cvr

Juan A. Monroy

EL QUIJOTE

Y LA BIBLIA

logo

Editorial CLIE

C/ Ferrocarril, 8

08232 VILADECAVALLS

(Barcelona) ESPAÑA

Email: clie@clie.es

Internet: http://www.clie.es

EL QUIJOTE Y LA BIBLIA

© 2016 por Juan Antonio Monroy

Primera edición, Editorial Victoriano Suárez, Madrid 1963.

Segunda edición, Editorial Clie, Terrassa, 1967.

Tercera edición ampliada con seis nuevos capítulos, Editorial Clie, Terrassa 2005.

Cuarta edición, Ediciones Grafitec, Madrid 2012.

Quinta edición, Editorial Clie, Viladecavalls 2016.

© 2016 por Editorial CLIE, para esta edición es castellano.

ISBN: 978-84-944955-8-8

eISBN: 978-84-171315-0-0

Clasifíquese:

REL109000

Ministerios cristianos

General

Juan Antonio Monroy Martínez ha escrito gran número de libros, alguno de los cuales ha sido traducido al inglés, portugués y francés. Ha viajado por 54 países del mundo y es ciudadano honorario de Texas, Oklahoma y de la ciudad de Houston. Doctor Honoris Causa por el Defender Theological Seminary de Puerto Rico, así como por la Universidad Pepperdine de Los Angeles (California) y un Award en Comunicación por la Universidad de Abilene (Texas). Ha escrito y publicado más de tres mil artículos recogidos en distintos volúmenes. Habla francés, inglés y árabe, además del español.

Su obra escrita es básicamente periodística, apologética y de ensayo. Cervantista, erudito, sus obras están cuajadas de referencias a autores seculares y religiosos. Prosista admirable escribe con la elegancia y frescura de uno de los mejores literatos de la lengua castellana. Siempre alerta al fenómeno cultural y religioso, es uno de los estudiosos más agudos del catolicismo actual en su relación al protestantismo. Teísta convencido, concede un lugar principal a las pruebas racionales de la existencia de Dios y de las doctrinas cristianas. Conferenciante y evangelista internacional.

SUMARIO

Prólogo a esta edición

Prólogo al IV Centenario de la publicación de El Quijote

Primera Parte - El Quijote y la Biblia

SECCION PRIMERA

Capítulo I Cervantes y la Biblia

La cultura religiosa de Cervantes. Sus conocimientos de la Biblia. Abundancia de citas en el Quijote. Análisis de ciertos pasajes. Huellas de la Biblia en otras obras de Cervantes. Un pasaje en verso de El trato de Argel.

Capítulo II Opinión de Cervantes sobre la Biblia

La pretendida hipocresía religiosa de Cervantes. Su opinión tocante ta la divinidad de las Escrituras. Sobre la veracidad de la Biblia. Las convicciones religiosas de Cervantes. Identificación de Cervantes con los escritos bíblicos. Su opinión sobre Jesucristo y Pablo. Su cariño hacia la Biblia.

Capítulo III La Biblia que conoció Cervantes

Latinidad de Cervantes. Existencia de Biblias en castellano antes y durante la época de Cervantes. Historia de las versiones bíblicas que pudo conocer Cervantes. Biblia de David Quimhi. Biblia Alfonsina. Biblia de Alba. Biblia de Ferrara. Las traducciones de Valdés. El Nuevo Testamento de Encinas. La Biblia del Oso. Otras traducciones.

Capítulo IV La Biblia y El Quijote

Paralelo entre la Biblia y El Quijote. Divinidad de la Biblia y humanidad del Quijote. Puntos de comparación. Historia. Poesía. Profundidad humana. Universalidad. Sinceridad. Impenetrabilidad. Amor a la humanidad. Citas, referencias y reminiscencias de la Biblia contenidas en El Quijote.

SECCIÓN SEGUNDA

Parte Primera de El Quijote

Parte Segunda de El Quijote

Índice de Citas Bíblicas

Segunda Parte - Don Quijote en Barcelona

Capítulo I Cervantes y Barcelona

Capítulo II Por tierras de Aragón

Capítulo III Camino de Cataluña

Roque Guinart

Dos mujeres

Hacia Barcelona

El mar, la mar

Capítulo IV Don Quijote en Barcelona

El recibimiento

La entrada a Barcelona

Instigación burlesca

El insulto del castellano

Ejercicio de baile

La cabeza encantada

La imprenta

El Quijote de Avellaneda

Las galeras

Historia de la mora cristiana

La derrota del héroe

Salida de Barcelona

Capítulo V Regreso a la aldea

Los dos labradores

Tosilos

Vida pastoril

Una aventura cerdosa

Cantos de amor y muerte

Otra vez los duques

Sancho y la inquisición

La resurrección de Altisidora

Los azotes de Sancho

Álvaro Tarfe

Llegada a la aldea

Capítulo VI La muerte de Don Quijote

PRÓLOGO A ESTA EDICIÓN

La monumental Enciclopedia cervantina, en su artículo dedicado al tema de la Biblia en el Quijote, el profesor Eustaquio Sánchez Salor, niega que Cervantes citara la Biblia. “Topar con la Biblia —argumenta— es topar con la Iglesia. De manera que no es extraño que Cervantes trate de evitar hablar y citar a la Biblia, ya que era una cuestión de profundo calado teológico en la época”1. Una atrevida afirmación que pone manifiesto el desconocimiento que hay al respecto, y la escasa importancia que en nuestro país se da a un tema como este, pese a los cientos de estudios dedicados a la obra cervantina.

Que Cervantes leía y citaba la Biblia en sus escritos es un hecho innegable. En su voluminosa y documentada biografía de nuestro genial escritor, Krzysztof Sliwa, profesor de literatura en la Fayetteville State University (Carolina del Norte), asegura sin lugar a dudas que “a ciencia cierta, Cervantes leía la Biblia, la conocía irreprochablemente y aludía a sus citas a lo largo de sus obras”2. Y a continuación cita algunos ejemplos notorios. Cervantes llama a la Biblia “divina escritura”, “palabra del mismo Dios”, “consejos de la divina escritura”, “letras divinas ”(Don Quijote I, 37). Las citas explícitas de la Biblia en la versión latina de la Vulgata son frecuentes en el Quijote3.

En los primeros años de 1960, el autor de este libro, Juan Antonio Monroy, dio a luz la primera edición de esta obra, una obra original y atrevida en su día, donde demuestra que Cervantes leyó y asimiló la Biblia en profundidad, como se deja ver en las más de 300 citas y referencias del libro sagrado en ambas partes del Quijote, que el autor se encarga de documentar.

Del Quijote se han dicho muchas cosas, en toda época ha llamado la atención de historiadores, filósofos, literatos, religiosos, psicólogos y un largo etcétera que justifica la afirmación que “El Quijote es la Biblia española”4. Para Américo Castro, es “una forma secularizada de espiritualidad religiosa”5. Por el contrario, para Mariano Delgado, decano de la Facultad de Teología de Friburgo (Suiza), El Quijote es la defensa de un cristianismo místico-mesiánico6.

Sea como fuere, lo cierto es que El Quijote no deja de despertar interés a lo largo del tiempo y que a nadie deja indiferente. Por ese motivo, aprovechando el cuarto centenario de la muerte de su autor, y como una contribución modesta, pero esencial al mismo, lanzamos al mercado una nueva edición de la Biblia y el Quijote, en la que esa “Biblia de la literatura universal” que es el Quijote, se ilumina con la Biblia cristiana, de donde Cervantes extrae la idea de justicia y libertad tan humana y tan divina.

Alfonso Ropero Berzosa
En un lugar de La Mancha, Tomelloso 25 de Febrero de 2016

line

1. Eustaquio Sánchez Salor, “Biblia”, en Carlos Alvar, dir., Gran Enciclopedia Cervantina, vol. II, p. 1317. Editorial Castalia, Madrid 2006.

2. Krzysztof Sliwa, Vida de Miguel de Cervantes Saavedra, p. 228. Edition Reichenberger, Kassel 2005.

3. C. Bañeza Román, “Citas bíblicas literales de Cervantes en castellano”, en Anales Cervantinos, 33 (1995-1997) pp. 61-83; Id., “Citas bíblicas en latín”, en Anales Cervantinos, 31 (1993), pp. 39-50; J. M. Melero Martínez, “El Quijote y la Biblia”,en Ensayos: Revista de la Facultad de Educación de Albacete, 20 (2005), pp. 155-166.

4. José Luis Abellán, en Álvaro Armero, Visiones del Quijote, p. 130 (Editorial Renacimiento, Sevilla 2005); Id., Los secretos de Cervantes y el exilio de don Quijote, p. 115 (Centro Estudios Cervantinos, Madrid 2006).

5. A. Castro, El pensamiento de Cervantes, p. 16. Revista de Filología Española, Madrid,1925, 2 ed.

6. “El Quijote es el relato ameno de las aventuras de un caballero andante que defiende los ideales místico-mesiánicos de verdad, libertad, justicia y sobre todo misericordia o compasión en un mundo que, como el nuestro, parece ir por otros derroteros […] La lectura del Quijote despierta en nosotros los mejores y más nobles sentimientos, también en el campo religioso: pasión por la verdad, la libertad, la justicia y la misericordia, así como por el socorro y alivio de los menesterosos y afligidos de toda clase”. M. Delgado, “El cristianismo místico y mesiánico del Quijote”, en Anuario de Historia de la Iglesia, 15 (2006), p. 233.

PRÓLOGO AL IV CENTENARIO DE LA PUBLICACIÓN DE EL QUIJOTE

Cuatrocientos años lleva el caballero de la Triste Figura, el inmortal Don Quijote de la Mancha recorriendo los caminos del mundo siempre acompañado de su fiel Sancho, empeñados ambos en un diálogo incesante sin búsqueda de acuerdo necesario.

El Quijote es un libro universal y países de todo el mundo se unen para celebrar con regocijo el IV Centenario de su publicación.

Se quejaba Byron de que Cervantes arrojara el sarcasmo y la burla sobre las virtudes caballerescas de su tiempo. Erraba el Lord inglés. No hay en Cervantes burla grosera. Su humor es fino, acerado, culto, delicado, elegante, como lo entendió Víctor Hugo.

Hace cuatro siglos un Don Quijote cautivo del ideal proporcionó al mundo una imagen de libertad que ha fascinado a grandes pensadores y ha prendido en el pueblo llano. Hasta un cascarrabias como Nabokov, olvidándose de su Lolita, se ha rendido a la grandeza del Quijote.

Andrés Trapiello, en una novela reciente inspirada en la de Cervantes, confiesa: «Releo el Quijote todos los años y siempre me resulta completamente nuevo». Éste es, exactamente, mi caso. Desde que leí por vez primera la fábula cervantina, lectura que me llevó a escribir el libro LA BIBLIA EN EL QUIJOTE, no me cansan las aventuras del caballero y su escudero.

Martín de Riquer felicita a quien no haya leído el Quijote porque aún le queda el placer de leerlo. Rosa Navarro dice que la gente debería leer a Cervantes en vez de tomar prozac y antidepresivos. Los biógrafos de Faulkner afirman que el premio Nobel norteamericano leía el Quijote todos los años como algunas personas leen la Biblia.

El mejor homenaje que se le puede tributar al Quijote en los cuatrocientos años de su primera edición es leerlo, releerlo, regalarlo para que otros lo lean. Porque el Quijote, como lo vio Díaz de Benjumea, es verdadera fábrica y monumento que descuella en la literatura española, de suyo rica y majestuosa.

A mediados de los años 60, residiendo yo en Tánger, Marruecos, se me pidió que ofreciera una conferencia sobre la Biblia en el Quijote. Por aquel entonces mis conocimientos de la novela de Cervantes eran escasos. Pero pergueñando una cita de aquí y otra de allá salí airoso. El tema me cautivó y emprendí un estudio más profundo, cuyo resultado fue un libro de 178 páginas que en 1963 publicó en Madrid la Editorial Victoriano Suárez. La que yo creía una obra modesta fue muy bien recibida por críticos de prensa.

Para las citas del Quijote seguí la edición preparada por Martín de Riquer para Editorial Juventud, de Barcelona. En cuanto a la Biblia, me serví con preferencia de la versión Nácar-Colunga.

Este trabajo, excepto el prólogo, cuyo contenido queda aquí sintetizado, figura íntegro en la presente obra.

Uniéndome a los escritos que se vienen publicando y se publicarán a lo largo de este año con motivo del cuarto centenario, he redactado cinco nuevos capítulos. Tratan de la relación de Cervantes con Barcelona y de la tercera salida de Don Quijote: su paso por tierras de Aragón, ruta que siguió camino de Cataluña, las muchas aventuras que protagonizó en Barcelona, que culminaron en una derrota humillante, su regreso a la aldea y su muerte.

A propósito de la aldea. El mismo día que redacto estas líneas leo que un grupo de profesores de la Universidad Complutense, en Madrid, ha llevado a cabo un estudio aplicando métodos científicos y, como resultado del mismo, concluyen que el anónimo «lugar de la Mancha» al que se refiere Cervantes es la localidad de Villanueva de los Infantes, en Ciudad Real. ¿Lo aceptamos o dejamos que el acertijo siga poniendo a prueba el ingenio de los lectores?

Después de todo, qué más da: Villanueva, Argamansilla, el Toboso o Tumbuctú. Don Quijote nació. Don Quijote existió.

Redentor de nuestros ideales, salvador de nuestras locuras, sufrió una vida de dolor para que nosotros podamos gozar otra de alegría recreándonos en sus hazañas.

«Del estercolero surgieron las amapolas».

JUAN ANTONIO MONROY

PRIMERA PARTE

EL QUIJOTE Y LA BIBLIA

SECCIÓN PRIMERA

de

EL QUIJOTE Y LA BIBLIA

Capítulo I

CERVANTES Y LA BIBLIA

Los estudios que se han llevado a cabo para determinar la cultura de Cervantes han dado lugar a posturas extremas y a conclusiones contradictorias. Tamayo de Vargas llamó a Cervantes «ingenio lego» y, por otro lado, José María Sarbi lo calificó de «teólogo». Para defender sus respectivos puntos de vista, ambos escritores se enzarzaron en polémicas interminables con todos aquellos que ponían en duda sus opiniones.

Ni lo uno ni lo otro. Ni fue Cervantes un simple lego ni tampoco fue un gran teólogo, aun cuando muestra gran afición por esta rama del saber y llama a la teología la reina de las ciencias. Se dice que la virtud está en el término medio; pero si nos obligaran a tomar partido por una de las dos suposiciones, nos inclinaríamos por la segunda, pues toda la obra de Cervantes refleja con claros destellos las preocupaciones de nuestro escritor por los grandes temas relacionados con el más allá y con nuestra conducta moral y religiosa en esta vida.

Don Marcelino Menéndez y Pelayo tomó cartas en esta debatida cuestión y llegó a escribir con mucho acierto: «Pudo Cervantes no cursar escuelas universitarias, y todo induce a creer que así fue… Pudo descuidar en los azares de su vida, tan tormentosa y atormentada, la letra de sus primeros estudios clásicos y equivocarse tal vez cuando citaba de memoria; pero el espíritu de la antigüedad había penetrado en lo más hondo de su alma».1

¿Qué se ha de entender por este «espíritu de la antigüedad»? Indudablemente, el conocimiento de esa rica sabiduría contenida en la literatura clásica. Cervantes supo asimilar perfectamente este tesoro y las verdades antiguas penetraron en el alma de nuestro autor en el curso de sus continuas y variadas lecturas. «Que Cervantes fue hombre de mucha lectura –apunta de nuevo don Marcelino–, no podrá negarlo quien haya tenido trato familiar con sus obras.» Entre la lectura de tantos y tantos libros sobre los más variados temas Cervantes no descuidó la meditación atenta del Libro de los libros: la Biblia.

Esto se advierte en cuanto nos ponemos en contacto con los escritos cervantinos. Rodríguez Marín, entre otros destacados cervantistas, ha puesto de resalto el considerable número de citas, alusiones y huellas de la Biblia que figuran en la producción cervantina. Unas veces se trata de citas explícitas, otras de alusiones veladas; en ocasiones cita a este o aquel personaje bíblico o se refiere a él sin nombrarlo. Todo esto demuestra que Cervantes era lector asiduo del Viejo y del Nuevo Testamento. Y no lector descuidado ni superficial, sino saboteador de las sagradas letras. Las lecciones divinas se hallaban bien encarnadas en su humanidad. Los textos de Mateo, Marcos, Lucas, Juan y de Pablo acudían a su pluma con relativa facilidad, unas veces de propio intento, otras sin pretenderlo. Los Salmos de David y los Proverbios de Salomón se hallaban tan impresos en su mente, que a cada paso se encuentra uno con huellas y reminiscencias de los mismos en los escritos cervantinos.

Pero no queda ahí su conocimiento de la Biblia. Cervantes no se limitó a curiosear por los jardines de la poesía bíblica, ni se contentó con pasear su mirada por los senderos agradables y fácilmente digeribles, en cuanto a literatura de los dichos del Señor y de las narraciones de sus apóstoles. Llegó más lejos en su meditación de las Escrituras, con su escrutadora mirada por los intrincados caminos del Antiguo Testamento y se introdujo por los laberintos de las leyes y prohibiciones mosaicas, penetrándolo todo en su avidez de conocimientos bíblicos, escudriñándolo todo.

En Los trabajos de Persiles y Segismunda alude a uno de los libros menos leído del Antiguo Testamento, al Levítico, lo que prueba que le era conocido: «En verdad, señora –responde Mauricio a Constanza–, que no estuviera enseñado en la verdad católica y me acordara de lo que dice Dios en el Levítico: “No seáis agoreros ni deis crédito a los sueños, porque no a todos es dado el entenderlos”».2

Pero donde Cervantes hace verdadera gala de sus conocimientos bíblicos es en El Ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha. En el escrutinio de la biblioteca del caballero manchego, que para la señora condesa de Pardo Bazán es, entre otras cosas, «una clasificación perfecta de la literatura de ese período, que va de la lírica a la épica, desde el Amadís a la Araucana»,3 no figura la Biblia, tampoco Don Quijote la cita más de cinco o seis veces en el curso de sus andanzas por las páginas sublimes de la ficción. Sin embargo, Don Quijote piensa con la Biblia, la Biblia forma parte de su propia sustancia, y tanto él como los demás personajes de la novela, entremezclan en sus discursos, sin llegárselo a proponer, frases enteras o simples ideas que proceden de las Escrituras.

La abundancia de huellas bíblicas en el Quijote queda bien patente en el estudio que forma la segunda parte de este libro. Y, como advertimos en el prólogo, creemos que estos pasajes podrían aumentarse si lleváramos a cabo nuevas exploraciones en el texto cervantino. La influencia de la Biblia en nuestro genial escritor y los grandes conocimientos que de ella tenía, según se desprende de la lectura del Quijote, es mucho más importante de lo que a simple vista parece. Aunque en esto, como en otras muchas cosas, «el famoso Todo», según lo llamó Astrana Marín, guardara una discreta reserva, no haciendo jamás gala de estos conocimientos con frecuentes citas bíblicas, a la manera de otros escritores contemporáneos.

En el prólogo a la primera parte del Quijote, estando nuestro hombre «con el papel delante, la pluma en la oreja, el codo en el bufete y la mano en la mejilla, pensando lo que diría», entró un amigo suyo a quien comunicó su preocupación por la escasez de citas y sentencias famosas con que adornar su obra. El amigo, «gracioso y bien entendido», entre otros aprovechables consejos, le dio éste: «En lo que toca al poner acotaciones al fin del libro, seguramente lo podéis hacer desta manera: si nombráis algún gigante en vuestro libro, hacedle que sea el gigante Golías, y con solo esto, que os costará casi nada, tenéis una grande anotación, pues podéis poner: el gigante Golías, o Goliat, fue un filisteo a quien el pastor David mató de una gran pedrada en el valle Terebinto, según se cuenta en el libro de los Reyes, en el capítulo que vos halláredes que se escribe».

Por esta cita pudiera colegirse que los conocimientos bíblicos de Cervantes eran mezquinos, pues ni señala el capítulo y versículos donde se encuentra la historia de Goliat, ni siquiera está seguro de cómo se ha de escribir el nombre del gigante. Pero esta aparente pobreza de conocimientos bíblicos se halla intencionadamente disfrazada. No muestra en absoluto la riqueza de su pensamiento. Sabido es que en este prólogo Cervantes se burla muy finamente de aquellos autores que atiborran sus obras con citas y anotaciones farragosas en los márgenes. Por el contrario: el lenguaje bíblico en toda esta parte del prólogo es clarísimo, como lo es en otros lugares de la novela.

En el capítulo XXVII de la segunda parte, en el discurso que Don Quijote pronunció para hacer desistir de sus pendencias a los del pueblo de los rebuznadores, hay un pasaje donde, sin mencionar a ninguno de ellos, concurren citas de San Mateo, San Juan y San Pablo, maravillosamente enlazadas para formar una amonestación bíblica que no mejorarían nuestros escrituristas contemporáneos: «A estas cinco causas, como capitales, se pueden agregar algunas otras que sean justas y razonables y que obliguen a tomar las armas; pero tomarlas por niñerías y por cosas que antes son de risa y pasatiempo que de afrenta, parece que quien las toma carece de todo razonable discurso; cuanto más que el tomar venganza injusta, que justa no puede haber alguna que lo sea, va derechamente contra la santa ley que profiramos, en la cual se nos manda que hagamos bien a nuestros enemigos y que amemos a los que nos aborrecen, mandamiento que, aunque parece algo dificultoso de cumplir, no lo es sino para aquellos que tienen menos de Dios que del mundo, y más de carne que de espíritu; porque Jesucristo, Dios y hombre verdadero, que nunca mintió, ni pudo ni puede mentir, siendo legislador nuestro, dijo que su yugo era suave y su carga liviana; y así no nos había de mandar cosa que fuese imposible el cumplirla. Así que, mis señores, vuesas mercedes están obligados por leyes divinas y humanas a sosegarse».

Tanto impresionó este lenguaje al bueno de Sancho, que exclama entre sorprendido y admirado: «El diablo me lleve si este mi amo no es teólogo; y si no lo es, que lo parece como un güevo a otro».

Otro pasaje del Quijote donde se manifiesta ampliamente el espíritu religioso y bíblico de Cervantes, es en su disertación sobre la brevedad, vanidad y fragilidad de la vida humana, que con suma elegancia pone en boca de Cide Hamete, «filósofo mahomético»: «Pensar que en esta vida las cosas dellas han de durar siempre en un estado, es pensar en lo escusado; antes parece que ella anda todo en redondo; digo, a la redonda: la primavera sigue al verano, el verano al estío, el estío al otoño, y el otoño al invierno, y el invierno a la primavera, y así torna a andarse el tiempo con esta rueda continua; sola la vida humana corre a su fin ligera más que el tiempo, sin esperar renovarse si no es en la otra, que no tiene términos que la limiten. Esto lo dice Cide Hamete, filósofo mahomético; porque esto de entender la ligereza e inestabilidad de la vida presente y la duración de la eterna que se espera, muchos sin lumbre de fe, sino con la luz natural, lo han entendido; pero aquí nuestro autor lo dice por la presteza con que se acabó, se consumió, se deshizo, se fue como en sombra y humo el gobierno de Sancho» (Don Quijote, II, LIII).

El señor Clemencín critica un tanto desfavorablemente la redacción de este pasaje diciendo que «no se concibe cómo la vida pueda correr más ni menos ligera que el tiempo»; y yo no concibo por qué el genial comentarista arremete contra las figuras empleadas por Cervantes, cuando tantos precedentes tenemos del uso de imágenes semejantes en la Biblia y fuera de ella.

Escritores de todos los tiempos han usado de comparaciones y metáforas parecidas a las que emplea Cervantes cuando han querido hablarnos de la brevedad de nuestra vida. La «comparó Homero a las hojas de un árbol, que, cuando mucho, duran un Verano. Y pareciéndole mucho a Eurípides, dijo que la felicidad humana bastaba que tuviese nombre de un día. Mas juzgando esto por sobrado, dijo Demetrio Falereo que le bastaba llamarse no hora, sino momento. Platón tuvo por demasía darle algún ser, y así se lo quitó, diciendo que era sueño de despierto. Y teniendo esto por mucho San Juan Crisóstomo, lo corrigió, diciendo que era no sueño de gente despierta, sino de dormida».4

Los escritores bíblicos usan, asimismo, de estas metáforas: Job dice que «son una sombra nuestros días sobre la tierra» (8:9), y agrega: «Mis días corrieron más rápidos que la lanzadera» (7:6). David dijo en uno de sus Salmos: «Se desvanecen como humo mis días» (102:4). Y en otro: «Has reducido a un palmo mis días, y mi existencia delante de ti es la nada; no dura más que un soplo todo hombre» (39:6). En el único salmo que lleva su nombre, Moisés emplea cuatro bellas imágenes para ilustrar la brevedad de la vida. Dice que nuestros años son «como una vigilia de la noche», «como sueño mañanero», «como hierba verde» y «como un suspiro» (Salmos 90:1-9). Y, en fin, el profeta Isaías, por no dar más citas concluye que «toda carne es como hierba, y toda su gloria como flor del campo» (40:16).

¿A qué viene, pues, la censura del señor Clemencín? Nadie puede pretender que se haya de leer literalmente lo que en sentido metafórico escribió nuestro Miguel de Cervantes. Todas las figuras que se emplean en el pasaje referido fueron tomadas de la Biblia, y en el libro de Dios se usan como simples metáforas.

En el encuentro con aquellos que llevaban a su aldea las imágenes de los Santos (Quijote, II, LVIII), Cervantes habla de San Pablo en términos que demuestran su perfecto conocimiento de las Epístolas a los Corintios. También en la carta que Don Quijote escribe a Sancho Panza, gobernador de la Ínsula la Barataria (Quijote, II, LI), puede advertirse el lenguaje bíblico que domina la misma, con huellas de los Salmos, de Job y del libro de los Proverbios.

Es en el Quijote, ciertamente, donde abundan con más profusión las citas, referencias y reminiscencias bíblicas. Pero en el resto de la obra cervantina se advierte, aunque en menores proporciones, idéntica influencia. Sería interesante hacer y publicar un estudio completo donde se mostrara la influencia de las Sagradas Escrituras en toda la producción literaria de Cervantes. El investigador descubriría, con singular placer, hasta qué punto el espíritu sensible de Cervantes se hallaba influenciado por la palabra de Dios y cómo deja huellas profundas de esta influencia en sus comedias y entremeses, en sus novelas ejemplares y en su poesía, en todos sus escritos, tanto en prosa como en verso.

El ya citado franciscano Teófilo Antolín dice a este respecto: «Desde la grave y ungida doctrina de la misericordia de Dios en la conversión de los pecadores (El rufián dichoso, jorn. 2ª), con la frecuente alusión a la parábola de la oveja descarriada en varios otros lugares, hasta ciertas escenas bíblicas descritas en El retablo de las maravillas, o hasta ciertas salidas de tono en El Licenciado Vidriera, Cervantes recorre una variadísima gama de colores y tonalidades que en su conjunto forman un cuadro de ambiente sereno y claro, con el que se funden bien el profundo respeto y el alto concepto que nuestro autor tenía de la Sagrada Biblia».

Por cerrar este capítulo con una poesía y para dar al mismo tiempo una muestra de la influencia de la Biblia en la lírica de Cervantes, transcribimos aquí los consejos en verso con que el mismo Cervantes trata de persuadir a Pedro para que éste no niegue la fe de Cristo. El pasaje escogido pertenece a la comedia El trato de Argel, y en él puede advertir el lector frases enteras y referencias tomadas de los cuatro evangelios y de las epístolas de Pablo a los Romanos y a los Gálatas:

«¿No sabes tú que el mismo Cristo dice:

“Aquel que me negare ante los hombres,

de mí será negado ante mi Padre;

y el que ante ellos a mí me confesare,

será de mí ayudado ante el Eterno

Padre mío”? ¿Es prueba ésta bastante

que te convenza y desengañe, amigo,

del engaño en que estás en ser cristiano

con solo el corazón, como tú dices?

Y ¿no sabes también que aquel arrimo

con que el cristiano se levanta al cielo

es la cruz y pasión de Jesucristo,

en cuya muerte nuestra vida vive,

y que el remedio, para que aproveche

a nuestras almas el tesoro inmenso

de su vertida sangre por bien nuestro,

depositado está en la penitencia,

la cual tiene tres partes esenciales,

que la hacen perfecta y acabada

confesión de la boca, la segunda;

satisfacción de obras, la tercera?».

Capítulo II

OPINIÓN DE CERVANTES SOBRE LA BIBLIA

Bien demostrado queda en este estudio el conocimiento que Cervantes tenía de la Biblia. Pero conocimiento no es simpatía, ni respeto, ni amor. ¿Amaba Cervantes los escritos sagrados, que tan bien conocía? ¿Qué conceptos le merecían?

A través de su novela insigne, el gran escritor se muestra extraordinariamente familiarizado con los libros de caballerías, y hace gala de estos conocimientos en el escrutinio de la biblioteca del Ingenioso Hidalgo. No obstante, toda su novela, en su pura concepción literal, no es otra cosa que una fina burla y una sátira contra estos libros. Ridiculiza a los caballeros andantes que en el mundo han sido, y cuando el loco se vuelve cuerdo, cuando Don Quijote recobra el juicio, reniega de sus lecturas caballerescas y exclama con gran alegría: «Ya soy enemigo de Amadís de Gaula y de toda la infinita caterva de su linaje; ya me son odiosas todas las historias profanas del andante caballería; ya conozco mi necesidad y el peligro en que me pusieron haberlas leído» (Quijote, II, LXXIV).

¿Ocurrirá otro tanto con la Biblia? Que Cervantes la conocía y que la conocía bien, no hay duda alguna. Pero, ¿qué opinión tenía de ella? El que conozcamos al dedillo una obra determinada no quiere decir que esa obra nos cause respeto ni amor. A veces, por imperativos del tema que tratamos, citamos textos con los cuales no estamos en absoluto de acuerdo, pero que literariamente «visten bien».

A Cervantes se le ha reprochado su falta de sinceridad cuando trata de religión. Ortega y Gasset, primero, y más tarde Américo Castro, fueron los primeros en hablar de la hipocresía de Cervantes, teoría que hicieron suya y ampliaron otros autores españoles y extranjeros, como Paul Hazard en su Etude et analyse de Don Quichote de Cervantes. Américo Castro llegó a escribir que «Cervantes es un hábil hipócrita, y ha de ser leído e interpretado con suma reserva en asuntos que afecten a la religión y a la moral oficiales».5 Desmintieron categóricamente esta tesis, cervantistas de primera fila, contestando Luis Astrana Marín que «ni en su vida ni en su obra se descubre la menor hipocresía en Cervantes».6

Estas contradictorias interpretaciones motivan el que andemos con pies de plomo cuando tratamos de probar la sinceridad de Cervantes hacia la Biblia. La cita continuamente en sus escritos o se refiere a ella sin citarla, pero ¿cree en la Biblia? ¿Qué representa el libro divino para el escritor humano? Cuando Cervantes escribía aún no había invadido Europa esa ola de enciclopedistas y racionalistas, principalmente franceses y alemanes, que, usando de argumentos pueriles, teniendo en cuenta la clase de obra que trataban de desprestigiar, hacían mofa de la verdad y de la inspiración divina de la Biblia. En la época de nuestro escritor los estudios bíblicos no habían alcanzado el auge que hoy día tienen, es cierto, pero las Sagradas Escrituras eran un libro muy estimado, tanto por doctos como por indoctos. Que Cervantes participó de esa estimación general, más aún, que llegó a amar entrañablemente las páginas que tantas buenas ideas y sentimientos nobles le inspiraron, se desprende de verdaderas declaraciones al respecto contenidas en el Quijote. Nunca, en toda su obra, Cervantes se permite hablar de la Biblia en tono jocoso, como lo hace con otros libros y, en especial, con los de caballerías.

La declaración fundamental sobre la Biblia, lo que más importa conocer de ella, es su divinidad. Podemos conceptuarla como el mejor de los libros que se haya escrito jamás, y podemos decir que su historia es única. Podemos adornarla con cuantos adjetivos disponga la humana literatura para ensalzar el valor de una obra y podemos proclamar a los cuatro vientos su carácter moralizante; pero si le quitamos su inspiración, si le negamos su origen divino, la estaremos colocando al mismo nivel que las leyes de Manú o los escritos de los Vedas. Si la Biblia no es palabra de Dios, no nos interesa. Escritos humanos sobran y de palabras terrenas estamos más que cansados. Cuando nos acerquemos a la Biblia hemos de reconocer, ante todo, su divinidad; solamente entonces podemos continuar estudiándola en sus otros aspectos.

Y éste es el orden que, precisamente, sigue Cervantes. En el prólogo a la primera parte del Quijote llama a la Biblia por tres veces «Divina Escritura», repitiendo el mismo calificativo en otras partes de su novela. Y esto no lo hace a tientas y a ciegas. El Padre Antolín dice que «el epíteto de divina aplicado a la Sagrada Escritura no es en Cervantes un calificativo cualquiera ni tiene fuerza de simple superlativo, y es llamada así no solo por su contenido doctrinal en relación con el fin sobrenatural del hombre, sino muy particular y específicamente por la razón de que su autor Principal es el mismo Dios».7

Cuando Cervantes reconoce la Sagrada Escritura como divina la está reconociendo como revelación escrita de Dios. Muchas y muy diferentes son las maneras que Dios tiene de darse a conocer al hombre, pero creemos que, después de la revelación de sí mismo en la persona de su Hijo, la más principal e importante es la Biblia. Su revelación escrita. En la Biblia Dios se nos da a conocer de una forma sencilla y admirable, sin vanos discursos en su tarjeta de presentación, sin decirnos de dónde viene ni dónde existía antes que los mundos fuesen. Con un contundente: «En el principio… Dios…», el autor inspirado nos introduce en el conocimiento de ese Ser personal, Infinito, Increado, Todopoderoso, Todosuficiente; de esa Mente Universal. Lo hace sin rodeos, sin preámbulos. ¿Para qué? Es suficiente con que Dios exista. Lo demás no nos importa. A la fe no interesa para nada el saber desde cuándo existe, ni por qué existe, ni hasta cuándo ha de existir. Inmediatamente Dios entra en nuestra historia, nos pone en conocimiento de verdades que nos incumben, elevando nuestra alma hacia lo sobrenatural y eterno, tratando de hacernos comprender de mil maneras distintas, la grandeza de su amor.

Y todo eso lo hace Dios sirviéndose de instrumentos humanos, quienes, bajo la inspiración del Santo Espíritu, van transmitiéndonos fielmente los mensajes de Dios, según lo van percibiendo ellos mismos en lo más íntimo de su naturaleza espiritual. En el curso de este proceso, Dios no anula la personalidad humana del escritor sagrado, pero tampoco se sirve de ella. Sin ser un autómata, éste escribe independiente de su voluntad y contra ella en ocasiones, impulsado desde dentro por una fuerza misteriosa, superior en potencia a sus propias determinaciones. Así nos lo enseña el apóstol Pedro. Hablando de los escritos del Antiguo Testamento, dice que «ala profecía no ha sido en los tiempos pasados proferida por humana voluntad, antes bien, movidos del Espíritu Santo, hablaron con hombres de Dios» (2ª Pedro 1:20).

Cuando ya ha reconocido su inspiración, Cervantes pasa a hablarnos de la verdad en la Biblia. Yendo Don Quijote «encantado» en la carreta de bueyes, el canónigo de Toledo entra en discusión con él, reprochándole la pérdida de tiempo en lecturas que para nada aprovechan y aconsejándole «otra lectura; que redunde en aprovechamiento del alma y en aumento de su honra». Y agrega el eclesiástico: «Y, si todavía llevado de su natural inclinación, quisiere leer libros de hazañas y de caballerías, lea en la Sacra Escritura el Libro de los Jueces, que allí hallará verdades grandiosas y hechos tan verdaderos como valientes» (Quijote, I; XLIX).

Ésa es la opinión que merece la Biblia a Cervantes. Todos los hechos que en ella se describen son verdaderos, rigurosamente auténticos. Todas las verdades de la Biblia son grandiosas, en virtud de la grandiosidad de su Autor y de los temas que abarca. Cervantes no se detuvo en preguntar de dónde salió la mujer de Caín, ni se torturó la mente con la llevada y traída cuestión de si fue antes el mal o el malhechor, ni hizo burla de la historia que narra la conversión de una mujer en estatua de sal, ni se sumergió en un diluvio de cavilaciones para explicarse la historia del diluvio universal. Para Cervantes, todo cuanto la Biblia dice es verdad, y en esta verdad descansaba su fe y su conciencia religiosa.

Joaquín Casalduero trata de presentarnos a un Cervantes acomodaticio, indiferente, sin inquietudes espirituales, poco menos que escéptico. Dice que Cervantes «no expresa la lucha entre el alma y el espíritu, entre la virtud y el vicio», y agrega que «su sentir religioso adopta la forma de un sentimiento histórico-cultural».8

Lejos de eso, Cervantes fue un hombre de firmes convicciones religiosas. Nadie puede dudar de ello despues de leer sus obras y profundizar en ellas. Que estas convicciones se inclinaran más hacia unas formas que a otras de Cristianismo es otra cosa, y bastante se ha discutido ya y se seguirá discutiendo. Pero que Cervantes creía y creía de verdad, no hay duda alguna. Y precisamente porque cree, no lucha. Esa lucha espiritual que atormentó los días de mi admirado Unamuno no se dio en Cervantes. Unamuno conocía bien la Biblia, tan bien o mejor de lo que pudo conocerla Cervantes; pero no le bastaba su revelación ni se conformaba con su contenido. Seguía luchando, luchando contra su propio «yo», luchando «contra esto y aquello», para encontrar no sabía qué, y si lo sabía, nunca nos lo quiso decir; se lo llevó con él al sepulcro. Aunque para mí tengo que luchaba por encontrarse a sí mismo.

Cervantes cree. Y no cree por tradición, por acomodarse a la Historia, ni cree por una necesidad intelectual, ni concibe la religión como un movimiento cultural. Cree como debe creerse, sintiendo a Dios en la experiencia diaria, «sufriendo a Dios», abriendo el corazón a la llamada divina, inflamando su alma del fuego de arriba. La Biblia es para él la verdad grandiosa y verdaderos son también los hechos que describe. No podía ser de otra forma siendo Dios su autor. Y para que no quede duda alguna sobre este punto, dice en el primer capítulo de la segunda parte del Quijote que «la Santa Biblia… no puede faltar un átomo en la verdad».

Al hablar de verdad en la Biblia nos estamos refiriendo a los grandes principios doctrinales que encierra y a los hechos verídicos de la Historia Sagrada; la exactitud o inexactitud de ciertos datos y fechas no añaden ni quitan nada a esta verdad. En muchas ocasiones la verdad espiritual es completamente independiente de la exactitud histórica. La verdad es ley suprema y, por lo mismo, ajena a la cuestión de nombres y fechas. La verdad es el mismo Cristo en su encarnación.

La misión principal de la Biblia, en cuanto a verdad, la reconoce y nos la declara el mismo Cervantes. En su mil veces citado y comentado discurso de las armas y las letras, dice que las letras divinas «tienen por blanco llevar y encaminar las almas al cielo, que a un fin tal sin fin, como éste ninguno otro se le puede igualar» (Quijote, I, XXXVII).

Llámesele hipócrita si se quiere; dígase de él que sus sentimientos religiosos no pasan los límites de la superficialidad. Pero lo verdaderamente cierto es que Cervantes, en su Quijote, nos va guiando de la mano por esas agradables y majestuosas dependencias del palacio bíblico, hasta introducirnos en la sala del trono. Con su voz armoniosa y grave, nos va explicando el origen divino e inspirado de los libros sagrados; continúa hablándonos de su exactitud, de su fidelidad histórica, de su verdad incontrovertible, y luego, para que todo no quede en explicaciones, para que el fin práctico tome el lugar de la teoría, nos declara el objeto de Dios al enviarnos esos libros, el divino cometido que el Creador les tiene asignado: encaminar al cielo nuestras almas y hacer la paz entre el hombre y Dios, restaurar nuestra imagen caída a su propia imagen y semejanza, devolvernos en Cristo la paz y felicidad que perdimos en Adán.

Cervantes sabe muy bien el valor que tiene la Biblia. Conoce su origen y percibe claramente su misión. De ahí la diferencia de cuantos libros existen, evitando cuidadosamente mezclar «lo humano con lo divino». Los libros compuestos por los autores de carne y hueso van todos dirigidos a nuestra mente, a nuestro intelecto; pocos logran pasar de ahí. En cambio la Biblia nos habla al corazón, penetrando en nuestros sentimientos y despertando nuestras afecciones. Por eso la Biblia no es un libro más.

Es El Libro, el libro por excelencia, del cual escribió Gabriela Mistral: “Nunca me fatigaste como los poemas de los hombres. Siempre me eres fresco, recién conocido, como la hierba de julio, y tu sinceridad es la única en que no hallo cualquier día pliegue, mancha disimulada de mentira. Tu desnudez asusta a los hipócritas y tu pureza es odiosa a los libertinos, y yo te amo todo, desde el nardo de la parábola hasta el adjetivo crudo de los Números».9