cover.jpg

img1.png

img2.png

© Universidad del Pacífico

Av. Salaverry 2020

Lima 11, Perú

www.up.edu.pe

EL EDIFICIO DE LETRAS

Jesuítas, educación y sociedad en el Perú colonial

Pedro M. Guibovich Pérez

1a edición: agosto 2014

1a edición versión e-book: octubre 2014

Diseño de la carátula: Múltiplo (Camila Bustamante)

Ilustración de la carátula: Cuadro “La procesión de los cuatro santos” (propiedad del Arzobispado del Cusco). Fotografía de Daniel Giannoni trabajada por Carlos Pereyra Plasencia.

ISBN: 978-9972-57-287-6

ISBN e-book: 978-9972-57-304-0

Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú: 2014-12363

ePub x Hipertexto / www.hipertexto.com.co


BUP

Guibovich Pérez, Pedro.

El edificio de letras : jesuitas, educación y sociedad en el Perú colonial / Pedro M. Guibovich Pérez. -- 1a edición. -- Lima : Universidad del Pacífico, 2014.

176 p.

1. Jesuitas -- Perú -- Historia -- Época Colonial

I. Universidad del Pacífico (Lima)

271.53 (SCDD)


Miembro de la Asociación Peruana de Editoriales Universitarias y de Escuelas Superiores (Apesu) y miembro de la Asociación de Editoriales Universitarias de América Latina y el Caribe (Eulac).

La Universidad del Pacífico no se solidariza necesariamente con el contenido de los trabajos que publica. Prohibida la reproducción total o parcial de este texto por cualquier medio sin permiso de la Universidad del Pacífico.

Derechos reservados conforme a Ley.

AGRADECIMIENTOS

La idea de publicar esta compilación de mis ensayos sobre la labor educativa de la Compañía de Jesús en el Virreinato peruano surgió en una de las varias conversaciones que sostuve con Martín Monsalve, quien, con el entusiasmo que lo caracteriza para las empresas académicas, me alentó a presentar mi proyecto al Fondo Editorial de la Universidad del Pacífico. La materialización de este libro no habría sido posible de no haber contado con el decidido y amical apoyo de Martina Vinatea y Jorge Wiesse, colegas de muchos años en el Departamento de Humanidades de la misma universidad. También fue muy importante el apoyo de María Elena Romero, quien cuidó con profesionalismo el proceso de edición.

Los ensayos que componen este libro son el resultado de detenidas investigaciones en archivos y bibliotecas del Perú y el extranjero. En el proceso de obtención de información han sido muchas las deudas de gratitud contraídas. En primer lugar, mi agradecimiento a los encargados de la sección Histórica del Archivo General de la Nación y de la antigua Sala de Investigaciones de la Biblioteca Nacional del Perú, en Lima.

En mayo de 2007, una estancia de dos semanas como profesor visitante en la Universidad de La Sapienza, en Roma, me permitió trabajar en el Archivo Histórico de la Compañía de Jesús en dicha ciudad. También me fue de gran ayuda poder consultar los fondos de la Biblioteca Tomás Navarro Tomás, del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, en Madrid, en marzo del presente año. En el Cuzco, Adrián Valer Delgado, jefe administrativo de la Biblioteca Central de la Universidad Nacional de San Antonio Abad, me facilitó años atrás la consulta de la llamada «Biblioteca de los Jesuitas». A todos ellos, también mi reconocimiento.

Cinco de los siete ensayos de este libro han aparecido anteriormente. Aquí las referencias bibliográficas: «San Pablo, San Marcos y los estudios universitarios», en Rodolfo Aguirre, Espacios de saber, espacios de poder. Iglesia, universidades y colegios en Hispanoamérica, siglos XVI-XIX (México: Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación y Bonilla Artigas Editores, 2013, pp. 57-83); «Como güelfos y gibelinos. Los colegios de San Bernardo y San Antonio Abad en el Cuzco durante el siglo XVII», en Revista de Indias (vol. 66, N° 236, 2006, pp. 107-132); «El teatro escolar jesuita en el Virreinato del Perú», en Ignacio Arellano y José Antonio Rodríguez, El teatro en la Hispanoamérica colonial (Madrid: Iberoamericana y Vervuert, 2008, pp. 35-50); «“Haciéndose todas lenguas en alabanza del Príncipe”. El teatro escolar jesuita y los recibimientos de virreyes en Lima (1570-1700)», en Marco Curatola y José Sánchez Paredes, Los rostros de la tierra encantada. Religión, evangelización y sincretismo. Homenaje a Manuel Marzal. S. J. (Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú, 2013, pp. 545-553); y «Libros antiguos en la universidad del Cuzco: la “Biblioteca de los Jesuitas”», en Histórica (vol. 24, N° 1, 2000, pp. 171-181). Agradezco a Rodolfo Aguirre y Lourdes M. Chehaibar Náder, de la Universidad Nacional Autónoma de México; a Alfredo Moreno Cebrián, del Consejo Superior de Investigaciones Científicas; a Anne Wigger, de la Editorial Vervuert; y a Marco Curatola, de la Pontificia Universidad Católica del Perú, por autorizar la reproducción de dichos ensayos. Para la presente edición, ellos han sido corregidos y, en algunos casos, enriquecidos con nueva información. Los estudios titulados «La imprenta, la evangelización y la Compañía de Jesús (1584-1620)» y «“Probeída de toda suerte de libros”: la biblioteca del Colegio de San Pablo, en Lima» son inéditos.

Con Víctor Peralta, Juan Carlos Estenssoro, Luis Eduardo Wuffarden, Carlos Cabanillas, César Itier, Adrián Lerner, Stephanie Rohner, Gabriela Ramos y José Antonio Rodríguez mantuve extensas y entretenidas conversaciones para determinar el título más apropiado del libro, su organización interna y las ilustraciones que debían acompañarlo. Carlos Aguirre, cuando fue necesario, me proveyó de bibliografía sobre los jesuitas difícil de hallar en las bibliotecas locales.

Las portadas de Doctrina christiana (Lima, 1584) y Libro de la vida y milagros de Nuestro Señor Iesu Christo en dos lenguas, aymara, y romance, de Ludovico Bertonio (Juli, 1612) se reproducen por cortesía de la John Carter Brown Library, de la Universidad de Brown. Mi agradecimiento a su director, Neil Safier, y a la encargada de la división de cómputo e imagen digital de la misma biblioteca, Leslie Tobias Olsen, por las facilidades del caso. La fotografía de la carátula de este libro es un detalle de uno de los cuadros de la serie de la fiesta del Corpus Christi, de la Escuela Cuzqueña, que se encuentra en el Museo de Arte Religioso del Cuzco; ha sido trabajada por Carlos Pereyra Plasencia. Mi agradecimiento a dicho museo por autorizar el uso de tal imagen. El grabado de la iglesia de San Pedro (antes llamada iglesia de San Pablo) de Lima procede del Atlas geográfico del Perú, de Mariano Felipe Paz Soldán (1865). María Estela Reaño, de la Biblioteca Central de la Pontificia Universidad Católica del Perú, tuvo a bien proveerme la reproducción de esta ilustración.

Al publicar El edificio de letras quiero, en este año en que se conmemora el bicentenario del restablecimiento de la Compañía de Jesús por el Papa Pío VII, rendir homenaje a mis antiguos maestros en el Colegio de La Inmaculada. Fueron ellos quienes inicialmente guiaron mis pasos hacia el estudio de las humanidades y, en particular, de la historia.

INTRODUCCIÓN

En la parte inicial de las constituciones de la Compañía de Jesús, San Ignacio de Loyola escribió que el objeto de la orden era «ayudar las ánimas suyas y de sus prójimos a conseguir el último fin para que fueron criadas» y que para ello era necesario que los jesuitas, además de ser ejemplos de vida, estén instruidos en la doctrina. Por eso, la Compañía debía «procurar el edificio de letras y el modo de usar dellas, para ayudar a más conocer y servir a Dios, nuestro criador y señor». Para lograr este objetivo, prosigue, «abraza la Compañía los colegios y también algunas universidades», donde los que carecen de suficiente formación doctrinal se instruyan en ella «y en los otros medios de ayudar a las ánimas». Más adelante, vuelve a insistir en la necesidad de contar con sujetos idóneos para integrar la Compañía. La admisión de jóvenes de «buenas costumbres e ingenio» promete que serán «juntamente virtuosos y doctos para trabajar en la viña de Cristo Nuestro Señor» (Loyola 1952: 440). Le corresponde a la Compañía en sus colegios y universidades instruir y moldear a sus aspirantes, pero también a los que no lo son, para la causa de Dios.

En concordancia con lo anterior, se elabora en la segunda mitad del siglo XVI la Ratio studiorum o sistema de estudios, cuya versión definitiva aparecerá en 1599. Al inicio de la misma se dice que la finalidad de los estudios de la Compañía es «enseñar de tal manera todas las materias coherentes a los prójimos, que mediante ello sean excitados al conocimiento y al amor de nuestro Creador y redentor» (Rey Fajardo 1979: 162). La Ratio comprendía tres niveles: un ciclo, que hoy llamaríamos inicial, donde se enseñaba Gramática, Poesía y Retórica latinas; uno segundo dedicado a las Artes, que incluía Filosofía y Ciencias; y un tercero compuesto por los estudios de Teología. La implantación de la «paideia jesuítica», como la ha llamado José del Rey Fajardo (1979), requería de un marco institucional: los colegios. Estos fueron de dos tipos: el primero, que funcionaba como residencia de sacerdotes y, en donde, eventualmente, se impartían clases de Teología, Filosofía y otras materias; y el segundo, al igual que los existentes en la actualidad, estaba destinado a la instrucción de laicos. Además de centros de formación, los colegios-residencias jugaron un rol central en el proceso de expansión de la orden. Desde ellos partieron los jesuitas para llevar a cabo su extenso, y no pocas veces heroico, apostolado por Europa, Asia y América.

Los jesuitas llegaron al Perú en 1569, en un contexto de reorganización de la administración imperial. Un año antes, en 1568, un grupo de hombres de Estado se había reunido en Madrid con la finalidad de evaluar la situación de los virreinatos americanos. Francisco de Toledo, recién nombrado virrey del Perú, asistió a la reunión, en la cual se tomaron diversas medidas destinadas a mejorar la producción minera, hacer un uso más efectivo de la mano de obra indígena e impulsar el proceso de evangelización; en suma de lo que se trataba era de afirmar la autoridad de la Corona. La coincidencia de la llegada de la Compañía de Jesús al Perú con la nueva política colonial impulsada por Felipe II ha sido interpretada por algunos estudiosos como un instrumento «providencial de la política toledana» (Maldavsky 2013: 37). Sin duda, los jesuitas se instalaron en los Andes bajo la estrecha mirada de la Corona y siguiendo muy de cerca las acciones del nuevo mandatario. En 1570, el provincial Jerónimo Ruiz de Portillo, acompañado de otros tres religiosos, se sumó a la inspección general del Virreinato que impulsaba Toledo, con el objetivo de fundar un colegio en la ciudad del Cuzco. Otros jesuitas marcharon a Ica y la costa sur, en tanto que, a instancias del virrey, se hicieron temporalmente de la cura de almas en Huarochirí. Hacia fines de la década de 1570, bajo la dirección de José de Acosta, casi todos los centros urbanos del extenso Virreinato peruano habían sido visitados por miembros de la Compañía. En 1582, la orden contaba con cinco colegios (Lima, Cuzco, Arequipa, La Paz y Potosí) y dos residencias (Santiago del Cercado en la ciudad de Lima y Juli en las proximidades del lago Titicaca [Maldavsky 2013: 37-38]). Con el tiempo abrirá colegios destinados a la instrucción de laicos bajo la advocaciones de San Martín (Lima) y San Bernardo (Cuzco) y, por recomendación de la autoridad virreinal, la orden se hará cargo de los colegios para hijos de caciques también en estas dos últimas ciudades (Alaperrine 2007). De modo que, a mediados del siglo XVII, la Compañía tenía una presencia bastante significativa en la instrucción de la élite local.

Este libro trata acerca de cómo se logró poner en funcionamiento el «edificio de letras» —entendido como proyecto educativo— en el Virreinato peruano, a partir del estudio de la historia institucional de dos de las más importantes instituciones de instrucción a cargo de la Compañía: el Colegio de San Pablo, en Lima, y la Universidad de San Ignacio (adscrita el Colegio de San Bernardo), en el Cuzco. Asimismo, se ocupa de dos de las principales herramientas de la pedagogía ignaciana: el teatro y los libros. Acorde con la Ratio studiorum, desde los inicios de su presencia en el Perú, los jesuitas promovieron la enseñanza de Latín en sus colegios. Y fue, sin duda, el Colegio de San Pablo, en Lima, el que más destacó en ese campo. Dada la calidad de su planta docente, la escuela de Gramática jesuítica no tardó en rivalizar con su similar en San Marcos, lo que llevó a un dilatado diferendo acerca de dónde debía impartirse Latín y bajo qué condiciones. Esta historia es reconstruida en el primer ensayo, titulado «San Pablo, San Marcos y los estudios universitarios». Se trata de un episodio central en la consolidación institucional tanto del Colegio de San Pablo como de la universidad limeña.

En el mundo colonial, la universidad era la gran formadora de funcionarios para las administraciones civil y eclesiástica del Virreinato peruano, pero también fue —dada su política de segregación étnica (indios y castas estaban excluidos)— un instrumento de enorme eficacia para consolidar y perpetuar el predominio de la población de origen hispano sobre el resto de los otros grupos sociales (González 2005: 264). Además, la universidad fue un espacio donde era dable tejer relaciones sociales, las cuales habrían de ser vitales para ejercer poder y autoridad dentro y fuera del claustro universitario. En suma, era el medio más eficaz para lograr el ascenso y la movilidad sociales.

Durante décadas, la única universidad en el extenso Virreinato peruano fue San Marcos. Su localización en la ciudad capital sin duda favoreció a los residentes en ella, y, comprensiblemente, otras élites regionales se resintieron de tal situación, las cuales, como es lógico, aspiraron a contar con sus propios estudios universitarios. Tal fue el caso de la élite cuzqueña, la cual desde fines del siglo XVI se mostró particularmente interesada en lograr el establecimiento de una universidad en su ciudad. La iniciativa, promovida por el clero secular, fue asumida por la Compañía de Jesús, que logró establecer la Universidad de San Ignacio, no sin oposición, y procuró mantener el privilegio de conceder grados académicos. Los hechos de este accidentado capítulo de la historia de la Compañía de Jesús son reconstruidos en el ensayo «Como güelfos y gibelinos. Los colegios de San Bernardo y San Antonio Abad en el Cuzco durante el siglo XVII».

Los colegios de San Martín, en Lima, y de San Bernardo, en Cuzco, hasta donde logramos saber, funcionaban como residencias («convictorios») para estudiantes laicos, donde, aparte de recibir alojamiento y alimentación, vivían bajo la tutela de uno o varios preceptores, encargados de supervisar básicamente el cumplimiento de sus tareas escolares, ya que las clases las recibían, en el caso de San Martín, en el Colegio de San Pablo y, en el caso de San Bernardo, en el Colegio de la Transfiguración. La vida de los estudiantes en los colegios jesuitas discurría entre la asistencia a clases, el estudio individual y grupal, los actos literarios y los juegos. La rutina era alterada con representaciones teatrales, que fueron una herramienta muy importante en su formación personal y académica. Independientemente de su calidad literaria, las obras dramáticas realizadas en los centros educativos jesuitas eran atractivas por la espectacularidad de sus montajes escénicos y la exhibición de las dotes oratorias de los jóvenes actores, todo lo cual convocaba la atención de la sociedad, como lo muestran los testimonios de los siglos XVI y XVII. Tal ejercicio dramático es estudiado en los ensayos «El teatro escolar jesuita en el Virreinato del Perú» y «“Haciéndose todas lenguas en alabanza del Príncipe”. El teatro escolar jesuita y los recibimientos de virreyes en Lima (1570-1700)».

Las obras dramáticas escritas por autores jesuitas circulaban entre los colegios a lo largo y ancho del imperio español. Lo mismo sucedía con los libros. La importancia asignada por la Compañía de Jesús a la palabra impresa y a la reproducción mecánica y masiva de textos explica que haya promovido el establecimiento de la imprenta en Lima a inicios de la década de 1580. El empleo de la misma como herramienta al servicio de la instrucción cristiana de la población nativa es tratado en el ensayo «La imprenta, la evangelización y la Compañía de Jesús (1584-1620)». También aquí se discute la existencia de una imprenta en la residencia jesuita de Juli y el uso que de ella hicieron los hijos de San Ignacio.

La afición de los jesuitas por la literatura impresa se puede documentar desde los inicios de su presencia en el Virreinato del Perú. De modo similar que otras órdenes religiosas, la Compañía de Jesús formó extensas colecciones bibliográficas en sus colegios y residencias, destinadas principalmente a ser usadas por sus miembros. No se trataba de colecciones abiertas al público, aunque se solían hacer excepciones a los amigos de la orden. Tal fue el caso del médico murciano Juan Jerónimo Navarro, quien en su testamento otorgado en Lima en 1647 declaró tener en su poder algunos libros del Colegio de San Pablo y dispuso que le fueran devueltos{1}. No todos los lectores se comportaban de esa manera. Hubo jesuitas (no muy santos, por cierto) que gustaban sustraer los libros del almacén y llevárselos a sus celdas, donde se hicieron de extensas colecciones, privatizando lo que no les pertenecía, en perjuicio del resto de sus hermanos de orden. La historia de la que fue quizás la más importante colección bibliográfica en manos de la orden es tratada en el ensayo «“Probeída de toda suerte de libros”: la biblioteca del Colegio de San Pablo, en Lima».

Después de la expulsión de la Compañía en 1767, sus bibliotecas se dispersaron porque fueron asignadas a otras instituciones educativas, principalmente seminarios y universidades. En el caso de los libros que pertenecieron a San Pablo, fueron destinados a San Marcos y, posteriormente, en 1821, junto con otros libros procedentes de legados de particulares, pasaron a formar parte de la Biblioteca Nacional. En el ensayo «Libros antiguos en la universidad del Cuzco: la “Biblioteca de los Jesuitas”» estudio la historia y composición de ese importante fondo bibliográfico, en la actualidad de propiedad de la Universidad Nacional de San Antonio Abad, cuyo origen, como el título lo indica, fueron algunas bibliotecas de los colegios jesuitas del Virreinato.

El estudio de la labor de la Compañía de Jesús en el Virreinato peruano es fascinante y, al mismo tiempo, un desafío. Lo primero porque fue la única congregación religiosa poseedora de un proyecto educativo, esto es, de un programa académico estructurado para la formación de las élites. Por añadidura, es conocido el aporte de los jesuitas al desarrollo de las artes durante la Colonia. Basta mencionar la labor del hermano Bernardo Bitti en la conformación de una tradición pictórica local a fines del siglo XVI (Stastny 1981) o las artes visuales y la música misionales. Asimismo, es digna de ser destacada la vocación de los jesuitas por el estudio de las lenguas nativas (quechua y aymara) y la consiguiente producción de un valioso corpus textual sobre las mismas. Igual de interesante resulta, como lo ha analizado Estenssoro, la participación de los jesuitas en el Tercer Concilio Provincial de Lima, sin duda el más importante de la época colonial, por la trascendencia de sus decisiones, entre ellas la redefinición de la evangelización de acuerdo a la ortodoxia tridentina (2003). En tiempos más recientes, Maldavsky (2013) ha estudiado tanto a la misión como al misionero. No se trata de una aproximación apologética, sino de un esfuerzo por entender la formación del jesuita dedicado a la evangelización, sus competencias, sus resistencias a las directivas de los superiores y la naturaleza de sus espacios de acción.

La bibliografía sobre la Compañía de Jesús se incrementa a un ritmo exponencial. Cada año aparecen nuevos libros y artículos, unos académicos y otros no. Los hay para todos los gustos y en los idiomas más diversos. Sin embargo, la bibliografía sobre la historia de la orden en el Perú colonial no es tan abundante, ni se incrementa con mucha rapidez. El lector de este libro observará que, si bien han sido consultadas numerosas fuentes primarias éditas, no lo han sido tanto las inéditas. Esto último requiere de una explicación. Los archivos de los colegios de la Compañía en el Perú han tenido una historia accidentada. Ya a inicios del siglo XVII, el padre Antonio Vega se lamentaba de las pérdidas documentales en el archivo del Colegio de la Transfiguración en el Cuzco:

Realmente por descuido se an perdido muchas cosas y las de más importancia se an pasado por alto, de suerte que ay poco rastro de ellas o ninguna memoria, lo cual consta claramente por lo que ha sucedido en este Colegio, pues casi no ay memoria ninguna o a lo menos de pocas cosas, de todo el tiempo de los primeros seis rectores [...] hasta el séptimo que fue el P. Diego de Torres (Vargas Ugarte 1963-1965, I: 3).

A pesar de estas y otras pérdidas, inevitables en una época en la que no existían criterios definidos para la organización de los archivos, los jesuitas cultores de la historia —como Giovanni Anello Oliva, Bernabé Cobo, Jacinto Barrasa y Diego Francisco Altamirano— hicieron uso de estos. A partir de 1767, tales archivos pasaron a ser administrados por la Real Junta de Temporalidades, la entidad creada por la Corona para la administración del extenso patrimonio jesuítico. La junta generó su propia documentación y todo parece indicar que se mantuvo separada de la procedente de los colegios y residencias de la orden. Esta última, comprensiblemente, fue preservada porque las propiedades urbanas y rurales generaban rentas para el Estado.

En las primeras décadas de nuestra vida republicana, la documentación de la Real Junta de Temporalidades y de los colegios, o lo que quedaba de ella, fue trasladada al convento de San Agustín. Es muy probable que toda ella haya estado en manos de la Dirección General de Censos y Obras Pías, luego reemplazada por la Caja de Consolidación. Pero cuando las rentas provenientes de los bienes de la Compañía fueron progresivamente extinguiéndose y dejando de generar ingresos al erario nacional, siempre en falencia, la documentación perdió utilidad práctica inmediata; en otras palabras, pasó a convertirse en parte de la memoria histórica.

Durante su estancia en Lima a inicios de la década de 1860, el historiador chileno Benjamín Vicuña Mackenna visitó el convento de San Agustín en búsqueda de documentos de interés para la historia colonial. Allí encontró «el archivo de la Inquisición, depositado junto con el de los jesuitas, en buena y grata fraternidad». Los expedientes, observó Vicuña Mackenna, eran

[...] en tan gran número (sobre todo los autos de confiscación del Santo Oficio y de administración de renta de los jesuitas, testimonios los unos como los otros de un santo desinterés cristiano) que no vacilamos en decir que los volúmenes que cubrían hasta las vigas del vastísimo aposento (especie de refectorio que ocupa todo el costado occidental del claustro, en los altos) no contendría menos de doscientos mil cuerpos de autos (Vicuña Mackenna 1868: 93).

La situación de abandono en que se hallaban esos documentos fue, en parte, remediada por el establecimiento del Archivo Nacional. El proyecto de establecer una institución de esa naturaleza, la primera de su tipo en el Perú, se llevó a cabo en una época de prosperidad económica y de relativa estabilidad política, y respondió al interés entre los hombres dedicados a la investigación histórica por contar, al igual que otros países latinoamericanos, con una «historia nacional». Esta era entendida como un elemento esencial en la forja de la identidad. En tal sentido, el Archivo Nacional debía contribuir a la realización del ansiado proyecto historiográfico nacionalista.

En efecto, en la década de 1870 se estableció el Archivo Nacional en el local de la Biblioteca Nacional. Los fondos documentales que le dieron origen procedían de la Secretaría del Virreinato, del Tribunal de Cuentas y de la Real Junta de Temporalidades y todos ellos habían estado depositados, como se ha dicho, en el convento de San Agustín. En 1878, el Archivo Nacional se hallaba bastante bien organizado. Poseía más de 25.000 documentos clasificados en los ramos de Temporalidades, Inquisición, Censos, Tabacos y Audiencia de Lima y contaba con un índice compuesto de cinco tomos. Pocos años después sobrevino la ocupación chilena de Lima y, con ella, la depredación y el saqueo del archivo.

Después de la guerra, el Presidente general Miguel Iglesias encargó al escritor Ricardo Palma la reconstrucción de la Biblioteca Nacional, expoliada por la oficialidad y soldadesca chilenas. Entonces Palma seleccionó del Archivo Nacional numerosos manuscritos, entre ellos algunos procedentes del antiguo archivo de San Pablo, para formar un fondo documental en dicha biblioteca. Desafortunadamente, el incendio que devastó a esta última en 1943 hizo desaparecer la mayor parte de ellos. Los que sobrevivieron fueron pocos: unos, los menos, se pueden consultar en la actualidad; los otros, la mayor parte, muestran las huellas de la acción del fuego y del agua arrojada por los bomberos y, por tanto, no son asequibles al investigador. Están a la espera de una restauración que nunca parece llegar. Mientras tanto se siguen deteriorando ante la indiferencia de sus custodios. Su condena a la desaparición está dada.

El Archivo General de la Nación conserva actualmente dos extensos fondos documentales integrados, uno, por los papeles de la Real Junta de Temporalidades y, el otro, por los de los archivos de los colegios de San Pablo, San Martín y Santiago del Cercado y del Seminario de San Antonio Abad, entre otros. El primero de los fondos fue catalogado hace años y, al hacerlo, aparentemente se respetó su ordenamiento original. No ha sido el caso del segundo. Durante años sus expedientes se mantuvieron inalterados, y ello permitió su consulta sin mayor dificultad. Hace un tiempo volví al archivo para consultar la documentación referida al Colegio de San Pablo y grande fue mi sorpresa al encontrar que los «archiveros» habían alterado todos los legajos al descoserlos y separar los manuscritos para crear nuevas series documentales fácticas, todas con un criterio bastante discutible. Ello no hace sino confirmar que los archiveros no tienen una idea clara de su trabajo y desconocen un criterio básico de la archivística: el respeto al principio de procedencia de la documentación.

En conclusión, el investigador interesado en estudiar la historia de los jesuitas en el Perú colonial debe enfrentar un desafío: la escasez de fuentes en los archivos nacionales. Hay aspectos de la actividad de la orden que pueden ser mejor reconstruidos que otros; por ejemplo, la tenencia de la tierra, gracias a la existencia del fondo de la Real Junta de Temporalidades. Pero cuando se trata de la historia institucional, en particular la de los colegios, la tarea se vuelve, no imposible, pero sí difícil, ya que los vacíos documentales son enormes. Sin embargo, aún es posible explorar otros caminos en pos de información. Hace ya bastante tiempo que Guillermo Lohmann demostró el valor de los registros notariales para el estudio de la historia institucional. Consultar los enormes legajos demanda una fuerte dosis de tesón, pero, como yo mismo he comprobado, los beneficios son muchos y, sobre todo, inesperados. Los registros notariales constituyen un corpus textual poco explorado para el estudio de la labor de la Compañía en el Virreinato peruano.

Este libro aspira a contribuir al mejor conocimiento de la labor educativa de la Compañía de Jesús en el contexto colonial. «Procurar el edificio de letras» de acuerdo a los ideales pedagógicos de la orden no fue una tarea fácil. Con la finalidad de lograr sus objetivos, los jesuitas contaron con entusiastas colaboradores y enfrentaron a poderosos detractores. El estudio de la implementación del proyecto educativo de la orden y de sus herramientas pone de manifiesto la fascinante complejidad y especial interés de la historia institucional, que conviene reconstruir para entender en su justa medida la acción de los jesuitas, maestros en el arte de servir a Dios y a los hombres.

SAN PABLO, SAN MARCOS Y LOS ESTUDIOS UNIVERSITARIOS

Después de cinco meses de su partida de San Lúcar de Barrameda, el 28 de marzo de 1568 el primer grupo de jesuitas destinado al Perú, liderado por el provincial Jerónimo Ruiz de Portillo, llegó al puerto de El Callao. Aquel día, para asombro de unos y espanto de otros, el cielo de Lima se ensombreció debido a un eclipse. De esta manera, según el cronista jesuita Jacinto Barrasa, se puso de manifiesto la voluntad divina, ya que con el ocultamiento de los astros quiso Dios que solo resplandeciese la auténtica luz del mundo, Jesucristo, y así borrar del firmamento «con las sombras del olvido los falsos dioses que esta gentilidad adoraba, en que contaba en primer lugar al sol y después la luna y demás astros» (c. 1674: f. 30). Días más tarde, otro hecho causó aun mayor pánico entre los pobladores de la capital: mientras Ruiz de Portillo predicaba en la iglesia de Santo Domingo, la tierra tembló. Esto lo atribuyó Barrasa a la acción del demonio, quien de este modo expresaba su temor a ser expulsado del Perú por los ministros del evangelio{2}. Una lectura atenta de la crónica de Barrasa, la más completa de las varias escritas en el siglo XVII sobre la Compañía de Jesús, permite documentar con bastante detalle la historia del primer medio siglo de la orden en el Virreinato peruano: las fundaciones de colegios y seminarios, las misiones permanentes e itinerantes, la labor educativa y el ejercicio de la piedad, pero también los conflictos con los poderes constituidos, algunos de los cuales tuvieron tanta resonancia en la sociedad colonial como la podían tener los fenómenos naturales.

La Compañía de Jesús fue la última de las grandes órdenes religiosas en arribar a las antiguas tierras de los incas durante el siglo XVI. No obstante, pronto alcanzó un lugar prominente en la sociedad. En pocos años, sus miembros se volvieron confesores de virreyes, preceptores de los hijos de ricos mercaderes y terratenientes, censores del Santo Oficio, guías espirituales de monjas y administradores de propiedades agrícolas. Pero, sin duda, fue en el campo de la educación donde más destacaron. Los jesuitas llegaron al Perú con el prestigio de tener una gran experiencia en la docencia de las Humanidades, lo cual les permitió competir, cuando no colisionar, con quienes se dedicaban a una tarea similar, en concreto con otras órdenes religiosas y la universidad.

El litigio entre el Colegio de San Pablo y la Universidad de San Marcos es uno de los episodios más interesantes y prolongados de la historia de las instituciones coloniales de Lima. Constituye una excelente ventana para observar la lucha por el poder, el ejercicio de la docencia, la formación de las instituciones, las desavenencias y pugnas al interior de la Compañía de Jesús, el ejercicio del regio patronato, las aspiraciones del claustro universitario y la voluntad por cooptar a la máxima autoridad colonial, entre otros aspectos.

Las relaciones conflictivas entre el Colegio de San Pablo y la universidad han sido de interés para los historiadores desde bastante tiempo atrás. A fines del siglo XVII, Jacinto Barrasa reseñó los hechos de manera breve y atribuyó el origen del litigio a la propuesta del virrey Francisco de Toledo para que las cátedras de Artes y Teología impartidas en San Marcos quedasen a cargo de los jesuitas y que el rector de San Pablo y un jesuita «docto» fueran el rector y el canciller de la universidad, respectivamente. Los miembros de la Compañía no aceptaron estas responsabilidades debido a sus tareas pastorales, como también porque, según Barrasa, «se nos pedían o ponían algunas condiciones, que tenían más de carga, que de conveniencia. Siendo últimamente el mayor reparo o dificultad a nuestra modestia, y lugar último en toda prelación que parece se hacía de nuestras lecciones o cátedras entonces primerizas y noveles a las más antiguas y acreditadas de otras sagradas religiones». La actitud de los jesuitas habría molestado al virrey, quien ordenó el cierre de los estudios de aquellos y que sus alumnos acudieran a la universidad. Para Barrasa, el litigio concluyó en 1581, cuando luego de la partida de Toledo a España se reiniciaron las clases de Latín y la enseñanza de la juventud (c. 1674: f. 135-136).