Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

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VALOR PARA AMAR, Nº 6 - junio 2012

Título original: The Illegitimate Tycoon

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0149-3

Editor responsable: Luis Pugni

Imágenes de cubierta:

Ciudad: CELSO PUPO RODRIGUES/DREAMSTIME.COM

Pareja: KONRADBAK/DREAMSTIME.COM

ePub: Publidisa

LOS WOLFE

Una poderosa dinastía en la que los secretos y el escándalo nunca duermen.

La dinastía

Ocho hermanos muy ricos, pero faltos de lo único que desean: el amor de su padre. Una familia destruida por la sed de poder de un hombre.

El secreto

Perseguidos por su pasado y obligados a triunfar, los Wolfe se han dispersado por todos los rincones del planeta, pero los secretos siempre acaban por salir a la luz y el escándalo está empezando a despertar.

El poder

Los hermanos Wolfe han vuelto más fuertes que nunca, pero ocultan unos corazones duros como el granito. Se dice que incluso la más negra de las almas puede sanar con el amor puro. Sin embargo, nadie sabe aún si la dinastía logrará resurgir.

Uno

La aglomeración de gente guapa en la pequeña localidad de la Costa Azul francesa era un festín para los sentidos, pero solo una belleza captó la atención de Rafael da Souza. Siempre había sido así, desde el momento que la conoció en Londres.

Su deseo por ella no había disminuido en los cinco años que llevaban casados. Eso nunca cambiaría. Lo sabía en cuanto la impresionante supermodelo Leila Santiago entraba en la habitación, aunque estuviera preparado. Y sin duda estaba preparado para aquella reunión.

Antes incluso de casarse habían estado de acuerdo en esperar para formar una familia. Para ellos era muy importante centrarse primero en sus carreras profesionales. Disfrutar de la vida y, sobre todo, el uno del otro.

Y así había sido. Bueno, casi.

Rafael frunció el ceño al recordar el que había sido su quinto año de matrimonio. Podía contar con los dedos de una mano las veces que había estado con Leila durante el año anterior. Ambos habían subido como la espuma en sus respectivas profesiones, más de lo que ninguno pudo haber imaginado. Pero habían pagado un alto precio por semejante éxito, ya que los había alejado.

Leila había estado inmersa en dos giras mundiales. Su hermoso rostro aparecía en las portadas de las revistas de todo el mundo. El tiempo de Rafael se había visto repartido entre la asesoría técnica de una película y el desarrollo de un dispositivo móvil que estaba a años luz de sus competidores.

Leila y él solo habían conseguido coincidir un fin de semana en Aruba tras una sesión fotográfica que se realizó allí. Siempre habían valorado mucho los escasos momentos que sus trabajos les permitían estar juntos, y aunque Rafael había intentado hablar con Leila sobre su deseo de formar una familia, el tiempo había pasado demasiado rápido.

–Hablaremos de ello en el festival de cine de Francia –prometió ella en Aruba mientras le cubría el abdomen de apasionados besos.

Y luego le quitó de la cabeza la familia y su sueño con caricias audaces y besos que él llevaba mucho tiempo anhelando.

Habían terminado en la cama con los brazos y las piernas entrelazados, sus lenguas enfrentadas en carnal duelo y los cuerpos embistiéndose en el acto sexual más apasionado que había experimentado nunca con ella.

Cuando estuvo hundido en su cuerpo se sintió pleno, y los dos se entregaron al amor toda la noche. Y después el idilio se acabó. Rafael se marchó cuando salió el sol después de que Leila le hubiera soltado la bomba de que no iba a posponer una sesión de fotos para poder acompañarlo a la boda de su hermano Nathaniel. Rafael se sintió herido y furioso, pero solo dijo:

–De acuerdo. Te veré en Francia.

Y tenía toda la intención de hacer algo más que hablar sobre formar una familia. Iban a pasar una semana entera en Francia juntos. Durante el día estarían ocupados con actos de promoción y cosas así, pero por las noches se entregarían el uno al otro.

El corazón se le enternecía al pensar en tener hijos con Leila, en tener un hogar con ella que no estuviera vacío.

Nunca había tenido algo así en su vida. Su madre lo quería, sí, pero siempre había tenido al menos dos empleos para poder sacarlos adelante y trabajaba muchas horas. Apenas la veía cuando era niño.

El pequeño apartamento de Wolfestone había sido el lugar donde creció, pero los recuerdos que guardaba de aquel lugar eran dolorosos y sofocantes. Experimentó por primera vez lo que era la libertad cuando salió de sus abrumadoras garras. Se mudó a un moderno apartamento en Londres y luego, cuando se casó con Leila, compraron un lujoso ático en Río de Janeiro, muy lejos del oscuro pasado de Rafael.

Pero aunque esa era su casa y la de Leila, seguían faltándole la vida y la energía de la auténtica familia que él siempre había anhelado.

Quería una casa de verdad, con jardín para que sus hijos pudieran jugar y construir buenos recuerdos que guardarían toda la vida. Un lugar al que poder llamar hogar, donde se sintieran a salvo. Queridos. Todo lo que su aristocrático padre le había negado.

Leila sabía cuánto significaba eso para él y compartía su sueño de formar una familia. Con un poco de suerte, cumplirían ese sueño muy pronto.

En esos momentos, al ver a Leila acercarse y salvar la distancia que los separaba, deslizó la hambrienta mirada por ella. Siempre ocurría lo mismo, cada vez que la veía un deseo abrumador se apoderaba de él.

Era absolutamente deslumbrante. Y era su mujer.

Leila avanzó por La Croissette bajo el fuego cruzado de los flashes con su sonrisa de un millón de dólares. Él sabía que no estaba mirando a nadie ni a nada, que su maravillosa sonrisa estaba dedicada a su legión de entregados fans.

Sabía cómo enamorar a la cámara, y la cámara la amaba. ¿Cómo iba a ser de otra manera? Era una fantasía hecha realidad. La mujer con la que todo hombre soñaba hacer el amor, a la que todas las mujeres querían parecerse.

Su melena dorada estaba recogida en una cascada de rizos que enmarcaban aquel rostro que había aparecido en todas las revistas desde que tenía trece años. La niña que había empezado a trabajar en el mundo de la moda había sido reemplazada por una mujer sensual que se esforzaba duramente por mantener su precioso cuerpo en forma.

El vestido escarlata le acariciaba los elevados senos y las cadenciosas caderas. Rafael sabía que cada uno de sus movimientos estaba cuidadosamente orquestado, incluidos los pasos que daba sobre las piernas largas y esbeltas, prolongadas por tacones altos.

El encuentro de marzo le había recordado cuánto la había echado de menos aquel año tan movido. Rafael captó la breve vacilación de sus ojos antes de detenerse ante él y ponerle las palmas sobre el pecho del modo familiar que había sido grabado miles de veces. Un contacto que lo dejó tembloroso, recordando las cosas buenas que había entre ellos.

La pasión, la felicidad, la alegría de dejar el mundo fuera y dormirse el uno en brazos del otro.

Leila le deslizó lentamente la mirada hacia el rostro y él sintió que sus propios labios esbozaban una sonrisa. Le puso con firmeza las manos en la estrecha cintura con gesto claramente posesivo. La boca de Leila lo llamó y se encontraron a medio camino en su habitual beso de saludo, pero el momento transcurrió antes de que pudiera saborearlo.

Su aroma permaneció con él, un perfume provocador que tentaba sus sentidos. Debía tratarse de la nueva fragancia que había ido a promocionar junto con el estreno de la película del mismo nombre, Almas desnudas.

Ese título, desde luego, no los describía a ellos. Por muy cerca que estuvieran sus cuerpos, ambos habían encerrado sus propios demonios de forma segura desde el día que se conocieron. Él nunca le había contado cómo le marcó ser el hijo bastardo de William Wolfe. Ella no le habló a fondo del brutal brote de anorexia que había sufrido siendo muy joven. Pero él tenía la sospecha de que aquel episodio de su vida todavía le afectaba, y en aquel momento se preguntó si estaría completamente recuperada de la enfermedad.

Aquellos grandes ojos color avellana que habían enamorado al mundo a los trece años lo miraron y sus preocupaciones desaparecieron. Su cuerpo respondió a la energía carnal que había entre ellos y Rafael extendió la mano para acariciarle la mandíbula. Fue una caricia sencilla que provocó murmullos entre la multitud.

La reacción del uno ante el otro, la mirada que habían compartido, evitaron que los paparazzi los acribillaran a preguntas, sobre todo sobre la estabilidad de su matrimonio durante aquel último año.

–¿Qué tal la boda de Nathaniel? –se interesó ella.

–Todo el mundo me preguntaba por ti –contestó Rafael, todavía dolido porque no hubiera cambiado sus planes por él–. Te llamé…

–Lo sé –dijo mirándolo a los ojos como tratando de hacerle entender–. No podía escaparme.

Rafael asintió aceptando la disculpa porque aquel no era el momento de hablarlo. Pero el tono crispado de Leila le hizo preguntarse si no tendría algún problema de trabajo, algún problema del que él no sabía nada.

Si a sus hermanos les pareció extraño que la modelo más famosa de la década no pudiera pedir un día libre para asistir a una boda familiar, no dijeron nada. Aunque lo cierto era que su familia no era muy normal.

Todos sabían que no debían esperar mucho de nadie, todos tenían miedo de querer a alguien demasiado. Y sin embargo, él se había enamorado. De una manera profunda y apasionada que le asustaba porque sabía que ese tipo de sentimientos eran frágiles.

Estar con Leila otra vez, saber que sería suya toda una semana durante el festival de cine, hacía que la piel le cosquilleara por la emoción. El corazón le latía con fuerza por el deseo.

–Nuestra suite está preparada –le dijo.

–Bien. Estoy deseando sentarme un rato en algún lugar tranquilo.

Rafael le dirigió una mirada fugaz mientras la tomaba del brazo. Estaba pálida bajo el maquillaje. ¿Habría estado enferma?

Entraron juntos en el hotel, y él agradeció que las cintas de terciopelo mantuvieran a los fans y a los periodistas a raya. Nunca se había sentido cómodo bajo los focos porque cuando era pequeño lo señalaban como el hijo bastardo de Wolfe. Aunque ya no era objeto de burla, seguía odiando que se prestara atención a su vida privada.

Tomó a Leila del brazo y avanzó con ella por el elegante vestíbulo. Subieron solos en el ascensor, pero Rafael no respiró tranquilo hasta que entró con su mujer en la suite y cerró la puerta. Le habían asignado una habitación con una maravillosa vista al mar y un gran balcón.

–Es impresionante –comentó Leila soltándose y acercándose a las ventanas–. ¿Cuándo has llegado?

–Ayer. He venido directamente de Londres.

Ella se dio la vuelta entonces para mirarlo y el sol a la espalda hizo que pareciera más frágil y pálida.

–¿Pudiste pasar tiempo con tu familia?

–Llegué en avión el día de la boda y me marché a la mañana siguiente –aseguró encogiéndose de hombros–. Tengo la agenda muy ajustada, igual que tú.

Leila asintió y luego apartó la vista. Resultaba irónico que él le ocultara cosas de su pasado y sin embargo le molestara que ella hiciera lo mismo. Pero no veía sentido en divulgar lo despreciable que había sido su padre con él, cómo había sufrido él emocionalmente mientras que sus hermanos soportaban abusos físicos.

Había cosas que era mejor dejar enterradas. Desde luego no veía motivos para exhumar los oscuros secretos de su pasado y contárselos a su mujer.

Una buena parte de su éxito en los negocios se debía a su olfato para actuar en los momentos oportunos. Eso no era diferente.

–Deberíamos coordinar nuestras agendas –dijo desviando la conversación de su familia y de su oscuro pasado–. Mi publicista dice que es importante que mostremos apoyo a nuestros mutuos proyectos, aunque no se me hubiera ocurrido no estar aquí para ti.

–Claro, por supuesto. Iré a buscar mi móvil.

A Rafael le pareció captar un poco de angustia en su tono de voz. Miró hacia atrás y la vio revolviendo un bolso de marca nuevo. Parecía distraída. Era sin duda la mujer más hermosa que había visto en su vida, pero su vida era tan complicada como la de él.

Leila era millonaria por derecho propio. Su nombre era una marca que generaba millones. Tenía compromisos, fama, una vida exigente.

Aquel año Rafael había pasado de ser millonario a ser multimillonario, y el veloz mundo de la tecnología informática implicaba que siempre tuviera que estar un paso por delante de sus competidores. Había utilizado su instinto para abrirse camino hacia la cima, y ahora se preguntó si los cambios que veía en Leila llevarían allí mucho tiempo. Tal vez estaba demasiado cómodo en su matrimonio como para reconocer que su mujer no estaba tan llena de vida como siempre.

Sin duda parecía más segura de sí misma que en el pasado, pero había una vulnerabilidad en ella que zumbaba alrededor de su éxito como un colibrí nervioso en busca de néctar. Algo no iba bien, pero no podía precisar de qué se trataba.

Ambos habían conseguido sus metas, pero ¿a qué precio? ¿Seguía siendo su matrimonio tan fuerte como en el pasado?

Lo averiguaría en aquella semana que iban a estar juntos, tenía pensado pasar la mayor parte del tiempo en compañía de su mujer. La había echado mucho de menos, más de lo que podría explicar. Las palabras tiernas nunca se le habían dado bien. Siempre le había resultado mucho más fácil demostrarle su amor con regalos. Como su último smartphone.

Rafael deslizó el pulgar por el nuevo móvil que era el último grito en tecnología. Era su bebé. El aparato sin cables del futuro que aparecía en la película Bastion 9, que se presentaría allí aquella noche.

Pero los teléfonos que había donado para la bolsa de regalos de los invitados importantes eran negros y plateados, como los que pondrían a la venta en todo el mundo. Y el que él tenía ahora en la mano era de un tono magenta único, con pequeñas volutas negras.

El color de Leila.

El suyo era igual pero con los colores invertidos. Un diseño que había creado para la línea personal de Leila que todavía no había lanzado.

–Lo encontré –dijo ella agitando su antiguo móvil.

Rafael extendió la palma de la mano.

–Me llevará un momento ponerle el chip al nuevo.

A Leila le brillaron los ojos cuando se acercó a él.

–¿Es este el nuevo dispositivo del que todo el mundo habla? No sabía que fuera a salir en color.

–No será así, al menos no este año ni al año que viene. Y en cualquier caso, nunca con este diseño.

Leila frunció ligeramente el ceño mientras observaba las intrincadas volutas. Rafael supo el momento exacto en que entendió que el diseño era mucho más que líneas y espirales, sino que había algo escrito en portugués en letra cursiva.

–Mi único amor –leyó ella antes de llevarse dos dedos a los labios–. Es perfecto.

A él también se lo parecía. Supo que ella era la única mujer a la que amaría desde el momento en que la conoció, cinco años atrás.

Entonces Leila estaba empeñada en regresar de forma espectacular al mundo de la moda, pero seguía siendo un pajarillo asustado de ojos grandes.

Y resultaba obvio que estaba bajo el dominio de su madre. Rafael había chocado contra esa madre controladora desde el principio, porque en aquel momento no era más que un empleado en una gran compañía de software en Londres. Un don nadie, aparte de la notoriedad que le proporcionaba ser el hijo bastardo de William Wolfe, un hecho que trataba desesperadamente de ocultar por la vergüenza que le había causado a su madre.

Leila Santiago era la estrella contratada para promocionar el reproductor musical que él había desarrollado y que podía almacenar y reproducir cientos de canciones. Rafael permaneció entre bastidores en el estudio observándola del mismo modo que había observado a sus hermanos jugar tantos años atrás. Cuanto más observaba a Leila, más cuenta se daba de que bailaba al son de los caprichos de su dominante madre.

Entonces como ahora, los maravillosos ojos de Leila se habían clavado en los suyos. Durante un instante vio en ellos el dolor y la incertidumbre que la ahogaban. Vio la soledad que reflejaba la suya propia. Aquella mirada había apelado a algo enterrado en lo más profundo de su ser.

Ella, el pajarillo perdido y necesitado de un héroe, y él, el niño no deseado necesitado de encontrar una persona que le hiciera sentir que valía la pena.

Todos los que estaban en el estudio iban a ir de copas después de la sesión de fotos, y Rafael estaba deseando conocer mejor a Leila. Pero su madre dejó claro que la joven tenía que entrenar.

Aunque Leila parecía agotada no puso objeción a los mandatos de su madre, como si estuviera acostumbrada a obedecerla.

Ese fue todo el incentivo que Rafael necesitó para acercarse a la bella modelo. Eso y una buena dosis de orgullo brasileño.

–¿Quieres venir a tomar una copa conmigo? –le preguntó cuando consiguió tenerla a solas.

Ella sonrió nerviosa.

–Mi madre ya ha quedado con un entrenador para que trabaje con él esta noche.

Rafael le lanzó a su rolliza madre una mirada asesina. Si había alguien que necesitara un entrenador personal era ella.

–¿Por qué no dejas que entrene ella y tú te tomas la noche libre?

–¿Contigo?

–Por supuesto.

–Ni siquiera te conozco –protestó ella, aunque no con mucha convicción.

Rafael se presentó, y sin duda hinchó su trabajo como desarrollador de software, pero ya entonces tenía grandes sueños. Estaba trabajando en secreto en algo nuevo e innovador en el mundo de la informática.

–Ven conmigo, Leila –le pidió rozándole el brazo.

Ella miró a su madre y se mordió el labio, pero se fue con él. Durante una maravillosa noche y un día se divirtieron como amantes jóvenes en vacaciones. Rafael supo que un año antes ella se había venido abajo y había pasado largos meses en una clínica especializada recuperándose de los devastadores efectos de la anorexia. Su madre había tomado entonces las riendas de su vida, y Leila no se había hecho todavía con la confianza suficiente para librarse de ella.

Tal y como Rafael había sospechado, estaba tan sola como él.

Aquella primera e impulsiva cita se había transformado en un romance que convulsionó el mundo de la moda y que puso a la madre de Leila en su contra al instante. Rafael había caído bajo el embrujo de la modelo, se había enamorado todo lo que le resultaba posible en aquel tenso momento de su vida.

Lo único que sabía era que quería a Leila para algo más que una aventura. Quería que fuera su mujer, formar una familia con ella.

Le pidió matrimonio y Leila aceptó al instante, pero dejó claro que todavía no estaba preparada para ser madre.

Él tampoco. Estuvieron de acuerdo en tener hijos unos años más tarde, cuando ambos hubieran alcanzado sus objetivos y hubieran disfrutado de su joven y apasionado amor.

Rafael sabía ya entonces que algún día lo conseguiría todo. Un hogar. Una mujer maravillosa a la que amar. Niños riendo y jugando que espantarían el solitario recuerdo de su propia infancia.

Pero la espera había pasado de tres años a cuatro y seguían sin tener un verdadero hogar. Ya habían esperado demasiado.

Rafael deslizó la tarjeta de memoria en el nuevo dispositivo de su mujer y lo probó.

–Me he tomado la libertad de añadir algunas aplicaciones, pero tendrás que personalizarlo tú misma –dijo tendiéndole el móvil.

–Parece complicado –aseguró ella–. Tendrás que enseñarme cómo funciona.

–Ya tendremos tiempo para eso más tarde.

Cuando hubiera saciado su necesidad de estar con ella. Se acercó a la bandeja que habían dejado en la suite y se sirvió un café con hielo.

–¿Quieres beber algo?

–Agua con un poco de lima –contestó ella–. He tomado un zumo de naranja en el aeropuerto.

Rafael torció el gesto al escuchar el tono casi de disculpa de su confesión. Leila no solía beber otra cosa que agua con sabores que añadían cero calorías. Podía contar con los dedos de una mano las veces que la había visto dar cuenta de una comida entera y desde luego nunca la había visto dándose un atracón de nada.

Él también era moderado. No deseaba seguir los pasos de su padre alcohólico.

Se dio la vuelta para darle el vaso de agua y vio que salía corriendo hacia el dormitorio. El sonido de la puerta del baño al cerrarse resonó suavemente por toda la suite. Y luego escuchó cómo vomitaba.

Si se hubiera tratado de otra persona, lo hubiera achacado a una indigestión. Pero el turbulento pasado de Leila le hacía pensar otra cosa. La posibilidad de que hubiera sufrido una recaída lo atormentó mientras llevaba la maleta al dormitorio. Luego entró en el cuarto de baño momentos después de que sonara la cadena del váter. Leila estaba en el lavabo enjuagándose la boca. Tenía el rostro más pálido todavía que antes.

–Leila, ¿qué ocurre? –le preguntó.

Ella sacudió la cabeza.

–He estado algo indispuesta. Un virus estomacal que se niega a desaparecer.

–¿Has ido al médico?

–Sí, había uno en la sesión de fotos y me dio antibióticos. Pero me advirtió que si se trataba de una infección viral no servirían de nada –contestó–. Estoy bien.

Rafael la observó fijamente deseando creerla. Estaba claro que había perdido peso en el último año. Y aunque no quería admitirlo, había en ella un nerviosismo que antes no existía. Parecía como si lo esquivara, como si le estuviera ocultando algo.

–¿Has intentado perder peso demasiado deprisa?

Leila se giró para mirarlo.

–¡No! Ya no soy una víctima de la bulimia ni de la anorexia. Solo tengo un virus estomacal. Pero si crees que miento, no tienes más que preguntar a mi agente o a mi médico sobre mi estado de salud.

Rafael no esperaba que reaccionara con tanta violencia, pero supuso que se lo merecía por haber dudado de ella.

–Siento haber insinuado que habías sufrido una recaída –dijo tratando de abrazarla.

Pero ella se dio la vuelta y lo dejó allí en el baño, sintiéndose como un idiota por haber pensado lo peor de ella.

–Me preocupo, Leila.

Ella se detuvo en seco.

–Lo sé –se pasó la mano por el pelo en gesto impaciente–. Yo también me preocupo por ti, pero este año…

Rafael se acercó y la atrajo hacia sí, estrechándola contra su corazón. Se alegró de que esa vez no se resistiera.

–A partir de ahora las cosas van a cambiar –aseguró.