Título original: The Smoke in the Sun

Publicado en Estados Unidos por G. P. Putnam’s Sons,

un sello de Penguin Random House LLC

© de la obra: Renée Ahdieh, 2018

Publicado por acuerdo con la autora a través de BAROR INTERNATIONAL, INC., Armonk, New York, U.S.A.

© de la traducción: Carmen Torres y Laura Naranjo, 2019

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

c/ Corazón de María, 39, 8.º C, esc. dcha. 28002 Madrid

info@nocturnaediciones.com

www.nocturnaediciones.com

Primera edición en Nocturna: Junio de 2019

Edición Digital: Elena Sanz Matilla

ISBN: 978-84-17834-26-5


Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

A las chicas del mundo entero:

Sois mi inspiración diaria.

«La verdad no es lo que tú quieres que sea; es lo que es.

Y debes someterte a su poder o vivir una mentira».

MIYAMOTO MUSASHI

EL HUMO EN EL SOL

UNA BUENA MUERTE

estrella

Unas nubes sombrías aguardaban en el cielo como espectros.

La mayoría de la gente iba vestida de luto. Llevaban la cabeza gacha en señal de respeto; hablaban entre susurros. Hasta el más pequeño de los niños sabía que no debía preguntar por qué.

Así era como honraban al difunto emperador. Así era como mostraban su extrema reverencia y su amor inquebrantable. Una reverencia, un amor, que la chica no sentía en su corazón.

No obstante, guardó silencio. Parecía imitarlos, pero tenía los puños cerrados a ambos lados. Miraba de reojo mientras el cortejo fúnebre serpenteaba por las calles enmudecidas de Inako. una fina lluvia empezaba a caer de un cielo gris plomizo. Sus sandalias tejidas pronto se mojaron. La tela de los sencillos pantalones que llevaba se le pegó a las pantorrillas.

Apretó con más fuerza la piedra que portaba en el puño cerrado.

Los tambores que acompañaban a la marcha fúnebre sonaron más cerca y su grave estruendo le reverberó en los oídos. La aflautada melodía de un hichiriki atravesó el creciente estrépito de la lluvia.

Cuando los guardias imperiales situados a lo largo de la angosta calle desviaron la vista hacia la multitud, la gente se apresuró a hacer una reverencia, temerosa de sufrir un castigo por pequeño que fuera el desaire. Los que se encontraban cerca de la joven se agacharon aún más cuando la tablilla funeraria que encabezaba la procesión apareció ante sus ojos. Unas espirales de humo procedentes del incienso de agar colmaron el aire con un olor a cedro y a sándalo. En la superficie de piedra de la tablilla estaban grabados los nombres de muchos emperadores pasados, los difuntos soberanos celestiales del clan Minamoto.

La joven no se inclinó. Mantuvo la mirada alzada, fija en la tablilla.

Si la pillaban, la sentenciarían a muerte. Sería una ofensa imperdonable, una mancha de deshonor en su familia y en todos aquellos que seguían sus pasos. Sin embargo, nunca había valorado demasiado el honor.

Sobre todo frente a la injusticia.

Por última vez, apretó los dedos en torno a la piedra y se secó el sudor de la mano en su rugosa superficie. Cogió impulso.

Y la lanzó a la tablilla.

La piedra impactó en el centro gris de la pieza ancestral emitiendo un agudo crac.

La multitud se sumió en un silencio de estupefacción cuando los porteadores perdieron el equilibrio durante un momento y todos vieron horrorizados cómo caía al suelo hecha añicos.

Un único grito de indignación se convirtió en muchos. Aunque lo que la gente del barrio de Iwakura sentía por el difunto emperador no era precisamente amor, aquel acto constituía una afrenta a los mismísimos dioses. Los samuráis que escoltaban la procesión encabritaron a sus caballos y cargaron contra la multitud, de la que se elevó una especie de tartamudeo colectivo muy parecido al zumbido de una colmena a punto de estallar. Dedos temblorosos apuntaban en todas direcciones, acusando a unos y a otros.

Pero la joven ya se había puesto en marcha.

Se cobijó en las sombras que había detrás de una pequeña botica. Las manos le temblaban de la energía que bullía bajo su piel cuando se subió de un tirón la máscara de la parte inferior de la cara. A continuación agarró el borde de un alero de pino y apoyó un pie en una pared de yeso manchada. Con una precisión y una rapidez inusitadas, se encaramó al tejado.

Los gritos de abajo aumentaron en intensidad.

—¡Allí está!

—¡Ese es el que ha tirado la piedra!

—¡Aquel chico de allí!

A la joven estuvo a punto de escapársele una sonrisa, pero no tenía tiempo de darse ese lujo, de modo que, rauda y veloz, corrió hacia el caballete del tejado y se dejó caer, resbalando por el otro lado. El martilleo de unos cascos de caballo a su derecha la desvió hacia el tejado que le quedaba a la izquierda. Salvó de un salto el amplio espacio entre las dos estructuras y rodó como una bola al aterrizar. A pesar de esas medidas cautelares, un estremecimiento de dolor se le propagó desde los talones hasta la columna.

Mientras recorría como un rayo las tejas curvadas utilizando el puente del pie para aferrarse a su húmeda superficie, una flecha le pasó silbando muy cerca de la oreja. Se deslizó hasta el borde del tejado como una cascada de agua y se dejó caer en las sombras de abajo.

Se permitió un rápido segundo de reflexión. El pecho se le hinchó al coger aire una vez. Y otra. Necesitaba poner más tierra de por medio. Pestañeó para deshacerse de la lluvia y se precipitó hacia un callejón tras rodear una carretilla abandonada con coles por el camino.

De repente oyó un tropel de pasos a su izquierda.

—Allí está.

—¡Por el callejón de la fragua!

Los latidos del corazón le restallaron en los oídos al doblar la esquina como una exhalación; sentía los pasos cada vez más cerca. No había ningún sitio donde esconderse, salvo un tonel lleno de agua de lluvia apoyado en una pared de la fragua medio en ruinas. Si se demoraba un segundo más, la atraparían.

Así que, tras echar un vistazo en todas direcciones, tomó una rápida decisión. Con la agilidad de un gato, apoyó la espalda en un poste de madera y subió primero un pie y después otro. El cuerpo le temblaba por el esfuerzo, pero consiguió encajar uno de ellos en el recodo de una viga. A continuación se dio la vuelta y apretó los hombros contra la basta paja del techo.

La vista se le nubló de miedo cuando un soldado apareció justo debajo. Si se le ocurría mirar hacia arriba, todo habría acabado. El soldado echó una ojeada a su alrededor antes de volcar el tonel de una patada y hacer que una riada de agua de lluvia se uniera al barro. La frustración arrancó un resoplido de sus labios.

Cerca, un grito ininteligible de furia clamó al cielo.

Mientras la ira del soldado crecía, la joven se apretujaba contra el techo presionando con la zona central del cuerpo. Tenía suerte de que el entrenamiento que llevaba a cabo a diario hubiera convertido sus miembros en líneas tan flexibles. La había hecho consciente de cada músculo, de cada gesto. Contuvo la respiración y apuntaló bien las manos y los pies.

El soldado le dio otra patada al tonel antes de volver corriendo a las calles.

Tras unos instantes, al fin accedió a relajarse y permitió que su cuerpo buscara una postura más cómoda. Permaneció cernida en las sombras hasta que los sonidos del tumulto se fundieron con la lluvia atronadora. Entonces, con sumo cuidado, alcanzó el poste de madera y dejó que los pies se le hundieran en el fango con un chapoteo amortiguado. Se enderezó y se quitó la máscara.

Cuando se giraba para marcharse, la puerta que daba a la parte cerrada de la fragua se abrió de par en par. Sobresaltada por el sonido, dejó caer la máscara en el barro.

Ante ella había una mujer con las sienes plateadas y una mirada cruel.

Aunque las facciones de la joven permanecieron impasibles, el corazón le dio un vuelco.

Calculaba que la mujer rondaría la edad de su madre. Si la delataba gritando una sola palabra, estaría perdida. El miedo la había petrificado, por lo que permaneció en silencio mientras la mujer inhalaba lentamente y entrecerraba los ojos al comprender. Entonces, con un movimiento brusco de la barbilla, le indicó que huyera hacia la izquierda.

La joven se inclinó como muestra de agradecimiento y se desvaneció en la lluvia.

Volvió sobre sus pasos una y otra vez zigzagueando por las calles encharcadas del barrio de Iwakura para asegurarse de que nadie la seguía. Cuando llegó a un puente de piedra arqueado por el que se cruzaba a un bosquecillo de cornejos blancos como la nieve y cerezos de color rosa pálido, sus andares adquirieron una cadencia completamente distinta. Relajó los hombros y estiró el cuello. En cuanto la fragancia de los jazmines inundó sus fosas nasales, su reacción fue automática.

Con todo, no utilizó ninguna de las vías principales, a excepción del propio puente. Oculta bajo una lluvia de pétalos, paró un jinrikisha y se instaló bajo su toldo de lona raída. Cerró los ojos con un estremecimiento y entreabrió los labios para contar en silencio cada una de sus respiraciones.

Ichi.

Ni.

San.

Shi.

Entonces alzó la barbilla. Con hábiles movimientos, recompuso su ropa desaliñada hasta que todo estuvo en su sitio. Se rehízo el moño de la coronilla convirtiéndolo en un elegante recogido. Como la dotada transformista que le habían enseñado a ser, pasó de ser un muchacho intrépido a una dama misteriosa y recatada. Cuando al fin llegó al portón de la casa de té, llamó dos veces y se detuvo un segundo antes de dar cinco rápidos golpes más con el puño. Se oyó una serie de susurros y de pasos al otro lado antes de que el portón se abriera.

Aunque las sirvientas sabían que debían abrir la puerta al oír aquella llamada en especial, ninguna acudió a recibirla, tal y como había pedido. De ese modo, no podrían obligarlas a mentir sobre si la habían visto. Sus infortunios no merecían las vidas de las jóvenes que allí vivían, y el coste de pedirles que guardaran sus secretos era demasiado grande.

Recorrió las piedras pulidas del jardín, dejando atrás el riachuelo burbujeante y sus tres cascadas en miniatura, y se dirigió hacia el sonido musical de una risa argentina y de un rítmico shamisen. A continuación, enfiló con paso ligero el lateral del elegante jardín de bonsáis y se encaminó a la parte trasera de la casa de té hasta llegar a una estructura cercana más pequeña. Su doncella de confianza la esperaba ante una puerta corredera de intrincados grabados con una jarra de agua limpia en las manos.

Kirin le hizo una reverencia. La joven le devolvió el saludo.

Mientras se quitaba las sandalias, la pecosa doncella abrió de un empujón la puerta corredera con panel de seda que daba a una habitación flanqueada por dos grandes cómodas tansu elaboradas con cedro rojo y hierro negro. La joven cruzó el umbral elevado y tomó asiento ante una superficie de plata bruñida situada detrás de una fila de cosméticos refinados y viales de cristal.

Contempló su reflejo. Las elegantes líneas de su cara. Las que la ocultaban tan bien en el interior de aquellas paredes.

—¿Os gustaría que os preparase un baño? —le preguntó Kirin.

—Sí, por favor —contestó la joven sin desviar la mirada.

La doncella volvió a hacer una reverencia. Se giró para marcharse.

—¿Kirin? —La joven se giró—. ¿Han traído algo a la okiya en mi ausencia?

—Lo siento. —Kirin negó con la cabeza—. Pero hoy no han llegado mensajes para vos, Yumi-sama.

Asano Yumi asintió. Volvió la vista al espejo.

Su hermano, Tsuneoki, pronto trataría de localizarla. De eso estaba segura. Tras la rendición de Ōkami en el bosque hacía tres días, no podían permitirse seguir de brazos cruzados, escabulléndose entre las sombras, dejando tras de sí una estela de susurros. Y tampoco podían seguir permitiendo que su doloroso pasado dirigiera el curso de su futuro. Era cierto que su hermano mayor le había hecho daño. Y mucho. Con sus mentiras acerca de quién era. Con su machacona insistencia de que sólo él poseía las respuestas. De que sólo él tomaba las decisiones.

Aunque estas siempre la dejaran fuera.

Años atrás, su negligencia la había llevado a escalar las paredes de su perfumada prisión y alzar el vuelo por las curvadas tejas; la terca arrogancia de su hermano le había dado alas. Y, con ellas, volaría allá donde quisiera.

Rumiaba todo esto mientras jugueteaba distraídamente con la tapa de alabastro de un tarro lleno de cera de abejas y pétalos de rosa triturados.

Su hermano lucía las sonrisas igual que ella lucía aquel maquillaje: una máscara sonriente que escondía dolor y rabia. Su madre solía decir que debían tener cuidado con las máscaras que elegían llevar, pues, un día, podían convertirse en sus verdaderos rostros. Ante aquella advertencia, Tsuneoki ponía los ojos bizcos y sacaba la lengua como una serpiente; Yumi se partía de risa al verlo. Cuando eran niños, siempre la había hecho reír. Siempre la había hecho creer.

Antes del día en que todo acabó, como una llama que se apaga con el viento.

La tapa cayó de la boca del tarro con gran estrépito, sacándola de sus pensamientos. Se encontró con su propia mirada en el espejo. Pestañeó para deshacerse de unas lágrimas que amenazaban con derramarse. Apretó la mandíbula.

Era hora de que el clan Asano repartiera justicia.

Una justicia que llevaba fraguándose diez años.

Volvió a pensar en la piedra que había llevado en la mano. Aunque el incidente había ocurrido aquella misma mañana, parecía que hubieran pasado siglos. Recordó los gritos de rabia procedentes de la multitud, que había considerado sus actos una insensatez. La gente tenía miedo y había construido su vida en torno a él. Era hora de acabar con ese miedo desde dentro. De cortarlo de raíz.

Ella había empezado con una piedra. El sonido que había emitido al impactar en la tablilla funeraria del emperador reverberaba en sus oídos. Había sido el primero de muchos gritos de guerra que estaban por llegar.

Seguía sintiendo la arenilla en la palma de la mano.

Ya era hora de que el clan Asano restableciera la justicia en el imperio de Wa.

O muriera en el intento.

UNA MÁSCARA DE COMPASIÓN

estrella

En el exterior de la desvencijada fragua del barrio de Iwakura, un soldado de infantería encontró una máscara negra medio enterrada en el fango mientras hacía su ronda.

La ira le nubló la vista. Una ira que no tardó en ser devorada por el miedo. Ya había inspeccionado la zona con anterioridad. La prueba de sus esfuerzos —un tonel de agua de lluvia volcado— se burlaba de él a medida que se hundía cada vez más en el barro. Si alguien descubría que había dejado escapar al chico de la máscara, lo sancionarían. Rápida e ineludiblemente.

Captó un movimiento por el rabillo del ojo y se apresuró a esconder el objeto en la manga. Un farol titiló y se encendió detrás de un sucio panel de papel de arroz cerca de la parte trasera de la fragua. El soldado entornó los ojos. Se plantó allí en dos zancadas y atravesó la frágil puerta de madera y papel de una patada.

Había una mujer y un niño pequeño sentados a una mesa leyendo con atención un rollo de pergamino arrugado. La mujer le estaba enseñando a leer a su hijo. Parecía preocupada y exhausta, y los ojos del crío arrodillado ante la mesa baja brillaban como peltre engrasado.

Sin la menor vacilación, la mujer se parapetó delante de su hijo. Al contemplar la máscara embarrada que el hombre llevaba en la mano, no pudo evitar que sus ojos gachos se abrieran desmesuradamente durante un brevísimo instante.

Su expresión no era de sorpresa, sino de comprensión.

De reconocimiento.

Aquel momento de claridad decidió por el soldado. Nadie podía descubrir jamás que había dejado escapar al chico de la máscara, al traidor que se había atrevido a lanzar una piedra al cortejo fúnebre del emperador.

Así que sacó la espada y eliminó sin miramientos al motivo de su preocupación. Acalló la voz de la mujer de una estocada. Cuando el niño vio que el cuerpo sin vida de su madre caía a plomo en el suelo de tierra compacta, empezó a temblar y los ojos se le anegaron de lágrimas.

Durante un suspiro, el soldado fue presa de la incertidumbre.

No. No debía eliminar aquella otra vida. Una vida incipiente que tal vez algún día sirviera a la causa de su divino emperador; puede que incluso mejor que él.

Se llevó un dedo a los labios y sonrió con benevolencia; un acto de compasión que derritió los últimos restos de culpa. Acarició el pelo del chiquillo y sacudió la sangre de la espada antes de marcharse por donde había venido.

Cuando se alejaba de la fragua y se adentraba en la oscuridad cada vez más penetrante, alzó la barbilla. Las nubes se revolvían sobre su cabeza; sintió el mismo nudo en el estómago que se le formaba cuando combatía. Quizá fuera más sensato que enviara a alguien a ver al niño más tarde. A otra mujer, tal vez. A alguien que…

Frunció el ceño.

No. El crío no era su responsabilidad. Cuando él había tenido su edad, había sido perfectamente capaz de cuidar de sí mismo y de sus dos hermanas menores. Seguro que el niño tenía familia. Al fin y al cabo, no era su madre quien atendía la fragua. ¡Habrase visto! ¡Una mujer golpeando un yunque! ¡Accionando un fuelle! ¡Moldeando una espada!

Rio por lo bajo. El suave carraspeo aumentó de volumen cuando el nudo que tenía en el estómago se tensó. Cuando un ligero zumbido comenzó a retumbarle en los tímpanos.

La risa se transformó en tos.

Una tos que le robó el aliento.

Se dobló por la cintura y apoyó las manos en las rodillas. Dio varias sacudidas en un intento por coger aire. Un temblor se extendió por su cuerpo y se apoderó de él por completo. El zumbido se elevó en el aire a su alrededor y le taladró los oídos.

Lo tiró al suelo.

Lo último que vio antes de perder la consciencia fue la imagen de una máscara recubierta de barro oscuro.

Junto a un tonel de agua de lluvia volcado, un zorro de ojos amarillos observaba cómo un soldado de infantería se desplomaba en plena calle, en el barrio de Iwakura, y se retorcía de dolor en el suelo lanzando un grito sordo.

Sonrió despacio, sabedor de que su siniestra tarea estaba completa. De que su oscura magia serpenteaba por la faz de la Tierra.

Y se desvaneció en una espiral de humo.

ALTO, ORGULLOSO Y DESAFORTUNADO

estrella

Aquella escena formaba parte de una historia que ya conocía.

Una joven en el lugar que le correspondía, instalada en el Castillo Dorado. Prometida con el hijo de la amante favorita del emperador. Honrando el apellido Hattori.

El agua perfumada del furo de madera le proporcionaba la misma sensación que en casa; era como un trozo de seda caliente que se deslizara por su piel. Las manos que restregaban sus brazos y sus hombros lo hacían de un modo también muy parecido al de su hogar…: sin piedad, hasta que su pálida piel brillara como la de un recién nacido, rosa, descarnada y perfecta. Una sirvienta con permanentes arrugas sentenciosas en la frente le pasó un peine con incrustaciones de madreperla por el pelo de manera muy parecida a como su niñera lo había hecho cuando era pequeña.

Todo se asemejaba irremediablemente.

No obstante, aunque su futuro ahora fuera incierto, podía estar segura de una cosa: su vida nunca volvería a ser la misma.

Había llegado a Inako bien entrada la noche bajo la atenta mirada de su hermano. A una ciudad imperial vestida de luto. A unas calles repletas de susurros. Ese día era el funeral del emperador, que había muerto de forma repentina bajo un velo de sospecha. Decían que el lamento de la emperatriz al descubrir su cadáver se había oído en los siete maru. Incluso más allá de las puertas dobles forjadas en hierro y oro del castillo. Había gritado a los cuatro vientos que se había cometido un asesinato. Hecha una furia, había acusado a los presentes de traición. Hizo falta toda una bandada de sirvientas para calmarla y acompañarla hasta las lágrimas.

Hasta los quejidos finales de resignación.

Sin embargo, bajo aquella silenciosa intensidad bullía algo siniestro. La noche anterior, cuando el segundo par de puertas que daban al castillo habían chirriado al cerrarse tras su convoy, el aire se había detenido a su alrededor. La suave brisa que había soplado en la pantalla tejida de su norimono había dado un último suspiro. Un búho había resonado en el firmamento y las paredes de piedra habían repetido su eco.

Como una advertencia.

Allí, en Inako, no se le concedería ni un momento de respiro. Ni ella lo quería. No se permitiría nada por el estilo.

Pues, en las entrañas de ese mismo castillo, el último miembro de una dinastía de célebres sogunes esperaba su inminente destino: el juicio final de la ciudad imperial. Y las mentiras que aquella ciudad portaba, mentiras vestidas de seda y acero, destellaban bajo la superficie, listas para cobrar forma. Mariko las transformaría a toda costa en lo que deberían haber sido desde el principio:

La verdad.

Apretó bien los dientes. Se preparó para la inminente batalla. Sería una para la que ni Ōkami ni el Clan Negro la habían entrenado en el bosque Jukai. En ella no dispondría de armas de madera o metal ni de humo. No iría armada más que con su mente y con su propia entereza. Sería precisamente el tipo de batalla para la que llevaba preparándose de manera inconsciente desde que era una cría, cuando se había enfrentado a su hermano, Kenshin.

En un juego de ingenio contra fuerza.

Allí, en Inako, su armadura no estaría hecha de cuero endurecido ni contaría con un casco ornamentado; consistiría en perfume y piel empolvada. Tenía que convencer al príncipe Raiden, su prometido, de que confiara en ella. Necesitaba que la viera como una víctima desafortunada en lugar de como una villana por voluntad propia.

«Si bien pretendo ser vil en todos los sentidos».

Aunque se lo arrebataran todo, incluso la vida, no permitiría que aquellos a los que quería fueran víctimas de los que se habían propuesto destruirlos. Descubriría la verdad acerca de quién había conspirado para asesinarla aquel día en el bosque. Por qué habían intentado culpar al Clan Negro. Y qué razón oculta subyacía tras aquellos planes.

Pese a que la que hubiera urdido el complot fuera la mismísima familia imperial.

Pese a que su propia familia se colocara en el punto de mira.

Aquella idea le hizo sentir un escalofrío en los huesos, como si el agua del furo se hubiera convertido de repente en hielo.

Kenshin había tomado su decisión mucho antes de adentrarse en el bosque Jukai ondeando el blasón familiar junto con el del emperador. Incluso antes de que permitiera que los soldados dispararan flechas en torno a su única hermana en una lluvia de fuego y cenizas. Era un samurái y un samurái acataba las órdenes de su soberano hasta la muerte. No hacía preguntas.

El suyo era un compromiso inquebrantable.

Pero el tiempo que había pasado con el Clan Negro le había enseñado cuál era el coste de la fe ciega. Se negaba a poner el apellido Hattori a la altura del de los perezosos nobles de la ciudad imperial. Esos mismos nobles decididos a llenarse los bolsillos y ganar influencia a expensas de los oprimidos a los que habían jurado proteger, como la anciana que cuidaba a los niños del barrio de Iwakura, cuya supervivencia dependía de Ōkami y del Clan Negro.

«Proteger».

Se llevó las rodillas al pecho para escudar su corazón y evitar que el peor de sus pensamientos echara raíces.

«¿Y si Ōkami ya está muerto?».

Se abrazó las rodillas con más fuerza.

«No. No está muerto. No puede estarlo. Querrán hacer un espectáculo público de su muerte.

Y, cuando lo hagan, yo estaré allí para protegerlo».

Resultaba extraño pensar que ella poseyera el poder de proteger a alguien a quien amaba. Nunca antes había sabido cuáles eran las palabras apropiadas para hacerlo. Nunca antes había sabido cómo utilizar las armas adecuadas. Pero el ingenio podía ser un arma, en todas sus formas. Su mente podía ser una espada. Su voz podía convertirse en un hacha.

Su furia podía prender fuego.

«Proteger».

Nunca permitiría que Ōkami, el chico que le había robado el corazón en plena noche, en las profundidades de un bosque de árboles susurrantes, perdiera aquello que tanto le había costado recuperar. Ni se permitiría a sí misma perder nada de lo que amaba. Había contemplado desde las sombras cómo Kenshin había consentido que los soldados le dieran caza en el bosque Jukai. Había sentido el resquemor de la traición de su hermano con cada una de sus miradas inquisidoras. Se había mordido la lengua cuando aquellos mismos soldados habían obligado a Ōkami a rendirse y a arrodillarse en el barro. Cuando lo habían humillado y ridiculizado desde sus atalayas.

Tragó saliva; tenía la garganta revestida de amargura.

«Nunca más. Te protegeré, cueste lo que cueste».

—Mirad qué uñas. —Las arrugas de la frente de la sirvienta se fueron marcando mientras hablaba, sacando a Mariko de sus deliberaciones. Su reprimenda evocó más recuerdos de su infancia—. Parece que hubierais estado escarbando en el barro y las piedras toda la vida. —Emitió un chasquido con la lengua al inspeccionarle los dedos con mayor detenimiento—. ¿Son estas las manos de una dama o las de una criada?

A Mariko se le nubló la vista cuando miró sus nudillos descarnados. Otro par de manos cobró forma en su mente, unos dedos callosos entrelazados con los suyos. Unidos. Más fuertes por ello.

«Ōkami».

Pestañeó. Organizó el caos de sus pensamientos para dar paso a algo coherente. Se mordió el labio y abrió los ojos al máximo.

—Los del Clan Negro… me hicieron trabajar para ellos. —Su voz sonó pequeña, insignificante. Exactamente como pretendía.

En respuesta, la sirvienta resopló con expresión aún escéptica.

—Costará Dios y ayuda reparar este daño.

Sus palabras seguían siendo severas, impasibles ante la fingida timidez de Mariko. Sin embargo, por extraño que pareciese, aunque la reprimenda de aquella mujer no fuera ni mucho menos reconfortante, le sirvió de consuelo. Le trajo a la memoria el sempiterno carácter juicioso y reservado de su madre.

«No. No sólo eso».

La sirvienta le recordaba a Yoshi.

Al acordarse del cocinero cascarrabias y bonachón, los ojos empezaron a empañársele.

La criada la observó con una ceja enarcada.

Esa vez, la mirada escrutadora de la anciana le provocó una reacción distinta.

La rabia bulló bajo su piel. Retiró bruscamente la mano y apartó la vista, como si estuviera asustada. Avergonzada. La expresión adusta de la sirvienta perdió parte de su dureza, como si el bochorno de Mariko fuera una emoción que pudiera entender y aceptar. Cuando volvió a cogerle la mano, lo hizo con más delicadeza. Casi con dulzura.

En ese mismo instante, Mariko luchó por contener su rabia e hizo una pausa para tomar nota.

«Mi miedo, incluso cuando es fingido, tiene más peso si va acompañado de rabia».

Una de las jóvenes que asistía a la sirvienta gruñona hizo una reverencia junto a la tina de madera y levantó una pila de ropa embarrada y harapienta.

—Mi señora, ¿puedo deshacerme de esto?

Arrugó la cara redonda y la nariz chata con gesto de repulsión.

Eran las prendas que había llevado en el bosque Jukai, cuando iba disfrazada de chico. Se había negado a deshacerse del kosode y de los pantalones grises desvaídos, incluso cuando Kenshin se lo había pedido. Eran todo cuanto poseía. Abrió los ojos en lo que esperaba que pasase por una expresión de pena y negó con la cabeza.

—Que las laven y las guarden cerca, por favor. Aunque lo que más deseo en el mundo es olvidar lo que me ha ocurrido, es importante conservar al menos un recuerdo de las consecuencias de un mal giro del destino.

La sirvienta gruñona carraspeó al oír aquellas palabras. Otra de las muchachas presentes cogió una de las manos de Mariko y empezó a restregarle las uñas con un cepillo confeccionado con cerdas de caballo. Mientras lo hacía, la criada de la cara redonda y la nariz chata vertió delicados emolientes y pétalos de flores frescas en la superficie del agua humeante. Los colores del aceite rielaron alrededor de Mariko como un arcoíris disipado. Un pétalo se le pegó al interior de la rodilla. Sumergió la pierna en el agua y lo vio flotar.

La imagen le recordó lo que el anciano le había dicho junto al antro la noche en que conoció al Clan Negro disfrazada de chico. Le dijo que su personalidad rebosaba agua. Ella se había aprestado a desmentirlo. El agua era demasiado fluida y voluble. Su madre siempre le había dicho que era como la tierra: terca y franca hasta la saciedad.

«Ahora más que nunca necesito ser agua».

Se preguntó qué habría sido del Clan Negro después de que Ōkami se rindiera ante su prometido. Cómo les iría a Yoshi, Haruki, Ren y los demás tras un golpe tan funesto. Apenas tres noches antes se habían enterado de que su líder llevaba años engañándolos. No era el hijo de Takeda Shingen. El chico al que llevaban casi una década siguiendo y llamando Ranmaru no era otro que el hijo de Asano Naganori. Había asumido el papel de Takeda Ranmaru para proteger a su mejor amigo y enmendar la traición de su padre, una traición que había derivado en la destrucción de ambas familias. El verdadero nombre del joven era Asano Tsuneoki.

Los había engañado a todos.

Y el prometido de Mariko, el príncipe Raiden, había abandonado el bosque con un trofeo digno de yacer en el túmulo de su padre.

El verdadero hijo de Takeda Shingen, el último sogún de Wa: Ōkami.

Un resentimiento ardiente prendió de pronto en su pecho. La culpa le revolvió el estómago. ¿Cómo osaba sentarse en una tina de agua perfumada para que le cepillaran y le lustraran el pelo y la piel hasta la perfección cuando muchos de los que le importaban sufrían un destino aciago?

Respiró hondo para serenarse.

Era necesario. Ese era el motivo por el que le había pedido a Kenshin que la llevara a Inako. Si pretendía actuar según el plan que había trazado mientras viajaba del bosque Jukai a la ciudad imperial, debía hacerlo desde una posición de poder. Tenía que encontrar el modo de liberar a Ōkami. Debía convencer a su prometido de que era la joven tímida y voluntariosa que seguramente deseaba como prometida. Luego, una vez que se hubiera ganado su confianza, hallaría la manera de empezar a filtrar información al exterior. A aquellos que luchaban por cambiar las costumbres de la ciudad imperial y restaurar la justicia.

Por derrocar al mal de su elogioso pedestal.

—Levantaos —le pidió la sirvienta en un tono seco.

El respeto a los mayores, sin importar su condición, hizo que Mariko obedeciera a la arisca mujer sin rechistar. Dejó que esta la condujera a la mayor pieza de plata bruñida que había visto en su vida. Los ojos se le abrieron como platos al ver reflejado en ella su cuerpo desnudo.

El tiempo que había pasado en el bosque Jukai también la había cambiado por fuera. Los ángulos de su cara eran más pronunciados. Había adelgazado. Lo que antes era esbelto ahora era afilado. Músculos que no sabía que tenía se accionaban en cuanto se movía, como ondas en un estanque.

Ahora era más fuerte, en todos los sentidos.

La anciana sirvienta volvió a chasquear la lengua.

—Estáis flaca como un junco. Ningún joven querrá acariciar piel y huesos, y menos uno como el príncipe Raiden.

La necesidad de reaccionar se le agolpó de nuevo en la garganta. Aunque no conseguía identificar el motivo por el que la mujer la despreciaba, sospechaba que se debía a que, para ella, una muchacha que había vivido entre bandidos no era digna de casarse con un miembro de la familia imperial. No merecía la atención de un príncipe. La realidad ardió como una llama viva en su interior. Ella era más que un objeto de deseo para un hombre, pero, en aquel aspecto en particular, la sirvienta tenía razón. Necesitaba comer si pretendía representar bien su papel.

«Sé agua».

Sonrió con los dientes apretados. Hizo que los labios le temblaran como si estuviera exhausta. Como si fuera débil.

—Tienes razón. Haz todo lo posible, utiliza toda la magia que poseas para devolverme a mi antiguo ser, por favor. Al tipo de mujer que agradaría al príncipe. Quiero olvidar lo que me ha ocurrido por encima de todo.

Se obligó a erguirse. Se esforzó por parecer orgullosa.

Aunque las arrugas del rostro de la sirvienta se acentuaron, esta asintió.

—Me llamo Shizuko. Si hacéis lo que os digo, es posible que podáis enmendar los efectos de esta… desgracia.

Mariko deslizó los brazos en la ropa interior de seda que le presentó.

—Hazme digna de un príncipe, Shizuko.

La anciana inspiró y se aclaró la garganta antes de indicarles a las demás sirvientas que se acercaran. En los brazos portaban rollos de telas lustrosas. Pilas de brocados y de sedas pintadas envueltas en hojas de papel traslúcido. Bandejas de jade y plata y horquillas de carey.

Mariko deslizó la punta de un dedo por una peineta de plata hasta llegar a su punzante extremo. Recordó una de las últimas veces que había tenido una en la mano.

La noche en que le perforó el ojo a un hombre que la había atacado.

Sabía lo que tenía que hacer. En nombre de los que le importaban, tenía que parecer alta, orgullosa…

Y desgraciada.

Habló casi en un susurro, como si sus palabras no fueran más que una ocurrencia tardía:

—La familia imperial necesitará que parezca fuerte, igual que ellos.

«Igual que ellos también necesitarán serlo».

Porque Hattori Mariko tenía un plan.

Y aquella mujer, sin saberlo, la había provisto de la primera pieza del rompecabezas.

EL BUEY Y LA RATA

estrella

La suya era una relación complicada.

Una construida sobre un entramado de odio, moldeada sobre unos cimientos de engaño. Una relación arraigada en los planes de dos madres jóvenes que habían inculcado su mutua enemistad a sus hijos mientras ellas competían por la atención de un soberano aburrido. Mientras anhelaban que este les concediera sus favores.

Una de las madres había jugado muy bien sus cartas, pero había empezado la partida con ventajas, algunas visibles y otras invisibles. Como esbelta sílfide que era, había conquistado el corazón del futuro emperador muchos años atrás. Se trataba de una mujer a la que le corría magia por las venas y que poseía ardides que iban más allá de su belleza. Había hecho realidad sus sueños. Le había enseñado a comulgar con extrañas criaturas y a recopilar secretos en la sombra. Era una mujer que le había demostrado lo que significaba amar y ser amado. Kanako, la que había alumbrado a su primogénito, Raiden. Kanako, la que había quedado relegada a un segundo plano en su vida, a pesar de dominar su corazón.

La otra mujer se había pegado al emperador para cumplir con su deber y con los designios de su familia. Con su dote de un millón de koku, le había echado el guante y lo había apartado de su verdadero amor. Aunque él le había hecho pagar por ello. Durante años, la emperatriz Genmei había gobernado un solitario gallinero de risueñas doncellas y nada más, si bien había tenido la suerte de dar a luz al príncipe heredero, Roku.

Aquellas dos mujeres habían criado a sus hijos para que se odiaran mutuamente.

Pero, a pesar de los esfuerzos de sus madres beligerantes, entre los hermanastros se había forjado una improbable amistad.

En la primavera de su décimo año, Raiden se cayó del caballo y se rompió una pierna. Mientras la herida sanaba, el diminuto Roku birlaba dulces y se los llevaba escondidos en la manga de seda de su kimono. Y cuando Roku pilló una grave enfermedad a los once años, Raiden se sentaba a su lado en la cama y le contaba historias indecentes que el pequeño aún no llegaba a comprender.

Aunque se partía de risa igualmente.

Sus respectivas madres habían seguido malmetiendo y poniendo mala cara cuando los dos hermanos intercambiaban una sonrisa, pero estos ya habían estrechado lazos y habían trabado una amistad duradera. Lo que empezó como una incierta confianza infantil ganó firmeza con el tiempo. Sin embargo, aquellas que se empeñaban en seguir murmurando pegadas a sus talones a menudo se preguntaban si los chicos aún tendrían que enfrentarse a una prueba que midiera la fortaleza de ese vínculo.

Una prueba que les hiciera elegir entre su obligación y lo que era correcto.

Una prueba que enfrentara al buey y a la rata. A una criatura diligente y a otra ingeniosa. Dos caras de la misma moneda absurda.

Aquella noche, los dos hijos del emperador Minamoto Masaru se hallaban juntos a la luz de una antorcha crepitante en las entrañas del castillo Heian. El hermano mayor y más alto estaba apoyado en el muro de piedra y su bruñida armadura reflejaba las llamas brillantes. El hermano más bajo y astuto se paseaba despacio ante unos escalones de piedra que descendían hacia la oscuridad; su traje de seda permanecía impoluto y lustroso incluso en aquellos sombríos subterráneos.

—Raiden —dijo el nuevo soberano celestial de Wa sin volverse hacia su hermano.

Este se apartó de la pared y se puso alerta.

—Mi soberano.

—Sé que tienes preguntas.

Una expresión reflexiva cruzó la cara de su hermano mayor.

—Preocupaciones, más que preguntas.

—Ah, pero te olvidas de que las preocupaciones son para los indecisos. —Roku sonrió para sí, aún dándole la espalda—. Y las preguntas para los maleducados.

La fría risa de Raiden surcó la quietud del ambiente.

—Supongo que me lo merezco. Padre estaría orgulloso de oíros recordármelo.

—Aunque tenía sus defectos, nuestro padre siempre lanzaba la réplica oportuna. —Roku se giró y miró a su hermano mayor—. Pero no me interesa que nadie me desafíe abiertamente, hermano. —Su tono era una advertencia; sus rasgos estaban tensos.

Raiden se cruzó de brazos y el cuero endurecido del peto de su armadura crujió con el movimiento.

—No quiero desafiaros. Sólo quiero evitaros un conflicto.

—Entonces deja de ser la causa del mismo. —Arrugó la lisa piel de su frente—. Nuestro padre falleció en extrañas circunstancias y es de vital importancia que averigüemos quién es el responsable de su muerte prematura. Si no parecemos fuertes en este momento, si no reivindicamos mi soberanía por encima de aquellos que nos acechan como búhos, mi reinado quedará mancillado para siempre. Es necesario emprender acciones decisivas y espero que des ejemplo, que respondas con férrea obediencia.

Roku hizo ademán de emprender el descenso por la escalera de piedra con la espalda recta y el mentón orgulloso, pero una mano lo detuvo. Una de las pocas manos que permitía que lo tocaran con impunidad.

—¿Creéis que ese chico es el responsable de la muerte de padre? —preguntó Raiden.

Roku no respondió. Se limitó a desembarazarse de la mano de su hermanastro.

—No tienes que rebajarte a eso, Roku —dijo Raiden en voz baja.

El joven emperador enarcó una ceja como si pretendiera advertirle.

Una sonrisa torcida se dibujó en el rostro de Raiden.

Mi soberano —se corrigió, y dio un paso atrás para inclinarse ante él.

—Un auténtico líder no se rebaja al enfrentarse a sus enemigos. —Roku bajó otro escalón; su hermano alzó la antorcha para iluminarle el camino. La luz bailó en las piedras aseguradas con vigas—. Quiero mirar a la cara al único hijo de Takeda Shingen y averiguar qué tipo de sangre corre por sus venas. Qué tipo de miedo se oculta detrás de sus ojos.

Su sonrisa era extrañamente serena, como hielo apuntalado contra un viento aullador.

Raiden lo siguió de cerca, sin disimular sus esfuerzos por ordenar sus palabras y sus pensamientos.

—Si no lo creéis responsable de la muerte de padre, ¿por qué queréis saber todo eso? Acabad con él de una vez y listo.

—Nunca he dicho que creyera que fuera inocente, hermano. El chico salió de su escondite pocos días antes de la muerte prematura del emperador.

—Mera coincidencia. Lo sacamos del bosque.

—No creo en las coincidencias. —Transcurrió un momento antes de que Roku hablara de nuevo—: ¿Te acuerdas del obelisco de agua que padre nos trajo del oeste cuando éramos pequeños?

—¿Esa cosa que reflejaba la hora? Se rompió dos días después. Y a los dos nos castigaron por ello.

—No se rompió. Yo lo desarmé.

Raiden hizo una pausa meditabunda.

—¿Queríais ver cómo funcionaba?

—Puede. —Roku sostuvo la mirada de su hermano mayor—. O puede que quisiera saber lo que había dentro.

—Entonces disfrutasteis al romperlo.

—No se trata de algo tan infantil, hermano. —Roku se carcajeó por lo bajo—. Creo que es más fácil controlar algo cuando las partes que lo conforman están separadas. El Clan Negro, el hijo de Takeda Shingen, cualquier enemigo que intente que nuestra familia fracase… —Su voz se fue perdiendo en la nada conforme descendía otro escalón.

Raiden suspiró; su frustración era evidente.

—Takeda Ranmaru no es vuestro enemigo. Creedme cuando os digo que las habladurías han inflado su reputación hasta lo indecible. —Sus labios se curvaron en una mueca desdeñosa—. Lleva viviendo en el bosque entre campesinos borrachos casi una década. Es un ladrón y un haragán. Nada más.

Las palabras de Roku chasquearon como un látigo en la oscuridad:

—Ese haragán es el hijo del hombre que le hizo la vida imposible a nuestro padre y desafió a nuestra familia durante años. El señor Shingen encabezó la última revuelta que tuvo lugar en nuestras tierras.

—Eso no significa que su hijo sea igual. Yo lo vencí sin necesidad de desenvainar la espada.

La antorcha llameó en la mano derecha de Raiden cuando una ráfaga de aire acre sopló alrededor de ambos.

Roku continuó, impertérrito; de nuevo lucía una sonrisa serena:

—Ya te lo he dicho antes: esa arrogancia tuya no te hace ningún bien, hermano.

—Y esa curiosidad que mostráis tampoco os lo hace a vos, mi soberano —contraatacó Raiden—. Dejad que lo mate y listo. Acabemos con él de una vez, deprisa y con discreción.

Roku entrelazó las manos a la espalda.

—Aunque se demuestre su inocencia, su muerte debe ser un espectáculo.

—Que así sea, pues. Podemos ahogarlo en la bahía de Edo. Bocabajo, como padre hizo con Asano Naganori. O colgarlo de las murallas hasta que los brazos se le descoyunten.

—Al final —accedió Roku—. Pero todavía no. De nada sirve cortar una mala hierba. Hay que arrancarla de raíz. —Cerró los ojos como si aquel movimiento fuera a aclararle las ideas, a desentrañar sus pensamientos—. Ese fue el error que cometió nuestro padre. No quiso desenterrar la semilla de la discordia que había sembrado Takeda Shingen. No se tomó el tiempo necesario para destruir a su enemigo, y ese fue el resultado: la muerte. —Sus ojos se abrieron de súbito y su rostro se ensombreció, como si unas nubes de tormenta se arracimaran sobre un lago—. Yo seré mejor emperador que nuestro padre. Encontraré hasta la última de esas malas hierbas y las arrancaré de raíz. —Esto último lo dijo en voz baja, como una velada amenaza.

Raiden le contestó con cautela:

—Tal vez tengáis razón, mi soberano. Nadie puede negar que la familia Takeda lleva siendo un problema desde que el señor Shingen cuestionó los planes que nuestro padre albergaba para el imperio. —Inspiró por la nariz—. Pero quizá si aprendemos a controlar a su hijo, o incluso a utilizarlo en nuestro favor, podríamos llevar a buen término aquello en lo que nuestro padre fracasó y unificar nuestra tierra.

Roku habló como si su hermano fuera un niño que no sabía lo que decía, un niño al que le tenía mucho cariño:

—¿Unificar nuestra tierra? —Sus rasgos se endurecieron durante un instante y una risa cáustica brotó de sus labios—. Yo sé dónde radican mis fortalezas. ¿Y tú?

—Mis fortalezas consisten en servir y proteger a mi soberano. —Una fría luz chispeó en los ojos de Raiden—. Y en vengarme de todo aquel que pretenda destruirnos.

—Si quieres protegerme, hermano, debes aprender a controlar a cuantos te rodean. —Roku dio un hondo suspiro, como valorando la situación—. La venganza llegará con el tiempo. Lo que busco es el control. Y el miedo será mi arma.

La comprensión se abrió paso en la cara de Raiden.

—Queréis controlar a Takeda Ranmaru a través del miedo.

Su hermano asintió.

—Primero debemos darle una razón para tenerlo…, más allá del mero miedo a la muerte. Algo más complejo. Y esa tarea empieza por la mente. Si quiero que el pueblo de Wa me respete sin vacilar, esa debe ser mi línea de acción.

Raiden se paró a reflexionar un momento.

—¿Os preocupa que vuestro pueblo no os respete? Lo hará porque sois su soberano celestial. Es su obligación y vuestro derecho.

—No, hermano. —Roku negó con la cabeza—. Nadie tiene garantizado el respeto. Hay que ganárselo.

Y, diciendo eso, descendió rápidamente los últimos escalones y se detuvo en seco. Aguardó un instante para que sus ojos se acostumbraran a la penumbra y empezó a murmurarle algo a la pared de oscuridad que se alzaba ante él.

Un hombre emergió de ella como un fantasma. Un pequeño cofre de madera descansaba entre sus manos esqueléticas, envuelto en unas rejas de hierro mate. A primera vista, el hierro parecía oxidado, pero unas notas de algo más siniestro impregnaban el aire, algo parecido al olor del cobre que se deja demasiado tiempo bajo la lluvia. El hombre hizo una reverencia. La capucha le cayó sobre una frente salpicada de marcas de quemaduras. Sin mediar palabra, Roku le indicó al encapuchado que lo siguiera.

Raiden se quedó rezagado; su cara era presa de la confusión. Contempló la oscuridad que se abría ante él y a continuación se giró hacia la luz que aún brillaba a su espalda. Sus ojos captaron movimiento en la parte alta de las escaleras.

La fluida figura de su madre pasó bajo el humo que arrojaba la antorcha. Al verlo se detuvo, ladeó la cabeza y el pelo suelto le cayó en cascada sobre un hombro. Sin decir nada, atrapó las volutas de humo entre las palmas de las manos y dibujó lentamente un círculo con los dedos. Las formas empezaron a materializarse ante su orden. Se solidificaron a la luz del fuego y cobraron vida cuando la mujer sopló con suavidad en su dirección y las envió flotando hacia su hijo.

Una alimaña artera aplastada por las pezuñas de un enorme buey.

Raiden miró a su madre extrañado. Cuando era más joven, su magia lo fascinaba. Valiéndose de ella, había hecho realidad historias con las que otros chicos sólo podían soñar. Su magia le había procurado consuelo frente a las críticas del resto de la corte. Había sido la razón por la que los nobles le habían mostrado cierto respeto a pesar de las circunstancias de su nacimiento.

El miedo a la magia de su madre había sido una medida de control, pues la magia era una rareza. Y la de su madre todavía más. Los espíritus de un mundo perdido en la noche de los tiempos sólo la concedían una vez por generación.

Se trataba de una magia que él no poseía. Una que había intentado comprender en su momento, sólo para descubrir que nunca llegaría a hacerlo, pues no estaba destinado a manejarla.

No se le había honrado con ese talento.

El enfado surcó su rostro. Había hecho bien en rechazar el consejo de su madre. Tras un instante de vacilación, siguió los pasos de su emperador, dando la espalda a la magia que lo había salvado de niño.

Kanako observó cómo su único hijo desaparecía en la oscuridad al pie de las escaleras. Un dolor profundo se desplegó detrás de su corazón, se retorció por su pecho y anidó en su estómago: una anguila resbaladiza que merodeaba entre los juncos, al acecho.

Sabía que la lealtad de su hijo guerrero hacia su soberano no flaquearía, pero lo había puesto a prueba de todos modos. Sólo para ver su reacción. Sólo para ver si cambiaba de parecer. Raiden se encontraba en ese típico momento de la vida en el que lo quería todo, en el que creía que lo sabía todo y en el que esperaba vivir para siempre. A veces se daban consecuencias inesperadas.

Pero el tiempo le había enseñado a Kanako que aquellas ocasiones eran pocas. La muerte siempre se cobraba su deuda. Lo único que permanecía invariablemente era el poder. El poder que tenías. El poder que dabas.

El poder que ocultabas.