PEDRO CAYUQUEO



HISTORIA SECRETA MAPUCHE 2

CAYUQUEO, PEDRO
Historia secreta mapuche 2 / Pedro Cayuqueo

Santiago de Chile: Catalonia, 2020

ISBN 978-956-324-783-1
ISBN Digital: 978-956-324-787-9

GRUPOS RACIALES, ÉTNICOS, NACIONALES
305.8

HISTORIA DE CHILE
983

Diseño y diagramación: Sebastián Valdebenito M.
Diseño e imagen de portada del caricaturista político Fiestoforo - www.fiestoforo.cl
Edición: Sergio Infante
Corrección de textos: Cristine Molina
Dirección editorial: Arturo Infante Reñasco

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Primera edición: marzo 2020

ISBN 978-956-324-783-1
ISBN Digital: 978-956-324-787-9
Registro de Propiedad Intelectual N° A-2032

© Pedro Cayuqueo, 2020

© Catalonia Ltda., 2020
Santa Isabel 1235, Providencia
Santiago de Chile
www.catalonia.cl – @catalonialibros

Índice de contenido
Portada
Créditos
Índice
PRÓLOGO
LANZAS CONTRA FUSILES
LOS ÚLTIMOS SAMURÁI
El tercio de Arauco
Una caballería imbatible
Winchester y Remington
El adiós a los guerreros
Francia y las frutillas mapuche
LUCIO MANSILLA
EXCURSIÓN A LOS RANQUELES
Llegada a las tolderías
El gran jefe Panguitruz
El parlamento de Leubucó
Adiós a la dinastía de los zorros
RUN TO THE HILLS
LOS SOBREVIVIENTES
La paz o la conquista
Asesinatos en Fuerte Lumaco
Los tiempos de la huida
EL ÚLTIMO REFUGIO
ARRIBA DE LA CORDILLERA
La captura del lonko Purran
¿Regaló Chile la Patagonia?
Olascoaga, el espía argentino
LONKO PASCUAL COÑA
UN VIAJE A BUENOS AIRES
Lonkos en misión diplomática
Allá donde pisa el choike
legada a Buenos Aires
En el despacho de Julio Roca
De regreso en el lafkenmapu
EL ROBO DEL SIGLO
INDIOS MALOS EN TIERRAS BUENAS
Los dueños de fundos
Schmidt, el hijuelador
El fracaso de los farmers
Las tierras del pacificador
DE BURDEOS A WALLMAPU
LA CALIFORNIA CHILENA
Alemanes en el Futawillimapu
La Torre de Babel
Bienvenidos a Monte Calvario
El infame Domínguez
La isla Doña Inés
LA RADICACIÓN MAPUCHE
LOS CAMPOS DE REFUGIADOS
Los títulos de merced
Varela, el sobreviviente
El Parlamento de Koz Koz
Tiempos violentos
COLONOS Y BANDOLEROS
BIENVENIDOS AL FAR WEST
La perla del Cautín
Ni tan laboriosos ni tan decentes
El Buffalo Bill chileno
Butch Cassidy y Sundance Kid
A MODO DE EPÍLOGO
BIBLIOGRAFÍA

En memoria de Camilo Catrillanca, 

weichafe del lof Temucuicui.

We don’t serve your country
Don’t serve your king
White man listen to the songs we sing
White man came took everything

We carry in our hearts the true country
And that cannot be stolen
We follow in the steps of our ancestry
And that cannot be broken.

MIDNIGHT OIL, “THE DEAD HEART”.

Todo periodista es un historiador. Lo que él hace es investigar, explorar, describir la historia en su desarrollo. 
Tener una sabiduría y una intuición de historiador es una cualidad fundamental para todo periodista.

RYSZARD KAPUSCINSKI

PRÓLOGO



“Lo que vais a leer son unas cuantas verdades bien amargas. Mi ánimo no es ofender, solo hacer algunas observaciones para que de ellas tomen las personas cultas y honradas lo útil y prescindan de lo demás”. Así parte Las tierras de Arauco, libro del profesor normalista Manuel Manquilef publicado en Temuco a comienzos del siglo XX.

Descendiente de un destacado linaje de Makewe y parte de una cierta “élite letrada mapuche”, la obra del entonces profesor del Liceo de Hombres de Temuco —años más tarde diputado de la República— es un grito de denuncia que remece y enrabia, pero que también conmueve hasta el alma. 

Testigo privilegiado de un momento clave en la historia mapuche, tiempos en que se consuma el despojo territorial, se delimitan las fronteras de los Estados y campea el racismo y el desprecio sobre los otrora afamados “araucanos”, Manquilef pone con su libro varios puntos sobre las íes.

“El gobierno de Chile violó tratados, promesas. Hizo pedazos la Constitución declarando la guerra a Arauco en la forma más insidiosa y ruin que jamás una nación lo hiciera. Lo pervirtió hasta matar sus energías y hoy eleva estatuas a esos conquistadores que, a fuerza de propagar vicios, le permitió quitar tierras, animales y, lo que es más, la vida a una nación”, escribe.

Bien vale en estos tiempos constituyentes, en estos días, semanas y meses de efervescencia y lucha social, de estallido de esperanzas, pero también de rabia y descontento, recordar sus palabras y hacernos también cargo de su emplazamiento al Estado, las clases gobernantes y a la propia sociedad chilena. 

Chile, como ustedes ya saben, en su relación con los mapuche no ha cambiado mucho desde 1915, año en que Manquilef publicó su libro. Lo sé, desde entonces se han legislado numerosas leyes indígenas y la bandera mapuche flamea digna y orgullosa en plazas, estadios de fútbol, manifestaciones públicas y hasta en populares conciertos de rock. 

Sin embargo, en la madre de todas las leyes, la constitución política, no existimos ni por asomo. Tal como en 1980. Tal como en 1925. Tal como en los aciagos días retratados en las letras de Manquilef.

En el principal pacto social que establecen los ciudadanos con el Estado, los mapuche seguimos brillando por nuestra ausencia. Y junto a nosotros el resto de las ocho primeras naciones que mucho antes que los descendientes de europeos caminaron y amaron estas tierras. ¿Cambiará esto en la nueva constitución que emanará del proceso constituyente? Créanme que es mi esperanza. 

Por lo pronto debemos seguir —como nos enseñó el profesor Manquilef— insistiendo con el poder transformador de la palabra verdadera, justa, honesta que brota de la memoria de nuestros mayores. De ello trató el primer tomo de Historia secreta mapuche: del respeto por una memoria desconocida para chilenos y argentinos, y que a gritos pedía ser difundida en las nuevas generaciones.

El libro que hoy tienen en sus manos es un fiel continuador de aquel propósito original. Cierra, por así decirlo, el cuadro de lo que aconteció con nuestro pueblo y sus tierras a fines del siglo XIX y cuyos efectos nos persiguen hasta nuestros días, como la peste. 

Es curioso constatar cómo la guerra contra los mapuche y el despojo posterior no han merecido mayor atención por parte del sistema educativo chileno y argentino. ¡Más saben nuestros escolares de las dinastías de Egipto!

Bueno, siendo justos algo saben también de Lautaro, Caupolicán y Galvarino, los “espartanos” que tan valerosamente derrotaron a España, el principal imperio colonial de su tiempo. Aquello sí lo enseñan en Chile y bastante. Y desde la primaria, partiendo por los épicos versos del soldado Alonso de Ercilla.

Allí las hazañas de los superhéroes araucanos made in DC Comics, nuestra Liga de la Justicia local con mültrün y muday. Janequeo, nuestra Mujer Maravilla. 

Pero de aquella otra guerra, más próxima, menos fantasiosa y absolutamente más relevante para nuestra realidad actual, silencio de grillos. Cosa curiosa, ello contrasta absolutamente con lo bien estudiada que está la brevísima Guerra del Pacífico. 

Infinidad de artículos, ensayos, monografías, diarios de campaña y novelas constituyen —en palabras del historiador Rafael Mellafe— “una de las bibliografías más extensas y variadas de la historiografía chilena”; orígenes, causas, detonantes, acciones de combate, campañas, sus héroes, páginas y más páginas de estudios y de libros al respecto. 

¿Por qué este desinterés chileno y argentino por la guerra que selló el destino del Wallmapu, el último gran territorio libre de América después del Oeste de los sioux, cheyenes y navajos? 

No se trató de un hito cualquiera. 

La invasión del país mapuche marcó un antes y un después en la historia de los dos Estados involucrados. Consolidó, a juicio del historiador Jorge Pinto, el proyecto de Estado-nación unitario elaborado por los intelectuales y la clase política chilena después de la Independencia. 

Pinto se refiere a la uniformidad racial, cultural y lingüística tan arraigada en la élite nacional y que académicos como don Sergio Villalobos, nuestro querido Darth Vader, defienden cada tanto en El Mercurio con una terquedad digna de elogio. 

No muy distinto fue lo que aconteció en Argentina. 

Se necesitaban nuevos territorios aptos para la agricultura y la ganadería. Los países industriales, ávidos de alimentos, lo exigían de la periferia del planeta. Fue así como en las quince mil leguas arrebatadas a nuestros ancestros Argentina encontró su pasaporte al siglo XX. Y en el barco frigorífico, por cierto. Y en sus bifes. 

La invasión de Wallmapu es una herida abierta que además persigue a nuestras democracias imperfectas hasta el día de hoy. Allí está el conflicto para demostrarlo, casi de manera semanal.

Chile no es un solo pueblo, una sola cultura o una sola bandera, reclaman las primeras naciones desde Arica a Magallanes. La argentinidad se fundó sobre un genocidio aún no reconocido, denuncian referentes de pueblos originarios desde Salta a Tierra del Fuego. A uno y otro lado de la cordillera son voces que cargan con reclamos muy antiguos. Y con olvidos presentes plagados de memoria. 

Quizás por ello molesta que Chile siga siendo aquella somera lección de historia basada en Barros Arana. ¿Cómo esperamos que las nuevas generaciones (y las viejas, si es que alguna chance les queda) logren maravillarse con los pueblos originarios si lo que se transmite de ellos son ideas plagadas de menosprecio?

Me hice la pregunta muchas veces cuando llegué a estudiar leyes a la Universidad Católica de Temuco, ello en la década de los noventa. Por qué lo extranjero tenía tanto valor en la ciudad y no así lo mapuche, siempre restringido a la Feria Pinto, el Mercado Municipal o bien a las barriadas que pueblan su periferia. 

Es curioso aquello. Mapuche era el territorio. Mapuche la lengua de sus habitantes. Mapuche también los dueños de aquel valle rebosante de aguadas, quilas, robles y temos centenarios a los pies del cerro Ñielol. Pero la ciudad insistía en rendir tributo a los extranjeros. Un tributo justo tal vez, pero desproporcionado. Y bastante deshonesto con la historia.

Los invito a dar una vuelta por Temuco. No necesitan viajar hasta allá, basta con abrir Google Street View.

Son muchas sus calles que hasta hoy rinden homenaje a los colonos europeos: Ziem, Thiers, Patzke, Massmann, Trizano, Carmine, Rosselot, Philippi, Viertel, Dreves y Hochstetter, entre otras. O bien a sus colonias de origen: holandesa, inglesa, española, francesa y alemana. En honor a esta última debe su nombre la reconocida avenida Alemania. 

¿Y por qué no avenida Lienán en honor al lonko a quien el ministro Manuel Recabarren usurpó las tierras para construir el fuerte? Sí, existe la avenida Caupolicán que cruza la ciudad de norte a sur y una modesta calle Lautaro que la recorre de oriente a poniente. También un pasaje Lienán allá lejos, en la salida norte. Pero créanme no es suficiente.

Temuco en pleno siglo XXI sigue siendo aquella ciudad de colonos, calles y barrios con nombres europeos que nació en 1881 como parte de una tarea militar y que nunca ha dejado de ser una especie de fortaleza. 

“Temuco —escribe el historiador chileno José Bengoa en el prólogo de uno de mis libros— es la ciudad menos ciudad de Chile. Rodeada de comunidades mapuche, las desconoce, las niega, en fin, hace como que no existieran”. Vaya si concuerdo con el profesor Bengoa. 

En la vieja perla del Cautín no hay integración social urbana, mucho menos integración étnica. Ni siquiera un cierto carácter común, algo fundamental en toda ciudad que se precie de tal, solo superposición de unas identidades sobre otras. Como las estatuas de su Plaza de Armas. 

Allí figuran un soldado de la “Pacificación”, un colono y un guerrero mapuche. Y los tres bajo una machi que eleva su rogativa al cerro Conunhuenu, la “entrada al cielo” de nuestros ancestros. Se supone que representan el alma de la ciudad. 

Es lo que trató de plasmar su escultor, pero lo cierto es que lejos estamos de aquella utopía regional. Hoy el monumento solo representa a las tres corrientes de población que desde la fundación de Temuco nunca se mezclaron, nunca dialogaron, nunca se reunieron, al menos no amablemente.

Más de un siglo llevamos entrampados en ello.

Mucho del actual conflicto en las regiones del sur de Chile y Argentina se explica en el contenido de este libro. Son valiosos antecedentes que hoy quedan a su disposición, todos debidamente contrastados como mandata el buen periodismo de investigación. Pero será usted, querido lector, querida lectora, quien deberá juzgar aquello.

En las páginas que siguen encontrarán las cifras y las múltiples formas en que se ejecutó el despojo de nuestras tierras. El gran robo a un pueblo noble como el pan, condenado desde entonces a vivir en reducciones infestadas de pobreza y a padecer injusticias a las que nadie ha puesto remedio pudiéndolo remediar.

También encontrarán la violencia rural desatada por colonos, bandoleros, policías rurales y buscavidas de la más diversa calaña en un país mapuche transformado en un verdadero Far West. Territorio donde una vida humana valía menos que un revólver y donde a veces se mataba solo para que la lluvia no enmoheciera los fusiles. 

Pues bien, parafraseando a Manuel Manquilef, lo que vais a leer a continuación son también unas cuantas verdades bien amargas. Mi ánimo, por supuesto, tampoco es ofender. Solo hacer algunas observaciones para que de ellas tomen las personas cultas y honradas lo útil.

Temuco, enero de 2020

Los araucanos, esos héroes de mil combates, viven en pobres chozas faltos hasta del alimento necesario para sostener sus existencias. ¡Pobres mapuches! Saben que fue de sus padres todo lo que les rodea: suyos los magníficos bosques, poblados de pumas y venados; suyas las azules aguas de los lagos, abundantes en pesca; suyas las fértiles vegas en que ahora pastan numerosos rebaños, y ellos, sus hijos, los legítimos herederos de todo aquello, son extranjeros en su propia patria.

El pobre mapuche ha sufrido y sufre aún los más atroces vejámenes, el más inicuo tratamiento; lleno de amargura ve como le arrebatan lo que es suyo, lo que sus padres le legaron a costa de su sangre. Llora, se desespera; pero no, no hay justicia para él, porque es una bestia salvaje, menos que una bestia: es un indio. Arrojadle, dicen unos, golpeadle, dicen otros, y el desgraciado después de agotar sus recursos pidiendo justicia; después de sufrir la risa burlesca de unos, los golpes de los otros, el desprecio de todos, vuelve a su choza soñando con mejores tiempos.

Periódico El Colono de Angol. 25 de noviembre de 1899.

EL WALLMAPU DE POSGUERRA



Radicación de comunidades en Gulumapu, el país mapuche occidental.

A1

* Basado en La memoria olvidada. Historia de los pueblos indígenas de Chile (2004). 

Compilación del Informe de Verdad Histórica y Nuevo Trato. Cuadernos del Bicentenario. 

– LANZAS CONTRA FUSILES –

LOS ÚLTIMOS SAMURÁI

A2

Hay quienes opinan que el Füta Malón o gran levantamiento del año 1881 fue una especie de rito final, un adiós con honor a tres siglos de independencia en el Cono Sur de América. 

Aquella era una guerra que nuestros ancestros, en ambos lados de la cordillera de los Andes, ya no podían ganar. Y lo sabían, especialmente las jefaturas del lado occidental tras el aplastante triunfo chileno frente a Perú y Bolivia en la Guerra del Pacífico. 

Durante meses los lonkos habían seguido las noticias del norte en los periódicos de la Frontera. Una eficiente red de espías los mantenía al tanto de aquello que no se publicaba: compra de armamento, reclutamiento de tropas o llegada de pertrechos a los puertos, datos claves de inteligencia para sus comandancias. 

La información llegaba hasta Angol vía telégrafo y pronto era retransmitida por hábiles y sigilosos mensajeros al interior de la selva mapuche. 

Lo cuento en el libro anterior; es muy probable que el mismo 17 de enero de 1881 los jefes mapuche se hayan enterado de que el pabellón chileno ya flameaba en el centro histórico de Lima. Y que uno de los oficiales al mando de las tropas era nada menos que un viejo conocido: el general Cornelio Saavedra, impulsor desde la década de 1860 del plan de ocupación del territorio mapuche. 

Pero Saavedra no sería el único jefe militar con trayectoria en Wallmapu que destacaba en la guerra del norte.

Apenas declaradas las hostilidades con Perú y Bolivia, el gobierno designó ministro de Guerra y Marina al comandante en jefe del Ejército del Sur, general Basilio Urrutia Vásquez, oficial fogueado en las campañas contra los mapuche. 

Otro conocido nuestro era el coronel Pedro Lagos, quien se enfrentó a los weichafe de Kilapán en la batalla de Quechereguas (1867), siendo derrotado por el toqui y gran parte de su tropa aniquilada. Una década más tarde, el 7 de junio de 1880, Lagos lideraría a los soldados chilenos en la toma del Morro de Arica, tal vez uno de los episodios más heroicos de aquella guerra. 

El general Gregorio Urrutia Venegas es otro ejemplo. 

Urrutia, mano derecha de Saavedra en la década de 1870 y exgobernador de Lebu, tendría destacada participación en las célebres batallas de Chorrillos y Miraflores, el último obstáculo que los chilenos debieron sortear en su marcha sobre la capital peruana. Y así la lista de viejos conocidos suma y sigue. 

La ocupación de Lima, el hito que marca el fin de la Guerra del Pacífico, ocurrió diez meses antes del último levantamiento mapuche. Debió ser una noticia devastadora para las jefaturas mapuche; demostró a los lonkos que la superioridad militar winka ya no tenía contrapeso.

Comprender las razones de la derrota militar mapuche frente a los Estados de Chile y Argentina no es trivial. ¿Por qué perdimos finalmente aquella larga y cruenta guerra? La respuesta no es sencilla, pero intentaremos profundizar en ella en este primer capítulo. Sin duda se trató de una suma de factores.

Uno de ellos fue la particular estructura social mapuche, descentralizada y atomizada en diversos liderazgos (algunos de ellos opuestos militarmente entre sí) frente a un mando político-militar winka unificado y alineado tras un objetivo claro y coherente: la expansión territorial de ambos Estados sobre el país mapuche independiente.

Por sobre sus diferencias —que las había y pocas no eran—, la élite política, económica y militar winka, tanto en Chile como Argentina, coincidía en el objetivo central de la guerra: arrebatar esos fértiles y extensos dominios al “salvaje”, al “indio”, al “bárbaro”, para consolidar así un proyecto de Estado e insertar su economía en los mercados globales. 

Lo cierto es que más allá de la Confederación de Salinas Grandes, el fallido sueño de Calfucura, tal grado de coincidencia pareció no existir entre la élite mapuche. 

Así al menos lo expone el historiador chileno Leonardo León en su artículo El ocaso de los lonkos y el caos social en Gulumapu (Araucanía) (2008); la sociedad mapuche, en su hora más trágica, estaba dividida y convulsionada:

Cuando a fines del siglo XIX se produjo la ocupación estatal de los territorios tribales de Argentina y Chile, los mapuche ya no estaban en condiciones de responder con la férrea unidad que mostraron sus antepasados; viejas guerras y antiguas rivalidades políticas, resentimientos profundos y desconfianzas mutuas, habían trazado fronteras internas entre las tribus que fue imposible superar [...] El colapso de los lonkos, causado por la invasión, fue seguido por el caos manifestado por un recrudecimiento de la violencia, las disputas internas y la división de las comunidades (León, 2008:174-175).

Lo cuento también en extenso en el tomo I; las disputas por el liderazgo político-militar mapuche, el game of lonkos entre los principales futalmapu y las eficientes estrategias de división —vía sesiones de tierras, pago de raciones, nombramientos militares, lo que fuera— impulsadas por las autoridades winka en ambos lados de la cordillera. 

Todo ello complotó contra un pueblo que transformó su principal virtud contra la Corona española —la orgullosa autonomía de cada jefatura, de cada lof, de cada clan territorial— en un fatal talón de Aquiles contra las repúblicas.

Pero no solo ello explica nuestra derrota. 

Trata de una suma de factores que escapan a los acotados propósitos de esta obra de divulgación histórica. Será tarea de los académicos, en especial de los estudiosos de ciencias sociales mapuche, escudriñar en ello. Por mi parte solo me referiré al factor militar. Existen allí varias aristas dignas de estudio. 

Una de ellas fue el avance en el transporte de tropas y pertrechos, especialmente en lo referido al aprovechamiento de las vías marítimo-fluviales de Wallmapu. Hablamos de los ríos Negro, Neuquén y Limay en Puelmapu; y Biobío, Imperial y Toltén en Gulumapu, utilizados estratégicamente por los mandos militares de Argentina y Chile.

Hacia 1840 la tecnología de los barcos a vapor marcó un antes y un después en el auge de la navegación fluvial. Permitió a los winka el rápido traslado de grandes volúmenes de mercancías y personas a lugares distantes y de difícil acceso, así como tareas de exploración y de inteligencia frente a un oponente que carecía de fuerza naval.

Cornelio Saavedra utilizó los ríos de Gulumapu para su plan de invasión en la década de 1860. Las cuencas navegables de los ríos Toltén, Imperial y Lebu fueron claves para desplazar tropas y proveer los fuertes militares de pertrechos y víveres. También los ríos Vergara, Lumaco y Cholchol, posibles de navegar mediante balsas y lanchones. 

Ello fue así desde el día uno, como subraya el profesor de la Universidad de la Frontera, Jaime Flores.

La refundación de Angol [1862], uno de los hitos más importantes en el sometimiento de los mapuche, contempló la navegación por el río Vergara [afluente del Biobío] de lanchas cargadas de herramientas, pertrechos, cañones, víveres y hombres indispensables para dicha empresa militar, como queda descrito en el Diario Militar de la Ocupación de Angol. En verdad los mapuche se veían enfrentados a un arma que rompía las formas tradicionales en que se había desarrollado la guerra. El barco a vapor se constituía así en un artefacto que desequilibraría la balanza a favor de los chilenos y al cual no podían hacer frente (Flores, 2011:63).

En Puelmapu, desde las pioneras exploraciones de Basilio Villarino (1783) y Nicolás Descalzi (1833), el río Negro fue objeto de estudio y reconocimiento por parte de las fuerzas militares y navales trasandinas. Por ello no sorprendió que en 1867, cuando el Congreso promulgó la Ley 215 que ordenó el avance de la frontera hacia los ríos Negro y Neuquén, se previera además “invertir fondos en la adquisición de vapores adecuados”.

Casi de inmediato los argentinos avanzaron río arriba desde el puerto fluvial de Carmen de Patagones. 

En 1869 el capitán Ceferino Ramírez, al mando del vapor Transporte —también llamado Choele Choel— realizó un viaje hasta la isla de Choele Choel. Allí quedaron varados y tuvieron que resistir los embates de Calfucura y sus guerreros, que les impedían el avance. En 1872, otro buque a vapor, al mando de Martín Guerrico, subió el río, registrando sus islas y su cauce.

En 1883, el vapor Río Negro logró un récord de navegación al alcanzar por el río Limay la confluencia del Collón Cura. Para esa misma época el general Conrado Villegas —en su campaña al Nahuel Huapi— intentó navegar el río Limay hasta el lago. Luego de varios intentos fallidos lo logró el teniente Eduardo O’Connor en la lancha Modesta Victoria.

Todos estos vapores cumplieron la misión de apoyar, por la cuenca de los ríos Negro y Limay, la campaña militar terrestre de Roca, Villegas y Palacios a partir de 1879. Misma función que cumplieron en Chile los vapores Maule, Maipú y Fósforo en el avance del ejército expedicionario de Saavedra, Pinto y Urrutia.

Mucho antes que el ferrocarril, fueron estos vapores los medios de transporte que desequilibraron la balanza de la guerra.

Pero hay una segunda arista en el factor militar que tuvo tanta o más relevancia que la navegación fluvial. Me refiero a la tecnología de las armas de fuego. Sus sorprendentes avances en el siglo XIX modificaron para siempre el arte de la guerra. 

En Wallmapu y en todo el mundo. 

- EL TERCIO DE ARAUCO –

Es cierto, durante la Colonia los mapuche resultaron guerreros temibles para los soldados hispanos. Esto llevó a los gobernadores de Chile a poner en marcha a comienzos del siglo XVII, con autorización de la Corona, el primer ejército permanente en todo el continente: el Tercio de Arauco, reconocido entre los historiadores españoles como “el ejército más antiguo de América”.

El Tercio de Arauco era el símil local de los Tercios Españoles, legendarios soldados que barrieron de los campos europeos a los enemigos de la dinastía Habsburgo de la cual descendían los monarcas hispanos. Los Tercios habían servido victoriosamente en Portugal, las Azores y el norte de África. Y el sur de Chile fue su única, leyeron bien, su única destinación en todo el continente americano.

Sucede que la conquista de Wallmapu se había vuelto para los gobernadores hispanos una empresa casi suicida. Durante varias décadas, desde la llegada de Pedro de Valdivia, los jefes españoles cayeron uno detrás de otro enfrentando a los mapuche. 

Fue la suerte que corrió el propio fundador de Chile en la batalla de Tucapel (1553) a manos del toqui Lautaro y también el gobernador Martín García Óñez de Loyola en la batalla de Curalaba (1598). 

Este último era nada menos que sobrino-nieto de San Ignacio de Loyola, el fundador de la Compañía de Jesús. La devolución de su cráneo por parte de los mapuche figuraría como una de las peticiones hispanas en el histórico parlamento de Quilín de 1641, aquel celebrado en las cercanías de la actual Perquenco.

Tras la victoria mapuche de Curalaba —“desastre” le llama curiosamente la historia de Chile—, vino la debacle española: un devastador levantamiento liderado por el toqui Pelantaro y su lugarteniente Anganamón destruyó en el lapso de dos años las siete ciudades al sur del río Biobío. Entre ellas estaban Angol, La Imperial, Villarrica, Osorno y Valdivia. 

Ello bien pudo marcar el fin de la Conquista de Chile. 

No fue así. Madrid, atendiendo la gravedad de lo sucedido, decidió entonces enviar a Chile a un hombre considerado clave: el militar y conquistador Alonso de Ribera. Se trataba de un veterano de mil batallas, un soldado “temerario” y “autoritario” según lo describe el historiador Diego Barros Arana. 

Natural de Úbeda, sumaba más de veinte años de combates a sus espaldas en Europa, incluida la guerra de Flandes, Italia y tres campañas en Francia que lo hicieron merecedor de comandar un Tercio Español de dos mil quinientos hombres. Ya lo subrayé antes; hablamos de lo mejor de la infantería y caballería hispana en aquel entonces.

Ribera, flamante nuevo Gobernador y Capitán General, arribó a Concepción —la capital militar de Chile— en febrero del año 1601. Nada más llegar vio que todo era un desastre. 

Cuentan los historiadores que quedó espantado por los soldados a su disposición, apenas mil doscientos hombres mal armados y peor entrenados, “milicia ciega sin determinación, insuficiente para ganar”, según le comentó en una carta al mismísimo rey Felipe III. De allí que lo primero que se propuso fue profesionalizar el ejército y disciplinarlo al estilo europeo.

Hasta antes de su llegada no existía tal cosa en América. 

Pasa que la conquista del mal llamado “Nuevo Mundo” se fundamentó en iniciativas particulares donde los monarcas, a través de capitulaciones con los adelantados, se aseguraban parte de las ganancias (el quinto real) y la soberanía de las tierras. 

Estos últimos, por su parte, recibían encomiendas, pero debían aportar todos los medios materiales y humanos. La Corona, como podrán advertir, ganaba mucho y arriesgaba poco. Esto hacía que cada adelantado eligiera la estrategia militar y las tácticas a emplear por sus tropas como mejor le pareciese. 

Durante toda la conquista de América la falta de auténticos soldados en las expediciones y la mescolanza de tácticas no supuso en verdad mayor problema. Tampoco la indisciplina crónica de las tropas. A los hispanos les bastó la superioridad tecnológica, la bravura de sus capitanes y también las enfermedades que portaban, desconocidas en esta parte del mundo. 

Así cayeron dos poderosos imperios prehispánicos, los aztecas de México y los monarcas incas del Perú. 

Pero el caso mapuche fue totalmente diferente. 

En Wallmapu se requería un ejército de verdad y no uno compuesto mayoritariamente por vecinos y encomenderos, todos obligados a servir en una guerra imposible abandonando de paso por largos meses sus familias y sembradíos en el valle central. 

En Madrid eran conscientes de aquello. Y por eso enviaron a Ribera, uno de sus mejores hombres. Éste rápidamente puso manos a la obra.

Sus primeras medidas fueron solicitar más soldados al Perú, levantar una cadena de fuertes en el río Biobío y especializar el abastecimiento y la logística con personal adecuado. 

Profesionalizar, obviamente, costaba dinero. Ribera lo obtuvo en 1604 del Virreinato del Perú a través del Real Situado. Además, de manera excepcional, se le permitió reclutar veteranos de las guerras europeas para servir bajo su mando en Chile. Así nació el Tercio de Arauco.

El resultado fue un ejército profesional, remunerado que, si bien permitió a Ribera contener en la frontera las rebeliones mapuche, nunca lograría el objetivo principal de la Corona, que era someter a nuestros ancestros y refundar las siete ciudades españolas destruidas tras Curalaba. 

Es más, en su segundo mandato como gobernador, a Ribera le correspondería implementar la llamada “guerra defensiva” propuesta al rey Felipe III por el padre Luis de Valdivia. Aquella estrategia —se cuenta ejecutada a regañadientes por Ribera— fue la antesala de la capitulación española de Quilín en 1641. 

Para los interesados en profundizar en este fascinante periodo histórico, la obra del maestre de campo Alonso González de Nájera, Desengaño y reparo de la guerra del reino de Chile, constituye una verdadera joya. 

Es el mayor testimonio de aquella época en el relato de uno de sus protagonistas principales. Nájera llegó a Chile junto al gobernador Ribera en 1601 y luchó por siete años en la frontera mapuche. Incluso fue enviado a España en 1607 para convencer a la Corona de enviar nuevos refuerzos militares. 

Con el propósito de dejar constancia de la crítica situación que se vivía en Chile, y convencer al Consejo de Indias y al Rey de enviar socorros, redactó y presentó algunas consideraciones que luego se transformarían en los puntos quinto y sexto de su famoso libro.

El bravo capitán, veterano de Flandes e Italia, se deleita describiendo la superioridad de los guerreros mapuche, su genio militar, astucia a toda prueba y tácticas siempre cambiantes. “Debe ser la guerra de más reputación cuando los enemigos con quien se tiene son los más reputados por valientes y belicosos”, escribe Nájera al Rey. 

También concluye que la única solución es “exterminar” a los mapuche en una campaña bélica eficaz —que él prepara en todos sus detalles— y luego vender en calidad de esclavos en otras posesiones coloniales a quienes quedasen con vida. Fue un plan rápidamente desechado por la Corona. El horno no estaba para bollos, debió concluir sabiamente el monarca.

- UNA CABALLERÍA IMBATIBLE –

El mito dice que fue Lautaro quien tras aprender del ejército español enseñó a los mapuche el arte de la guerra. Lo cierto es que nuestros ancestros no eran ningunos neófitos en cuestiones militares. Mucho antes que a los europeos, los weichafe ya habían detenido a un poderoso ejército invasor, el de los incas, devastado en sucesivas campañas en la frontera del río Maule. 

Tal vez por eso los antiguos llamaron we inka a los invasores europeos, origen de la actual denominación winka. En lengua mapuche su significado es “nuevo inca” y por siglos fue la forma en que nuestros ancestros denominaron a los españoles y chilenos en Wallmapu. 

Todavía se usa. Mi abuelo Alberto llamaba así a todos los chilenos, sin distinción, incluidos sus amigotes del pueblo. Para él todos eran “extranjeros” en nuestra tierra. “Las cosas como son”, subrayaba siempre. En nuestros días el concepto ha mutado en adjetivo calificativo. Negativo, por cierto. “Ladrón”, “usurpador”, algunas de sus actuales interpretaciones. 

Para mí, fiel a las enseñanzas del abuelo, siempre significará “extranjero”. Así lo uso en todos mis textos, aclaro desde ya.

No, no fue Lautaro quien enseñó a guerrear a los mapuche. Y tampoco fue quien inventó la guerra de guerrillas. 

Desde antiguo los mapuche habían aprovechado su escarpada geografía llena de bosques, ciénagas, grandes ríos y montañas para su táctica militar favorita, la emboscada. Lo que sí podemos atribuir a Lautaro fue su perfeccionamiento, sumando a la guerra de guerrillas las tácticas convencionales españolas. Ello permitió a los mapuche adaptarse a cualquier escenario de batalla.

Es con Lautaro que se aprenden, copian y perfeccionan las tácticas militares europeas. Los mapuche rápidamente aprenden a movilizarse en escuadrones, de forma ordenada, con jefaturas transmitiendo órdenes con sonidos, destacando entre los guerreros la utilización de picas, lanzas y arcabuces tal como lo hacía lo mejor de la infantería española en Europa, los Tercios. 

Sumen a ello la temprana incorporación del caballo como arma de guerra y la adopción de novedosas tácticas de caballería. El resultado no podía ser otro: un enemigo tan temible como formidable. 

Pero existía por cierto otro factor, uno relacionado con la tecnología militar. Pasa que entre el siglo XVI y fines del siglo XVIII, periodo coincidente con la guerra de Arauco, la evolución de las armas de fuego había sido mínima en el mundo: apenas progresos en la precisión y el alcance de cañones y mosquetes. 

El arma típica de infantería fue por siglos el mosquetón de chispa y ánima lisa, aquel que se cargaba por la boca del cañón mediante una baqueta. Era un engorroso y lento sistema que rara vez permitía más de dos tiros por minuto. Su ánima lisa los hacía además tan imprecisos que acertar a un blanco implicaba una verdadera proeza.

Esta demora entre las cargas permitía a los guerreros mapuche atacar a los soldados españoles y ultimarlos en el cuerpo a cuerpo. La bocanada de humo indicaba el momento propicio para el ataque. De allí viene la expresión irse al humo, dicho coloquial propio de Argentina y que hace referencia a la persona en extremo directa o a quien se lanza atropelladamente en busca de algo. Su origen se vincula a la forma mapuche de guerrear en los malones por la pampa trasandina.

Esto explica el tipo de batallas que caracterizaron las guerras de independencia en nuestro continente, desde la rebelión de las trece colonias en 1780 a las guerras del Cono Sur a partir de 1810: ejércitos formados en el campo de batalla y descargas cerradas de infantería, todo a muy corta distancia, única forma en que los rudimentarios mosquetes podían ser efectivos. Y luego sangrientas cargas de bayoneta y lanzas antes de entrar en escena la más antigua, devastadora y prestigiosa de todas las armas, la caballería.

Y si algo aprendieron los guerreros mapuche fue a montar a caballo. Incorporada en las primeras décadas de guerra con los conquistadores, la caballería era un arma que nuestros ancestros habían transformado en un verdadero arte militar. 

“El tiempo los volvió incontestablemente los mejores jinetes del país y hasta se burlaban de la caballería chilena... Sus caballos están tan bien adiestrados que avanzan en fila, sin detenerse ni separarse unos de otros y sin necesidad de llevarlos amarrados”, cuenta el naturalista francés Claudio Gay en su memorable libro póstumo Usos y costumbres de los araucanos (2018). 

Jinetes formidables en caballos fuertes y disciplinados capaces de “tragarse las leguas sin mayor esfuerzo”, nuestra caballería fue un arma que sorprendió incluso a los capitanes españoles. Sus cualidades las reconoce el coronel Francisco del Campo en 1601, tras concluir diversas campañas en Valdivia, Osorno y Villarrica, logrando sobrevivir para contarlo. 

Cuenta Del Campo en carta al gobernador que en uno de los tantos combates que libró se presentaron nada menos que mil guerreros mapuche a caballo, “los mejores que he visto en mi vida y bien armados”. Y detallando más adelante su poder militar, agrega: 

“Los indios que vinieron fueron de Angol, Guadaba, Purén, Imperial, Villarrica y Valdivia; y aseguro a V.S. que yo he visto mucha caballería y muy buena, que más lindos caballos, ni más ligeros, ni de mejores tallas no he visto nunca, que confiados en esto se atreven a tanto... Estos indios andan tan desvergonzados y libres que no hay ninguno que no nos venga a provocar”.

Los mapuche, queda claro, se habían transformado, gracias al caballo, en enemigos imbatibles. Y en ambos lados de los Andes. 

Da cuenta de ello en sus memorias el ingeniero militar inglés Francis Bond Head. En 1825 fue nombrado gerente en Argentina de la Río de la Plata Mining Company y realizó dos célebres viajes de exploración minera desde Buenos Aires hasta la cordillera de los Andes, cruzando la parte norte del Wallmapu trasandino.

Sus impresiones aparecen en el libro Las Pampas y los Andes, todo un clásico de la literatura de viajeros, publicado por primera vez en 1918. Cuenta el militar respecto de los jinetes “pampas” o “araucanos”:

Los indios de quienes más oí fueron los que habitan las vastas y desconocidas llanuras de las Pampas, todos jinetes o, más bien, que pasan la vida a caballo. El arma principal es una lanza de dieciocho pies de largo; la manejan con gran destreza y pueden imprimirle un movimiento vibratorio que a menudo ha hecho saltar la espada de la mano de sus adversarios europeos [...] Son de admirar mucho como nación militar y su sistema de pelear es más noble y perfecto en su índole que el de cualquier nación del mundo. El país entero provee pasto para sus caballos y donde se les antoje parar no tienen más que carnear algunas yeguas [...] los gauchos, que también cabalgan lindamente, todos declaran que es imposible seguir al indio, pues sus caballos son superiores a los de los cristianos y también tienen tal modo de apurarlos con alaridos y un movimiento especial del cuerpo, que aun si cambiaran caballos los indios los batirían. Todos los gauchos parecían temer muchísimo las lanzas indias. Decían que algunos cargan sin freno y en pelo, y en algunos casos se cuelgan casi bajo la barriga del caballo (Head, 1918:37).

Tales acrobacias, usuales de ver en los viejos westerns de Hollywood protagonizados por navajos, cheyenes y comanches, lejos están de ser solo ocurrencias del viajero inglés. El historiador José Bengoa también da cuenta de ellas en su libro Mapuche, colonos y Estado nacional (2014). 

Allí describe las habilidades de los jinetes mapuche-wenteche y cómo estas sorprendían al ejército expedicionario del sur.

En alguna parte leí o me contaron que cuando se paraban a descansar los soldados chilenos les pedían a los arribanos, conocidos como diestros jinetes, que hicieran sus demostraciones. Venían corriendo al galope tendido y se tiraban al suelo, quedando tiesos como muertos. Galopaban agarrados al caballo de tal modo por el costado contrario a quienes los observaban, que parecía que los animales anduvieran solos, sin jinetes. Se subían y bajaban de los caballos por la cabeza, por la cola y hacían cientos de piruetas que fascinaban a los soldados criollos. Era un tiempo de caballos, se admiraban los animales diestros y los buenos jinetes. Los mapuche quedaron en la historia popular chilena como los mejores (Bengoa, 2014:65).

Agrega que más tarde, ya en el siglo XX, gran parte de las pruebas del Cuadro Verde de Carabineros de Chile —el equipo de demostraciones ecuestres de la institución policial— provendrían de las proezas de los jinetes mapuche, míticas desde la Colonia.

El francés Claudio Gay cuenta que tales ejercicios, por su espectacularidad y disfrute a la vista, fueron incluso tempranamente integrados al protocolo de los parlamentos, las juntas diplomáticas. En ellas los mejores jinetes de cada parcialidad o lof asombraban al gobernador español y sus soldados.

La llegada del gobernador era recibida con aclamaciones de la multitud. Se dirigía luego hacia la morada que le habían preparado, pasando en medio de las dos filas de caciques con las lanzas alzadas que hacían retumbar el aire con sus ya, ya, ya. Sus capitanes y conas se quedaban atrás, dando gritos, alzando sus lanzas y haciéndolas chocar entre sí. Luego comenzaban las evoluciones militares en esas especies de torneos que ejecutaban con igual elegancia que habilidad; invitaban a competir a los chilenos que, aunque eran excelentes jinetes, no podían imitar estos ejercicios, ni mucho menos desplegar esa elegante postura y ese sostén que han hecho de estos indios unos cabalgadores de primer orden (Gay, 2018:109).

Pero no solo el Cuadro Verde de Carabineros de Chile se nutre hoy en día de esta rica historia. 

También lo hace la Escuadra Ecuestre Internacional Palmas de Peñaflor, la misma que en 2012 llegó a presentarse en el Castillo de Windsor en Londres, en honor a la reina Isabel II. En su espectáculo incluye una serie de pruebas ecuestres propias de nuestra caballería, con jinetes vestidos y armados con lanzas, a la usanza de aquella época. 

Otro ejemplo lo constituye la doma india, método de amanse de caballos basado en la cultura ecuestre de los mapuche de la pampa trasandina. 

Popular hasta nuestros días entre los gauchos, destaca por lograr un fuerte vínculo de confianza y lealtad con el animal al respetar el domador su personalidad, carácter e imitar su lenguaje corporal. Se trata de un método único entre los pueblos originarios de América y sin influencia foránea conocida. 

La importancia del caballo llevó incluso a algunos estudiosos argentinos de comienzos del siglo XX a plantear la existencia en las pampas de un complejo ecuestre, similar al observado en las tribus de las llanuras norteamericanas. 

Si bien sobre ello no existe consenso académico, resultan innegables las transformaciones que la introducción del caballo produjo en la cultura e identidad de nuestro pueblo: en la vestimenta (aparición de la bota de potro y la chiripa), en el armamento (adopción de la lanza y boleadoras, en detrimento del arco y la flecha), en el comercio (arreo y crianza de animales, desarrollo de la orfebrería ecuestre, la cacería), en el transporte (los viajeros-nampulkafe, la vida en las tolderías de cuero), en la estructura social (surgimiento de castas de guerreros y de hombres ricos, ülmen) y, por supuesto, en la cosmovisión (ritos religiosos y funerarios). 

Tal es parte del rico legado de nuestra cultura ecuestre, desconocido hoy para tantos y que por largos siglos fue pieza clave de un poderío económico y militar sorprendente. 

Los caballos y sus acrobáticos jinetes. Y junto a ellos siempre el waiki, la temida lanza de coligüe (Chusquea culeou) o quila (Chusquea quila) de tres metros, endurecida al humo por más de un año. La lanza era un arma que los weichafe operaban con la destreza de un arte marcial. De allí tal vez el desprecio cultural que sentían por las armas de fuego utilizadas por los winka. 

Orgullosos, altaneros y fieros, para ellos la bravura y el honor se demostraba en el combate cuerpo a cuerpo, no en el traicionero disparo a distancia. Era allí, sobre el campo de batalla, donde se probaba la real valentía de un combatiente.

“Compenetrados en esta idea, reprochan a los chilenos el uso del fusil diciendo que un arma que mata a distancia es buena solo para hombres cobardes y sin honor; no pocos jefes araucanos han provocado con fiereza en armas iguales a los jefes militares chilenos, mostrando una valentía digna de los tiempos heroicos”, relata Gay en su obra ya citada. 

Era la vieja escuela militar mapuche, aquella que llevó al mismísimo Pedro de Valdivia a escribir en 1550 que “ha treinta años que sirvo a Vuestra Majestad y he peleado contra muchas naciones, nunca tal tesón de gente he visto jamás en el pelear”.

- WINCHESTER Y REMINGTON –

Pero aquella legendaria tradición guerrera hacía mediados del siglo XIX tenía sus días contados. Pasa que la guerra en el mundo estaba cambiando, fruto principalmente de los grandes avances tecnológicos en las armas de fuego. 

Modernos cañones, fusiles con más de kilómetro y medio de alcance, devastadoras ametralladoras y, por si no bastara, los populares y temidos Winchester y Remington del Ejército de los Estados Unidos, las armas que derrotaron a las tribus de las grandes llanuras en las Indian Wars de Norteamérica.

El equipamiento militar es un aspecto muy poco estudiado a la hora de analizar nuestras propias Guerras Indias del siglo XIX. Lo mismo su implicancia en la derrota mapuche frente a los bien equipados batallones chilenos y argentinos. 

Lo adelantaba en el prólogo: resulta curioso constatar que no existen mayores estudios respecto de esta guerra, solo menciones al pasar de tal o cual armamento en servicio. Es a todas luces una guerra oculta, secreta, tal vez por la vergüenza que provoca. 

En cambio, todo sabemos de la Guerra del Pacífico. ¡Si hasta desfilamos siendo niños en su honor!

En lo referido a la tecnología militar hay hitos que son claves. Uno de ellos fue la aparición en 1830 del fusil de percusión y su temprana incorporación a los ejércitos chileno y argentino. Este fusil redujo a un mínimo el fallo en los tiros a corta distancia, incluso en las adversas condiciones climáticas que caracterizan el sur del Biobío. 

En la misma década aparecen los primeros fusiles de cerrojo con cargador interno y de los cuales el más famoso llegaría a ser el alemán Mauser 98. Hasta nuestros días los fusiles de cerrojo son las armas favoritas de los francotiradores militares alrededor del mundo.

A mediados del siglo XIX, la introducción de la bala y el cañón rayado o estriado, perfeccionado en 1849 por el capitán francés Claude-Étienne Minié, resultó una verdadera revolución en los ejércitos de Europa, Norteamérica y Asia; aumentó hasta en quinientos metros la precisión de los disparos. 

El fusil Minié, como fue llamado en honor al oficial francés, resultaría clave en la Guerra Civil de Estados Unidos y sobre todo en la Guerra Boshin de Japón, aquella que marcó el fin de su viejo orden feudal. Su llegada a Chile se produjo el año 1866 y de inmediato pasó a formar parte del arsenal del ejército de Frontera comandado por Cornelio Saavedra. 

El militar se aprestaba por entonces a fundar su línea de ocho fuertes sobre el río Malleco: Cancura, Huequén, Lolenco, Chiguaihue, Mariluán, Collipulli, Peralco y Curaco. Estos abarcaban desde el primer cordón de los Andes a la cordillera de Nahuelbuta en la costa. Un verdadero “cerco” de cañones y fusiles sobre los mapuche de la actual provincia de Malleco. 

Estanislao del Canto, general chileno, héroe de la revolución de 1891 y que prestó servicios junto a Saavedra siendo un joven oficial, relata en su libro Memorias militares la llegada de los fusiles Minié a la Frontera.

A mediados del mes de diciembre de 1866 habían llegado por tierra a Talcahuano los nuevos fusiles franceses, llamados Carabina Minié, para reemplazar al fusil de pistón y de ánima lisa que hasta entonces teníamos. Como los fusiles llegaron primero a Concepción donde yo me encontraba destacado, tuve ocasión de examinar dicha carabina que era rayada y con bayoneta o sable, y aún hacer con ella algunos disparos […] resultó que el fusil era magnífico, un arma inmejorable (Del Canto, 2004:25).

Del Canto no tardaría en pasar de las prácticas de tiro a las incursiones con su fusil al interior del territorio mapuche. 

Un episodio en particular quedaría grabado en su memoria. Aconteció en 1867 y tuvo como protagonista a su batallón, el Séptimo de Línea, acuartelado en Angol y encargado de enviar divisiones armadas para subyugar a los mapuche rebeldes. Lo cuenta también en su libro, en detalle: