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© de esta edición:

ISBN: 978-84-18017-97-1

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o scanear algún fragmento de esta obra»

 

 

Para Lluís.

La palabra «amigo» es enorme y está llena de contenido.

Índice

1. Cuando todo termina…

2. … El recuerdo del inicio…

3. … De aquella juventud rebelde…

4. … Junto al río…

5. … Nos hace sentirnos solos…

6. … Mientras todo se derrumba

7. En el último momento…

8. … Esas pequeñas cosas…

9. … Nos llenan de deseos…

10. … Haciéndonos seguir adelante…

11. … Por todo el mundo…

12. … Resistiendo…

13. … Librando nuevas batallas…

14. … Con nuevos aliados…

15. … Y aunque nos ataquen…

16. … Nos impondremos…

17. … Sigilosos…

18. … Y con orden…

19. … Buscando…

20. … La unión

21. Y no abandonaremos…

22. … La búsqueda…

23. … De los recuerdos…

24. … Encerrados…

25. … Rastreando…

26. … Los caminos…

27. … Y buscando una solución…

28. … Hasta unirnos

29. Llegarán…

30. … A acorralarnos…

31. … Y cuando ya lo tengamos…

32. … Nos atraparán

33. Heridos…

34. … Y desterrados…

35. … Sin explicaciones…

36. … Hasta la muerte…

37. … Egoísta…

38. … Superaremos…

39. … Para volver…

40. … A reencontrarnos…

41. … Y con ayuda…

42. … Los salvaremos…

43. … Sigilosamente

44. Con brutalidad…

45. … Nos defenderemos…

46. … Con ira…

47. … Hasta repartir…

48. … La salvación…

49. … Dotando…

50. … A nuestros amigos…

51. … De esperanzas…

52. … Y cuidados

53. Y cuando vengan…

54. … Todos juntos…

55. … Venceremos…

56. … Las dudas…

57. … Y llevaremos la cura…

58. … Para todos…

59. … Al final

Agradecimientos

 

 

«Tenga cuidado con las cosas pequeñas.

Su ausencia o presencia pueden cambiarlo todo»

(Han San, Poemas de la Montaña Fría, alrededor del año 800 d. C.).

 

 

 

 

Regla 1:

«La Supervivencia de la Humanidad prevalece sobre cualquier otra consideración basada en circunstancias individuales o colectivas, de cualquier naturaleza».

Regla 2:

«La Supervivencia de la Comunidad prevalece sobre la de sus integrantes, y está sometida a la Regla 1».

Regla 3:

«El individuo, y sus derechos, se someterán siempre, y ante cualquier circunstancia, a las Reglas de Supervivencia de su Comunidad, supeditadas en cualquier caso a la Regla 1».

1.

Cuando todo termina…

El día en que Marco Rius debía morir comenzó exactamente igual que los anteriores. No había ninguna diferencia en el aire húmedo de la mañana que entraba por la ventana abierta, en el agua turbia con la que se lavó la cara o en el té de río que se preparó para desayunar.

No importaba que todo fuera igual que cualquier otro día, los nervios le ahogaban el corazón. Se suponía que debía estar de acuerdo con lo que le deparaba el destino ese día, todos en Ciudad del Río oficialmente lo estaban, eran las normas.

La realidad era que no tenía ningunas ganas de morir, nunca había sido bueno conformándose.

Desayunaba despacio mientras le venían a la cabeza retazos de las sesiones que había mantenido con los preparadores del cuerpo de Psicopolicías a lo largo de los últimos meses. Habían bombardeado su cerebro con datos, insistiendo una y otra vez en la lógica de lo que «tenía» que pasar. Cientos de enfoques y justificaciones.

Las Reglas de Spencer.

Siempre las putas Reglas.

Se esperaba de la terapia y los fármacos que dieran mejores frutos, y en ese momento deseaba con todas sus fuerzas que lo hubieran hecho. Al final la realidad siempre se imponía, y los nervios, el miedo y la frustración volvían a inundarlo por dentro igual que su infusión con sabor a menta terrosa.

Roía una galleta rancia, no tenía muchas más cosas que comer. La mordisqueaba pausadamente, mientras contemplaba por la ventana el movimiento brillante y tranquilo del río. Pequeños módulos de vivienda se repetían hasta donde alcanzaba la vista, diminutos, anodinos, destartalados. En cierto modo, él había tenido suerte: La casa que le habían adjudicado hacía ya muchos años estaba, de las cinco hileras, en la más cercana al río. Entre su puerta y el agua había un estrecho porche de tablas inestables, una pronunciada escalera de ocho peldaños, diez metros de mezcla de tierra, barro y restos de asfalto, y un parapeto natural de cañas y vegetación de ribera de aspecto oscuro y amenazador.

Intuyó a los dos vigilantes que esperaban sentados a la sombra en la escalera. Suspiró. Era habitual y necesario, un buen complemento a las sesiones de concienciación. Los «cincuenta» debían ir de buen grado a cumplir su cometido, estuvieran de acuerdo o no.

Estaba convencido de que muy pocos lo estaban.

Las últimas semanas, antes del día de la partida, los supervisores andaban siempre cerca para «ayudarles» por si flaqueaban o intentaban algo que no estuviera autorizado por las Reglas.

Él no quería dudar, le hubiera encantado ser un buen habitante de Ciudad del Río. Todos sabían que Spencer y sus jodidas Reglas eran lo mejor, probablemente la única manera, para mantener el difícil equilibrio de su comunidad ribereña. Lo cierto es que Marco había tenido problemas para acatar la autoridad desde pequeño. ¡Que se lo preguntaran a su pobre madre! Había sido una santa. Tuvo que hacer infinidad de viajes a su escuela para recibir consejos, quejas y reprimendas por el comportamiento impropio de su hijo. Ella lo aceptó siempre callada, nunca le riñó más de la cuenta.

Incluso lo miró con amor y lo cuidó con cariño cuando llegó a casa magullado después de que lo detuvieran, con quince años, por ser uno de los principales instigadores de una revuelta especialmente violenta en su pequeño colegio. El edificio se caía a pedazos, no tenían recursos y se sentían olvidados. Comenzó como una sentada inocente que pronto se propagó al resto de aulas. Se les fue de las manos. Cuando comenzaron a aparecer las fuerzas de asalto fueron conscientes que el asunto había llegado demasiado lejos. Hubo heridos y retuvieron a muchos alumnos durante días en la Central de los pepes, como llamaba casi todo el mundo a los sombríos psicopolicías.

Los golpes en la puerta lo sacaron de su ensoñación. Supo enseguida de qué se trataba: se acercaba la hora de irse. Miró la hora e hizo cálculos mentalmente, todavía era pronto para salir. Abrió y se enfrentó a dos rostros jóvenes y serios mirándolo fijamente.

—Marco Rius, vístete, debemos irnos —dijo uno de ellos al ver que Marco llevaba solo unos viejos calzoncillos bóxer holgados.

Él los miró durante un par de segundos, sin moverse, un segundo por cada par de ojos que le transmitían el mensaje de «Debes ir encantado, pero si no es así, te jodes, vienes, acabamos con esto y luego a otra cosa».

—Sí, soy yo. Dadme un par de minutos —suspiró resignado.

Cerró la puerta en sus narices y fue a prepararse. El espacio donde vivía era pequeño y deprimente. Había pocas cosas personales a la vista. Una sala de tres por cuatro metros, que años atrás debía haber sido blanca, con una pequeña cocina, un sofá que hacía la función de cama, un armario desvencijado que tenía poca ropa y algunos libros. Al fondo, una puerta que daba a un minúsculo baño en el que era difícil estirar los brazos. Al menos tenía ventana, cosa de la que no todas las casas de ese sector podían presumir.

Cogió algunas prendas del armario y las extendió sobre el sofá. Hacía ya muchísimo tiempo que lo tenía todo planeado: la ropa que se pondría, los objetos que llevaría consigo, y en qué punto del trayecto hacia la Puerta Exterior iba a saltar al río.

Si tenía que morir lo haría a su modo.

En el fondo, todavía albergaba la esperanza de llegar a los cincuenta años y un día.

Entró en el baño, descolgó el espejo y dejó a la vista un pequeño hueco en la pared, del que sacó un pequeño paquete envuelto en plástico. Nunca había sabido hasta qué punto era excesivo tenerlo oculto de esa manera, no creía que nadie hubiera registrado su casa, pero cuando te acercas a los cincuenta en Ciudad del Río puede pasar cualquier cosa, y le hubiera sido difícil explicar por qué guardaba toda esa cantidad de pomada antibiótica. Algunos productos solo podían conseguirse en raciones muy pequeñas y el suministro estaba muy controlado.

Se untó el ungüento concienzudamente por todo el cuerpo, frotándose bien, dejando que entrara en la piel. Se esmeró en no dejar zonas oleosas o brillantes que lo delataran en cuanto saliera por la puerta. Volvió a colocar el espejo y aprobó el resultado.

Antes de apartar la vista paseó la mirada por la imagen que le devolvía el espejo. No podía ocultar su edad. Tenía el cuerpo medianamente tonificado por el ejercicio habitual y delgado por el racionamiento de comida. En su cabeza comenzaba a escasear el pelo, en gran parte blanco. Las erupciones cutáneas y manchas eran escasas y localizadas.

El río, saturado y contaminado, terminaba provocando problemas en la piel en casi todos los que vivían cerca de él, cosa que casi todo el mundo hacía desde las crisis del polen.

El puto polen.

Se vistió despacio, no sentía remordimiento alguno por el tiempo de espera de esos pepes. Se colocó su calzado más ligero. De entre los dos pares que tenía ese era el que se empaparía menos. Introdujo unas pequeñas gafas de nadar dentro de los calzoncillos, de manera que no se notaran si lo cacheaban. Metió su cinturón trenzado por dentro de las trabillas del pantalón y encajó con cuidado la hebilla especial que había modificado. Miró nuevamente el reloj.

Era la hora.

Suspiró, se encasquetó su gorra y abrió la puerta.

—¿Nos vamos ya? —dijo, pasando entre ellos con una sonrisa.

—Espera un momento —le replicó uno de ellos con voz de barítono, sujetándole por un brazo.

—¿En serio esto es necesario? —protestó Marco nervioso, mientras lo cacheaban.

Por un momento temió que encontraran las gafas. No tendría ninguna explicación para eso, y ellos reforzarían la vigilancia. No era al primer cincuenta que acompañaban.

—¿Satisfechos? —preguntó Marco con sorna, bajando la estrecha escalera delante de ellos, aliviado de que hubiera sido tan solo una exploración somera.

Había unas cuantas personas a la vista. Era la hora habitual de ir al trabajo, obligatorio para todos. Un chica joven y bonita, bastante despeinada, miraba curiosa la escena desde unos metros de distancia. Andaba despacio; cruzaron la mirada. Sintió su pena y su disconformidad. Pudo ver el miedo fugazmente en sus ojos verdes.

—Vamos. —Cada uno de sus vigilantes lo agarró por un codo.

—¡Ya puedo solo! —dijo tajante, desconectó sus ojos de los de la chica y se zafó de las manos que lo guiaban con un movimiento seco de sus brazos.

Fue un gran alivio para él que no insistieran en llevarlo sujeto.

Sus acompañantes eran extremadamente serios. Ambos más altos y fornidos que él, sobre todo el que flanqueaba su derecha. El de su izquierda tenía un gran herpes que le subía por el cráneo y apreció que respiraba con cierta dificultad. Rápidamente decidió que llegado el momento lo intentaría por ese lado.

El ambiente del Río siempre pasaba factura. La humedad y la contaminación creaban un cóctel letal que impedía que muchos llegaran a los cincuenta años y, por lo tanto, se evitaba el mal trago de ser escoltados hasta la Red Exterior, donde eran invitados a alejarse.

Técnicamente no era una ejecución. El resultado era, inevitablemente, el mismo. Alejarse de la influencia del río te dejaba indefenso ante el polen.

Y eso era un hecho.

Avanzaban a buen paso por el pavimento disgregado. Tras una valla metálica, alta y oxidada, el gran río, de color marrón indefinido, fluía a su derecha, impasible, con decenas de embarcaciones de distintos tamaños desplazándose sobre él. Retales de vegetación enfermiza salpicaban los espacios entre la serie gris y anodina de casas que se alineaban hasta donde alcanzaba la vista. Algunas bicicletas oxidadas pasaban a su lado. Hacía años que no veía un vehículo de combustión. Sabía que existían todavía, estaban restringidos a determinadas tareas, como emergencias o protección. Evidentemente no iban a usar uno para llevar a un cincuenta a la puerta exterior. No había tanta prisa, y ninguna necesidad de llamar la atención. Algunas personas los miraban disimuladamente. Eran miradas tristes o atemorizadas. Se acercaban al puente más cercano a su casa, el que debían cruzar para encaminarse hacia la puerta más cercana.

En esa zona el río tendría unos trescientos metros de anchura. Sumando las playas de fango negro a ambos lados, el puente salvaba medio kilómetro. Era una estructura sencilla, un gran arco formado por un entramado de perfiles metálicos que en su parte central permitía pasar por debajo de él los barcos más altos. Tenía unos quince metros de anchura y estaba flanqueado por herrumbrosas vallas metálicas a ambos lados.

Alcanzaron el extremo e iniciaron la pronunciada subida. Marco apretó el paso y oyó resoplar al vigilante de su izquierda, lo que le arrancó una diminuta sonrisa. Definitivamente su opción buena era por ese lado.

—¿Tienes prisa? —Oyó la protesta a su espalda. Se giró ligeramente para mirarlo. Se le veían gotas de sudor en la frente y el herpes se le había encendido hasta adquirir un tono rojo intenso.

—Creía que a vosotros os obligaban a estar en forma —replicó Marco, despectivo, sin aflojar el ritmo.

Habían recorrido unos cincuenta metros cuesta arriba. Todavía les quedaba un buen trecho de subida cuando Marco, repentinamente, sintió que la ansiedad desaparecía. Una extraña paz lo invadió. Se acercaba la oportunidad que llevaba imaginando tanto tiempo. Fijó su mirada al frente y continuó contando los postes de la valla.

Se concentró en repasar su plan. A lo largo de los últimos meses había caído cientos de veces en la desesperación al pensar que todo saldría mal. Sabía que tenía todo en su contra, y que, intentara lo que intentara, lo más probable era que en pocas horas se encontrara en la puerta, con los ojos puestos en la pradera que se perdía en el horizonte, escuchando el sordo rumor de la vida junto al río a sus espaldas, sin más opciones que adentrarse en la muerte.

Veinte postes, más o menos unos sesenta metros.

Los últimos años había recorrido aquel puente con asiduidad, despacio y disimulando para evitar que los que se cruzaran con él sospecharan de sus intenciones. No sabía cómo iba a ser su último paseo, solo era una suposición, y casi le había vuelto loco la ansiedad que le provocaba la incertidumbre.

Treinta postes.

La respiración del hombre a su izquierda se hacía más ruidosa, entrecortada. A su derecha no oía nada. No se atrevía a girar la cabeza con la seguridad de que inmediatamente sabrían que tramaba algo, y terminaría el paseo con sus dos brazos firmemente sujetos.

Habían recorrido ya unos ochenta metros de puente, treinta y cinco postes. Marco seguía sin bajar el ritmo de su paso. Sentía cómo aumentaban sus pulsaciones, y el sudor goteaba por su espalda. Se esforzó por hacer más profunda su respiración para evitar que se le notara la fatiga. Sentía muy cerca las pisadas firmes del escolta de su derecha.

Giró la mirada a su izquierda, contemplando el río. Por ahí se acercaban las dos grandes gabarras de dos cascos cargadas de basura que esperaba ver, ascendiendo la corriente en paralelo, separadas unos diez metros entre ellas. Se acercaban al puente, y pasarían justo por debajo de ellos en pocos minutos. Varias embarcaciones más pequeñas navegaban delante y detrás de ellas. En sentido contrario se veían otras muchas.

El río estaba siempre cargado de movimiento.

En la periferia de su visión apreció que el escolta se había rezagado un par de pasos y resoplaba ruidosamente.

Cuarenta postes, ya se acercaban.

A veces, las personas se entretenían unos minutos viendo el ir y venir de los barcos mientras se desplazaban a sus puestos de trabajo, o en sus ratos de ocio. En los momentos de más tránsito, no era raro ver a alguien con los dedos entrelazados en la malla metálica dejando fluir sus pensamientos.

Marco había sido uno de esos mirones habituales a lo largo de los últimos años. Dos de sus virtudes eran la paciencia y la constancia. Casi todos los días se entretenía unos minutos. Si alguien lo hubiera estudiado con detenimiento se habría percatado que siempre se detenía en los mismos lugares. Hubiera sido difícil de detectar, ya que no era un solo punto de observación en el que se paraba.

En realidad, lo hacía en seis.

Contando los postes que sujetaban la malla, Marco se detenía siempre junto a los que ocupaban las posiciones cuarenta y nueve, cincuenta y cincuenta y uno. En ambos lados. Y lo hacía metódicamente, como un mantra.

Pasaba esos pocos minutos contemplando el río, con los ojos perdidos en el agua insalubre, con el cerebro y los pies concentrados en el punto donde se empotraban los postes en el suelo. Sus zapatos de trabajo eran fuertes, de punta resistente, y el hormigón que abrazaba los soportes estaba deteriorado por la humedad y el paso del tiempo.

Un poco cada día, unas pocas patadas descuidadas de un relajado ciudadano mirando distraídamente los barcos. Pequeños fragmentos de grava y cemento se desprendían del suelo con cada golpe. Un pequeño arañazo en el suelo que no llamaba la atención de nadie. Con el tiempo, y tras sus innumerables visitas, quien hubiera escarbado en alguno de esos lugares se hubiera sorprendido al comprobar que se podía introducir casi medio pie en el suelo disgregado junto a cada uno de esos seis soportes, que se movían como dientes de leche.

Cuarenta y cinco.

Su rebeldía y su plan nacieron la primera vez que los pepes lo convocaron a su Central para comenzar las sesiones preparatorias. Las reuniones y las visitas al puente comenzaron el mismo día.

En pocas semanas lo estaban bombardeado con tremendas charlas, apocalípticas, interminables y agotadoras. Las intercalaban con suaves y convincentes explicaciones de las Reglas de Spencer. Todas las reuniones se hacían con terapeutas que intentaban profundizar en su cerebro, sus inquietudes y sus dudas. Después de cada sesión cruzaba el río de vuelta a su casa, estudiaba el recorrido de los barcos y trabajaba un plan matemático que incluía el paso de las gabarras y la firmeza de la valla.

Cuarenta y seis.

Su estómago, su corazón y sus pulmones amenazaban con salirse por su garganta. Temía que sus acompañantes notaran lo acelerado de su pulso. Tenía la espalda empapada de sudor. ¿Y si no cedía la valla? Evidentemente no había podido hacer pruebas.

Giró de nuevo la vista hacia las gabarras. Estaban ya muy cerca. Se le cerró un poco más el nudo que tenía en la garganta al darse cuenta de que, a pesar de que lo había comprobado infinidad de veces, daba la sensación de que había algo diferente. ¿Eran sus nervios o las gabarras circulaban algún metro más cerca del centro de la corriente?

En ese momento todo le parecía absurdo.

Su plan era ridículo.

Sus escoltas lo detendrían al intentar llegar al borde, la valla no cedería, y si cedía se mataría contra una dura cubierta. Su cuerpo se iba a destrozar contra uno de los infinitos salientes metálicos que aparecían por todos los ángulos de los barcos que surcaban el agua doce metros por debajo de él.

Cuarenta y siete. Sus ojos buscaron los tres postes por delante de este.

El puente estaba poco concurrido. Diez o doce personas se repartían a lo largo de todo el campo de visión de Marco. Se concentró en su zona de escape. A unos quince metros frente a ellos descendía una mujer de algo más de cuarenta años con dos bolsas en las manos. Atractiva y con el semblante triste, llevaba el pelo recogido en un moño y vestía ropas viejas muy usadas. Por detrás de ella, cerca, venían dos jóvenes en bicicleta, y bastante más lejos dos operarios de mantenimiento del sistema eléctrico.

Cuarenta y ocho.

La mujer estaba muy cerca, unos pasos más y se colocaría en el medio de su ruta de huida. Los dos chicos de las bicicletas se acercaban preocupantemente. Los dos operarios estaban bastante lejos para no tenerlos en cuenta. Aceleró un poco el paso.

CUARENTA Y NUEVE.

—¡Frena, joder, qué prisa tienes! —Escuchó una protesta jadeante un par de metros detrás de él a su izquierda.

Era la hora de ponerse en marcha. Debía elegir entre correr hacia un plan absurdo que lo llevaba a un desastre casi seguro, o morir hinchado y jadeando por el polen.

El corazón quería escapar de su pecho.

La angustia le inundó el alma, las lágrimas empujaban desde su interior intentando asomar a sus ojos. Tenía un grito atascado en la garganta. Al menos sus vigilantes iban por detrás de él y no podían ver su rostro.

«¡Puto Spencer y putas Reglas!».

¡¡CINCUENTA!!

En el siguiente segundo, Marco originó una explosión en cadena.

En la primera mitad de ese segundo que pondría su vida patas arriba, inspiró y cerró los ojos, mientras el último paso de su vida-según-las-Reglas caía firme en el suelo.

En la otra mitad abrió los ojos, brotaron las lágrimas, surgió finalmente ese grito atascado, y el pie que había en el suelo lo impulsó como un resorte en un salto hacia la izquierda.

—¡Qué cojones…! —Escuchó detrás, a su derecha. Sintió el roce de unos dedos en su espalda.

En dos pasos largos llegó junto a la mujer de las bolsas, que no tuvo tiempo para reaccionar. Marco, sin pensarlo, agarró su vieja camisa y tiró de ella con fuerza hacia detrás. Sintió cómo saltaban los botones.

Tuvo la fugaz visión de una piel muy blanca y un sujetador muy rosa.

Esta maniobra improvisada le dio más impulso y colocó a la pobre mujer ante la trayectoria de su perseguidor, que chocó contra ella.

Su loca carrera continuaba.

Escuchó el chirriar oxidado de los frenos de las dos bicicletas, al mismo tiempo que los gritos de sus conductores. No se giró y fijó su mirada en el poste cincuenta. Se acercaba rápidamente.

¿Cedería la valla a su impulso?

Con toda la fuerza de sus piernas saltó lo más arriba que pudo. El impulso le llevó a estrellarse contra el tercio superior de la valla. Todo su peso se transmitió a la malla oxidada.

El trabajo paciente que había estado haciendo todos esos meses debía haber aflojado lo suficiente la base de los tres soportes, el que estaba frente a él y los dos que estaban a ambos lados. En sus últimas visitas, además, con unos pequeños alicates ocultos había cortado disimuladamente varios puntos del alambre que cosía la malla a los tres postes. No demasiado, por temor a que se notara.

El impulso de sus setenta y ocho kilos hizo que los soportes giraran en sus bases y toda esa sección de la valla se plegó hacia el exterior del puente. Por un instante pensó que lo había conseguido. El poste cincuenta tensó los alambres. Debajo de él escuchó un chirriante gemido metálico y la inclinación se detuvo un poco antes de ponerse horizontal.

En la cabeza de Marco toda la escena quedó congelada.

Había fallado.

Con un rugido, el escolta que le seguía saltó sobre él y agarró sus pantalones. Este nuevo impacto de más de noventa kilos terminó el trabajo que el cincuenta solo no había conseguido. Sonaron varias notas metálicas al saltar los alambres que sujetaban el conjunto y la valla se plegó hacia el río.

Marco, el vigilante de su derecha y el poste cincuenta, cayeron al vacío.

2.

… El recuerdo del inicio…

Hospital General, Valencia, quince de abril de dos mil dieciocho.

—Otro caso de alergia, doctor —anunció Laura al hombre que entraba por la puerta abotonándose la bata blanca. Una mujer obesa, de unos cincuenta años, jadeaba en la camilla—. Llevamos tres esta mañana. ¡Este año ha empezado fuerte!

—Umm —gruñó el doctor levantando un dedo ante su cara. Su gesto impaciente dejó claro a la enfermera que no deseaba conversación. Se acercó a la paciente. Las bolsas oscuras bajo los ojos del médico indicaban que no había dormido demasiado. Estudió a la mujer, revisó el interior de su boca y palpó su cuello.

—No puedo respirar —dijo ella. La voz le salía como si rascara los laterales de su garganta. La enfermera se estremeció.

—¿Cómo se llama? —preguntó finalmente el doctor. Habían pasado tres largos minutos desde que entrara en la sala.

—Emilia —roncó desde la camilla—. Emilia Gómez.

—¡Cójale una vía ya! —ordenó a la enfermera, sin mirarla—. ¿Dónde ha estado, Emilia?

—Hemos pasado el fin de semana en el campo. —Cada vez le costaba más hablar, se multiplicaban los pitos y los ronquidos en cada respiración. Laura se apresuraba con una aguja a buscarle una vena en el dorso de la mano.

—¡Rápido con eso! —apresuró el doctor a la enfermera—. Incorpórala un poco. Cuando lo tengas métele cien de hidroxicina. Emilia, ¿en el campo dónde?

—Campo Arcís —dijo ella con dificultades—. Cerca de Requena.

—Relájese, le vamos a poner un antihistamínico y en seguida se encontrará mejor —dijo sentándose a la mesa, mientras comenzaba a teclear su informe.

—¡Doctor! —un grito llegó desde el pasillo.

—¿Y ahora qué? —suspiró, girando la cabeza hacia la puerta.

—Otro caso de alergia aguda, Box 3. —Emilia oía las voces desde el interior de la consulta de urgencias mientras intentaba respirar. Cada vez le costa más. Sus ojos brillaban de miedo.

—¿Qué cojones pasa esta primavera? —bufó el doctor.

—Doctoooooogg —sonó desde la camilla junto a él. La cara de Emilia estaba adquiriendo colores rojizos y púrpuras, el oxígeno no llegaba como debía.

—¡Cielo santo, enfermera, ¿dónde está esa hidroxicina?, ¡y necesitamos un aerosol aquí! ¡YA! —ladró el doctor, levantando los hombros de la paciente para que la cabeza cayera hacia atrás y liberara lo máximo posible las vías respiratorias del cuello.

—¡Ya va! —llegó un grito apresurado desde el pasillo. La enfermera entró en el box como una exhalación. En pocos segundos, había desprecintado el envase y lo enchufaba en la válvula que Emilia tenía adosada a su mano. Movió la rueda de dosificación y dejó que goteara a buen ritmo—. Voy a por el aerosol.

—Dese prisa. —El doctor dejó reposar a la paciente, que continuaba su sinfonía de horribles jadeos en sus intentos por dejar entrar el aire en su organismo, y salió al pasillo.

—¡Tenemos seis más con problemas para respirar ahí afuera, en la sala de espera! —exclamó un enfermero asomándose por las puertas de acceso a la zona restringida—. ¿Qué hacemos?

—Tú ve rápido a la farmacia y que preparen los antihistamínicos que tengan —le replicó el doctor desde el centro del corredor, mientras sacaba el teléfono del bolsillo—. Que alguien los pase a la sala 5 y que les vayan cogiendo vías a todos los que tengan dificultades para respirar.

—¡Vale!

—Jaime —dijo el doctor cuando contestó su interlocutor al otro lado de la línea—. Tenemos un problema aquí abajo, en urgencias, llama a los que puedas y que vengan a ayudar. —Sin esperar la respuesta colgó y volvió a marcar rápidamente.

—¡Doctor! —un nuevo grito desde otra de las consultas.

—¡Víctor!, soy Alfonso Guzmán, estoy en Urgencias del General, tenemos un problema serio por aquí. —Mientras hablaba por teléfono hizo una señal clara a la enfermera con la mano indicándole que esperase—. Nos están llegando muchos pacientes de repente con alguna alergia aguda. ¿Hay alguna cosa que no sepamos aquí, algún escape de algo?

—¡¡Doctor!! —La tensión aumentaba por momentos desde todos los rincones de urgencias.

—Entiendo. —Colgó el teléfono y suspiró hondo. Hizo un gesto para que se acercaran las dos enfermeras que estaban en ese momento a la vista.

—¿Qué está sucediendo? —preguntó otro enfermero desde el quicio de la puerta de un box.

—No lo sabemos. —Alfonso se dirigió a todos—: Parece que hay un brote alérgico, pero no saben a qué. Todos los hospitales están igual que nosotros. Vosotras, colocad a todos los que tengan problemas en la sala 5. Les cogéis vías y les ponéis hidroxicina. Llamad a suministros y que nos traigan todas las máscaras aerosoles que tengan.

—¡Acaban de llegar otros dos! —chilló la enfermera desde la garita de admisión.

—Mantened la calma y vamos por orden —dijo Alfonso pasándose la mano por el escaso cabello que le quedaba—. Menudo día nos espera.

3.

… De aquella juventud rebelde…

Lucía sabía que no estaba segura. Tenía un sexto sentido que la avisaba de esas cosas. Una pequeña alarma instalada en el estómago hacía que se sintiera inquieta cuando algo iba a torcerse.

Eso la había mantenido a salvo estos últimos años.

Estaba terminando de recoger sus cosas cuando había comenzado a sentirlo de nuevo. Últimamente pasaba demasiado a menudo. Esta zona estaba dejando de ser segura para ella.

Enumeró sus cosas, como todos los días. Todavía era muy joven, más o menos veinticinco años, no estaba segura. Siempre había sido metódica y cuidadosa. Sabía que su libertad dependía de eso, y no estaba dispuesta a renunciar a ese privilegio a estas alturas.

El temblor en su estómago se acentuaba. Cerró su mochila y dedicó un minuto a mirar con cuidado, comprobando que no dejaba huellas. Frunció el ceño al darse cuenta de que un buen observador apreciaría un par de señales inequívocas de que alguien había dormido allí. Restos de cáscaras de unas cuantas nueces, y el pequeño montículo de hierba que le había servido de almohada. Corrigió estos detalles, echó una última mirada, asintió para sí misma y salió de su escondite.

Ciudad del Río se extendía a ambos lados del caudaloso cauce a lo largo de muchos kilómetros. La mayor parte de las calles estaban formadas por una sucesión de casas elevadas por encima del nivel de la calle. Algunas eran meros contenedores metálicos oxidados, otras de madera grisácea y seca. Algunas se veían limpias y ordenadas, la mayoría eran un auténtico caos. En el extremo este, el río se encontraba con el gran mar. La desembocadura era un lugar caótico y muy peligroso, el cauce se transformaba en un gran monstruo lleno de ramificaciones. Allí era fácil perderse entre las casas y la vegetación, y el ambiente marino hacía muy difícil la vida. Todos los que vivían allí eran resistentes, gente dura, pescadores poco habladores. A Lucía le gustaba aquello, aunque pronto comenzaba a sentirse enferma y tenía que alejarse rápidamente del aire impregnado de polen y sal.

Desde allí, Ciudad del Río serpenteaba acompañando el sinuoso cauce. Se extendía poco menos de un kilómetro a cada lado del agua, más allá el polen imponía su propia regla, mucho más rígida que todas las de Spencer.

Si no eras resistente, morías.

Las pequeñas casas se extendían en varias líneas hasta la Valla Exterior. A veces no se veía el final de esta sucesión continua de pequeños porches y escaleras improvisados, reparados mil veces. Afortunadamente el cauce no era recto, giraba, se retorcía, y esto hacía que variara el paisaje. Lucía no era amiga de las reglas, de las líneas rectas ni de las repeticiones.

Cada cierta distancia algunos edificios más grandes rompían aquel caos monótono. Grandes contenedores anodinos que albergaban escuelas, comedores, suministros, y, cómo no, organización y policía.

Si seguías recorriendo la ciudad entrabas de vez en cuando en las antiguas ciudades. Estas fascinaban a Lucía, y cuando podía se perdía por ellas. Estaban repletas de secretos. Cerca del río estaban llenas a rebosar de gente. Pero su encanto estaba en las casas «frontera». A partir de un kilómetro desde el agua todo estaba vacío, destartalado, lúgubre y susurrante. Lucía había comprobado que el polen no siempre te afectaba de la misma manera en esas zonas. Todo el cuidado que tenía se le olvidaba cada vez que visitaba una de estas poblaciones, se dejaba llevar, investigaba en edificios viejos y llenos de polvo y, a veces, encontraba pequeños tesoros. Al final siempre terminaba enferma. En cuanto notaba las primeras dificultades para respirar, sentía una gran frustración y se apresuraba a volver a las zonas seguras para reponerse.

Debía ponerse en marcha. Antes de dejarse ver miró bien hacia ambos lados. Empezaba a haber bastante movimiento. La gente salía para ir a trabajar. Lucía aprovechaba siempre esa parte de la mañana para elegir sus planes diarios. Lo primero que percibió, a unos cien metros río abajo, era como dos policías se acercaban despacio, haciendo una ronda rutinaria. A esa hora siempre había algunos. El temblor dentro de ella no estaba justificado solo por esa inspección matutina. Ellos no eran un peligro, formaban parte de su día a día. Comenzó a andar en dirección contraria y fue entonces cuando su estómago se contrajo fuerte y dolorosamente.

Dos pepes estaban sentados en una escalera, a siete u ocho casas de distancia, inconfundibles con sus ropas negras, chaquetas holgadas y armas en el cinturón. No podía dejar de andar por la calzada y debía pasar por delante de ellos, si paraba ahora sospecharían de ella. De repente se levantaron, pensó que estaba perdida. A pesar de que había tenido cuidado, quizás la habían visto salir de su escondite nocturno.

Comenzó a temblar, los psicopolicías la aterrorizaban. Ellos se encargaban de que todo fuera como debía ser, buscaban, detenían y «encauzaban» a los que estaban fuera del sistema, como ella.

Estaba a punto de salir corriendo e intentar escapar cuando se dio cuenta de que no la miraban a ella. Se abrió la puerta de la casa donde esperaban y un hombre mayor con una gorra salió, bajó la escalera decidido y pasó entre ellos.

El temblor disminuyó, su estómago se relajó y la sensación de agobio fue sustituida por la de pena. Evidentemente era un cincuenta al que tenían que acompañar fuera de la ciudad.

Sus ojos se cruzaron unos segundos con los de aquel hombre. Lucía había visto aquello muchas veces antes. Odiaba muchas cosas de Ciudad del Río y, sin duda, lo que hacían con los mayores era lo peor de todo, por mucho que se lo hubieran explicado cientos de veces en la escuela y las Reglas lo justificaran. Esperaba encontrar desesperación en ese hombre, por lo que la determinación y entereza que reflejaba le sorprendió. Le gustó su mirada, y también su actitud cuando se desprendió bruscamente de las manos de los pepes y comenzó a andar delante de ellos con dignidad.

Pensó que era su día de suerte. Tenía una casa disponible para adecentarse y, seguramente, comer algo. No asignarían la casa hasta unos días después. No era un plan muy elegante, sabiendo a dónde llevaban al pobre cincuenta.

Cuando eras un escondido en Ciudad del Río no podías dejar pasar ninguna oportunidad.

Fijó en su retina la imagen de la fachada para recordarla, todas las casas eran parecidas, aunque los años las convertían en únicas por pequeños detalles. Lo que diferenciaba esta de sus vecinas era el vidrio de la ventana anormalmente limpio y las dos pequeñas macetas en el alféizar con plantas aromáticas. Definitivamente le caía bien ese pobre hombre desconocido.

Era una pena.

Siguió andando, no quería llamar la atención. Supuestamente era una ciudadana más yendo a su trabajo diario. Tenía dos policías por detrás y dos pepes por delante.

La comitiva giró hacia el puente, ella andaba a una distancia prudencial de ellos, y decidió seguirlos. Con suerte, los dos policías detrás de ella seguirían recto. Después podría volver sobre sus pasos

¡Vaya con el cincuenta, subía a buen ritmo la pendiente!

De repente todo se volvió un poco loco. El hombre escoltado se lanzó hacia la valla y esta cedió, uno de sus vigilantes fue tras él y los dos cayeron. Lucía andaba cerca del borde del puente y pudo ver cómo el pepe caía en la cubierta de una gabarra de basuras, mientras el cincuenta se zambullía en el agua. Todo había sido muy rápido.

En su huida los dos hombres habían derribado a una mujer y todo lo que llevaba en dos bolsas estaba esparcido por el suelo. Lucía se acercó hasta ella y se agachó a ayudarla. Tenía la camisa rota y se la veía triste y confundida.

Quince minutos más tarde, Lucía entraba en la vivienda de Marco. El revuelo del puente hizo que nadie se fijara en ella. Dejó su bolsa en el sofá y revisó las pocas cosas que quedaban allí. Todo estaba bastante limpio, y ¡había libros!, eso la conmovió. Definitivamente le hubiera gustado conocerlo mejor.

Se duchó. Hacía días que no había podido asearse en condiciones. Bajo el agua revivía una y otra vez la escena. La imagen del cincuenta cayendo al río se repetía en su cabeza. Había algo extraño que no terminaba de encajarle. Cuando se secaba cayó en la cuenta. Se había colocado algo en la cara antes de llegar al agua. Al principio no había reconocido el gesto, ahora lo veía claro.

Eran unas gafas.

Lo tenía todo previsto.

Se vistió y rebuscó. El antiguo habitante de la casa había dejado pocas cosas: té de río, unos restos de pollo frito del día anterior y pan, razonablemente duro y comestible.

Comió despacio, hojeando uno de los libros. Se sentía limpia y relajada.

No conseguía concentrarse en la lectura. La imagen del cincuenta zambulléndose en el agua turbia iba y venía dentro de su cabeza. Un ligero sopor la invadió, sacudió su cabeza y decidió moverse. Ya tenía todo lo que necesitaba de esa casa, y después de lo que había pasado en poco tiempo no sería muy segura.

Miró el silencioso interior desde la puerta antes de cerrarla, pensando en cómo habría sido la vida de su anterior habitante los últimos meses. ¿Qué se te pasa por la cabeza cuando sabes que tienes los días contados?

En fin. Si había sobrevivido a la caída y al agua contaminada le deseaba suerte con su plan de huida.

Bienvenido al mundo de los escondidos.

4.

… Junto al río…

Amposta, Tarragona, treinta de abril de dos mil dieciocho

—Es todo por una puta alergia.

—¡Qué va! Seguro que es el ébola o algún virus así.

—No jodas, eso ni en broma. ¡Jorge, tráete otros tres tercios! A mí me da que se les ha escapado alguna cosa mala a los militares. Como en las películas.

—¡Tío, no seas tonto! Eso solo pasa en el cine. Como sigáis así terminaréis hablando de zombis. Yo he oído que es algo de la primavera. Que hay una alergia muy jodida que está dando por culo a los valencianos.

—¡Alergia! ¿Todo este follón por una puta alergia? Venga, tío, ¿cómo va a ser eso?

Manuel, Sebas y Chico llevaban así un par de horas. Si algo era cierto, es que podían pasarse el resto del día de la misma manera.

Estaban sentados en la terraza, si se podía llamar así a esas pocas mesas dejadas caer en la acera de un restaurante del polígono Ebro II. No era un mal lugar, tercios a euro veinte, un platito de patatas fritas gratis por cada ronda y buenas vistas del río, que fluía lleno y silencioso a unos doscientos metros. Solo lo afeaba la carretera nacional 340, que pasaba muy cerca. Llevaba todo el día atascada por el tráfico que venía desde el sur.

Cuando el camarero, Jorge, salía con la bandeja cargada con su siguiente ronda, algo lo retuvo. Se quedó sujetando con la espalda la puerta abierta, mirando hacia el interior.

—¡Tíos, escuchad esto! —les gritó.

—¡Eh! ¿Qué pasa? ¿Y las cervezas? —reclamó Sebas.

—Mirad la tele —insistió Jorge—. Están hablando de ese lío.

Se levantaron apresuradamente y entraron. Era una nave industrial enorme, acondicionada como restaurante de menús abundantes y baratos, con muchas mesas, una barra larguísima y una televisión de sesenta pulgadas para ver el fútbol los fines de semana.

En ese momento el volumen de la televisión era el mismo que cuando transmitían los partidos, y la atención de todos los parroquianos habituales tenía también el mismo grado de intensidad que en esos días.

—Es el Ministro de Sanidad —les dijo el camarero—. Dice que la cosa de la epidemia se está poniendo fea. Ha dicho algo de un brote alérgico.

—¡No jodas! Al final Chico va a tener razón, ¡qué mamón! —dijo Sebas.

—¡Callaos! —les recriminaron desde una mesa cercana.

«… Hemos puesto todos los medios del Ministerio para estudiar este nuevo tipo de alergia, repetimos que desconocido hasta hoy. Estamos avanzando en su análisis y clasificación, y esperamos tener resultados pronto.

Los primeros casos se detectaron en el interior de la provincia de valencia hace unas semanas. En estos días se han detectado nuevos focos de afectados en Teruel, Cuenca, Albacete, Ciudad Real, Guadalajara, Soria y Zaragoza.

Todavía no se ha identificado al agente provocante del brote. Se está haciendo pruebas a los afectados. Un alto porcentaje de los casos presenta complicaciones respiratorias agudas y podemos hablar ya de miles de afectados y más de cien personas fallecidas.

Insistimos en que es muy importante tomar las siguientes medidas:

Primero, evitar los desplazamientos fuera de los núcleos urbanos a zonas con mucha vegetación. Ahora mismo se está produciendo un gran éxodo desde la provincia de Valencia hacia otras áreas. Pedimos a todos los conductores que vuelvan a sus casas. Como hemos dicho, hay otros focos de afección en muchas otras regiones, por lo que esos desplazamientos no suponen ninguna garantía de no enfermar. Se están instalando controles en las carreteras para garantizar la fluidez de tráfico de los vehículos de emergencias.

Segundo, utilizar guantes y máscaras de protección en todo momento hasta que podamos identificar al agente causante. Se están enviado nuevos suministros de este tipo de materiales para su distribución gratuita en todos los municipios. En las páginas de cada ayuntamiento se informará de los lugares de reparto de dichas protecciones.

Y tercero, no está demostrado que la afección alérgica pueda contagiarse entre las personas. Pero hasta tener más datos rogamos que si detectan señales de dificultades respiratorias o pitidos y ronquera en la respiración en personas cercanas avisen al teléfono de emergencias que aparece impreso, no toquen a los afectados y esperen la llegada de los servicios médicos.

Desde el Ministerio vamos a poner todos los recursos necesarios…».

La intervención seguía en la pantalla, pero el volumen de las conversaciones, nerviosas, aumentó hasta hacerla inaudible.

—¡Joder! —Fue lo único que atinó a decir Chico—. No sé si me gusta tener razón. ¡Qué mal rollo!

—Aquí no ha habido casos, ¿no? —preguntó Sebas, en un tono lo suficientemente alto para que lo oyeran más allá de su pequeño grupo de amigos.

—Que yo me haya enterado, aquí no —respondió Albino, el dueño del restaurante desde detrás de la barra con el móvil en la mano. Muchos de los clientes estaban ya marcando el número de conocidos que pudieran informarles—. Voy a llamar al jefe de policía a ver si sabe algo, es amigo mío.

Las conversaciones se mantuvieron en vilo, atentos todos a Albino. Afortunadamente las comunicaciones funcionaban bien. La llamada fue corta.

—Dice que en Amposta ningún caso. En esta zona no. Parece ser que por los alrededores sí que los hay —informó a todos desde la barra.

—Qué mal me huele todo esto —dijo Sebas después de darle un trago a la cerveza, rescatada de la bandeja del camarero.

—Acabo de hablar con mi primo, es médico en el hospital comarcal, me lo ha confirmado. Tienen algunos casos, pero todos vienen de zonas alejadas. Parece que aquí nos estamos librando —dijo otro cliente desde una mesa.

—Mi cuñado es periodista en Madrid —replicó un hombre grueso con traje desde detrás de un cubalibre, dos mesas más atrás—. Voy a llamarle.

Durante unos minutos volvió el ruido y se multiplicaron las pequeñas conversaciones. Algunos hablaban por teléfono. La mayoría aportaba sus soluciones infalibles a esta crisis.

—Dice mi cuñado que no son cien —dijo el del traje, tragando saliva—. Parece ser que hay muchos muertos, muchísimos. Me ha dicho que se está extendiendo muy rápido.

—Recemos porque no llegue aquí —dijo Sebas.

—Por ahora ni aquí, ni en todo el delta, ni en Tortosa —confirmó en voz alta un joven después de colgar la llamada que lo había mantenido ocupado los últimos minutos—. Mi hermana es enfermera.

—El río nos protege —dijo Chico en voz baja mirando hacia la gran corriente de agua a través de la ventana.

La procesión lenta e interminable de coches desesperados seguía invadiendo el puente por el que la carretera nacional cruzaba el tranquilo fluir del río, constante y ajeno a lo que sucedía sobre él.

5.

… Nos hace sentirnos solos…

Iba a ser un nuevo día malo.

Hacía ya mucho tiempo que Helena Fuentes se había acostumbrado a repasar mentalmente su listado mental de diez deseos.

Si antes de volver a su triste casa tras el trabajo se habían cumplido cinco de esos puntos, el día podía considerarse como bueno. Se conformaba con cinco de los diez.

Solo cinco.

Hacía meses que no conseguía más de tres, y eso solo en los días mejores.

Eran deseos sencillos, cosas básicas. Al principio había ido añadiendo y quitando algunos, a veces los modificaba. Le daba muchas vueltas en su cabeza acerca de si eran cosas importantes para ella, de si le alegrarían el día.

La lista, igual que su vida, permanecía invariable hacía ya muchos meses:

1-. Desayunar café, fuerte y amargo.

2-. Recibir un beso apasionado.

3-. No sentir ese picor en el brazo derecho.

4-. Pintarse los labios de rojo.

5-. Que le desearan buenos días con una sonrisa.

6-. Sentir aquellas mariposas en el estómago.

7-. Que un cliente, cualquier persona, le diera las gracias.

8-. Sentir cómo alguien la miraba con deseo.

9-. Escuchar una buena historia.

10-. Soltar una carcajada.

Trabajaba desde los quince años en la cantina. Repartía comida, racionaba, soportaba las quejas de todos y cada una de las personas que recogían lo poco que les tocaba.

Cada vez menos, cada vez peor.

Hacía dos meses que había cumplido cuarenta y seis.

Hacía dos meses que los psicopolicías habían tenido la primera reunión con ella para comenzar a prepararla para su viaje a los cincuenta años.

Hacía dos meses que no conseguía sonreír.

La cantina del Sector Diez de Ciudad del Río era un espacio grande, poco luminoso, húmedo y mal ventilado. Tenía dos zonas, desde la carretera del río se accedía a una nave con mesas en las que la gente podía sentarse y comer algo antes de ir a trabajar, a mediodía, o beber algo después, al terminar el día, antes de encerrarse en sus pequeños cubículos. En el otro lado estaba el área de suministros, con entrada desde la calle dos, la siguiente paralela al río. Un recinto blindado desde el que se repartían las raciones que le correspondían a cada habitante de la ciudad, en función de los créditos que conseguían por su trabajo, estatus y edad.

Helena odiaba las dos zonas. Cuando podía elegir, prefería trabajar en la cantina. Las protestas de los parroquianos eran un poco más llevaderas. Siempre se le formaba un nudo en el pecho cuando entregaba las bolsas con los pocos productos cogidos de las estanterías semivacías. No le quedaban ya fuerzas para dar más excusas a la gente que le pedía los alimentos que hacía semanas que no llegaban. Ya hasta los productos de limpieza escaseaban.

Se le rompía el corazón cuando las madres pedían cosas para sus hijos, o los enamorados para sus enamoradas, y ella no podía hacer nada por ayudarlos.

Estaba perdida en sus penas, limpiando el mostrador, la hora de los desayunos estaba acabando y apenas cinco personas permanecían todavía sentadas en las mesas. Esa mañana para desayunar solo había podido servir el jodido té de río y algunas galletas.

Definitivamente el punto uno ya no sería posible hoy, hacía ya mes y medio que no recibían café del exterior. No les quedaba ni un grano.

De todas las personas que habían pasado por allí, solo tres le habían deseado buenos días, ninguno con una sonrisa.

El punto cinco tachado también.

Uno de los treinta y ocho clientes que había atendido hoy le había dado las gracias. Brevemente y sin alegría. Algo escaso, pero podía dar por bueno el punto siete.

Al menos ya tenía un punto.

Evidentemente no la habían besado, ni con pasión ni sin ella, hacía muchos meses que no veía un pintalabios rojo, y el brazo derecho le picaba horrores hoy, como todos los días.

Años atrás las mariposas habían desaparecido para no volver nunca y, por supuesto, hasta ese momento del día no se había sentido deseada por nadie.

Claro que su pelo y sus ropas no ayudaban.

Este iba a ser uno de esos días de un solo punto.

Un nuevo día de mierda.