó ligeramente hacia delante, intentando poner cierto espacio entre ella y Lucian.

—Verdaderamente, su rey los necesita —les dijo Lucian, endureciendo la presión de su mano sobre la cintura de Melissande antes de que ésta pudiera alejarse—. Sus guerras no van demasiado bien.

Mientras iba cayendo el crepúsculo, los dos hombres comenzaron a hablar de lejanas batallas y de la reciente cautividad del rey de Francia a manos de los infieles. Los lugares exóticos y lejanos que nombraban no significaban gran cosa para Melissande, aunque en su trabajo como copista en la abadía había leído muchos textos orientales. Sin embargo, una cosa comenzaba a quedar clara en aquella conversación: el propio Lucian había sido un cruzado.

Algo que no lo hacía más recomendable a los ojos de Melissande. De hecho, acrecentaba sus recelos. Pero aun así, continuaba tratándose de Lucian Barret, por el amor de santa Úrsula, y seguro que tenía alguna razón que lo había obligado a raptarla. Noticias de la familia, quizá. Y en cuanto le explicara hasta qué punto se sentía parte del convento, la devolvería a su lugar. Lucian siempre había sido una persona honorable, incluso cuando era muy joven.

Con un respetuoso asentimiento de cabeza, el primer caballero espoleó a su caballo para adelantarlos y encaminarse hacia la oscuridad del bosque.

—Buen viaje, señor.

—Buen viaje —respondió Lucian, bajando la mirada hacia Melissande una vez había disminuido el peligro.

Aquellos ojos fríos y distantes parecían prohibir las preguntas que Melissande no había siquiera formulado, y le hicieron estremecerse por su falta de calor humano.

—¿Lu-Lucian? —le parecía extraño temer a un viejo amigo, aunque el enfado por lo que había hecho continuaba bullendo en su sangre.

—Necesitamos avanzar un poco más, Melissande —el laconismo de su voz acabó con toda esperanza de una posterior interacción—. Después hablaremos.

En circunstancias normales, Melissande no se habría sometido a una orden como aquella, especialmente procediendo de un hombre que la había secuestrado y había mantenido intencionadamente su identidad en secreto.

Pero en aquel momento tenía tanto frío y estaba tan incómoda que le costaba pensar en nada que no fuera poder disfrutar del calor del fuego y sentarse en cualquier parte que no fuera la grupa de una yegua.

Una vez que llegaron a una casa abandonada situada en medio de ninguna parte, los rodeaba una oscuridad como la de la boca del lobo. La sangre parecía estar helándosele en las venas y Melissande sabía que no sería capaz de pegar ojo en aquella choza con semejantes corrientes de aire. Cuando Lucian la ayudó a desmontar, Melissande se desplomó agotada entre sus brazos.

—¿Te encuentras mal? —le preguntó Lucian mientras la llevaba al interior de la cabaña.

—Sólo cansada, creo —no tenía por qué mencionar su propensión a la neumonía. Los duros inviernos de los Alpes le habían provocado más crisis de las que podía contar.

Lucian la miró con expresión escéptica mientras se sentaba un banco, al lado de un agujero cavado para el fuego en la única habitación de aquel refugio.

—Y dolorida. Hacía muchos años que no montaba a caballo.

—Entrarás en calor en nada de tiempo —le prometió Lucian, aunque Melissande apenas lo oyó, envuelta en el velo de la fatiga que no tardó en cubrirla.

No se dio cuenta de que se había dormido hasta que se despertó poco después.

Fiel a su palabra, Lucian había encendido un fuego para Melissande mientras ésta dormía. Una gruesa manta de lana la cubría y le había colocado otra bajo la cabeza cubierta por una muselina blanca que impedía que su mejilla rozara la áspera lana.

Melissande acarició la muselina, que, recordó, era la misma que había ocultado el rostro de Lucian ese mismo día.

Los tiernos cuidados de Lucian aliviaron su espíritu.

Alzó la mirada hacia él, que permanecía sentado a unos metros de ella. Melissande lo vio desplegar un saco de lino y sacar de su interior una hogaza de pan, un pedazo de queso y un odre.

—¿Mi familia te ha pedido que fueras a buscarme? —su voz sonaba ronca y pastosa por culpa del sueño.

Lucian se la quedó mirando fijamente, provocando en ella una curiosa sensación ligeramente parecida a la vergüenza, aunque sin llegar a serlo del todo. Al fin y al cabo, aquél era Lucian.

Melissande nunca había sentido vergüenza con aquel niño que le había enseñado a pescar y que jamás le tiraba de las trenzas. Aunque el Lucian que tenía delante era mucho más grande e infinitamente más amenazador que aquel niño flacucho al que había conocido años atrás.

—Bebe un poco de esto —empujó el odre en su dirección.

Melissande negó con la cabeza, decidida a conocer cuanto antes los motivos de su secuestro. Tenía que haber alguna razón vital para que Lucian le hubiera dado aquel susto de muerte.

—¿Le ha ocurrido algo a alguna de mis hermanas? ¿Están...?

El resto de las hijas de los Deverell se habían casado mucho tiempo atrás. Sólo la más pequeña había sido destinada a la vida del convento. Quizá alguna de ellas había caído enferma, o había tenido algún problema al dar a luz...

—No sé nada sobre la situación de tu familia desde que tus padres murieron —procedió a cortar el queso en porciones más pequeñas, como si no hubiera una mujer pendiente de cada una de sus palabras, esperando saber el destino que se le deparaba al estar entre sus manos.

Melissande se esforzaba en mantener la calma.

—¿Entonces por qué…?

—Come, Melissande, y después te explicaré todo lo que pueda.

Melissande partió un pedazo de pan y se lo llevó a la boca, estaba demasiado cansada para llevarle la contraria.

Lucian tomó aire y alzó el odre.

—Te he salvado de pasarte la vida tras las paredes del convento para que puedas casarte con el hombre al que amas.

¿Salvarla? Melissande intentó no ceder al pánico mientras cerraba la manta que cubría sus hombros y observaba a Lucian beber del odre. Los músculos de su garganta se contraían a un ritmo intrigante mientras tragaba. Y Melissande se descubrió fascinada con aquella imagen.

Un hombre.

—¿Y quién podría ser ese hombre?

Lucian arqueó una de sus oscuras cejas ante su ignorancia.

—¿Ya te has olvidado del hombre al que decías que ibas a amar hasta el último aliento?

Melissande sintió que el calor fluía hasta sus mejillas al recordar la terrible escena que había montado el día que había salido hacia al convento. Había gritado como una loca que ella no quería ser monja, que regresaría a casa y... que amaría a Roarke Barret hasta el día de su muerte.

—¿Roarke?

Lucian casi sonrió. Y, definitivamente, la diversión hizo temblar las comisuras de sus labios antes de que su rostro volviera a sumirse en su anterior seriedad.

—Exacto, Roarke.

—¿Has recorrido media Europa y has hecho frente al desafío de los Alpes para llevarme hasta Roarke Barret?

—Espero que estés complacida —consiguió decir Lucian entre mordisco y mordisco de una manzana.

Una vez satisfecha su curiosidad, Melissande recobró la cordura. Le quitó la fruta de la mano.

—No, no estoy complacida, señor, y espero que me devuelva a mi abadía al amanecer.

Sólo el crepitar del fuego quebraba el silencio de la noche.

—¿No quieres casarte con Roarke? —su tono de voz indicaba que estaba sinceramente sorprendido.

—Por supuesto que no.

Al advertir la confusión en su mirada, Melissande suspiró.

—¿Cuántas cosas deseabas a los ocho años que ahora, como hombre adulto, ya no quieres ni necesitas?

—Ninguna —recuperó la manzana y devoró casi la mitad de un solo bocado.

Al recordar lo serio que era Lucian de niño, Melissande comprendió que, probablemente, tenía razón.

—Bueno, tú no eres muy normal. Pero la mayoría de la gente tiene sueños imposibles en la infancia.

—Tus sueños no son imposibles.

—¡Pero ya no son mis sueños! —Melissande oyó reverberar su voz en el interior de la cabaña a un volumen satisfactorio. ¿Cuándo había levantado la voz por última vez?—. ¿No te das cuenta? Yo soy feliz en el convento, Lucian. Me encargo de cuidar a los huérfanos que llegan a la abadía. Leo libros sobre los que muy pocas personas de occidente podrán poner nunca los ojos. ¡Llevo una vida bienaventurada y feliz!

—¿Bienaventurada y feliz?

—Sí, bienaventurada y feliz.

En los rincones más secretos de su corazón, Melissande sabía que estaba exagerando la verdad, pero adoraba Santa Úrsula. Y, desde luego, no quería encadenarse un caballero que pasaría luchando diez meses al año y la obligaría a preparar a sus hijos para la misma peligrosa profesión.

—Mujer voluble.

—¿Perdón? —Melissande no podía haber oído correctamente.

Lucian la taladró con una mirada de acero.

—Eres una mujer de lo más voluble. Primero declaras tu amor por Roarke y te comprometes a amarlo para siempre y después decides que ya no lo quieres y que prefieres vivir en el convento.

—¡Tenía ocho años!

—Edad suficiente.

¿De verdad estaba hablando en serio?

—Puedo asegurarte que es bastante habitual que los niños alteren sus pasiones cuando crecen.

—Y puedo asegurarte con idéntica autoridad que hay personas que conservan la misma pasión durante toda su vida.

Melissande se sonrojó, aunque no estaba segura de por qué. Sus palabras la confundían, la provocaban de una manera que no acertaba a comprender.

—Siento que hayas cambiado de opinión, Melissande. La cuestión es que quiero llevarte de vuelta a Inglaterra para que te cases con Roarke.

—No iré a Inglaterra y no pienso casarme con nadie —pero por el caso que Lucian parecía estar haciéndole, podría haber gritado esas mismas palabras al viento de los Alpes.

—Ah, es posible que hoy no quieras casarte, ¿pero quién puede decir lo que sentirás mañana? —se pasó la mano por el pelo—. Tengo la esperanza de que tu naturaleza voluble juegue a mi favor para cuando lleguemos a casa.

Dios santo, estaba hablando en serio. Una pequeña punzada de pánico la atravesó.

—Lucian, no puedo ir contigo y además no pienso hacerlo.

—Pues vendrás. Le he prometido a Roarke que llegaríamos a Inglaterra hacia mitad del verano.

—Pero...

—Y siempre cumplo mi palabra —un deje de orgullo se fundía con el tono de advertencia de su voz.

Melissande le sostuvo la mirada; no sentía la menor empatía por el hombre que estaba sentado frente a ella. Lucian Barret, que sólo se parecía al niño que había sido en su seriedad y en su obvia inteligencia, había cambiado drásticamente durante los últimos diez años.

El pelo negro azabache que solía llevar extremadamente corto, en aquel momento rozaba su cuello. Y los duros planos de su rostro parecían incluso más duros una vez había perdido su semblante todos los rasgos de la infancia. Y, por supuesto, su enorme cuerpo de guerrero recordaba muy poco al del joven larguirucho que ella recordaba. La oscuridad invadía todos aquellos rasgos de los que Melissande había conseguido arrancar en otro tiempo una sonrisa. En aquel momento, Lucian intentaba guardar las distancias como si temiera que, al mostrarse demasiado amistoso, pudiera resquebrajarse su determinación.

Una determinación que la enervaba. La crueldad acechaba detrás de sus palabras. Y no la sorprendía: era un guerrero y haría lo que fuera necesario para llevarla de vuelta a Inglaterra.

Pero Melissande no le permitiría llevar a cabo aquel plan con el que pretendía «salvarla».

Midió a su oponente mientras éste guardaba las sobras de la cena preguntándose cuál sería la mejor manera de atacar. Sin demasiadas esperanzas, intentó apelar por última vez a aquel corazón del que Lucian parecía carecer.

—Hay tres niños que dependen de mis cuidados.

—Y también una abadía llena de monjas que pueden ocuparse de ellos —no se molestó en mirar en su dirección mientras permanecía a un par de metros de distancia. Su armadura cayó al suelo con un ruido metálico.

¿Dormiría con la cota de malla?, se preguntó Melissande.

Lo impropio de aquella proximidad la afligía, pero su principal preocupación continuaban siendo los niños, y no la poca ortodoxa cercanía de Lucian.

—Tengo que estar de vuelta mañana por la mañana —le informó Melissande, dispuesta a regresar con él o sin él.

—Vete a dormir, Mel —le dijo Lucian con un bostezo.

Aunque Lucian había utilizado aquel apodo por costumbre, aquello le recordó a los pequeños que tenía a su cargo, que solían llamarla Mel, o Ángel Mel, o aquella ridícula combinación inventada por Rafael, AngMel.

El corazón se le encogió en el pecho. Sus brazos anhelaban a sus niños. ¿Podría una madre querer más a sus hijos?

—¿No quieres una manta? —le preguntó a Lucian, al darse cuenta de que éste pretendía dormir sobre el duro suelo, sin taparse siquiera.

—No.

Aun así, su maternal naturaleza la obligó a prescindir de una de las mantas y a lanzarla en su dirección.

Lucian la apartó con un gesto de impaciencia.

—He dicho que no —después, como si fuera de pronto consciente de lo inadecuado de sus modales, añadió un tenso—: no, gracias.

Melissande lo observó cerrar los ojos y apoyar la cabeza en un brazo que utilizaba a modo de almohada. Tenía que estar extraordinariamente incómodo, pero, desde luego, ella no hizo ningún esfuerzo para aliviarlo. Sin embargo, dejó la manta que Lucian había rechazado entre ellos, sólo por si acaso cambiaba de opinión.

Mientras esperaba a que la respiración de Lucian alcanzara el ritmo sosegado del sueño, se preguntaba qué le habría pasado a Lucian para llegar a convertirse en el hombre frío y duro que tenía ante ella.

Y rezó para poder ser suficientemente sigilosa en su escapada porque no tenía la menor duda de que la cólera de Lucian sería formidable cuando descubriera, a la mañana siguiente, que había desaparecido.

Tres

 

A lo mejor había sido excesivamente duro con ella, pensó Lucian mientras oía a Melissande moverse en el lecho que le había preparado. Al fin y al cabo, la habían educado para ser monja. Una criatura protegida y delicada que no estaba acostumbrada a enfrentarse a los aspectos más duros de la vida. No necesitaba que le recordara constantemente que no iba a volver al convento. Desde que había dejado Inglaterra, parecía haber olvidado cómo había que tratar a una mujer.

Aunque quizá no del todo, se corrigió, recordando a todas aquellas con las que había satisfecho sus necesidades más básicas durante los últimos dos años. Pero carecía de la finura suficiente para tratar con una mujer sensible de la nobleza.

El arrepentimiento lo devoraba cuando pensaba en la brusquedad con la que había rechazado la manta. Por supuesto, Melissande no podía comprender su profunda necesidad de sufrir, de dormir en suelo duro, de permitir que el frío de la madrugada penetrara en su piel.

Su gesto había sido considerado y él la había recompensado con una actitud de lo más zafia. Melissande era un alma dulce, incapaz de comprender aquellas sombras que lo obligaban a aquellos actos de penitencia.

De hecho, una nueva clase de culpa se cernía sobre él a causa de los inadecuados pensamientos que lo asaltaban en relación con la futura esposa de su hermano. El hábito de lana que llevaba no era capaz de ocultar las agradables formas de la mujer en la que Melissande se había convertido. Parecía un sacrilegio andante con aquellas voluptuosas curvas tensando el hábito en los lugares adecuados.

Pero a pesar de las fantasías de Lucian, Melissande se convertiría en la mujer de Roarke durante el próximo ciclo lunar y se merecía su respeto. Como futura cuñada, Melissande también se merecía una mayor libertad mientras estuviera bajo su protección. No tenía que vigilarla como si fuera su prisionera.

Respirando profundamente, Lucian se prometió a sí mismo que relajaría ligeramente su vigilancia. El cielo sabía que su cuerpo cansado le estaba pidiendo a gritos una noche de descanso.

 

 

Melissande se estremeció en el cálido nido de mantas que Lucian le había ofrecido. Y su estremecimiento no tenía que ver con el frío, sino con el miedo y la agitación provocados por su próxima fuga.

Desde luego, Lucian no pretendía hacerle ningún daño, a pesar del susto que le había dado. Seguramente se pondría furioso al descubrir su marcha, pero no podría hacer nada para evitarlo. Lo único que tendría que hacer sería decirle a Roarke que ella no quería formar parte de ningún matrimonio.

Deslizándose silenciosamente de entre las mantas, esperó para ver si advertía algún cambio en el ritmo de su respiración.

Nada.

Pero la intimidad de aquel sonido arrastró su mirada de una forma casi hipnótica hacia el lugar en el que Lucian descansaba. Acostumbrada durante tanto tiempo a pasar las noches en una dura cama con la única compañía de sus pensamientos y de un ladrillo caliente, encontraba reconfortante la experiencia de descansar entre el calor del fuego y Lucian.

Durante años, Melissande había sido incapaz de dormir en el convento. Después de haber compartido habitación con sus dos hermanas mayores en casa, le había resultado imposible dormir sola en la oscura celda de Santa Úrsula nada más llegar. Y era curioso que pudiera relajarse de aquella manera en presencia de un caballero.

Pero estaba a punto de marcharse, se dijo a sí misma. En aquel momento, su mirada descansaba en la oscura masa de músculo y metal que dormía en el suelo y la consumía la curiosidad.

¿Parecería Lucian tan frío y distante cuando estaba dormido?

Arrastrada por una curiosidad innata que no habían podido aplacar los diez años pasados en el convento, se arrodilló al lado del caballero que la había raptado. El fuego proyectaba sombras sobre su rostro; la cicatriz se iluminó. Su rostro bronceado atestiguaba las numerosas batallas que había librado bajo el ardiente sol del desierto. Fruncía el ceño durante el sueño, conservando un aspecto de fría dureza.

Instintivamente, Melissande alargó la mano para acariciar las arrugas que surcaban su frente. La piel de Lucian irradiaba calor a pesar del frío que hacía en la cabaña. Y, sorprendentemente, aquellas arrugas parecieron desaparecer bajo el suave roce de sus dedos. Todo el semblante de Lucian se relajó lentamente para dar paso a un rostro menos amenazador.

Melissande apartó la mano, sorprendida por el cambio que se había operado en él, pero todavía más por su propio descaro.

Inmediatamente, volvió el ceño fruncido al rostro de Lucian y su respiración se aceleró.

Oh, no.

Melissande contó todas y cada una de sus respiraciones para asegurarse de que no se había despertado. Y, por fin, caminó de puntillas hasta la puerta. Cuanto antes dejara tras ella a Lucian Barret, mejor. Con lentitud y precaución, colocó una manta sobre la única ventana de aquel refugio y saltó al otro lado. Volvió a colocar la piedra que evitaba que se abriera y rezó para no tener que arrepentirse de su acción.

 

 

Varias horas después, Melissande musitaba proverbios mientras su cansado cuerpo le pedía derrumbarse sobre el suelo helado.

Tenía que aparecer un pueblo en la siguiente loma, se dijo, aunque llevaba diciéndose lo mismo durante las últimas quince cuestas que había subido.

Desacostumbrada como estaba a aquella clase de duro ejercicio, sabía que los pulmones podían estallarle por el esfuerzo. Pero pensar en volver a casa con Emilia, Andre y el pequeño Rafael mantenía sus pies en movimiento a pesar del fuego que ardía en su pecho.