Eduardo Labarca



LA REBELIÓN DE LA CHORA

Novela 

LABARCA, EDUARDO
La rebelión de la chora / Eduardo Labarca

Santiago de Chile: Catalonia, 2019

ISBN: 978-956-324-748-0
ISBN Digital: 978-956-324-753-4

NARRATIVA CHILENA
CH 863

Ilustración de portada: Rodrigo Valdés
Diseño y diagramación eBook: Sebastián Valdebenito M.
Corrección de texto: Cristine Molina
Dirección editorial: Arturo Infante Reñasco
Canciones citadas:
-Garota de Ipanema, Vinícius de Moraes y música de Antônio Carlos Jobim.
-El Pita, grupo Panteras Negras.

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, en todo o en parte, ni registrada o transmitida por sistema alguno de recuperación de información, en ninguna forma o medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin permiso previo, por escrito, de la editorial.

Primera edición: octubre 2019

ISBN: 978-956-324-748-0
ISBN Digital: 978-956-324-753-4
Registro de Propiedad Intelectual N° A-309361

© Eduardo Labarca, 2019

© Catalonia Ltda., 2019
Santa Isabel 1235, Providencia
Santiago de Chile
www.catalonia.cl – @catalonialibros

Índice de contenido
Portada
Créditos
Índice
PRIMERA PARTE Anécdotas del hotel fragante y la cárcel maloliente
SEGUNDA PARTE Anécdotas de la clínica privada
TERCERA PARTE Anécdotas de la mejor pistola del mundo
CUARTA PARTE Anécdotas de la penitenciaría en llamas
QUINTA PARTE Anécdotas del pabellón VIP
SEXTA PARTE Anécdotas del café con piernas

A María Elena,
por tu presencia,
tu paciencia,
tu inteligencia.
E. L.


Esta novela transcurre en un futuro 
que está a la vuelta de la esquina.

PRIMERA PARTE 
Anécdotas del hotel fragante y la cárcel maloliente

Capítulo 1

Olor. El olor de la cárcel en su ropa, el olor de la cárcel en su piel. Palmenia alejándose de la cárcel. Palmenia avanzando, escapando de sí misma, buscándose, recuperándose. Palmenia con la brisa de la primavera en el pelo, la brisa amable que le da la bienvenida. Palmenia explorando, tanteando con sus zapatillas gastadas las baldosas irregulares de la vereda que reciben sus pies a cada paso. Palmenia acogida por los gorriones urbanos y las ramas tristes de los árboles. Palmenia saludada por un cielo que nunca había sido tan azul. Palmenia libre y bienvenida. Palmenia resuelta a regresar a ese hotel donde en otoño todo había comenzado durante la Semana de la Moda de Milán, cuando tenía el pelo negro. Palmenia trigueña ahora.

Todo había comenzado en el espléndido Hotel Principe Di Savoia, en la Piazza della Repubblica. Un Alfa Romeo de los Carabinieri ronroneaba con el motor en marcha frente a las columnas de la entrada mientras los paparazzi fotografiaban a las modelos brasileñas, rusas, etíopes que descendían de las limusinas tras haber exhibido los modelos de la próxima temporada primavera-verano del hemisferio norte, en los que predominaban, con diseños estrambóticos, los chalecos amarillos, el atuendo de combate que había inundado las calles de los cinco continentes para terminar conquistando las pasarelas. Palmenia, ella, se acercaba a pie, solitaria, envuelta en un vestido semitransparente, rosado, cubierto hasta la cintura por una chaquetilla de paño negro con dos botones de nácar gris que la protegía apenas del frescor de esa tarde. Hubo alerta entre los fotógrafos. ¿Quién sería esa joven que venía con andar de hembra verdadera, gesto adusto y mirada profunda de dos ojos muy negros, sin la tiesura de escoba de las desnutridas muchachitas de plástico, percheros ambulantes que exhibían los modelos de los grandes de la moda a tranco militar? ¿Sudamericana? ¿Brasileña como tantas? ¿Venezolana, colombiana, argentina, peruana… quizás chilena? ¿Latina? ¿Por qué no andaluza o siciliana o maltesa o chipriota del Mediterráneo? Sudaca de allá o de acá, de América del Sur o del sur de Europa en todo caso. ¿Quién sino una sureña se adentraría en el paraíso de la moda sin collares, aros ni miriñaques, con el trapecio azabache del pelo liso rozándole los hombros y su encanto y nada más?

Palmenia no hizo caso de los relámpagos de las cámaras ni respondió a quienes le preguntaban su nombre, ni miró al portero de entorchados que se llevaba la mano a la gorra de mariscal, ni al maletero de levita gris que le abría paso, ni miró a la muchacha obesa que reclamaba su autógrafo. Desentendida del mundo, seguida por muchos ojos, traspasó la puerta giratoria por la que solo podían transitar quienes exhibieran la credencial de la Settimana della Moda u ostentaran como ella un talante de princesa.

Viéndola que ingresaba en el bar, el pianista intensamente negro parecido a Pelé detuvo en seco el valsecito que estaba tocando. Cuando conducida por el camarero canoso de andar chaplinesco Palmenia se hundía en el sillón frente a la mesita coronada por una lamparilla de luz tenue, el pianista comenzó a cantar suavemente, mirándola:

Moça do corpo dourado
do sol de Ipanema
o seu balançado é mais que um poema
é a coisa mais linda que eu já vi pasar…

Ah, se ela soubesse
que quando ela passa
o mundo inteirinho se enche de graça
e fica mais lindo
por causa do amor.

“Aperol-Bull”, pidió la chilena al tiempo que sus negras pupilas exploraban en 360 grados ese bar que era una pecera gigante con piso de mármol, cúpula de vitrales coloridos, estatuas griegas y esas mesitas muy bajas. Cada mesa era un mundo. Los abogados y hombres de negocios de la izquierda hablaban por sus telefoninos sin conversar entre ellos; las modelos del fondo comentaban las incidencias del día; dos africanos encartonados en ternos relucientes exhibían sus anillos de oro junto al bar; cerca de la entrada cuatro chinos guardaban un silencio enigmático; tres abuelas criticaban el mundo desde su atalaya de la derecha… Ellas orgullosas y orgullosos ellos de encontrarse en el bar más famoso de Europa. Al centro, una mesa larga atraía todas las miradas.

El camarero trajo una granadina analcohólica a un emir de túnica blanca cuya mujer asomaba las pupilas por un pliegue de la abaya negra que la envolvía de pies a cabeza. El árabe interrogó al garzón en inglés para saber quiénes eran los ocupantes de la mesa principal y Palmenia observó de reojo al camarero cuando henchía el pecho con la servilleta al brazo e iniciaba su disertación académica, ensalada mixta de inglés e italiano. La rubia de labios siliconados que reía a carcajadas era Donatella Versace; el flaco de rostro macilento flanqueado por dos atletas que podían ser sus nietos era Valentino; el señor de barbita tallada y anteojos de profesor era Eduardo Missoni y la rubia que lo acompañaba era “his wife… nipotina del presidente Allende del Cile”, frase que Palmenia, sorprendida, entendió a medias parando la oreja.

Sabelotodo orgulloso, el camarero señalaba a la “signora direttora” de Vogue mientras la mujer sin rostro del emir iba grabando con su iPhone a los famosos y famosas desde el fondo de su sotana negra. Palmenia timbró a su presa en la mesita de la izquierda: una cuarentona exuberante con incisivos de oro y un colchón de pelo platinado, cuya cartera boquiabierta exhibía en la silla una billetera obscenamente gorda. La chilena extrajo por un instante su celular Huawei y en la pantalla se iluminó el rostro moreno y viril de un veinteañero de negro pelo liso, nariz fina y dientes prominentes, y a él se encomendó:

—Papito Pirata, ayúdame —y desde el otro mundo su padre le deseó suerte con un guiño.

Cuando el mozo de pie plano se alejaba de la mesa de los árabes y se acercaba a la suya alzando la bandeja con la copa y un surtido de tapas, el cilindro acerado del lápiz labial se disparó de la mano de Palmenia y rodó hasta el punto exacto en que el garzón iba a posar la planta del zapato de charol. La frente del camarero azotó el canto de la mesa y la lluvia de aceitunas, prosciutto, daditos de parmesano y líquido ambarino fue sonorizada por Pelé con los acordes de la Quinta Sinfonía mientras la lata de Red Bull rodaba hasta el centro de la sala. En el instante en que Palmenia deslizaba la billetera de la vecina en los pliegues de su chaqueta, el pianista imprimió máxima intensidad a sus decibeles a golpes de pedal.

Un paquistaní de piel cenicienta, flaquísimo, trapeó la poza anaranjada de Aperol salpicada de rojo con la sangre brotada de la frente del camarero que reptaba a cuatro patas, al tiempo que estallaba el grito de la víctima del lanzazo, alarido subrayado desde el piano por acordes del Pájaro de fuego. En algún lugar el detective del hotel oprimió el botón que bloqueaba las puertas, y los porteros y los carabinieri hicieron el resto. La culpa del encarcelamiento de Palmenia la tuvo el zalamero supermán enturbantado que entregó al detective, un mostachudo con anteojos Ray-Ban que masticaba un cigarrillo electrónico, la tarjeta SIM de su mujer con el video que mostraba a la joven, que resultó ser chilena, en el momento en que sustraía el cuero preñado de billetes. Lo demás fue para Palmenia asunto de esposas de acero que le calzaron mientras Pelé tocaba la Marcha fúnebre, de cuarteles policiales, interrogatorios en un idioma italiano que desconocía, una fiscal con mirada de triunfo, jueces, cárcel.

Martina Lombardi, la abogada enamorada que había viajado a Chile a casarse en la población José María Caro con un lanza chileno al que había defendido en Italia, argumentó elocuentemente en su defensa: Palmenia había llegado a Milán con un grupo de turisti sudamericani, lo que desmentía la acusación de la joven fiscal de que formaba parte de una banda de borseggi chilenos; viajaba con il suo vero e proprio passaporto, a diferencia de los llamados “lanzas” que usaban documentos falsos; nunca había stato detenuta in Italia ni en otros países de Europa y la Interpol informaba que tampoco registraba antecedentes penales en Chile, prueba de su condotta irreprensibile precedente; el pianista brasileño declaraba haber visto que la inculpada estaba distraída cuando el lápiz labial que provocara la caída del camariere se le había escapado dalle mani casualmente, desvirtuando así la pretensión de la fiscal implacable de que se habría tratado de una estratagema per distrarre la presunta vittima; al ver la ostentosa billetera, la chilena había actuado per curiositá de conocer su contenido bajo un irresistibile impulso, descartándose todo dolo y premeditación de su parte; el aseador paquistaní había trovato il portafoglio con il suo contenuto en el suelo, quedando demostrado el propósito de la acusada de devolverlo de inmediato; incluso si se considerase erróneamente que pudo haber existido un acto intencional, se habría tratado de un hurto al descuido senza violenza; además il denaro non è stato toccato y su devolución demostraba el propósito de reparar con celo el mal causado; al recuperar la billetera con su contenido íntegro, la supuesta víctima non aveva subito alcun danno finanziario; por otra parte, quella signora, de nacionalidad rusa, había dicho que representaba a la petrolera Gazprom de su país, pero la empresa había respondido que no la conocían y la mujer había sido incapaz de explicar l’origine dei diciottomila euro que andaba trayendo in banconote di 500 tipicamente utilizzato dalla mafia, por lo que Vostra Signoria dovrebbe tener conto que se trata de una falsa agente comercial dedicada al reciclaggio di denaro de alguna organización criminal de su país, de modo que la vera colpevole que merecía una condanna esemplare sería la donna con i denti d’oro.

Al arribar a Milán en otoño, Palmenia solo había alcanzado a explorar la plaza e iglesia del Duomo y la Galleria Vittorio Emanuele II, donde se había procurado con arte de mechera chilena las prendas finas que le abrieron las puertas del Hotel Principe Di Savoia, pero por culpa de un supermán de turbante y su supermana enmascarada la habían detenido al tercer día. Condenada en primera instancia a una pena de ocho meses, la abogada Lombardi aprovechó el regreso de un fiscal navegado para negociar un acuerdo y sacarla absuelta cuando solo llevaba cuatro meses en la cárcel de San Vittore. La elegante muchacha de pelo negro que en el hotel había acaparado las miradas ha dejado de existir y la que acaba de emerger hacia la libertad cuando afuera revolotea la primavera es una mujer insignificante de pelo castaño desgreñado. Lo primero que Palmenia necesita es quitarse ese olor. Es el olor a suciedad antigua, a humedad y comida rancia de la cárcel, pero sobre todo olor intenso al aliento y el cuerpo de Ratana, la tailandesa.

Estatuaria, fina, de dedos largos, ojos profundos y negrísima cabellera hasta la cintura, Ratana, envuelta en una tela celeste con incrustaciones de oro, le había dado la bienvenida en la celda uniendo en una venia las palmas de las manos y desde ese instante entre ambas se soldó una relación intensa. Contrariando el reglamento, a la semana siguiente ya dormían abrazadas en una misma litera y así sería hasta la despedida de esta mañana. Sin un idioma común, “Rata”, como la chilena llamaba a la tailandesa, y “Palmy”, como la tailandesa la llamaba a ella, no solían intercambiar palabras, pero sus cuerpos se entendían en el idioma de los sentidos. Al poner los pies en la vereda, el olor de la piel, de la boca, del pelo, del sudor y del sexo de la asiática es lo primero que Palmenia se tiene que sacar para ser libre. Con el fin de desprenderse de ese olor debe expulsar del fondo de su organismo la intensidad del curry verde que excitaba sus deseos cada noche, cuando Ratana le servía con los dedos en la boca una ración de arroz anegado en esa salsa afrodisíaca.

La unión con Rata salvó a Palmy de las agresiones de las presas kosovares, albanesas y turcas y de las arremetidas sexuales de las serbias de cabeza rapada y swásticas tatuadas en el cuello. Ratana, suave y de movimientos delicados pero dura, durísima, envuelta siempre en su pha nung, la tela tailandesa de tres metros, se imponía por presencia. Llevaba cumplidos nueve años de una condena a quince por tráfico de heroína y era la interna más antigua y poderosa de San Vittore. Mandaba en la cocina preparando para las cien reclusas platos tailandeses cuya fragancia a coco, jengibre, tamarindo, salsa de pescado y curry rojo —el verde lo reservaba para la ceremonia que compartían cada noche— viajaba por encima del muro alto de ocho metros hasta las narices ansiosas de los mil quinientos reos de sexo masculino que se hacinaban del otro lado, resignados a alimentarse de pastas recocidas y pizzas arriscadas y a masturbarse con la música de fondo de las voces de mujeres que el hormigón no les permitía ver.

En la enfermería Ratana hacía masaje tailandés pagado en euros a las guardianas y codetenidas, y gratuitamente a Palmenia que a la vez le servía de asistente. La chilena había trabajado en Santiago como ayudante del masajista deportivo Pablo Ramis, que le había enseñado los fríos secretos del masaje sueco. Al salir esta mañana, Palmenia no solo conoce el recorrido del masaje tailandés que sube desde los dedos de los pies hasta alcanzar el cráneo, con enérgicos tirones, presiones y pisotones, sino también la existencia del Punto E —“the Erotic Point, E-Point”, lo llamaba Ratana en inglés, o “il Punto Erotico, Punto E”, en italiano— que cada ser humano, hombre o mujer, tiene en un lugar de su cuerpo. Con tenues roces de sus dedos como el posarse de una mariposa, las manos de Ratana iniciaban un viaje por la piel de la carcelera o la reclusa entregada a sus masajes.

Observándola, Palmenia iba aprendiendo que el Punto E de toda persona se sitúa en un lugar propio y generalmente inesperado de la superficie ­que va de las rodillas hasta el cuello y que puede encontrarse delante, en la espalda o en una zona interior o lateral de ese cuerpo. Para la mujer que yacía desnuda en la camilla de la enfermería, el descubrimiento, gracias al arte de Ratana, de ese Punto E cuya existencia y ubicación en su propia piel había ignorado hasta ese minuto era una experiencia poderosa, excitante que penetraba hasta las profundidades de su cuerpo para regresar trayendo una relajación desconocida de músculos y nervios que se plasmaba en una sonrisa placentera, una expresión de agradecimiento hacia la masajista cuyas manos habían provocado el milagro. Palmenia observaba que desde ese instante Ratana adquiría un secreto poder sobre la mujer que se había entregado a sus manos, de modo que las reclusas que pasaban por esas sesiones se convertían en sumisas seguidoras de la masajista, mientras que las carceleras, cuando eran tocadas por las yemas de sus dedos ablandaban su trato hacia Ratana, como si no tuvieran derecho a seguirla vigilando. Así se explicaba el poder indiscutido que la tailandesa ejercía en la sección femenina de San Vittore.

El primer domingo de cada uno de los cuatro meses que Palmenia permaneció en la cárcel, Ratana se ausentó del módulo silenciosamente a las diez de la mañana y regresó en forma igualmente silenciosa a las cinco de la tarde trayendo una botella de Baileys. ¿Dónde había estado? Brindando con Palmenia en pequeñas dosis antes de hundirse juntas en la litera cada noche, Ratana hacía durar la crema de whiskey irlandés a lo largo de treinta días. En cuanto a Palmenia, su Punto E se alojaba en una leve colina situada en la cara interior de su muslo derecho, tres centímetros bajo la ingle. El roce de la yema de un dedo ingrávido de Ratana en ese punto desencadenaba desde la carne de la chilena un ansia, excitación, erupción sexual placentera, irrefrenable, de modo que al igual que otras reclusas, y más que ellas por hallarse en íntima relación con la tailandesa, Palmenia se hallaba sometida a su dominación.

Para Palmenia, su relación con Ratana tenía un fondo de revancha, revancha con respecto a la Teruca, su madre, que nunca la había mimado ni acariciado y que solía repetir que “esta niña salió seca como un palo, ni siquiera lloró el día del nacimiento, no es como su melliza Fresia, llorona, redonda y blandita, que siempre me busca para que la regalonee”. Palmenia sabía que el desamor de su madre hacia ella tenía que ver con el Pirata. “Eres flaca, brusca, tiesa de mechas, cabeza de piedra como tu padre, además, calluza como él”, decía la Teruca usando la palabra con que el Tieso Hernández, el abuelo cartillero, se refería a las potrancas del hipódromo con el labio arriscado y los dientes a la vista. “Me enamoré del Pirata como huevona y miren lo que saqué, quiso matarme con una llave inglesa”, decía la Teruca separándose el pelo para exhibir la cicatriz. La muerte del Pirata había liberado a la viuda, pero solo en parte. Para erradicar al Pirata definitivamente de su vida, necesitaba “matar” en Palmenia los vestigios que le recordaban a su marido maltratador. La hija en cambio se aferraba a la figura de ese padre y a su parecido con él para resistir las arremetidas maternas, una resistencia tensa, angustiante que la dejaba vacía, exhausta. Cuando ayudaba a Ratana en sus masajes y luego las manos de la tailandesa recorrían su cuerpo, se afianzaba en Palmenia la autoestima que bajo su resistencia taimada no había germinado en plenitud en su adolescencia. En la plaza Che Guevara de la población Santa Estela, los muchachos jugaban a los empujones y pellizcos con la Fresia, su hermana gordita, coqueta y pródiga en sonrisas, que solía perderse con alguno en la oscuridad. Esos mismos muchachos se contenían ante una Palmenia distante, más alta, más esbelta, más llamativa y más “mujer” que su hermana, y solo el Zurdo Tito, líder de la Che Guevara, se sentaba junto a ella para una conversación de monosílabos. Pero el día en que el Zurdo quiso darle un beso, Palmenia lo atajó arriscando el labio superior y mostrando desafiante los hierros del frenillo corrector que el Flecha le había pagado donde una ortodoncista de la Gran Avenida al regreso de uno de sus viajes de lanza internacional, “para que no te digan calluza”. Gracias a Ratana, Palmenia adquiría ahora conciencia de que el cuerpo humano, empezando por el suyo propio, era un amasijo plagado de secretos, algo que en Chile, con Pablo Ramis, su maestro masajista, solo había alcanzado a vislumbrar. Y aunque Ratana le pedía diariamente que la masajeara, nunca pudo detectar el Punto E de su instructora: o bien Ratana carecía de él o lo ocultaba en lo más hondo para no ceder a la chilena una fuente de poder sobre ella.

En lugar de una noche de arremetidas enérgicas de Ratana, la que precedió la salida de Palmenia fue de caricias suaves y besos tenues, ceremonia que se inició cuando la tailandesa sirvió en vasos de plástico el concho de la última botella de Baileys para un brindis postrero. Palmenia alanzó a leer la tarjeta manuscrita que cayó de la caja en que venía el licor de crema: “Per Ratana con amore”. La cartulina llevaba impreso el perfil de un muro almenado, logo de la cárcel de San Vittore, y las palabras: “Dottore Anna Tarasconi – Direttore Generale”.

En la mañana de la despedida Ratana impuso en la blusa de la chilena un broche metálico con los rostros de los monarcas de Tailandia, Bhumibol Adulyadej, el que reinó durante setenta años, y la reina Sirikit, con cintas de colores colgando. Con esa condecoración bajo la chaquetilla gastada, Palmenia, la jovencita que cuatro meses antes había ingresado a San Vittore, era ahora al salir una mujer. Esa mujer ha recuperado en la guardia su celular y ha vuelto a pedir ayuda a la imagen luminosa de su papito de incisivos sobresalientes, el Pirata, asesinado a traición por el Alfeñique en un sitio eriazo de una población miserable de Santiago cuando ella tenía dos años. El Pirata le ha sonreído.

Capítulo 2

Trasladada a San Vittore en un furgón sin ventanas, Palmenia nunca ha visto la cárcel por fuera, y aunque a su llegada alcanzó a recorrer algunas calles del centro de Milán que desde Chile había estudiado en Google Maps, desconoce la zona apartada del Corso Margenta y la Porta Ticinese donde la acaban de liberar. En la calle descubre que está en plena ciudad. “Prego, per andare al Duomo”, pregunta a una señora que desgrana habas en la puerta de su casa y luego al dueño de un quiosco de diarios y más adelante a una madre pizpireta que avanza con su hijo de la mano. “Dritto sempre dritto”… “Alla sinistra”… “Alla dritta”… Caminando, observando, resuelta a volver al Duomo que apenas alcanzó a conocer, camina y camina... Recorre calles angostas, calles anchas, atraviesa plazas, escucha el eco de los niños jugando tras los muros de una escuela, divisa a través de la ventana a los oficinistas que toman en un bar el segundo cappuccino de la mañana y sigue caminando. La ciudad está despierta, ruidosa, funcionando. En una trattoria los camareros tienden los manteles y ponen los cubiertos para los comensales que han de acudir al llamado de la pizarra: Pizza Margherita, Linguine al pestoSogliola alla mugnaia... Los tranvías pasan por su lado y varias estaciones de metro quedan atrás, pero Palmenia sigue caminando: ¿un cuarto de hora?... ¿media hora?... ¿una hora?...

Un perro de hocico romo, color mostaza y manchas negras se le ha pegado a los talones desde la salida de la cárcel y la viene acompañando por las calles y avenidas, pero al descubrir que el animal tiene un ojo café y el otro celeste, el corazón de Palmenia da un brinco: el ojo zarco del Flecha, su padrastro, el lanza internacional más famoso de Chile, la ha seguido hasta aquí. La mirada inexpresiva del perro es la misma que exhibía el Flecha en la pantalla del televisor del cuarto de Palmenia la noche anterior a su partida hacia Europa. Micrófono en mano, Emilio Sullivan, Tío Milo, conductor del programa de Canal 15 En su propia trama, entrevistaba al héroe de la jornada, el guardia de la tienda Falabella de avenida Providencia, Abraham Mardones.

Entre la multitud que acudía a las ofertas de fin de temporada, el vigilante, alertado por el Tío Milo a través de la “muela” que llevaba en el oído derecho, había distinguido al Flecha cuando caminaba por la vereda en dirección a Tobalaba e iniciado las acciones con un pitazo de árbitro de fútbol. La televisión mostraba el instante en que agarrando al lanza por el cuello desde atrás, Mardones y varios transeúntes lo arrojaban al suelo. Oculto al interior de una camioneta, el Tío Milo comentaba ante las cámaras el suceso en tiempo real e intercalaba entrevistas grabadas esa mañana a vecinos de la Atalaya, el sector más exclusivo del exclusivo barrio de La Dehesa. Estupefactos, horrorizados, escandalizados, los vecinos que jamás habrían aceptado en su barrio a alguien que no fuese de su misma clase privilegiada se habían enterado de boca del Tío Milo de que un discreto habitante de ese paraíso que creían inexpugnable era nada menos que el famoso Flecha, que se había comprado una casa en las cumbres que dominaban Santiago con el dinero robado en Europa. “Que lo sequen en la cárcel... pena de muerte...” exigían varias dueñas de casa en la puerta de sus mansiones. Al Tío Milo, el OS9 de Carabineros lo había dateado sobre la presencia del lanza internacional en el barrio de la más elevada sociedad, como parte de una colaboración estrecha en que el periodista actuaba como “sapo” en las cacerías policiales. A pesar de ser invisible, vivir alerta y haber burlado a los policías más astutos del mundo, el Flecha no había detectado la fina red de vigilancia tendida en torno a él y su familia por los carabineros y el canal de televisión, que culminara con el seguimiento y su captura de esta mañana.

De nada le valían al Flecha los puñetazos, tirones y gritos amenazantes con que trataba de zafarse de los supermanes criollos desde el suelo, y Palmenia, viéndolo en pantalla, sintió en su propio cuerpo las patadas que llovían a su padrastro que se protegía la cara con las manos, al tiempo que el guardia Mardones traía un rollo de lámina de plástico para embalar. Uno de los aprehensores con estampa de jugador de rugby atenazaba las piernas del Flecha mientras los demás, sonriendo hacia las cámaras, lo iban envolviendo con la hoja transparente que el guardia desenrollaba. Mientras el rugbista lo inmovilizaba, los otros terminaban de plastificar al Flecha hacia arriba con los brazos pegados al cuerpo. La momia bien empaquetada quedaba tendida en las baldosas con apenas la boca, la nariz, los ojos y un mechón de pelo gris al aire. En la pantalla se exhibía la imagen detenida del rostro del prisionero y el Tío Milo invitaba a los telespectadores a que comprobaran que era cierto, que sí, que tenía los ojos de colores diferentes: no había dudas, se trataba del célebre lanza internacional del ojo zarco.

En las imágenes que siguieron, la alcaldesa de Providencia Ethel Mandel se bajaba en el sitio del suceso de una camioneta de Seguridad Ciudadana, felicitaba a los captores y asestaba al lanza plastificado un feroz puntapié por las costillas con una bota Chloé punteada de metal. Sobre la marcha la Mandel imponía la Medalla de Héroe Municipal al guardia Abraham Mardones, que agradecía con la V de la victoria, y la ceremonia culminaba cuando el voluntario musculoso que había inmovilizado al Flecha entregaba como trofeo a la alcaldesa el cuchillo mariposa que el lanza llevaba en el bolsillo en el momento de ser capturado. Los transeúntes pugnaban para tomarse selfies de cazadores de safari con la rodilla sobre el Flecha derribado en medio de aplausos, gritos, risotadas:

—¡Róbame la billetera ahora, Flechita!... ¡Matémoslo!... ¡Convirtámoslo en sushi!... ¡Tirémoslo al Mapocho!... ¡Metámosle caca de perro en la boca!... ¡Plastifiquémosle la nariz para que se asfixie!... ¡Te voy a hacer cosquillas, papito, a ver qué cara ponís!...

El Tío Milo emergía de la camioneta a entrevistar al alcalde de Las Condes, Jonás Labrín, y al de Vitacura, René Talavera, llegados a reiterar su apoyo a las detenciones ciudadanas y a la cruzada #plastificaunlanza que hacía furor en las redes sociales patrocinada por laquinta.com, lun.com, tele15.cl, radioagricultura.cl y ellibero.cl. Labrín se vanagloriaba de que su comuna fuese la número uno de Chile, con ochenta y siete lanzas plastificados en lo que iba del año, faltando solo trece para cumplir la meta del programa Intolerancia Cien. Con la entrevista al guardia Mardones y los acordes de la canción Money, el programa En su propia trama se iba a comerciales y el Tío Milo se despedía ufano hasta la próxima semana.

Esa noche, víspera de su viaje a Europa, Palmenia, que llevaba demasiado tiempo sin llorar, pudo por fin soltar las lágrimas que tenía atascadas, hasta que se fue quedando dormida. En la vida de Palmenia, el llanto era la columna de mercurio del barómetro de sus estados de ánimo. Los meses y años recientes habían sido de tiempo “seco”, frío, triste, y el llanto de esta noche marcaba la llegada de la “lluvia”, tiempo creativo, de fertilidad. Al amanecer apretó los párpados, saltó a tierra envuelta en el piyama de franela celeste comprado donde los chinos, se sacudió la languidez. La claridad del día se filtraba por el ventanuco del cuarto de baño cuando una ducha fría le devolvió el alma al cuerpo y disipó la hinchazón de sus ojos. Años atrás, cuando ella le habló vagamente del viaje que realizaría algún día, el Flecha le había advertido que “cualquier plan son gorgoritos, porque Europa es inesperada y tenís que tener el cuero duro y estar preparada pa’ lo mejor... o lo peor”. Amiga de los gorgoritos, Palmenia leyó en italiano en Internet y entendió a medias, el calendario de la Settimana della Moda de Milán, descubrió que el corazón de la ciudad era una iglesia llamada Duomo y guiándose por su intuición y por Google Maps, deambuló imaginariamente por las calles que conducían de ahí al Hotel Principe Di Savoia, epicentro de la Settimana.

No solo en verano sino aun en los inviernos rigurosos de Santiago, desde niña, para despabilarse, reanimarse y recuperar la fuerza, Palmenia había ido al encuentro del agua fría, agua manoteada en el rostro, rodándole por los brazos y dirigida a su pecho y su vientre con la manguera de la ducha. La niña, la adolescente, la mujer de hoy había preferido siempre tiritar al bajarse de la cama, a utilizar el agua caliente del cálifon Junkers a gas licuado que el Flecha, maestro chasquilla, ajustaba cada vez que volvía a la población Santa Estela de sus viajes de lanza internacional. Porque las noches de Palmenia con la luz apagada en la cama eran las horas de todas las dudas y todos los miedos, tiempo de tristeza pero también de gorgoritos e ideas acerca de su destino, de búsqueda a tientas de un camino en la oscuridad, hasta desembocar de amanecida en decisiones llamadas a solidificarse bajo el agua fría, a ser duraderas, sin marcha atrás. Una vez vestida y acabada de peinarse, ensayaba frente al espejo las “caras” que habría de usar ese día y algunas frases que tendría que pronunciar. La nueva jornada la dedicaba a ejecutar lo que hubiese decidido en la oscuridad y afinado bajo la luz de la mañana, y así había sido desde la noche de su décimo cumpleaños en que se había propuesto por primera vez hacer frente a los embates de la Teruca, su madre, en cada ocasión en que volviera a criticarla y enrostrarle su “cara de huevona que se caga en mí”. Solo cuando estaba con la regla gritaba “voy a dar el agua caliente” para que nadie sacara agua en la cocina y no se apagara el cálifon por falta de presión, y dejaba entonces que el líquido quemante escurriera por su cuerpo y por su pubis y acariciara los labios de su sexo y bajara por sus piernas hasta escurrir teñido de rojo por el desagüe del baño familiar.

La mañana primaveral de su viaje a Europa, tras aguantar el agua fría de pie dentro de la tina del baño de la pieza que arrendaba en la casa de la viuda doña Mariíta, el calor había avanzado por dentro de su cuerpo hasta sus orejas y las yemas de los dedos que comenzaron a arderle y latirle, y ella se miró al espejo y estuvo lista, alerta para partir. Desde el bus que la llevaba al aeropuerto, había visto al Flecha plastificado en la portada de los diarios que colgaban en los quioscos. En los postes se balanceaban letreros desteñidos con los rostros de Penélope y Augusto, los candidatos que se habían enfrentado meses antes en la segunda vuelta de la elección presidencial, ganada en forma aplastante por la mujer. Los grafiti languidecían en las paredes: “PENÉLOPE LAS MUJERES CONTIGO”... “AUGUS-FACHO ÁNDATE A LA CÁRCEL DE PUNTA PEUCO DONDE TUS COMPINCHES ASESINOS”... “PE-TI-SA PUTA LADRONA”... “AUGUSTITO SÁLVANOS DEL COMUNISMO COMO TU ABUELO”. Sentada en el avión pronto a despegar, Palmenia intentó comunicarse con su padrastro por el Huawei y al otro lado la saludó la voz del Flecha:

—Yo estoy bien, Palmenia. Voy saliendo del juzgado, estamos en la vereda con tu mami. La jueza tuvo que soltarme. Yo iba pasando, no existió delito ni tenía orden de detención, hasta me devolvieron la navaja mariposa.

—¿Qué vai a hacer, tío Flecha?

—A la salida del Mall del Crimen, un abogado gordito, “yo soy Hermosilla el Bueno”, dijo, me ofreció meter juicio y sacarles tremendo billete a esos hijos de puta, al guardia Mardones, a los supermanes que me plastificaron, al Tío Milo, al Livacic dueño del canal, a Falabella, a la alcaldesa que me pateó, a los pacos. Dice que va a defender mi honra y mis derechos.

—¿De dónde salió ese loco? Nosotros no tenemos ni honra ni derechos y terminamos en una fosa común. No te van a pagar ni una luca.

—Tú me conocís, le contesté que no, gracias. Yo, tranquilo, invisible...

La voz neutra y pasiva del Flecha concordaba con la mirada de derrotado que Palmenia había visto en pantalla cuando plastificaban a ese hombre al que ella se había arrimado desde niña y hasta el día del nacimiento de su Chanchito. Era el padrastro bondadoso que le acariciaba la cabeza cuando su madre arremetía contra ella: “La Teruca es así, no le hagái caso”. De bondad simple y cotidiana, el Flecha era el polo opuesto del Pirata, el varón asesinado cuya fotografía colgaba a la entrada de la casa “para que las mellizas sepan que tuvieron un padre, aunque haya sido un matón y un mequetrefe”, decía la Teruca delante de sus propias hijas. A los ocho años Palmenia había llevado a escondidas al cíber de la población la fotografía del Pirata para que le hicieran una fotocopia de la que nunca se separaba, porque el Flecha era el tío cariñoso que la hipnotizaba con su ojo azul, amigo del ingenio y la pillería sobre los métodos fuertes, pero el Pirata era, había sido, el guerrero feroz. Palmenia sabía que la sola astucia podía llevarla a que un día la plastificaran como al Flecha, y la pura violencia, a que la mataran como al Pirata. Ella se inspiraba en ambos intuyendo que según las circunstancias, el Flecha o el Pirata guiarían sus pasos.

El día en que el Flecha le regaló su viejo celular Samsung, Palmenia descargó la foto luminosa del Pirata en la pantalla y fue a enterrar la fotocopia ajada de la fotografía al pie de la mata de cardenales rojos del patio. La Teruca había hecho arrojar el cadáver del Pirata a la fosa común del cementerio y a falta de una tumba donde llevarle flores, Palmenia rendía culto a su padre ante esa planta que florecía cuando llegaba el mes de marzo. Aunque la madre decía a las mellizas que “por suerte ustedes no pueden acordarse de su padre que murió cuando tenían dos años”, Palmenia lo recordaba cada vez más intensamente, sentía de nuevo las manos de su Papito Pirata que la tomaba y la lanzaba hacia arriba, y volvía a oír a la Teruca gritando “deja tranquila a esa niña que se te va a caer”. El recuerdo de su padre iba poblándose de nuevas imágenes, de los diálogos que él y Palmenia tenían cuando ella apagaba la luz y lo llamaba antes de quedarse dormida. El Pirata era su leyenda, una leyenda que se renovaba y formaba parte de ella misma, de su propia vida, leyenda de imágenes que se acumulaban unas sobre otras, y ese hombre intransigente y sanguíneo, joven de rostro alegre y seductor, con dientes a la vista y negro pelo de cantante de tango, que había sido traicionado, era su guía, su conciencia, su padre infalible, su Papito Pirata acompañándola en los momentos difíciles. Es cierto que al fondo de la mirada de cordero degollado del Flecha cuando lo plastificaban Palmenia había atisbado también un destello, un propósito de venganza dura, la fumarola amenazante del volcán dormido que espera el momento de estallar, indicio de que, aunque prudente, el Flecha tramaba algo. El Pirata, en cambio, no había conocido la prudencia y eso le costó la vida.

En ese punto de los recuerdos que un perro le ha devuelto en Milán, Palmenia se vuelve hacia el animal que le menea la cola y le da un puntapié en las costillas como el que la alcaldesa Mandel propinó al Flecha en Falabella:

—¡Sale pa’ allá, quiltro maricón!

Hubiese preferido que el perro le mostrara los dientes, pero no: simulando una cojera, el cuadrúpedo escapa aullando con la cola entre las piernas por las callejuelas milanesas.

La brisa está fresca, Palmenia tiene que llegar a la Piazza del Duomo y en diagonal, en círculos, va siguiendo la evolución del sol, acercándose. Tiene que llegar y va llegando y finalmente lo ve: el Duomo, mole megalítica a la distancia se convierte a medida que se acerca en un edificio demasiado grande, inabarcable, montaña de piedra tallada con pórticos de madera y acumulación de escenas sagradas y estatuas de santos que se derraman desde muy arriba hasta el suelo en una fachada de ventanas ojivales, superficies lisas unas y rugosas otras, plagadas de figuras angélicas, monstruos de fauces abiertas y encaje cincelado en roca clara. El Duomo y su peinado: un bosque de torres puntiagudas…

Frente al Duomo la plaza habla español. Hombres que bajo el sol visten corbata y terno negro y mujeres de ropa sombría escuchan en círculo a un predicador de canas blancas que lee amenazadoramente una página de los evangelios con tonalidades andinas allí en Milán, en el norte bullente de Italia: canutos como en Chile. A través del megáfono a pilas el pastor peruano amenaza a los pecadores: “Dios los arrojará el fuego eterno donde imperan el llanto y el rechinar de dientes… ¡Alabado!”.

Al interior del templo, Palmenia camina por la nave de la izquierda hacia el cuadro iluminado de la Madonna dell’Aiuto que amamanta a su Niño aureolado de oro. Las figuras palpitan al ritmo de las llamas de las velas. La chilena introduce en la alcancía la moneda de un euro que Ratana ha dado a su Palmy para la suerte al despedirla, y la vela que enciende no es para agradecer su liberación sino para que la virgen la ayude en sus planes de ahora. Dentro del sostén se lleva una estampita de la virgen.

A espaldas de Palmenia queda el Duomo desde cuya cima de aguja la despide una silueta sobrehumana que proyecta la tierra hacia el cielo. El letrero está ahí a un costado donde en invierno lo había visto: “Autogrill”. Cumplida la promesa hecha a la madona, el Autogrill será el punto de partida, lo ha pensado y repensado, lo ha decidido en silencio en su celda. El Autogrill plagado de turistas de mochila y zapatillas deportivas en continuo movimiento...

Es un lugar de comida rápida donde los clientes de VISA Gold se codean con los mochileros que llegan con algún billete solitario, como el de veinte euros que una carcelera le pagó a cambio de una serie de masajes y que Palmenia acaricia en el bolsillo. Allí su ropa desteñida, remendada, no llamará la atención. El olor a orégano y queso fundido la saluda en la escalera cuando sube al entrepiso donde, recuerda, estaba el baño de mujeres y allí está, y en una mesita una latina ofrece jabón, champú, desodorante, pañuelos de papel, aspirinas, compresas femeninas, condones... Paga con el billete y la mujer le entrega dieciocho euros de vuelto, una pastillita de jabón envuelta como caramelo, treinta centímetros de toalla de papel y la ficha que abre la puerta de la ducha. Ella dice “gracias” y en ese instante en que comienza el cambio de piel de la chilena, las miradas de las mujeres se encuentran.

Palmenia tiene asco de sí misma, de su cuerpo, de ese cuerpo que exhala un olor que es más que olor a pobreza, abandono, suciedad, más que olor a miseria, que es olor a encierro, a insultos, humillaciones, a violencia, olor a cárcel, a odio y también un alegre olor a amor: amor si así pueden llamarse los cuatro meses vividos con Ratana. Su apasionada convivencia con la tailandesa es un episodio, el episodio de un cautiverio que ha terminado, que tiene cero validez fuera de los muros de San Vittore. Ese olor ha de quitárselo, no con el agua fría de sus mañanas, sino con el agua caliente, muy caliente, que rueda por su piel y que también debe lavar los recuerdos, como el recuerdo del osito panda de ojos contemplativos que Ratana tenía tatuado en el vientre cuyo cuerpo se amalgamaba y latía con las palpitaciones del pubis renegrido de la tailandesa. Tiene que quitarse los recuerdos para que su cuerpo ajeno de prisionera vuelva a ser el cuerpo de ella misma, arrancarse el olor, extraerlo de su piel, de su carne, de sus huesos, de su pelo, de su propio pubis, sacárselo de las narices y de la mente, jabonarse, refregarse así, enérgicamente en esta ducha del Autogrill de la Piazza del Duomo. Tiene que despedirse de los olores ajenos y recuperar el olor propio para ser ella nuevamente, y bajo el agua comienza a liberarse y a renacer...

Palmenia se ha jabonado, se ha enjuagado, se ha secado con la toalla de papel y su piel huele a naranjas, pero la libertad no es completa todavía. En la ropa que va vistiendo regresa la otra mitad del olor. La ropa sigue empapada de ese olor, esa ropa es la cárcel envolviéndola, Ratana abrazándola de nuevo a ella, a Palmy… Se mira en el espejo y va peinando su melena húmeda y ve los pies. Asoman por debajo de la puerta recortada de un retrete pero no son dos, son cuatro, dos escarpines celestes de mujer enfrentados a dos mocasines negros de hombre, pero no son esos pies en este baño de mujeres lo que le interesa, ni siquiera le importan los vaivenes de esos pies y los quejidos de gatos recién nacidos que les hacen eco, sino algo muy preciso, la cartera de falsa piel de cocodrilo, cartera femenina en el piso asomando por el espacio que queda bajo la puerta. Tric, trac, agacharse, abrir y cerrar, y el billete de cincuenta euros y la tarjeta American Express Platinum están ya en el bolsillo de su viejo jean agujereado por el uso, no por un afán de seguir la moda de los pantalones deshilachados. ¿Escapar?

No. Termina de pasarse el peine al que faltan tres dientes por ese pelo que desde su infancia ha sido negro y que ahora es castaño, aclarado en la cárcel con la manzanilla verum macerada que Ratana le aplicaba cada mañana. Palmenia recoge el labio y observa en el espejo sus dientes relucientes, los suyos, alineados y parejos —en Chile quedó su rostro de niña calluza— que la semana anterior fueron objeto de una limpieza minuciosa en la clínica dental de la cárcel, “clínica cinco estrellas” al decir de Malena, la argentina rubia de San Vittore, encarcelada como cómplice de la banda que penetró por un boquete a la bóveda de la Società Bancaria Milanese y escapó con doscientos ochenta millones de euros.

—Todos zafaron, menos yo, la boluda, me encontraron el cintillo de un toco de billetes, me lo había guardado de recuerdo. Me acusaron de haber estado de campana en un café frente al banco, conectada por celular con los de adentro, pero no encontraron ni el teléfono ni el número y los canas no pudieron probarme nada. En dos meses estoy fuera dándome la santa garufa. A la Argentina no vuelvo, me estaré moviendo por estos pagos donde mis amigos tienen flor de redes y nadan en Suiza y los paraísos fiscales como peces en el Río de la Plata... Eso es lo que se necesita hoy.

En el baño del Autogrill el ruido del picaporte le indica que la pareja sale de la cabina y en el cubículo de la ducha Palmenia contiene la respiración. La ceremonia de su baño ha terminado y al caminar hacia la salida advierte que la signora pipi de la mesita de la entrada trata de disimular las lágrimas con suspiros ahogados.

—¿Qué te pasa?

—Mi niño... Tuve que dejarlo solo, encerrado... Cuatro años... Está enfermo… Termino a las nueve de la noche, pues... —responde con cantadito acento boliviano.

Cuatro años, un poco mayor que el Chanchito, su hijo sin nombre, el hijo sin nombre de Palmenia que ahora tendrá tres años, seis meses, tres semanas y cinco días, según la cuenta que ha sacado hoy como todos los días, el hijo que al despertar cada mañana en San Vittore, se ha jurado rescatar. “Chanchito” porque en el único instante que lo vio era gordito y rosado... En Chile, en su población, la Santa Estela, las madres dejaban a sus hijos encerrados para subir a trabajar a los barrios altos de niñeras de hijos ajenos. Seguramente así mismo en Bolivia, como por lo visto también en Milán, las madres dejaban a sus hijos solos durante el día... y a veces, tras un embarazo como el suyo, se veían obligadas como ella a abandonarlos para siempre. ¿Para siempre? 

—Toma.

Los entrega a la boliviana, adiós a los cincuenta euros. “Tú no cuidas la plata, eres como el Pirata, tu padre, que cuando lo mataron no tenía ni un centavo y tuve que criarlas a ustedes a puro ñeque”, se quejaba la Teruca, su madre, pero así era ella, Palmenia, y el Pirata era su ejemplo. Y una cosa tenía clara sobre la vida aventurera que estaba iniciando: ella no se quedaría el pie de la montaña y ni siquiera a mitad de la pendiente como el Flecha, su padrastro, lanza internacional famoso en Chile y en Europa, al que cualquier guardia lo plastificaba y cualquier alcaldesa le daba una patada. Ella llegaría a la cúspide o… terminaría muerta en un rincón y en una fosa común como el Pirata, y si había de morir, la forma de la muerte y el lugar donde la enterraran daban lo mismo… Y ahora a otra cosa. A la pasada, con algunas de las monedas que le quedan saca de una máquina un paquete de tramezzini di pollo y una coca-cola y va almorzando mientras la escalera mecánica la transporta hacia abajo. Ha comenzado por el Autogrill, un local sin lujos, y en su avance debe continuar con un lugar sin pompa y por eso entra a un Upim que ofrece abbigliamento, accessori, y sabiendo que en los pasillos y a la entrada y salida de los probadores será grabada por las cámaras, se hunde con la cabeza gacha entre las prendas de un colgador, suelta, clicclac