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Colección

Portada

Copyright

Dedicatoria

Agradecimientos

Epígrafe

Prefacio a la edición en español. La cuestión policial como reto democrático

Prólogo. Interpelación

Introducción. Investigación

1. Situación

2. Cotidiano

3. Interacciones

4. Violencias

5. Discriminaciones

6. Política

7. Moral

Conclusión. Democracia

Epílogo. Tiempo

Posfacio. La vida pública de los libros

Notas

Bibliografía

colección

sociología y política

Didier Fassin

LA FUERZA DEL ORDEN

Una etnografía del accionar policial en las periferias urbanas

Traducción de
Andrea Varrotti

Fassin, Didier

© 2011, y 2011 y 2015, Éditions du Seuil, por el texto y por el posfacio

© 2012, Didier Fassin, por el prefacio a esta edición

© 2016, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.

Para Thomas, Baptiste y Camille.

Para sus amigos y amigas del barrio del M. y sus padres.

Agradecimientos

Al escribir este libro saldo una doble deuda. Deuda con los habitantes de los barrios populares, en especial los más jóvenes, de cuya experiencia con las fuerzas del orden, tan poco conocida y apenas visible, quise dar cuenta. Deuda también con los policías, y en particular con sus jefes, quienes, probablemente sin muchas expectativas sobre lo que podía esperarse de un investigador, no se extrañaron de que su actividad fuera objeto de estudio. Espero no haber traicionado la confianza ni de unos ni de otros.

Quiero agradecer al comisario que me recibió en un momento en que el Ministerio del Interior volvía a cerrar sus puertas a la investigación, así como al personal de su circunscripción –en especial a la Brigada Anticriminalidad– por haber facilitado siempre mi trabajo. Agradezco también a los profesores, los trabajadores sociales, los educadores populares, los adolescentes y los jóvenes que me hablaron de su experiencia con la policía. Mi investigación debería haberse prolongado, lo que me habría llevado a otros terrenos y me hubiera permitido profundizar las observaciones. El endurecimiento de las políticas securitarias francesas, que tiene por corolario la censura de trabajos científicos basados en la observación de las fuerzas del orden, me impidió profundizar el estudio y me convenció de la urgencia de publicar los resultados.

Durante mucho tiempo, este libro fue para mí un proyecto incierto. Por razones que intento explicar en la introducción, dudaba de poder terminarlo algún día. Si lo conseguí, se lo debo a los allegados que me ayudaron a hacerlo: a Thomas, por hacerme comprender la imperiosa necesidad de hacer público lo que había visto y oído; a Camille y Baptiste, por impulsarme a escribir para llegar a un público no académico. A contramano de la práctica más habitual con este tipo de trabajos –cuyos hallazgos parciales se someten al juicio de los pares en seminarios, coloquios o artículos–, sólo tuve tres lectores, a quienes agradezco con sinceridad por sus palabras de aliento y sus observaciones: Hugues Jallon, responsable de ciencias humanas en Seuil, quien acogió el proyecto con tanta amabilidad; Bruno Auerbach, quien se encargó de la revisión rigurosa del manuscrito, y Anne-Claire Defossez, quien ha seguido y acompañado su desarrollo desde el principio. En cuanto a la versión castellana, quiero expresar mi gratitud a Andrea Sosa Varrotti por su excelente traducción y a Ana Galdeano por su generosa supervisión: ha sido un placer trabajar con ellas. Como autor he introducido algunas modificaciones mínimas cuando eran necesarias para aclarar o actualizar el texto.

La redacción de esta obra contó con el apoyo del Consejo Europeo de Investigación en el marco de una beca de posgrado con la que fui premiado, y una subvención de este Consejo facilitó la publicación. Sin embargo, quizá no hubiese podido acometer la escritura de no haber disfrutado de las especiales condiciones de trabajo que ofrece el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, donde estoy en la actualidad. Aunque resulte paradójico, es en este lugar, tan alejado desde todo punto de vista de los suburbios populares en los que llevé a cabo mi investigación, donde pude no sólo hallar la concentración necesaria para escribir, sino también reconstituir mentalmente la atmósfera de los barrios y la presencia de quienes los habitan o los controlan.

La “parresia” es, por ende, el coraje de la verdad en quien habla y asume el riesgo de decir, a pesar de todo, toda la verdad que concibe, pero es también el coraje del interlocutor que acepta recibir como cierta la verdad ofensiva que escucha.

Michel Foucault, El coraje de la verdad: el gobierno de sí y de los otros II, Curso en el Collège de France (1983-1984), 2010

Prefacio a la edición en español[*]

La cuestión policial como reto democrático

En las últimas décadas, la policía se convirtió en objeto de debates públicos en muchos países, en general a raíz de agresiones perpetradas contra la población. Esta violencia fue considerada como un uso abusivo de la fuerza física delegada a la policía por el Estado, que, en principio, detenta su monopolio con el fin de preservar el orden público y garantizar la seguridad pública. Estas son, de hecho, las dos grandes misiones que, junto con otras más específicas como la investigación, el servicio de información o la vigilancia de las fronteras, caracterizan el trabajo policial en las sociedades contemporáneas: por un lado, el mantenimiento del orden en los espacios públicos, en particular en contextos de concentración de personas; por el otro, la protección de la seguridad de la gente, en especial ante actos de delincuencia. Ambas funciones dan lugar a prácticas muy diferentes y, por consiguiente, a desviaciones distintas. El control de una manifestación callejera poco tiene que ver con el patrullaje en los barrios populares, y el hecho de aporrear a una muchedumbre a tontas y a locas no responde a la misma lógica que el hostigamiento focalizado de determinados individuos, aun cuando a veces desembocan en el mismo resultado trágico: la muerte de una o varias personas.

Las democracias contemporáneas estuvieron más expuestas a uno u otro de estos problemas en función de sus historias singulares. Así, en Italia y en España, los debates en torno a la fuerza pública versaban, en primer lugar, sobre la violencia policial durante las protestas (contra la celebración de una cumbre internacional en Génova en julio de 2001, o contra la política de austeridad del gobierno conservador en Madrid en septiembre de 2012), mientras que en Gran Bretaña o en los Estados Unidos hacían referencia, sobre todo, a la violencia policial contra minorías o inmigrantes (en el caso de las revueltas de Londres en agosto de 2011, luego de la muerte de Mark Duggan durante un control de identidad, o de Ferguson en agosto de 2014, tras el homicidio de Michael Brown por un policía). También América Latina debió enfrentar estos dos tipos de uso excesivo de la fuerza pública, en especial con la represión de manifestaciones de poblaciones indígenas en Ecuador, o en la lucha contra la droga en las favelas de Brasil, donde las víctimas se cuentan por miles cada año.

Por su parte, en el transcurso de los últimos años, Francia conoció las situaciones, y los analistas intentaron, a veces, vincular ambas formas de violencia. Sin embargo, se trata de realidades que remiten a procesos sociológicos independientes y cuya equiparación no parece echar luz sobre el funcionamiento de la policía. Este libro hace referencia al trabajo de las fuerzas del orden sólo en el marco de su misión de seguridad pública y se esfuerza por comprender sus interacciones con la población de la periferia de las grandes ciudades. La justificación de esta elección responde a los repetidos disturbios de los que se plagó la vida de los barrios populares en los últimos treinta años. Una y otra vez, estos motines estallan tras el deceso de adolescentes o de adultos jóvenes –siempre hombres, siempre de sectores sociales modestos, siempre de origen inmigrante no europeo que viven en complejos de viviendas sociales– durante interacciones con la policía, ya se trate de homicidios o de accidentes. Por lo demás, el recorte temporal de la investigación que realicé corresponde al período que se extiende entre las revueltas de octubre de 2005, luego de la muerte de dos adolescentes refugiados en una subestación eléctrica para escapar de los policías que los perseguían en Clichy-sous-Bois, y las de noviembre de 2007, tras la muerte de dos jóvenes en motocicleta atropellados por un patrullero en Villiers-le-Bel (en el primer caso, los incidentes se propagaron al resto del país y terminaron en la proclamación del estado de emergencia, mientras que en el segundo, fueron contenidos de inmediato por una masiva intervención de las fuerzas el orden). No obstante, mi investigación no trata sobre los desórdenes urbanos –aun cuando relato varias escenas que tienen lugar en ese contexto–, sino, por el contrario, sobre lo que sucede cuando no hay ningún muerto, ni vehículo incendiado, ni edificio destruido. En resumen, se trata de aprehender lo cotidiano de la vida de las periferias urbanas.

Con este fin realicé un trabajo etnográfico. Para los lectores, el término puede evocar sociedades lejanas y, probablemente, culturas tradicionales, y aprendí a evitarlo en la presentación de mi trabajo frente a audiencias de no especialistas, en especial cuando se trataba de la propia policía, por sus connotaciones exóticas. Por lo tanto, corresponde aquí dar alguna explicación al respecto. La etnografía consiste en introducirse en la experiencia de hombres y mujeres en un contexto determinado y comunicarla: su forma de aprehender el mundo, de pensar su lugar en la sociedad y su relación con los otros, de justificar sus creencias y sus acciones. Es un intento por atravesar el espejo, por decirlo en cierto modo, y explorar otro universo, que a menudo comienza siendo ajeno pero que poco a poco se vuelve más familiar. En otras palabras, no se trata de producir alteridad, como puede suponer la imagen estereotipada del antropólogo a la que los propios antropólogos no son del todo reacios, sino, por el contrario, de producir cercanía, de descubrir que quienes parecían tan diferentes, irracionales o incomprensibles se asemejan a nosotros más de lo que pensábamos, actúan con más coherencia de lo que concebimos, y en todo caso, piensan y se comportan de un modo que puede volverse inteligible para todos. Esto es tan cierto para los nambikwara de Claude Lévi-Strauss y los balineses de Clifford Geertz, como para los policías de Baltimore o París.

Acabo de definir que la etnografía consiste en introducirse en la experiencia de los otros y comunicarla: ambos verbos son cruciales. Desde un punto de vista genealógico, la etnografía remite al trabajo de campo, como sabemos desde Bronislaw Malinowski. Desde una perspectiva etimológica, se refiere a escribir, como aprendimos con James Clifford y George Marcus. Por un lado, equivale a una inmersión en el seno de un grupo social que permita una observación a largo plazo de su actividad: de hecho, pasé quince meses patrullando complejos de viviendas sociales junto con la policía, sobre todo con brigadas anticriminalidad. Por el otro, implica dar cuenta de lo que uno vio, oyó o entendió: en este caso es una descripción de la policía tanto como una interpretación de su significación. Así y todo, en ninguna de estas dimensiones la etnografía es neutral: ella implica elecciones. En el campo, preferí el estudio del día a día por sobre lo sensacionalista que alimenta las crónicas mediáticas, la indagación acerca de la vida cotidiana de una estación de policía antes que sobre eventos espectaculares que alteran su curso, aun cuando de manera ocasional fuera testigo de lo que pueden llamarse “cuasi revueltas” que presentaban todas las premisas de una posible explosión de violencia. En la escritura, privilegié el relato de acontecimientos antes que el usual análisis sociológico, la descripción de escenas en lugar de discursos abstractos, y preferí insertar mis argumentos teóricos en situaciones empíricas, con la esperanza de que mi trabajo fuera accesible más allá del círculo de los especialistas. Así, puede verse esta etnografía sobre la actividad policial urbana como una aplicación tentativa del arte de la narración a la monotonía de la rutina.

¿Pero realmente necesitamos etnografías semejantes? Después de todo, contamos con excelentes informes periodísticos, vívidas autobiografías de expolicías, y destacables ficciones gracias a las novelas policiales, las películas y series de detectives. Además, es innegable que, a su modo, los científicos sociales también participan, a través de sus libros, artículos y conferencias, de la producción de representaciones públicas sobre el trabajo policial que se suman a la abundante literatura y filmografía sobre el tema. Entonces, ¿cuál es la diferencia? Desde luego, decir que los etnógrafos se esfuerzan por retratar la realidad tal cual es puede ser una correcta caracterización de su propio trabajo, pero no es distintivo y resulta engañoso. No es distintivo porque el cronista y el policía se atribuyen lo mismo, como también hacen a veces el novelista y el director de cine. Y es engañoso porque todas las descripciones del mundo social implican el uso de lentes específicos que permiten contemplar ciertas dimensiones más que otras. En lugar de definir los méritos de la etnografía en términos de realismo –aunque creo que es una parte significativa del esfuerzo etnográfico–, tal vez sea más acertado y útil hacerlo en términos de combinación de presencia y distancia. La presencia –estar ahí– supone una temporalidad que es a la vez instantánea (el ahora inmediato, cuando se produce una persecución automovilística o un control de identidad con cacheo) y expandida (la larga duración, que visibiliza las regularidades y las excepciones y, por lo tanto, vuelve perceptibles las discriminaciones): es la repetición al infinito del presente. Con la presencia viene una familiaridad recíproca entre el observador y el observado: de manera progresiva, se desarrolla una forma de confianza mutua que posibilita el acceso a la cotidianidad y al sentido común de los sujetos estudiados. La distancia –dar un paso al costado– es el resultado de una reacción simultánea de desconcierto (la permanente sorpresa frente a un estado de cosas dado) y de extrañamiento (el sentimiento de no pertenecer al grupo), así como también la búsqueda de una perspectiva nítida (dar vida al contexto general). Es una distanciación de lo dado por hecho. Con la distancia, lo que sucede en el trabajo de campo se analiza en relación con la trayectoria de los agentes, su ambiente profesional e institucional, el contexto ideológico y político en el que trabajan, y la configuración histórica y social más amplia. La combinación de presencia y distancia tiene así por consecuencia que la familiaridad nunca esté exenta de alienación: uno comprende la conducta de la policía tanto dentro de las lógicas del insider como desde la perspectiva del outsider.

Ahora bien, ¿cómo se traduce esta combinación en el análisis de las fuerzas del orden? Contrariamente a la imagen de la incesante actividad que suele asociarse al trabajo policial, incluso entre los propios agentes, siempre deseosos de enfatizar los excitantes momentos vividos frente a sus colegas, lo que suele prevalecer en las rondas que realizan en su circunscripción es el aburrimiento. Lejos de ser esa actividad heroica de arrestar ladrones y bandidos, como muchos imaginaron cuando entraron a ese trabajo, en general hacer cumplir la ley es sinónimo de inacción y tedio. El ritmo de sus expediciones urbanas se parece más a los episodios de The Wire, de los que mis interlocutores jamás escucharon hablar, que a las aventuras de los héroes de la serie The Shield, cuyas fotografías cubren las paredes de su sala común. Como se ha demostrado en numerosos estudios de diversos lugares del mundo, el tiempo efectivo que pasan respondiendo llamadas de la población –intervención reactiva– es muy limitado, lo que obliga a los policías a practicar el patrullaje aleatorio en busca de sospechosos –intervención proactiva–. Tanto más cuanto que en Francia, como en tantos otros países, ha habido una constante disminución del crimen, en especial en sus expresiones más serias y espectaculares, como los homicidios y los asaltos, mientras que el incremento observado de ciertas infracciones corresponde en general a delitos menores, que incluyen robos de celulares, o a incivilidades introducidas en la ley de manera reciente, como merodear en el hall de entrada de un edificio de departamentos. Por lo tanto, cualquier descripción del trabajo policial debería comenzar por la descripción de los días y las noches en que no sucede nada y se dedican a recorrer en auto la ciudad y los complejos de viviendas sociales a la espera de llamadas que rara vez se producen y que a menudo terminan siendo bromas o errores. Durante estas largas horas, sólo encuentran jóvenes de minorías étnicas reunidos en espacios públicos, inmigrantes que regresan a casa del trabajo, o romaníes dirigiéndose a sus campamentos, a quienes someten de forma indiscriminada a controles de identidad y cacheos a menudo agresivos y humillantes, con la esperanza de encontrarles una pequeña piedra de hachís, de identificar a un extranjero indocumentado, de descubrir evidencias de un improbable latrocinio, o como una simple forma de matar el tiempo. En estas tediosas condiciones, hechos menores como la polución sonora causada por una motocicleta o una pelea entre dos adolescentes a menudo se tornan eventos mayores que generan una frenética excitación en los equipos e intervenciones desproporcionadas e inapropiadas por parte de la policía, lo que provoca la indignación de la población local y a veces lleva a disturbios repentinos.

Al yuxtaponerla con lo que se conoce de otros países, esta imagen preliminar del patrullaje urbano en las ciudades periféricas francesas puede parecer relativamente banal para el lector, y lo es de hecho en muchos aspectos. Estudios realizados en Norteamérica y Europa Occidental durante los últimos cincuenta años demostraron las discrepancias existentes entre el contenido imaginado y la realidad del trabajo policial, y el enfoque discriminatorio sobre barrios desfavorecidos y sus habitantes. Sin embargo, el caso de Francia presenta una diferencia crucial con la mayoría de los países comparables: la policía posee una organización nacional y la seguridad se ha convirtido en un asunto nacional. Ambos elementos están relacionados, aunque su asociación de ninguna forma fue una necesidad lógica.

Por un lado, desde el Antiguo Régimen la función policial ha sido esencialmente concebida como una prerrogativa del Estado, reforzada por las políticas jacobinas de la Revolución y el centralismo autoritario de Joseph Fouché bajo el Imperio. Los intentos de desarrollar una policía municipal durante los siglos XIX y XX en gran medida fracasaron, aun cuando las iniciativas locales revivieron este proyecto en décadas recientes. Que la actividad policial esté organizada en una escala nacional y que sea una prerrogativa de Estado tiene dos importantes implicancias para las fuerzas del orden. En primer lugar, los policías son reclutados en todo el territorio nacional y, por lo tanto, suelen trabajar en lugares desconocidos para ellos. Aún más crucial para el entendimiento del terreno es el origen social de los reclutas. Cuatro de cada cinco provienen de áreas rurales o ciudades pequeñas, a menudo de familias blancas de clase trabajadora que viven en zonas desindustrializadas. Dado que su carrera se rige por la antigüedad, en su primer trabajo son asignados a los distritos menos deseables, es decir, a ciudades de la periferia, donde trabajarán en medio de una población desfavorecida de origen migratorio. La forma en que les hablan de este público durante su entrenamiento en la academia alimenta sentimientos de extrañamiento y hostilidad que sentirán al descubrir este nuevo ambiente urbano. En segundo lugar, los policías sólo rinden cuentas al Estado, concretamente al Ministerio del Interior. En otras palabras, el compromiso con la población o sus representantes electos no es una prioridad, como sí lo es en los Estados Unidos o en Gran Bretaña, donde la autoridad sobre la policía es local. En Francia, los intendentes, responsables ante su distrito electoral no sólo en términos de seguridad, sino también de las relaciones entre las instituciones y sus públicos, a menudo son vistos por policías y comisarios como adversarios que de manera sistemática toman partido en defensa de los habitantes, en su contra. Por mucho tiempo se dijo que esta organización de las fuerzas del orden garantizaba un trato igualitario a nivel nacional y evitaba la corrupción a nivel local. Pero en las últimas tres décadas, lejos de ser una entidad distante y neutral, el Estado al que rinden cuentas los policías ha sido encabezado en ocasiones sucesivas por ambiciosos ministros del Interior que los utilizaron para ascender en sus carreras políticas. El ideal de imparcialidad se desvaneció de manera progresiva ya que las fuerzas del orden se convirtieron en un instrumento para conquistar el poder.

Además, se impuso en la agenda política nacional la cuestión de la seguridad, un fenómeno cuyo origen puede rastrearse tres décadas atrás. La victoria histórica de la izquierda en las elecciones generales de 1981, después de veintitrés años de dominación conservadora, provocó la reestructuración del panorama político francés, con un rápido ascenso de la extrema derecha y el debilitamiento de la derecha tradicional. El Frente Nacional basó su éxito en dos cuestiones principales, la inmigración y la seguridad, a menudo mezclándolas al presentar a los inmigrantes, o a sus hijos, como la mayor fuente de inseguridad. La respuesta del partido gaullista fue radicalizar su discurso, adoptando objetivos xenofóbicos traducidos en restricciones inmigratorias y produciendo declaraciones alarmistas sobre una supuesta inseguridad. Dos hombres, ambos ministros del Interior, fueron centrales en este proceso: Charles Pasqua en los años noventa y Nicolas Sarkozy en la década de 2000, el primero mentor político del segundo. Viéndolo en retrospectiva, el triunfo electoral de esta estrategia de rechazo y miedo es innegable, dado que los temas de la inmigración y la inseguridad jugaron un papel decisivo en tres elecciones generales consecutivas que posibilitaron diecisiete años continuos de presidencias conservadoras. Es llamativo que la construcción de la inmigración y la inseguridad como prioridades nacionales –en la última década, la inseguridad, sobre todo– ocurrió en un período en el que Francia estuvo mucho menos sometida que otros países a amenazas objetivas, en particular a las terroristas (que empezaron mucho más tarde, en 2015). Pero ante la ausencia de un enemigo externo, siguió siendo posible identificar un enemigo interno para justificar el pedido de seguridad y relacionarlo con la cuestión inmigratoria. Este discurso legitimó políticas represivas. Se aplicó una creciente limitación legal a los flujos migratorios, se desarrollaron tecnologías de control de fronteras y de comprobación de identidad, y hubo un auge del confinamiento y la deportación de inmigrantes indocumentados. Pero es en el frente de la seguridad donde el gobierno comprometió sus mayores esfuerzos. Las estadísticas criminales y la investigación pública cayeron bajo la autoridad única del ministro del Interior para permitir la manipulación de datos y evitar investigaciones independientes. La policía se benefició con el incremento de recursos humanos y tecnológicos, y se crearon unidades especiales, las brigadas anticriminalidad en particular. El sistema judicial siguió la misma tendencia, ya que los legisladores votaron nuevas leyes que ampliaron la definición de los delitos y garantizaron sanciones más severas, mientras que el Ejecutivo ejerció una creciente presión con la acusación de magistrados por indulgencia culposa. La intención no era implementar estas políticas por doquier y para cualquier caso: sólo afectan a territorios y poblaciones determinadas. Desde un punto de vista geográfico, su blanco principal fueron las ciudades, con sus complejos de viviendas sociales y, en términos sociales, los jóvenes de la clase trabajadora pertenecientes a las minorías étnicas. Las fuerzas del orden fueron una institución clave para regular estos territorios y controlar a estas poblaciones parcialmente abandonadas por el Estado, cuyas políticas contribuyeron en gran medida a la situación de segregación y estigmatización que enfrentaban.

Si se consideran las dos lógicas recién analizadas –las consecuencias de la organización nacional de la policía y su rendición de cuentas a nivel estatal, así como el uso instrumental de las cuestiones de seguridad e inmigración–, no es difícil comprender que en lugar de hacer cumplir la ley, como ellos describen su actividad, los policías que patrullan los barrios carenciados en realidad hacen cumplir un orden social caracterizado por una inequidad económica creciente y una expansión de la discriminación racial. Pero también resulta más claro que no lo hacen por propia iniciativa –aunque el perfil ideológico de quienes han sido asignados a las unidades especiales consigue que muchos de ellos sean propensos a demostrar un exceso de celo en la represión focalizada–, sino más bien como parte de una misión que el gobierno les asigna. En este punto, la etnografía se muestra irremplazable: primero, para demostrar el desplazamiento de la aplicación de la ley a la imposición del orden, y segundo, para articular las políticas nacionales y las prácticas locales. Sólo la paciente y meticulosa observación de lo que se ha vuelto la norma en el gobierno de estos territorios y de estas poblaciones puede dar cuenta de las manifestaciones concretas de este desplazamiento y de esta articulación en la vida cotidiana de las ciudades periféricas.

El despliegue de herramientas supuestamente neutrales en la evaluación del trabajo policial –y de un modo más general, en la actividad de todas las instituciones públicas– puede servir como ilustración: se le dio el famoso nombre de la politique du chiffre, la política de números. Al establecer objetivos cuantitativos prácticamente inalcanzables, en particular en términos de arrestos mensuales y tasas de casos resueltos, el gobierno obligó a la policía a desarrollar tácticas adaptativas focalizadas en dos tipos de transgresiones que a veces los policías llaman “variables de ajuste”: delitos relacionados con el uso de drogas y con residencia ilegal, en los que los transgresores son en ambos casos presas fáciles. De hecho, la práctica del control de identidad y cacheo focalizada en los jóvenes (en complejos de viviendas sociales o en centros citadinos) para el primero, y en los inmigrantes (en espacios públicos como estaciones de tren) para el segundo, tiene un alto rendimiento en términos de arrestos. Sin embargo, esta productividad tiene un costo social significativo, a saber, la trivialización de la discriminación racial que, aunque ilegal, es alentada por el gobierno.

Fue fascinante ver a los policías detener a adolescentes de minorías étnicas en barrios carenciados para cachearlos en busca de hachís, mientras hacían la vista gorda ante los estudiantes blancos de clase alta bajo la clara influencia de drogas en las proximidades de su universidad, así como fue desconcertante verlos seleccionar a individuos entre la muchedumbre que salía del subterráneo según su color de piel y su apariencia física para someterlos a controles de identidad. Ciertos policías expresaban su descontento por lo que consideraban un trabajo sucio que servía a intereses políticos en lugar de servir al bien público. Otros hallaban una obvia satisfacción en una política que aprobaban. De hecho, incluso cuando disentían con esta evaluación cuantitativa y sus consecuencias, los policías lo hacían más por razones prácticas que por razones morales: denunciaban la presión del resultado sobre su actividad antes que la violación de normas legales o deontológicas. Es notable que, en su primera declaración, Manuel Valls, el nuevo ministro del Interior nombrado luego de la elección del presidente socialista François Hollande en mayo de 2012, anunciara el fin de la política de números, una decisión aplaudida por sindicatos policiales, mientras manifestaba su reticencia con respecto a la medida propuesta por organizaciones no gubernamentales, activistas y abogados para regular la práctica de detención y cacheo que, en concreto, consistía en la presentación de una constancia por cada individuo revisado. En otras palabras, ya no se incentivó el acoso de jóvenes e inmigrantes, pero tampoco se concibió ningún mecanismo para prevenirlo.

Hasta aquí, la historia parece la narración de un momento en la historia francesa: su giro represivo. Y hay una decidida especificidad nacional en las fuerzas del orden: la policía en los Estados Unidos, Gran Bretaña o Brasil tiene organización, reclutamiento, entrenamiento, supervisión, normas profesionales y regulaciones disciplinarias distintas. Sin embargo, como resultado de la convergencia mundial de un modelo dominante de patrullaje urbano y de la red global de las instituciones de orden público, las políticas y las prácticas se han vuelto cada vez más similares a nivel transnacional. La policía francesa contemporánea se parece más a la de los Estados Unidos de hoy en día que a la policía de la Francia de antaño. Es significativo que, en 2011, se produjeran debates y se iniciaran demandas sobre el control por portación de cara de forma simultánea en París y en Nueva York. Las observaciones hechas en un lugar pueden, por lo tanto, ser válidas en otro. Los análisis sobre el poder discrecional de la policía, sobre su justificación del secreto profesional o su representación del público como hostil, en investigaciones sociológicas y políticas norteamericanas realizadas durante los años sesenta y setenta, fueron igual de relevantes para abordar las fuerzas del orden europeas. Del mismo modo, en los avances presentados en este libro, creo que mi discusión sobre discriminación y violencia, y sobre las frecuentes reticencias de los científicos sociales para tratar estas cuestiones, permite que el planteo tenga una pertinencia más amplia; que mi estudio de la economía moral de la actividad policial y los compromisos prácticos de los policías con la ética posee un alcance general, dado que los agentes siempre deben intentar explicar sus actos, en especial cuando difieren de lo que su deontología implica; y que mi propuesta para interpretar el trabajo policial en relación con la situación histórica y sus implicaciones políticas es crucial para entender cómo es la fuerza del orden en un contexto dado. Esta es la paradoja de todo trabajo de campo: lo singular revela lo general; la etnografía se vuelve una antropología. Sólo adentrándose en los detalles de un mundo social específico en un momento particular se puede acceder a procesos y lógicas que tienen un significado más amplio. Entonces, la pregunta por la posible extrapolación de resultados empíricos desde una observación local a una sociedad en general, objetada tan a menudo a la etnografía, está mal articulada, y difícilmente tenga sentido alguno en esta formulación. El problema no es saber si la policía actúa de manera idéntica en todas partes, dentro de un territorio nacional o más allá de las fronteras, sino si el tipo de relación que establece con determinado público, la forma en que los incentivos políticos influyen en sus prácticas, los efectos de varios sistemas de evaluación y sanción de sus conductas, o la justificación que proporcionan de sus comportamientos desviados son generalizables. Si, como sostengo, lo son –con ciertas precauciones metodológicas, por supuesto–, entonces deben extraerse algunas lecciones generales de mi investigación en los barrios desfavorecidos de la periferia francesa.

La lección más cabal es la siguiente. El mundo contemporáneo es cada vez más desigual tanto al comparar los países entre sí como cuando se consideran diferentes sectores dentro de cada país. Las disparidades internacionales tienden a estimular los flujos migratorios hacia naciones más ricas, mientras las disparidades sociales tienden a marginalizar a quienes ya pertenecen a grupos estigmatizados por razones raciales y étnicas: ambas dinámicas convergen, a veces de una generación a la siguiente, con la trágica desilusión de padres inmigrantes que sacrificaron todo por sus hijos, a quienes ahora ven engrosar las filas de los desempleados y estigmatizados de las ciudades. En décadas recientes, la concentración de poblaciones empobrecidas y discriminadas, ya sea en zonas marginales de las ciudades (inner-city), como en los Estados Unidos, o en barrios periféricos (banlieues), como en Francia, han generado preocupación en el público, a menudo avivada por la derecha y rara vez canalizada por la izquierda. Como las inequidades se profundizaron, la respuesta política fue el despliegue de lo que suele describirse como un Estado punitivo esencialmente consagrado a las áreas segregadas y carenciadas, aun cuando no tienen las tasas de criminalidad más altas, y a los grupos étnicos y raciales minoritarios, que componen la empobrecida clase obrera: la policía se ha vuelto más dura y más gente es arrestada por delitos menores; la legislación fue revisada para imponer sentencias más pesadas, obligando a los magistrados a una mayor severidad, lo que resulta en encarcelamientos masivos. Quizá sería un funcionalismo simplista aseverar que la represión ejercida sobre los sectores más vulnerables de la sociedad sólo sirve para eludir la cuestión de la desigualdad creciente: en vez de hablar de justicia social, hablaríamos de orden social. Sin embargo, es innegable –el caso francés es paradigmático en este sentido– que hay dividendos políticos, tanto para gobiernos de derecha como de izquierda, no sólo por la represión, sino también por su publicitación e incluso su espectacularización, a través de la mediatización de impresionantes intervenciones policiales para arrestar a algunos sospechosos en un complejo de viviendas sociales, deportar inmigrantes indocumentados o expulsar romaníes de un campamento ilegal. Así, los gobiernos están dispuestos a pagar un alto precio ético por estos beneficios simbólicos, y delegan por lo tanto a la policía algo más que el monopolio legítimo de la violencia detentado por el Estado: el poder para ejercer poder de maneras ilícitas, para desplegar prácticas ilegales que nunca serían consideradas en otros contextos, para llevar adelante acciones que la moralidad más elemental haría inconcebibles en otros territorios y otras poblaciones, es decir, en palabras de Walter Benjamin, el poder de hacer de la excepción la regla en estos espacios. La reacción del gobierno francés ante los ataques del 13 de noviembre de 2015 en París muestra que esta tendencia atraviesa las divisiones partidarias y es más que nunca un desafío para la democracia en las sociedades contemporáneas.

¿Por qué, entonces, es tan importante disponer de etnografías de la actividad policial en las ciudades? La respuesta a esta pregunta ahora es más clara. No alcanza con decir que la etnografía provee una especie de inmersión en el mundo de las fuerzas del orden ya que nos permite entender qué sucede cuando la policía está en el terreno. Quizá sea más importante el hecho de que produce una visión de un mundo que se volvió invisible o al menos opaco para la mayoría de nosotros. Esto es lo que percibí en las numerosas respuestas que recibí de mis lectores, ya fueran periodistas especializados en cuestiones urbanas y sociales, quienes me contaron que sólo entonces fueron conscientes de una realidad que desconocían dada su usual confianza en fuentes oficiales, o jóvenes de las ciudades periféricas, que me confesaron cuánto significaba para ellos este libro por la credibilidad que dio a su versión de los hechos, en la que ni los medios ni los magistrados alguna vez creyeron. En ese sentido, al revelar lo que en general se oculta –o simplemente se ignora–, el etnógrafo restablece a los ciudadanos su responsabilidad de conocer lo que sucede y de participar de la esfera pública, y reinstituye a los individuos y a los grupos afectados por estas políticas el derecho a que su experiencia sea reconocida y su voz escuchada.

Didier Fassin

Princeton, 18 de noviembre de 2015

[*] Este texto es una versión modificada de los prefacios publicados en las traducciones inglesa (Enforcing Power, Polity Press) e italiana (La forza dell’ordine, La Linea) de esta obra.