LAS PEQUEÑAS ALEGRÍAS

V.1: mayo de 2019


Título original: Bonheurs du jour

© Éditions Albin Michel, 2018

© de la traducción, Claudia Casanova, 2019

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2019

Todos los derechos reservados.


Diseño de cubierta: Taller de los Libros


Publicado por Ático de los Libros

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ISBN: 978-84-17743-24-6

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LAS PEQUEÑAS ALEGRÍAS

La felicidad del instante

Marc Augé


Traducción de Claudia Casanova

1

Epílogo


La lista de las pequeñas alegrías no tiene fin. La de las desgracias tampoco, y no es mi intención aquí hacer una enumeración de las primeras para disimular la existencia de las segundas. La desgracia de la vida es, en primer lugar, la pobreza que exacerba, cuando no es ella la culpable, la angustia de la soledad, de la enfermedad, del cansancio y del desánimo. La desgracia de la vida es el rechazo por parte del otro o de los otros cuando comporta el desprecio por uno mismo. La desgracia de la vida es el espectáculo de la arrogancia financiera o del proselitismo ciego. La desgracia de la vida es el desfile cotidiano de la estulticia, de la crudeza, del egoísmo o de la indiferencia.

Sin embargo, cada uno de nosotros trata de vivir la vida de la mejor manera posible, más o menos bien, más o menos mal. En este libro he tratado de analizar esta empresa, que corresponde desde el principio a un esfuerzo para evitar la parálisis y para que aprendamos a movernos en el espacio o en el tiempo. Ese movimiento, a veces esquivo o impulsivo, de huida o de reconquista, permite seguir adelante a pesar de todo. En segundo lugar, al final de este movimiento, si este llega a buen puerto, se produce un nuevo hecho simbólico, una nueva relación: se crea una nueva «alegría a pesar de todo».

En este contexto, el «trabajo de duelo» es un buen ejemplo de eso, y la sabiduría de las culturas tradicionales se ha volcado en facilitarlo. En mi familia bretona, durante los años setenta, los entierros eran la ocasión para que los primos que vivían lejos volvieran a visitar el pueblo del cual todos guardaban recuerdos de sus vacaciones. Llorábamos con sinceridad la ausencia de nuestros mayores, pero también experimentábamos la alegría de vernos de nuevo; eran reencuentros que solo tenían lugar cuando fallecía un familiar. Después de todo, si hubiera sido por el mero deseo de vernos, habríamos podido satisfacerlo en cualquier otro momento, pero entonces el reencuentro habría sido distinto. De un duelo a otro, se creaba un nuevo recuerdo; los familiares más cercanos al desaparecido se emocionaban al ver a los primos acudir al entierro y todos sentíamos de forma momentánea una solidaridad afectiva debida a la recurrencia de esa situación excepcional.

En ese pueblo, de donde procedía su marido, mi bisabuela, viuda y con siete hijos, se había refugiado durante la Primera Guerra Mundial. Después de que matasen a dos de sus hijos, había vivido allí con una de sus hijas. Los otros corrieron suertes diversas, pero, con el paso del tiempo, se reencontraron allí, unos antes y otros después de la Segunda Guerra Mundial. Sus numerosos hijos se habían quedado en el pueblo, y los niños de esos niños, entre los que yo me contaba, pasábamos allí la mayor parte de las vacaciones de verano.

De hecho, desde principios de los años setenta, asistimos al paso progresivo y finalmente acelerado de una generación a otra; el banquete que seguía a los funerales nos acercaba a los últimos supervivientes de la generación anterior, que de vez en cuando soltaban algunas confidencias o narraban las rivalidades, tensiones o intrigas pasadas de las que los más jóvenes apenas habían oído ecos y que cobraban vida por un último momento en boca de los mayores. Un recuerdo perseguía al otro: el ecumenismo familiar prevalecía sobre los rencores o los resentimientos de otras épocas. Gozábamos de la felicidad de estar separados durante un tiempo y, luego, de reunirnos, cómplices, durante los funerales, de la astucia institucional de la Iglesia católica y de las virtudes paganas de los condumios en familia.

Lo más sorprendente de esos momentos de duelo en familia era que se convertían en una manifestación de la alegría compartida. Se trataba de una creación colectiva, el resultado de un trabajo de duelo conjunto que nos facilitaba a todos, al tiempo que un puñado de recuerdos en vías de extinción, la conciencia de dejar atrás los lazos y los roles que, sin embargo, explicaban y justificaban nuestra presencia en las exequias.


A lo largo del texto, ya lo he dicho, he mencionado detalles y hechos que pertenecen a mi biografía personal. ¿Cómo podría ser de otro modo, desde el momento en que, a pesar de no tener ganas de hablar de mí mismo, he optado por observar un tipo de acontecimientos que no tienen nada de excepcional, excepto que los vivimos cada uno de nosotros de manera singular?

No puedo, como Alain Badiou, designar «el camino más corto para la verdadera vida», aquella que Rimbaud decía que es ausente. Pero intento, esencialmente a partir de los ejemplos que creo conocer mejor (los que tomo de la literatura y de mi propia vida), sugerir que todo individuo puede dar comienzo al movimiento que lo llevará más allá del yo, un movimiento que es para el filósofo una condición para la felicidad. La «invención de lo cotidiano», tomando prestado otro concepto de Michel de Certeau, se aplica especialmente bien a la búsqueda que explora la capacidad que todos tenemos de crear conscientemente las condiciones necesarias para mantener relaciones más felices con los demás gracias a iniciativas creativas.

Alain Badiou define con tres rasgos esenciales al que él llama «nuevo sujeto», que concibe como el «sujeto de la felicidad». Al principio crea algo, pero no es «lo que tiene ganas de hacer»; su modelo, desde ese punto de vista, sería el artista, que se impone la disciplina de la innovación para encontrar las formas de una nueva representación de lo real, o incluso el investigador científico, que hace lo mismo. En segundo lugar, el nuevo sujeto no es prisionero de una identidad; la obra de arte o el descubrimiento científico son de interés para la humanidad en general. En tercer lugar, el nuevo sujeto descubre, «en el interior de sí mismo», que es capaz de hacer algo que ignoraba ser capaz de hacer. Así, en ese contexto, la felicidad puede definirse como una victoria «contra la finitud». Es lo contrario de la satisfacción, que pasa por la conciencia de ocupar el lugar en el mundo que este ofrece a un individuo. Badiou nos habla de la relación entre la felicidad y la emancipación política, la creación artística, la invención científica o la alteración del yo en el caso del amor, pues son todos procesos en los que el individuo se descubre a sí mismo como sujeto.

La Metafísica de la felicidad real es un libro que se sitúa en las antípodas de la «tendencia felicidad» que evocaba en el prólogo en la medida en que las recetas para el desarrollo personal se inscriben en el registro de la satisfacción consumista, pero constituye a la vez una llamada y una confidencia. La confidencia de un filósofo que se siente «feliz» porque ha sabido «pensar contra las opiniones y al servicio de algunas verdades». Una llamada a sus lectores para que compartan con él la experiencia de la inmanencia a la verdadera vida y de la felicidad que esta nos proporciona.


El antropólogo tiene un objetivo más modesto y se siente menos seguro que el filósofo de las «verdades» que lo ayudarían a pensar contra las «opiniones»; sin embargo, cree reconocer en las pulsiones de felicidad que percibe, en estado incipiente, en aquellos a los que observa, y en primer lugar, en sí mismo, algo parecido a la experiencia que describe el filósofo. Después de todo, he experimentado personalmente la alegría de la escritura, la del conferenciante y la del actor; también he apreciado paisajes y canciones y, sin duda, me he preguntado qué era vivir. Todas esas conceptualizaciones se basan o se comprueban en la percepción intuitiva de la inmanencia de lo vivido a partir de algunos detalles de la vida cotidiana.

El antropólogo se queda en eso, en la percepción de la cual busca el equivalente en los demás, y se siente afortunado si algunas de sus intuiciones personales encuentran un eco, pues el tiempo de las etnografías de la diferencia ya ha pasado. Si bien la diversidad del mundo contemporáneo es una realidad, eso no contradice ni la imposición del sistema económico dominante, para el cual todo individuo es sustituible por otro, ni las reacciones a ese estado de la cuestión, que son de dos tipos: por una parte, la violencia en todos sus aspectos, pero, por otra, la conciencia de la unidad del ser humano, que trasciende las diferencias y de la cual son testigos tanto el progreso de la ciencia como las obras literarias y artísticas. En esas condiciones, analizar los recorridos que han logrado nuestros contemporáneos para hallar, pese a todo, razones y ocasiones para sentirse y decirse felices es una tarea saludable y estimulante.


Es cierto que la expresión «las pequeñas alegrías» puede interpretarse de muchas maneras.

Alegrías diarias, en primer lugar. Alegrías del consumo para los que no están excluidos de él.

Alegrías de siempre, a continuación: la alegría del reencuentro (de un rostro, de un paisaje, de un libro, de una película o de una canción, de una alteridad que hemos recibido y reinventado); alegrías a veces instantáneas y a menudo fugaces, pero que la memoria conserva; alegrías del regreso o de la primera vez, del recuerdo y de la fidelidad. Todas esas alegrías solo existen para los que las desean hasta tal punto que las han convertido en realidad, a pesar de la época, de las dudas y del miedo. Pero también son alegrías para todos, independientemente de los orígenes, las culturas y los sexos; las alegrías de la resistencia, cuya idea permanecerá siempre nueva y fresca, a pesar de la mediocridad actual. Son las alegrías a pesar de todo.


Sería una osadía convertir la felicidad, o hasta las pequeñas alegrías, en la característica esencial de la humanidad actual, pero tendríamos que estar ciegos para no darnos cuenta de que los seres humanos no dejan de jugar con el tiempo y el espacio para intentar existir simbólicamente, es decir, como inventores de sus respectivas vidas. Cuando lo logran, experimentan una satisfacción consciente de su existencia singular y también de su relación con los demás, una conciencia que engloba la evidencia íntima del cuerpo. Son esos momentos de conciencia total los que llamo pequeñas alegrías. Estos constituyen en conjunto el estrecho camino que permite entrever la existencia del ser humano común y que un día, si todos los hombres y mujeres lo emprenden, podría desembocar en una toma de conciencia efectiva de todo el género humano como tal. Así, las pequeñas alegrías habrían sido el esbozo y la promesa de un futuro mejor.

Sobre el autor

3

Marc Augé (Poitiers, 1935) es uno de los principales antropólogos del mundo, especializado en la disciplina de la etnología. Doctor en Letras y Ciencias Humanas, ha impartido clases de Antropología y Etnología en la École des Hautes Études en Sciences Sociales (EHESS) de París, en la que ocupó el cargo de director entre 1985 y 1995. También ha sido responsable y director de diferentes investigaciones en el Centre National de Recherche Scientifique (CNRS). Sus libros han sido best sellers en Estados Unidos y Francia.

Las pequeñas alegrías


Una deliciosa reflexión sobre la felicidad


En la vida existen momentos de felicidad repentina e inesperada, que se producen incluso en las situaciones más difíciles, y que impregnan nuestra memoria. Estas son las pequeñas alegrías, sencillas pero intensas: reencuentros con una persona, un paisaje, un libro, una canción o una película que nos hablan de las relaciones, la soledad, el pasado, el futuro y, en definitiva, de la esencia del ser humano.

Marc Augé, uno de los antropólogos más importantes de nuestro tiempo, desgrana por qué necesitamos las «pequeñas alegrías» en este íntimo diario de la felicidad y establece un diálogo con el lector mientras viaja por recuerdos, memoria y experiencias comunes a todas las personas.

Una deliciosa joya que nos hará descubrir la importancia de las pequeñas alegrías.




«Un elegante catálogo de los instantes perfectos que iluminan nuestra vida.»

Roger-Pol Droit, Le Monde


«Augé, uno de los principales observadores del ser humano, esboza una breve antropología de las alegrías, en plural: aquellas que se inscriben para siempre en nuestros recuerdos.»

L’Express


«Un paseo por el café de las delicias (…) Augé se interroga no sobre la felicidad con mayúscula, sino sobre las pequeñas alegrías.»

Livres Hebdo


«Un ensayo muy personal en el que Augé reflexiona sobre las alegrías de la vida.»

La Voix du Nord

CONTENIDOS


Portada

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Página de créditos

Sobre este libro


Prólogo

1. Las pequeñas alegrías pese a todo

2. ¿Ser o no ser?

3. Alegrías y creación

4. Idas y vueltas

5. Ulises o el imposible retorno

6. La primera vez

7. Reencuentros

8. Canciones

9. Cantos y sabores de Italia

10. Paisajes

11. Alegrías de la edad

Epílogo


Notas

Sobre el autor



Gracias por comprar este ebook. Esperamos que disfrute de la lectura.


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«Es por estos raros momentos

por los que merece la pena vivir».

Stendhal, Lucien Leuwen

Prólogo

Inventado hacia 1760, el bonheur-du-jour1 es un escritorio para damas de pequeñas dimensiones. Se compone de una mesa que lleva encima y por la parte posterior un casillero para guardar libros y papeles. En esa época, escribir por placer se consideraba una actividad esencialmente femenina. En el punto de inflexión entre el siglo xvii y xviii, hubo grandes personajes, como madame de Montespan y madame de Maintenon, que desempeñaron un importante papel en la vida política, literaria y económica del reino de Francia. En el siglo xviiimadame