H de halcón


V.1: marzo de 2020

Título original: H is for Hawk


© Helen Macdonald, 2014

© de la traducción, Joan Eloi Roca, 2015

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2020

Todos los derechos reservados, incluido el derecho de reproducción total o parcial en cualquier forma.

Edición original de Jonathan Cape 2014. 


Diseño de cubierta: Taller de los Libros

Imagen de cubierta: Chris Wormell


Revisión técnica: Carlos Galindo


Publicado por Ático de los Libros

C/ Aragó, 287, 2.º 1.ª

08009 Barcelona

info@aticodeloslibros.com

www.aticodeloslibros.com


ISBN: 978-84-17743-74-1

THEMA: DNBL

Conversión a ebook: Taller de los Libros


Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

H DE HALCÓN

Helen Macdonald


Traducción de Joan Eloi Roca
Revisión técnica por el cetrero Carlos Galindo

1

Sobre la autora

3

Helen Macdonald es escritora, poeta, ilustradora, historiadora y profesora del Departamento de Historia y Filosofía de la Ciencia de la Universidad de Cambridge. También fue investigadora en el Jesus College de la Universidad de Cambridge.

Es la autora de una historia cultural de los halcones, titulada Falcon (2006), y de varios textos de poesía. En tanto que cetrera profesional, ha participado en proyectos de conservación e investigación de aves salvajes en Eurasia.


Fotografía de la autora: © Marzena Pogorzaly

H de halcón


Premio Samuel Johnson al mejor libro de No Ficción


Premio Costa al mejor libro del año



A raíz de la inesperada muerte de su padre, Helen Macdonald decide comprar y adiestrar un azor, el ave de presa más peligrosa y letal. Así empieza un viaje de exploración a lo más profundo del dolor y de lo salvaje, que llevará a la autora al límite de la locura y cambiará su vida.

Destinado a convertirse en un clásico, H de halcón es un libro sobre el recuerdo, la naturaleza y el ser humano. Una lección magistral acerca de cómo reconciliar la vida y la muerte.

H de halcón se convirtió en un fenómeno de ventas en Reino Unido, donde ganó los prestigiosos premios Samuel Johnson y Costa y cosechó elogios unánimes de la crítica literaria anglosajona.




«Es música. No he podido parar de leer hasta terminarlo.»

Mark Haddon


«Un libro exuberante que eleva al lector como un ave rapaz ascendiendo hacia el cielo.»

Philip Hoare


«El hermoso y casi salvaje libro de Helen Macdonald nos recuerda que la excelente escritura desnuda el carácter íntimo de la naturaleza indomable.»

The New York Times


«Un relato completamente realista de una relación humana con una conciencia animal… Es una maravilla.»

The Sunday Times

Contenido


Portada

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Página de créditos

Sobre este libro

Dedicatoria



Parte I

1. Paciencia

2. Perdida

3. Mundos pequeños

4. El señor White

5. Aferrarse

6. La caja de estrellas

7. Invisibilidad

8. El interior de Rembrandt

9. Rito de paso

10. Oscuridad

11. Salir de casa

12. En los márgenes

13. Alicia, cayendo

14. La línea

15. Por quién doblan…

16. Lluvia

17. Calor


Parte II

18. Volando libre

19. Extinción

20. Esconderse

21. Miedo

22. Día de la Manzana

23. Réquiem

24. Drogas

25. Lugares mágicos

26. El paso del tiempo

27. El nuevo mundo

28. Historias de invierno

29. Llega la primavera

30. La tierra se mueve

Epílogo


Notas
Notas del traductor
Agradecimientos

Sobre la autora


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A mi familia


Agradecimientos


En primer lugar tengo que dar las gracias a las personas que hicieron que este libro fuera posible: Jessica Woollard, mi maravillosa agente, por su amistad, profesionalidad y enorme apoyo, y sus colegas en The Marsh Agency. Mi más profunda gratitud y agradecimiento también para el extraordinario e inspirador editor Dan Franklin, y sus colegas Clare Bullock, Ruth Waldram, Joe Pickering, y a todo el equipo que trabaja en Jonathan Cape.

A Jean M. Cannon, Pat Fox, Margi Tenney, Richard Workman y el resto de personal en el Centro de Humanidades Harry Ransom en la Universidad de Texas: gracias por vuestra paciencia, calidez y ayuda durante mi visita. Por supuesto, también quiero agradecer con todo mi cariño el apoyo de mi familia, por permitirme contar esta historia sin la menor vacilación o preocupación por lo que iba a decir. A Christina McLeish, por ser la mejor amiga, una maravillosa ayudante cetrera y un pilar de inmenso apoyo tanto después de la muerte de mi padre como durante la escritura de este libro. A Olivia Laing, cuyos libros son una fuente de inspiración constante, y cuyos sabios consejos y buen humor me ayudaron a seguir escribiendo. A Stuart Fall y Amanda Lingham por todo su amor y paciencia en mi época oscura. Y a mi familia adoptiva norteamericana, compuesta por algunas de las mejores personas que jamás han pisado la faz de la Tierra: Erin Gott, Paige Parkhill, Jim y Harriet Gott. A los dueños de tierras en las que volé mi halcón, y de los lugares en los que sin querer me adentré sin permiso, y al maravilloso personal de Costa Coffee, en Newmarket, por dejarme utilizar su cafetería como algo parecido al despacho de un escritor.

Ha habido mucha gente que me ha ayudado con su amistad y de otras maneras durante la escritura de este libro, y a las que también quiero dar las gracias: Pat Baylis, Steve Bodio, Lee Brindley, Tim Button, Tracy Carmichael, Jake Daum, Tim Dee, Steve Delaney, John Gallagher, William Goldsmith, que me mostraron amablemente las instalaciones de la escuela de Stowe durante un día de clase; Andrew Hunter, quien crio y alimentó a mi azor; Tony James, Polly Appleby, Archie James, Conor Jameson, Boris Jardine, Nick Jardine, Bill Jones, Lauren Kassell, Josh Lida, Greg Liebenhals, Scott McNeff, Gordon Mellor, Toby Metcalf, Adam Norrie, Rebecca O’Connor, Ian Patterson, Robert Penney, John Pitmann, Joanna Rabiger, Joe Ryan por sus pinzones, Katharine Stubbs y Lydia Wilson. Y un agradecimiento muy especial para Andrew Metcalf y Fiona Mozley.

Y, por último, y sobre todo, querría dar las gracias a mi padre, que me enseñó a amar el cambiante mundo y a mi bello azor, que me enseñó a volar después de que mi padre se hubiera ido. Mabel voló muchas temporadas más hasta que una súbita e incurable infección de aspergilosis, un horrible hongo que se contagia por el aire, se la llevó a esos bosques oscuros en los que habitan los perdidos y los muertos. La echo mucho de menos.

Parte I

1. Paciencia


Cuarenta y cinco minutos al noreste de Cambridge hay un paraje que he acabado amando profundamente. Es donde los humedales se convierten en tierra seca. Es un terreno de pinos de troncos retorcidos, de coches quemados, de señales de carretera fusiladas a perdigonazos y de bases de la Fuerza Aérea de Estados Unidos. Hay fantasmas en esas tierras, y las casas se mezclan con cuadrículas numeradas de pinos.* Hay espacios construidos para albergar bombas atómicas voladoras en túmulos cubiertos de hierba tras vallas de cuatro metros, salones de tatuajes y campos de golf de la Fuerza Aérea de Estados Unidos. En primavera, hay un estruendo terrible: tráfico constante de aviones, escopetas de balines sobre campos de guisantes, alondras totovías y motores a reacción. Esta región se conoce como las Brecklands —las tierras quebradas—, y es aquí donde acabé aquella mañana, hace siete años, a principios de primavera, en un viaje que no había planeado en absoluto. A las cinco de la madrugada llevaba un rato contemplando el cuadrado de luz que las farolas de la calle proyectaban sobre el techo de mi dormitorio, mientras escuchaba a un par de personas que habían salido tarde de una fiesta y charlaban en la acera. Me sentía extraña: demasiado cansada, demasiado estresada, como si me hubieran arrancado el cerebro y lo hubieran sustituido por papel de aluminio pasado por el microondas, arrugado, chamuscado y que todavía echaba chispas. ¡Uf! Tengo que salir de aquí, pensé, destapándome. ¡Fuera! Me puse los tejanos, las botas y un suéter, me escaldé la lengua con café hirviendo y solo cuando mi antiguo y congelado Volkswagen y yo estuvimos a medio camino por la A14 comprendí a dónde me dirigía y por qué. Ahí fuera, más allá del empañado parabrisas y de las líneas blancas, está el bosque. El bosque roto. Allí era a donde iba. A ver azores.

Sabía que sería difícil. Los azores nunca son fáciles. ¿Alguna vez has visto a un azor cazar un pájaro en el jardín trasero de tu casa? Yo no, pero sé que ha sucedido. He encontrado indicios. Sobre las baldosas del patio, en ocasiones, quedan pequeños fragmentos: una pequeña pata de pájaro cantor, semejante a la de un insecto, con la garra apretada allí donde los tendones se han desgarrado o —más horripilante— un pico desencajado, la parte de arriba del pico de un gorrión, o la de abajo, una pequeña cuenta cónica rojiza como bronce de cañón, ligeramente translúcida, con unas pocas plumas maxilares todavía adheridas. Pero quizá sí lo hayas visto: quizá mirabas por la ventana y apareció allí mismo, en el jardín, un halcón grande y feroz matando a una paloma, a un mirlo o a una urraca, y te pareció lo más salvaje, grande e impresionante que has visto nunca, como si alguien hubiera metido a un leopardo de las nieves en tu cocina y lo hubieras encontrado comiéndose al gato. Me he encontrado con gente en el supermercado o en la biblioteca que me ha dicho, con ojos como platos: «¡He visto a un azor cazar a un pájaro en el jardín trasero de mi casa esta mañana!». Y yo estoy a punto de abrir la boca y decir: «¡Gavilán!» cuando continúan: «Lo he comprobado en un libro de pájaros. Era un azor». Pero nunca lo es; los libros no funcionan. Cuando está luchando contra una paloma en tu jardín, un ave de presa se vuelve más grande que la vida, y las ilustraciones de los libros de ornitología nunca están a la altura del recuerdo. Veamos al gavilán. Es gris, con franjas blancas y negras en el vientre, ojos amarillos y cola larga. Junto a él está el azor. Este también es gris, con franjas blancas y negras en el vientre, ojos amarillos y cola larga. Piensas: Mmm. Has leído la descripción. Gavilán: de 30 a 40 centímetros de largo. Azores, de 48 a 60 centímetros. Ya está. Era enorme. Tenía que ser un azor. Son idénticos. La única diferencia es que los azores son más grandes. Solo más grandes.

No. En la vida real los azores se parecen a los gavilanes tanto como los leopardos se parecen a los gatos domésticos. Son más grandes, sí. Pero también son más fuertes, letales, aterradores y mucho, muchísimo más difíciles de ver. Son pájaros de bosque profundo, no de jardín. Son el grial oscuro de los aficionados a las aves. Puedes pasar una semana entera en un bosque lleno de azores y no ver ninguno, solo rastros de su presencia. Un silencio súbito, seguido por los cantos de los pávidos pájaros entre los árboles, y una sensación de que algo se ha movido justo más allá de nuestro campo de visión. Quizá encuentras sobre el suelo del bosque una paloma medio devorada entre un caos de plumas blancas. O puede que tengas suerte: paseando entre la niebla al amanecer vuelves la cabeza y ves durante una fracción de segundo la imagen de un pájaro pasando a toda velocidad, con sus garras cerradas y los ojos fijos en algún lejano objetivo. Una fracción de segundo basta para grabar la imagen de forma indeleble en tu memoria y despertar el deseo de más. Buscar azores es como buscar la gracia de Dios: llega, pero no a menudo, y no decides ni cuándo ni cómo. Pero aun así, es más probable encontrarlos en las mañanas despejadas y tranquilas de principios de primavera, porque es entonces cuando abandonan su mundo bajo los árboles para cortejarse a cielo abierto. Eso era lo que yo esperaba ver.



Cerré de golpe la destartalada puerta del coche y eché a andar con mis prismáticos a través de un bosque que el rocío había pulido como si fuera de peltre. Habían desaparecido fragmentos desde mi última visita. Encontré cuadrados de suelo destrozado; acres perfectamente delimitados con raíces arrancadas y agujas marchitándose sobre la tierra. Claros. Eso era lo que necesitaba. Lentamente, mi cerebro recuperó unos mecanismos que no había usado desde hacía meses. Durante mucho tiempo había vivido en bibliotecas y en despachos universitarios, frunciendo el ceño frente al ordenador, puntuando trabajos, yendo a la caza de referencias académicas. Este era un tipo distinto de caza. Aquí yo era un animal distinto. ¿Alguna vez has visto a un ciervo salir de su escondite? Da un paso, se detiene y se queda quieto, levanta el hocico y mira, olisquea. Puede que un espasmo nervioso le recorra los costados. Y entonces, una vez ha comprobado que no hay peligro, emerge por completo de los arbustos para pastar. Esa mañana, me sentía como el ciervo. No es que olfateara el aire, ni estaba inmóvil presa del miedo, sino que, igual que el ciervo, también yo era presa de una forma antigua y emocional de moverme a través del campo. Mi conducta y mi atención estaban más allá de mi control consciente. Algo dentro de mí me ordenaba cuándo y dónde debía pisar, sin que yo supiera por qué. Puede que fuera un millón de años de evolución, puede que fuera intuición, pero en mi caza con azor me siento tensa cuando camino o estoy de pie a la luz del sol, y siento que inconscientemente me inclino hacia zonas de penumbra o me deslizo hacia las estrechas y frías sombras que recorren los amplios pasillos entre el bosque de pinos. Me altero si oigo cantar a un arrendajo, o el ondulante y enojado clamor del cuervo. Cualquiera de estas dos cosas puede querer decir o bien ¡Peligro, humano! o ¡Peligro, azor! Y esa mañana intentaba encontrar a uno escondiéndome del otro. Las viejas intuiciones ancestrales que han unido tendones y alma durante milenios me controlaban y cumplían su función. Me hacían sentir incómoda bajo la brillante luz del sol; molesta si estaba en el lado equivocado de un monte, y me obligaron a caminar al otro lado de un matorral reseco para llegar a algo que había detrás y que resultó ser una balsa. Pájaros pequeños se levantaron en bandadas desde su orilla: pinzones vulgares, pinzones reales, una bandada de carboneros de cola larga que quedaron atrapados en las ramas de un sauce como si fueran brotes vivos de algodón.

La balsa se había formado en el cráter creado por la explosión de una bomba de una serie descargada por un bombardero alemán sobre Lakenheath durante la guerra. Era una anomalía acuática, un estanque entre dunas, rodeado por espesos bancales de juncos a muchos, muchos kilómetros del mar. Niego con la cabeza. Era extraño. Pero claro, aquí todo es muy extraño; y, caminando por el bosque, una encuentra todo tipo de cosas inesperadas. Grandes franjas de liquen de los renos, por ejemplo: pequeñas estrellas, inflorescencias e indicios de flora antigua sobre tierra exhausta. El liquen en verano cruje bajo los pies, es como si un trozo del ártico hubiera caído en el lugar equivocado del mundo. Por todas partes asoman los huesudos hombros y articulaciones del pedernal. Si la mañana es húmeda, se pueden recoger trozos de sílex afilados por artesanos neolíticos, pequeños fragmentos de roca que relucen en su barniz de agua fresca. Esta región era el centro de la industria del sílex en tiempos neolíticos. Y más adelante se hizo famosa por los conejos, que se criaban para aprovechar su carne y su piel. Antes, gigantescas madrigueras cerradas por setos de tojo salpicaban el suelo arenoso, y dejaron en herencia sus nombres a diversas zonas: Wangford Warren,* Lakenheath Warren… y, al final, los conejos trajeron el desastre. Su forma exhaustiva de pastar, sumada a la de las ovejas, redujeron la hierba de los prados a poco más que una fina capa de raíces sobre la arena. Allí donde se pastó más, el viento levanta la arena en remolinos y la transporta sobre la tierra. En 1688 fuertes vientos del suroeste levantaron el destrozado suelo hasta los cielos. Una vasta nube amarilla oscureció el sol. Toneladas de tierra se alzaron, desplazaron y luego cayeron. Brandon quedó rodeada de arena; Santon Downham soterrada, con su río completamente enterrado. Cuando el viento cesó, kilómetros de dunas se extendían entre Brandon y Barton Mills. La zona se hizo célebre por ser muy difícil de atravesar: dunas de tierra blanda, abrasadoras en verano e infestadas de salteadores de caminos por la noche. Nuestra propia Arabia deserta. John Evelyn las describió como las «arenas viajeras» que «tanto daño hacían al país, moviéndose de un sitio a otro, como las arenas de los desiertos de Libia, e inundando las fincas enteras de algunos caballeros».1

Y allí estaba yo, en pie entre las arenas viajeras de Evelyn. Los pinos ocultan la mayoría de las dunas —el bosque se plantó en la década de 1920 con el objetivo de tener madera para futuras guerras— y los salteadores hace tiempo que han desaparecido. Pero sigue dando la sensación de ser un lugar peligroso, medio enterrado, herido. Lo adoro porque de todos los lugares que conozco en Inglaterra, es el que me parece más salvaje. No es una naturaleza intacta como la cima de una montaña, sino una naturaleza desvencijada en la que la gente y la tierra han conspirado conjuntamente para crear un entorno extraño. Está impregnado de una historia rural alternativa, no compuesta por los habituales sueños ociosos de las grandes haciendas, sino forjada por la industria, la silvicultura, los desastres, el comercio y el trabajo. No se me ocurría ningún lugar mejor para encontrar azores. Encajan en este extraño paisaje de Breckland a la perfección, porque su historia es también una historia humana.

Y es un relato fascinante. Hace tiempo los azores habitaban en las islas británicas. «Hay varios tipos y tamaños de azores», escribió Richard Blome en 1618, «que difieren en bondad, fuerza y resistencia, según los diversos países en los que se crían; pero ninguno iguala a los de Moscovia, Noruega y el norte de Irlanda, especialmente los del condado de Tyrone».2 Pero las cualidades de los azores cayeron en el olvido con el advenimiento del cercado de las tierras, que limitó las posibilidades de que la gente corriente hiciera volar halcones, y la aparición de armas de fuego más precisas hizo que la caza con escopeta se pusiera más de moda que la cetrería entre la clase alta. Los azores dejaron de ser compañeros de caza y se convirtieron en alimañas. La persecución a la que los sometieron los guardabosques fue la gota que colmó el vaso para una población de azores ya muy debilitada por la pérdida de su hábitat natural. A finales del siglo xix, los azores británicos se extinguieron. Tengo una fotografía de los restos disecados de uno de los últimos pájaros que fueron abatidos: una foto en blanco y negro de un pájaro de una finca escocesa, en posición forzada, a reventar de relleno y con ojos de cristal. Los azores desaparecieron.

Pero en las décadas de 1960 y 1970 los cetreros iniciaron un plan discreto y extraoficial de reintroducción de estas aves en Gran Bretaña. El Club de Cetreros Británicos dedujo que por prácticamente lo mismo que costaba importar un azor del continente para cetrería, se podía traer una segunda ave y dejarla en libertad. Compra uno, libera a otro. No era algo difícil de hacer con un ave tan capaz de valerse por sí misma y tan depredadora como el azor. Bastaba ir a un bosque y abrir la jaula. Los cetreros liberaron azores por toda Gran Bretaña. Los pájaros procedían de Suecia, Alemania y Finlandia: la mayoría eran enormes azores pálidos de taiga. Muchos fueron liberados a propósito. Otros simplemente se perdieron, sobrevivieron, se encontraron y se reprodujeron en secreto y con éxito. Hoy sus descendientes alcanzan las cuatrocientas cincuenta parejas. Elusivos, espectaculares, completamente adaptados a su nuevo hogar, estos azores británicos me hacen feliz. Su mera existencia desmiente la idea de que lo natural es algo que nunca ha tenido contacto con corazones ni manos humanas. Lo salvaje puede ser creado por el ser humano.



Eran exactamente las ocho y media. Estaba mirando un pequeño ramito de mahonia que crecía entre la hierba, con sus hojas rojo oscuro como lustroso cuero de cerdo. Levanté la vista. Y entonces vi a mis azores. Allí estaban. Una pareja, elevándose sobre las copas de los árboles en el aire cada vez más cálido de la mañana. Un rayo de sol bañaba ardiente mi nuca, pero yo olía hielo al ver a aquellos azores elevarse. Olía hielo y tallos de helecho y resina de pino. Cóctel de azor. Estaban ascendiendo. Los azores en vuelo son de un complejo color gris. No gris teja, ni gris paloma, sino una especie de gris de nube de lluvia. A pesar de la distancia, alcanzaba a ver la gran almohadilla de maquillaje que forman sus plumas de debajo de la cola, con la gruesa y contundente cola tras ellas, y esa soberbia curvatura y doblez de las secundarias de un azor en ascenso que los hace totalmente distintos de los gavilanes. Había cuervos acosándolos, pero no les importaba. Ni siquiera los veían. Un cuervo se lanzó contra el macho y este se limitó a levantar un ala, como para dejar pasar al cuervo. El cuervo no era un idiota y no se mantuvo por debajo del azor mucho tiempo. Estos azores no estaban ofreciendo el espectáculo completo, no hubo ninguno de los picados ni ninguna de las acrobacias sobre los que había leído en los libros. Pero amaban el espacio entre ambos, y tallaban en él todo tipo de hermosos acordes y simetrías concéntricas. Un par de aletazos y el macho, el torzuelo, se ponía por encima de la hembra, la prima, y entonces planeaba hacia el norte de ella y luego descendía, rápido, como un tajo de cuchillo, realizaba un elegante dibujo caligráfico bajo ella y luego la prima de azor batía un ala y volvían a ascender juntos. Estaban sobre un bosquecillo de pinos, justo frente a mí. Y luego desaparecieron. En un instante mi par de azores estaba dibujando en el cielo líneas sacadas de un libro de física y al instante siguiente no había nada. No recuerdo haber bajado la vista, ni haberla desviado. Quizá pestañeé. Quizá era así de fácil. Y en ese ínfimo paréntesis negro que el cerebro camufla se habían hundido en el bosque.



Me senté, cansada y contenta. Los azores se habían marchado, el cielo estaba vacío. Pasó el tiempo. La longitud de onda de la luz a mi alrededor se acortó. El día se iba construyendo. Un gavilán, ligero como un juguete de madera de balsa y papel maché, pasó como un rayo a la altura de mi rodilla, planeando sobre unas zarzas y luego perdiéndose entre los árboles. Lo miré alejarse, ensimismada en rememoraciones. Este recuerdo era incandescente, irresistible. El aire olía a resina de pino y al vinagre alquitranado de las hormigas rojas de la madera. Mis pequeños dedos de niña aferraban la cadena de plástico de unos prismáticos de Alemania Oriental que colgaban, pesados, de mi cuello. Me aburría. Tenía nueve años. Papá estaba de pie a mi lado. Buscábamos gavilanes. Anidaban cerca, y esa tarde de julio esperábamos el tipo de avistamiento que a menudo nos ofrecían: un emerger como de submarino entre las copas de los pinos al alejarse; un atisbo de ojo amarillo; un pecho barrado contra las agujas de pino en movimiento o una rápida silueta recortada contra el cielo de Surrey. Durante un rato había sido emocionante contemplar la lobreguez entre los árboles y las regiones oscuras teñidas de naranja sangre donde las sombras y el sol dibujaban un pavimento de fantasía entre los pinos. Pero cuando tienes nueve años, no se te da bien esperar. Yo golpeaba la base de la valla con mis botas de goma. Me movía y distraía. Suspiré. Me colgué de la valla agarrándola con los dedos. Y entonces, mi padre me miró, entre exasperado y divertido, y me explicó una cosa. Me explicó la paciencia. Dijo que lo más importante de todo lo que tenía que recordar era lo siguiente: que cuando tenías muchas ganas de ver algo, en ocasiones lo que tenías que hacer era quedarte muy quieta en el mismo sitio, recordar lo mucho que querías verlo, y tener paciencia.

—Cuando estoy en el trabajo, haciendo fotografías para el periódico —dijo—, a veces tengo que quedarme sentado en el coche durante horas para conseguir la fotografía que quiero. No puedo levantarme a tomar una taza de té, ni siquiera para ir al baño. Tengo que tener paciencia. Si quieres ver halcones, tú también tienes que ser paciente.

Lo dijo solemne y serio, no enfadado; me estaba comunicando una de las verdades de los adultos, pero yo solo asentí de mal humor y me puse a mirar el suelo. Sonaba como una regañina, no como un consejo, y no comprendí lo que me estaba diciendo.

Pero aprendes. Hoy, pensé ahora que no tenía nueve años ni estaba aburrida, he tenido paciencia y los azores han venido. Me levanté lentamente, con las piernas un poco entumecidas después de tanto tiempo quieta, y descubrí que tenía un poco de liquen en una mano, un poquito de ese liquen ramificado color verde pálido capaz de sobrevivir a cualquier cosa que le suceda. Es la paciencia hecha ser vivo. Puedes coger liquen de los renos y apartarlo del sol, congelarlo y luego secarlo hasta que cruja: aun así no morirá. Pasa a un estado de hibernación y espera a que las cosas mejoren. Es impresionante. Sopesé la pequeña bola de minúsculas ramitas en la mano. Casi no se notaba que estaba allí. Siguiendo un súbito impulso, metí en el bolsillo interior de la chaqueta ese recuerdo robado al campo del día en que vi a los azores. Lo dejé en un estante cerca del teléfono. Tres semanas más tarde, lo estaba mirando cuando llamó mi madre y me dijo que mi padre había muerto.

2. Perdida


Estaba a punto de salir de casa cuando sonó el teléfono. Descolgué. De paso, con las llaves en la mano.

—¿Diga?

Una pausa. Mi madre. Solo tuvo que decir una frase. Fue la siguiente:

—Me han llamado del hospital Saint Thomas.

Entonces lo supe. Supe que mi padre había muerto. Supe que estaba muerto porque esa fue la frase que dijo mi madre después de la pausa y lo hizo en un tono de voz que no le había oído nunca antes. Muerto. Me derrumbé. Me fallaron las piernas, se doblaron y me quedé sentada sobre la alfombra, con el teléfono apretado contra mi oreja derecha, escuchando a mi madre y contemplando la pequeña bola de liquen de los renos en la estantería, imposiblemente ligera, un tenso enredo de oscuros tallos grises con puntas afiladas y polvorientas y espacios silenciosos llenos de aire entre ellos, y mamá diciendo que no habían podido hacer nada en el hospital, ha sido su corazón, creo, no se ha podido hacer nada, no hace falta que vengas esta noche, no vengas, estamos muy lejos, y es muy tarde, y son muchas horas conduciendo y no hace falta que vuelvas… y, por supuesto, todo esto no eran más que tonterías; ninguna de las dos sabía qué diablos se podía o debía hacer ni qué estaba pasando, más allá de la certeza de que nosotras dos y también mi hermano, todos, nos aferrábamos a un mundo que había desaparecido.

Colgué el teléfono. Todavía tenía las llaves en la mano. En ese mundo que había desaparecido iba a cenar con Christina, una filósofa australiana amiga mía que había estado allí todo el rato, sentada en el sofá, desde que había sonado el teléfono. Se quedó mirándome. Le conté lo que había pasado. Insistió en que fuéramos al restaurante porque habíamos reservado mesa, por supuesto que deberíamos ir, y fuimos, y pedimos, y nos trajeron la comida y yo no la toqué. El camarero se molestó y quiso saber si había habido algún problema. Bien.

Creo que Christina se lo dijo. No recuerdo que lo hiciera, pero el hombre hizo algo bastante extraordinario. Desapareció y luego se volvió a presentar en la mesa con expresión de angustia y preocupación y un brownie doble de chocolate, con helado y una hojita de menta encima, invitación de la casa, espolvoreado con coco y azúcar glas. Servido en un plato negro. Me lo quedé mirando. Esto es ridículo, pensé. Luego, ¿qué es eso? Cogí la menta del helado y la sostuve entre los dedos. Miré las dos pequeñas hojas y el diminuto tallo manchado de chocolate y pensé: Esto no va a poder plantarse y crecer. Emocionada y desconcertada porque un camarero creyera que un pastel y helado gratis bastarían para reconfortarme, miré el extremo del tallo cortado de la menta. Me recordaba a algo. Me esforcé por averiguar qué era. Y entonces volví tres días atrás, en Hampshire, fuera, en el jardín, en un resplandeciente fin de semana de marzo, sobresaltada porque papá tenía un corte muy feo en el antebrazo. ¡Te has cortado!, dije. Oh, eso, dijo él, colocando otro muelle en la cama elástica que estábamos montando para mi sobrina. Me lo hice el otro día. No me acuerdo cómo. Debí darme con algo. Pero no pasa nada. Pronto se curará, está cicatrizando bien. Ese fue el momento en el que el viejo mundo se acercó a mi oído, susurró un adiós y desapareció. Corrí entre la noche. Tenía que conducir hasta Hampshire. Tenía que ir ahora mismo. Porque ese corte no iba a cicatrizar. No iba a curarse.

He aquí una palabra. Duelo. O doliente. La palabra inglesa para duelo, bereavement, procede del inglés medieval «bereafian», que significa «desposeer de algo, arrebatar, aprehender, robar». Robado. Arrebatado. Todo el mundo lo sufre. Pero lo sientes sola. Por mucho que lo intentes, no puedes compartir la conmoción de la pérdida.

—Imagina —dije entonces a algunos amigos, intentando explicar con sinceridad lo que sentía—, imagina que toda tu familia está en una habitación. Sí, toda tu familia. Toda la gente a la que quieres. Y lo que sucede entonces es que alguien entra en la habitación y os da a todos un puñetazo en el estómago. A todos y cada uno. Un puñetazo muy fuerte. Tan fuerte que os tumba a todos al suelo. ¿Vale? Entonces todos compartís el mismo tipo de dolor, exactamente el mismo, pero estáis tan ocupados experimentando vuestra agonía que os sentís completamente solos. ¡Pues es así!

Terminé mi pequeño discurso triunfante, convencida de haber encontrado la manera perfecta de explicar cómo me sentía. Me extrañaron los rostros de conmiseración y horror que me encontré, pues no entendía que un ejemplo que ponía a las familias de mis amigos en habitaciones para que les dieran una paliza pareciera algo salido de la cabeza de una loca de atar.

Ni siquiera hoy puedo ponerlas en el orden correcto. Los recuerdos son como pesados bloques de vidrio. Puedo cambiarlos de sitio, pero no forman una historia. Un día estábamos caminando bajo las nubes desde Waterloo hacia el hospital. Respirar requería toda mi disciplina. Mamá se volvió hacia mí, con el rostro tenso, y dijo:

—Llegará un día en que todo esto parecerá solo un mal sueño.

Sus gafas, cuidadosamente dobladas, en la palma de la mano de mi madre. Su abrigo. Un sobre. Su reloj. Sus zapatos. Y cuando nos marchamos, llevándonos sus pertenencias en una bolsa de plástico, las nubes seguían allí, un friso de inmóviles cúmulos sobre el Támesis, planos como pinturas mate sobre cristal. En el puente de Waterloo nos inclinamos sobre la piedra de Portland y miramos a las aguas que pasaban por debajo. Sonreí entonces por primera vez, creo, desde la llamada. En parte porque el agua corría hacia el mar y este particular hecho físico tenía sentido cuando el resto del mundo había dejado de tenerlo. Y en parte porque una década atrás, papá había concebido un proyecto de fin de semana gloriosamente excéntrico. Había decidido fotografiar absolutamente todos los puentes que cruzaban el Támesis. Yo le acompañaba, a veces, los sábados por la mañana, en sus excursiones a los montes Cotswolds.* Mi papá siempre había sido mi papá, pero también mi amigo y un cómplice en aventuras como esta. Desde la verde fuente cerca de Cirencester, caminamos y exploramos, siguiendo el torrente agusanado y fangoso. Invadimos propiedades ajenas para fotografiar maderos que lo atravesaban, nos gritaron granjeros, nos persiguieron reses y estudiamos mapas con feroz concentración. Le llevó un año entero. Al final, lo consiguió. Todos y cada uno de los puentes. En algún lugar entre las cajas de diapositivas en casa de mi madre hay un registro fotográfico completo de todas las formas en que se puede cruzar el Támesis desde su nacimiento hasta su desembocadura.

Otro día, nos invadió el temor de no poder encontrar su coche. Lo había aparcado cerca del puente de Battersea y, por supuesto, no había regresado a por él. Lo buscamos durante horas, cada vez más desesperadas, registrando callejuelas y callejones sin salida. Ampliamos la búsqueda a calles que estaban a kilómetros de distancia de cualquier lugar en el que fuera plausible que estuviera el coche. Avanzado el día, ambas comprendimos que, aunque hubiéramos encontrado el Peugeot azul de papá con su acreditación de prensa puesta en la visera y sus cámaras en el maletero, la búsqueda habría sido en vano. Evidentemente, se lo había llevado la grúa. Encontré el número, llamé al depósito y dije al hombre que contestó el teléfono que el propietario del vehículo no podía recogerlo porque estaba muerto. Era mi padre. Que no había querido dejar el coche donde lo había dejado, pero que había muerto. Que de verdad no había querido aparcarlo mal. Frases de lunática, pronunciadas totalmente en serio, talladas en roca viva. No comprendí por qué se produjo un silencio incómodo en la línea. Al final, el hombre dijo:

—Oh, Dios, lo siento mucho. Mi más sentido pésame.

Pero podría haber dicho cualquier cosa y no habría significado nada. Tuvimos que llevar el certificado de defunción de papá al depósito para que no nos pusieran la multa. Tampoco significó nada.

Después del funeral volví a Cambridge. No pude dormir. Conduje mucho por ahí. Vi cómo el sol se ponía y cómo salía y cómo recorría el cielo entre tanto. Contemplé a las palomas desplegar la cola y cortejarse en elegantes pavanas en el jardín de casa. Los aviones seguían aterrizando, los coches seguían circulando y la gente seguía comprando y hablando y trabajando. Nada de eso tenía sentido. Durante semanas me sentí como si estuviera hecha de metal al rojo vivo. Así fue, hasta el punto de que estaba convencida, a pesar de todas las evidencias en contra, de que si me sentaba en una silla o sobre una cama, las fundiría y atravesaría.



Fue más o menos entonces cuando fui presa de una especie de locura. En retrospectiva, creo que nunca estuve verdaderamente loca. Más bien loca menos cinco. Siempre supe distinguir un pájaro de una sierra de mano, aunque en ocasiones me sorprendía lo mucho que se parecían. Sabía que no estaba loca del todo porque había visto a psicóticos antes y su locura es obvia, como el sabor de la sangre en la boca. Mi tipo de locura era distinto. Era tranquila y muy, muy peligrosa. Era una locura diseñada para mantenerme cuerda. Mi mente se esforzaba por construir sobre el vacío, por crear un mundo nuevo y habitable. El problema era que no tenía materiales con los que trabajar. No tenía pareja, no tenía hijos, no tenía casa. No tenía un empleo de nueve a cinco. Así que mi mente se aferró a lo que pudo. Estaba desesperada, e interpretaba mal el mundo. Empecé a notar conexiones curiosas entre cosas. Cosas que no tenían importancia adquirieron significados extraordinarios. Leía mi horóscopo y me lo creía. Augurios. Grandes ataques de déjà vu. Coincidencias. Recuerdos de cosas que todavía no habían sucedido. El tiempo ya no transcurría hacia adelante. Era una cosa sólida a la que podías empujar y sentir cómo ofrecía resistencia, una especie de fluido espeso, medio aire, medio cristal, que fluía en ambas direcciones y enviaba ondas de recuerdos hacia adelante y nuevos acontecimientos hacia atrás, así que las cosas nuevas que me encontraba me parecían souvenirs de un pasado lejano. A veces, en unas pocas ocasiones, sentada en el tren o en una cafetería, sentí que mi padre tenía que estar sentado cerca. Eso era reconfortante. Todo lo era. Porque así son las locuras normales durante el duelo. Lo aprendí en unos libros. Compré libros sobre el duelo, sobre la pérdida y el desconsuelo. Se desparramaban por mi escritorio en tambaleantes pilas. Como buena académica, creí que en ellos estaría la respuesta. ¿Me tranquilizó que me dijeran que todo el mundo ve fantasmas? ¿Que todo el mundo deja de comer? ¿O que no puede parar de comer? ¿O que el duelo viene en fases que están numeradas y etiquetadas como un entomólogo clasifica a sus escarabajos? Leí que después de la fase de negación viene el dolor. O la ira. O la culpa. Recuerdo que me preocupaba en qué fase estaba yo. Quería dar categorías taxonómicas al proceso, ordenarlo, hacerlo razonable. Pero no era razonable y no reconocía ninguna de esas tres emociones en absoluto.

Pasaron semanas. Cambió la estación. Volvieron las hojas, las mañanas se llenaron de luz, regresaron los vencejos, piando mientras volaban por los cielos del verano naciente sobre mi casa de Cambridge, y empecé a pensar que estaba mejor. Duelo normal, lo llaman. Eso es lo que era esto. Una remontada lenta y tranquila a la vida después de una pérdida. Pronto se curará. Todavía asoma a mis labios una sonrisa irónica cada vez que recuerdo mi fe ciega, porque estaba terriblemente equivocada. Una necesidad oculta avanzaba en mi interior. Tenía una sed insaciable de objetos, de amor, de cualquier cosa que sanase la pérdida y mi mente no tenía escrúpulos en reclutar a quien fuera o a lo que fuera necesario. En junio me enamoré, predecible y devastadoramente, de un hombre que echó a correr una milla entera en cuanto se dio cuenta de lo destrozada que estaba. Su marcha me aturdió y dejó prácticamente insensible. Aunque ahora ni siquiera puedo evocar el recuerdo de su rostro, y aunque sé no solo por qué salió corriendo sino además que, en principio, podría haber sido cualquiera, todavía guardo en el armario un vestido rojo que no me volveré a poner jamás. Así son las cosas.

Luego el mundo entero se puso de luto. Se abrieron los cielos y llovió y llovió. Las noticias iban llenas de inundaciones y ciudades ahogadas por las aguas; de pueblos perdidos en el fondo de lagos; de riadas que cortaban la autopista M4 y varaban a los vehículos en vacaciones; de kayaks navegando por las calles de las ciudades de Berkshire; del ascenso del nivel del mar; del descubrimiento de que el canal de la Mancha fue creado por el desbordamiento de un superlago gigante hace millones de años. Y continuó la lluvia, que enterró las calles en centímetro y medio de agua burbujeante, rompió los toldos de los comercios y provocó que el río Cam se desbordase con una crecida café-au-lait, llena de ramas rotas y sotobosque enlodado. El Apocalipsis había llegado a mi ciudad.

—Pues a mí no me parece que el tiempo esté tan raro —recuerdo que le dije a un amiga bajo la marquesina de un café mientras, por detrás de nuestras sillas, la lluvia golpeaba el pavimento con tanta fuerza que sorbíamos nuestro café envueltas en una neblina fría.

Mientras seguía cayendo la lluvia y las aguas se elevaban y yo me esforzaba por mantener la cabeza a flote, algo nuevo comenzó. Me despertaba con el ceño fruncido. Había vuelto a soñar con halcones. Empecé a soñar con azores constantemente. Aquí va otra palabra: «rapaz», que significa «ave de rapiña». Del latín «rapax», que quiere decir «que lleva, raptor, saqueador, ladrón, que se apodera». Procede del verbo «rapere», que significa «llevarse con violencia». Robar. Llevarse con violencia. Soñaba con azores, con un azor en particular. Unos años antes había trabajado en un centro de aves rapaces en el extremo oeste de Inglaterra, justo antes de que se convierta en Gales. Era una región de tierra roja, minas de carbón, bosques húmedos y azores salvajes. Este, una hembra adulta, había chocado contra una valla mientras cazaba y se había quedado sin sentido. Alguien la había recogido, inconsciente, la había metido en una caja de cartón y nos la había traído. ¿Tenía algo roto? ¿Estaba herida? Nos congregamos en una habitación en la penumbra con la caja sobre la mesa y la jefa metió su mano enguantada en la caja. Tras un pequeño forcejeo, emergió a la tenue luz, con su cresta encrespada y las plumas de su pecho barrado hinchadas en un merengue de agresión y miedo, una enorme y vieja azor hembra. Vieja porque tenía las garras retorcidas y polvorientas, los ojos de un naranja profundo y fogoso, y era preciosa. Preciosa como un acantilado de granito o una nube de tormenta. Llenó por completo la habitación. Tenía una enorme espalda de plumas grises blanqueadas por el sol, músculos fuertes como los de un pitbull y resultaba increíblemente intimidatoria, incluso para empleados cuyo trabajo cotidiano era cuidar águilas. Así de salvaje y aterradora era, como un gran reptil. Cuidadosamente, abrimos sus grandes y amplias alas mientras ella giraba en redondo el cuello para mirarnos, sin pestañear. Palpamos los estrechos huesos de sus alas y hombros para comprobar que no había nada roto, pasamos las yemas por huesos ligeros como tuberías huecas, cada uno de ellos surcado por voladizos internos de hueso como si fueran el interior del ala de un aeroplano. Comprobamos su clavícula, sus gruesas patas y dedos escamosos, y sus garras de dos centímetros y medio. Su vista también parecía correcta: le pusimos un dedo frente a cada ojo, por turnos.



Clac, clac, lanzó el pico. Luego volvió la cabeza y me miró directamente. Fijó sus ojos en los míos, sus pupilas negras clavadas en mí por encima de su negro pico curvo. Entonces, justo entonces, comprendí que este azor era mucho mayor que yo y mucho más importante. Y muchísimo más antiguo: un dinosaurio sacado del bosque de Dean. Había un diáfano aroma prehistórico en sus plumas; llegó a mi nariz, como pimienta, herrumbroso como la lluvia en una tormenta.

El ave estaba perfectamente. La sacamos fuera y la liberamos. Abrió las alas y en un segundo se había marchado. Voló sobre un matorral y desapareció de repente. Fue como si hubiera encontrado una rendija en el húmedo Gloucestershire y se hubiera colado por ella. Ese es el momento que seguía viendo, una y otra vez. Ese era el sueño recurrente. Desde entonces, el azor fue inevitable.

3. Mundos pequeños


Tenía doce años cuando vi por primera vez un azor adiestrado. ¡Por favor, por favor, por favor!, había suplicado a mis padres. Me habían dejado ir. Incluso me habían traído en coche. Cuidaremos bien de ella, había dicho el hombre. Llevaban pájaros en los puños: azores de ojos naranjas, tan distantes y sosegados como estatuas, con colas a rayas grises y plumas pectorales que formaban vermiculares mosaicos. Me quedé sin habla. Quería que mis padres se marchasen, pero cuando su coche arrancó y se alejó tuve que reprimirme para no salir corriendo tras él. Estaba aterrorizada. No por los azores, sino por los cetreros. Nunca había visto a hombres así. Vestían tweed y me ofrecían rapé. Eran hombres del tipo que pertenecía a los clubes sociales, conducían Range Rovers maltrechos y hablaban con vocales hechas a medida en Eton y Oxford y yo empezaba a sentir los primeros incómodos pálpitos de que aunque lo que yo más quería en el mundo era ser cetrera, era posible que yo no fuera del todo como esos hombres, que me vieran como una curiosidad más que como un espíritu afín. Pero aparté mis miedos a un lado en favor del silencio, pues era la primera vez que veía la cetrería en el campo. Nunca olvidaré este día, pensé. Un día yo seré como ellos.

Caminamos bajo la oscura luz del invierno sobre campos cubiertos de trigo joven. Grandes bandadas de zorzales reales cubrían el cielo, convirtiéndolo en algo extrañamente parecido a una manga del siglo xvibordada con perlas. Hacía frío. El barro se me pegaba a los pies y los hacía pesados. Al cabo de veinte minutos sucedió lo que esperaba, pero no estaba en absoluto preparada para ello. Un azor mató a un faisán. Fue un picado corto y brutal desde un roble hasta un espeso matorral húmedo; un impacto súbito, ahogado, ramas rompiéndose, aleteos, hombres corriendo y un pájaro muerto colocado con reverencia en un morral de cetrero. Me quedé a cierta distancia. Me mordí el labio. Sentí emociones para las cuales entonces aún no tenía nombre. Durante un rato no quise mirar a los hombres y a sus pájaros y mis ojos se deslizaron hacia los paneles de luz blanca recortados entre las ramas tras ellos. Luego me acerqué al matorral en el que el halcón había matado a su presa. Miré dentro. En lo más profundo de la fangosa oscuridad seis plumas cobrizas de faisán brillaban en una cuna de endrino. Una a una las liberé de entre las espinas y las recogí. Luego metí la mano con ellas dentro en el bolsillo y las protegí en mi puño cerrado como si estuviera aferrando la esencia de aquel instante. Lo que había presenciado era la muerte. No estaba segura de cómo me sentía.

Pero hubo más en ese día que mi primera visión de la muerte. Hubo algo más, y también me dio que pensar. Conforme avanzó la tarde, empezaron a desaparecer hombres de nuestra partida. Uno a uno, sus azores habían decidido que ya no querían tomar parte en aquella cacería, no habían encontrado ningún motivo para regresar con sus cuidadores y habían preferido posarse en árboles y contemplar plumosos e implacables cómo el crepúsculo desvanecía el paisaje de prados y madera. Al final del día faltaban tres hombres y tres azores, los primeros todavía esperando bajo las respectivas ramas en las que se habían posado los segundos. Sabía que los azores eran propensos a asalvajarse en los árboles, lo había leído en todos los libros de cetrería. «Por muy bien adiestrado que esté y por muy buen carácter que tenga», leí en Halcones y cetrería, de Frank Illingworth, «hay días en los que un azor adoptará una disposición muy particular. Se mostrará tenso, díscolo y poco sociable. Puede que muestre estos síntomas de locura transitoria durante una tarde de cacería. En ese caso, le esperan al cetrero horas de fastidio».1

Pero los hombres no parecían fastidiados, sino meramente fatalistas. Se encogían de hombros bajo sus cazadoras de algodón encerado y nos decían a los demás adiós con la mano. Caminábamos fatigosamente en la penumbra. Había algo de expedición polar maldita en el empeño, una especie de vibraciones caballerescas y eduardianas lo impregnaban todo. No, no, continuad. Solo os haré ir más lentos. El carácter de sus azores era peculiar, pero no era arisco. Era algo mucho más extraño. Parecía que los azores no nos vieran en absoluto, que hubieran abandonado nuestro mundo por completo y pasado a otro mucho más salvaje del que los humanos habían sido completamente borrados. Estos hombres sabían que habían desaparecido. No se podía hacer nada, excepto esperar. Así que los dejamos atrás mientras la niebla se espesaba en los campos a su alrededor; tres figuras solitarias que miraban hacia las copas de los árboles en el ocaso hibernal, confiando en que el mundo se arreglaría en algún momento y su azor regresaría a ellos. Y como las plumas que llevaba en el bolsillo, su espera también atraía a mi un tanto perplejo corazón.



Nunca olvidé aquellos pájaros silenciosos y obstinados. Pero cuando me convertí en cetrera, nunca quise volar uno de ellos. Me ponían nerviosa. Eran seres de muerte y dificultad: espeluznantes psicópatas de ojos pálidos que vivían y mataban en los bosques. Los halcones eran las aves rapaces que yo amaba: pájaros rápidos y fuertes, de alas afiladas, con ojos oscuros y una extraordinaria elegancia en el aire. Me alegraba su brío aéreo, su sociabilidad, sus sobrecogedores picados desde mil pies de altura, con el viento atravesando sus alas con el sonido de la lona al rasgarse. Eran tan distintos de los azores como los perros de los gatos. Más aún, parecían mejores23