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Para todos los seres que conviven con un síndrome,

en especial, con el síndrome de Sjögren.

Para mis hijos, Miranda y Lorenzo, siempre.

 

 

 

 

La lluvia se detendrá, la noche terminará,

el dolor se desvanecerá.

La esperanza nunca está tan perdida

que no se puede encontrar.

Somos más fuertes en los lugares

en los que nos hemos roto.

Ernest Hemingway

Prólogo

 

Ser diferente y capaz de desafiar los límites para vivir con las consecuencias.

Sentir que falta algo y no saber qué es.

Convivir con la sensación de capítulos en blanco en mi historia.

Intentar a diario ponerle palabras al silencio para que otros puedan comprender lo que yo misma, a veces, no entiendo.

Mirar el mundo y no poder evitar sentir que no sé quién soy ni adónde pertenezco.

Recordar mi niñez y las lágrimas derramadas. Verme pequeña con mis kilos de más y mi pelo erizado. Mi madre, lejos. Siempre cerca de rechazarme y a gran distancia de un abrazo. Yo era un pequeño ángel. ¡Tan solitario y anónimo! Solo mi abuela me amaba por quien yo era. Como ahora.

Tolerar, desde entonces, la injusticia que amenaza la vida en forma constante y actuar en favor de revertirla. No sucumbir ante lo inevitable. Sufrir y romperme en el trayecto. Juntar las piezas de mi ser. Volver a comenzar. Reconstruirme.

Perder la capacidad de llorar. Vivir ahogada en lágrimas que no son ni de emoción, ni de angustia, ni de felicidad. No ser capaz de exteriorizar mi sensibilidad como el resto de las personas y saber que hacerlo es la esencia de mi corazón cansado de latir al ritmo de lo que le es negado sin razón. Buscar otro modo. Aceptar mi vida.

Encontrar a alguien que entienda los colores de mi silencio y pueda ver a través de mis ojos quién soy.

Ser testigo de la manera en que avanza mi oponente. ¿Es mi adversario? ¿Soy víctima de mi pasado y mis decisiones? ¿O acaso es mi destino que me enfrenta a lo mejor y a lo peor de mí para transformarme en una mujer más fuerte? ¿Es mi culpa? ¿Podemos cambiar lo irreversible? Creer que sí es mi respuesta.

Alguna vez, todos hemos estado convencidos de que nada tiene sentido en el exacto momento en que el presente no es bienvenido. Querer huir de su escenario por ausencia, por dolor, por amor, por vacío, por presiones.

Enredarnos por la noche atosigados por un problema que parece tan grave y urgente que nos mantiene despiertos, y luego pierde esa gran importancia al amanecer.

Querer escapar de uno mismo, por tristeza, porque rendirse es la mejor opción, cuando en verdad la respuesta es resistir y dar batalla, porque todo lo que necesitamos para ser felices está esperando la oportunidad de mostrar que nada es lo que parece y que, allí donde vemos oscuridad, hay también siempre una estrella junto a la luna que ilumina la noche de los sueños cansados pero vivos.

Mi nombre es Elina Fablet y esta es mi historia. Decidí contarla el 16 de abril de 2019, día en que se incendió parte de la Catedral de Notre Dame y, con ella, el arte lloró una jornada de angustia y llamas. La misma noche en que los recuerdos no me entraban en la memoria y mi cuerpo parecía estallar. Entonces, comencé a pintar el cuadro que revelaría las respuestas que le faltaban a mi vida, guiada por los ecos del fuego.

capítulo 1

Elementos

En un incendio sin explicación,

hay un silencio del tamaño del cielo.

Oswald de Andrade

Junio de 2006. Montevideo, Uruguay.

La mirada de la ciudad dormía. La madrugada inmersa en el silencio de la soledad. Aire convertido en viento fuerte. El perfecto sonido de las ramas de los árboles moviéndose. La calle fría y el asfalto algo húmedo por la helada nocturna. La tierra sobrevolando los límites del clima y metiéndose fastidiosa en los rincones de esa víspera fatal. En el interior de la casa, el abrigo de las mantas y los ojos cerrados en cada habitación. El insomnio de los pensamientos. El estruendo mudo de las preguntas sin respuestas golpeándose contra la nada.

–¿Por qué no me quieres, mamá? –preguntó levantando la voz. Tenía los ojos enrojecidos por las lágrimas contenidas.

–Nunca dije que no te quiero –se ofendió.

–¡Claro que no me quieres! Lo que no entiendo es por qué no lo reconoces de una vez por todas –replicó. Como si el hecho de poder escucharlo de su boca cambiara en algo la dolorosa realidad.

–Eres difícil, todo lo cuestionas, vivir contigo es un conflicto permanente –respondió. No dejaba de caminar por la casa, como si el desplazarse por los ambientes le permitiera escapar de la situación. No miraba a su hija directamente a los ojos.

–Solo una vez me has dicho que me quieres. ¡Una sola vez! –recordó–. A mis trece. Desde niña espero esas palabras, y no llegan. ¿Por qué? ¿Qué te he hecho? Me aferro a tu único abrazo y trato de averiguar qué hice mal… –se quedó en silencio un instante buscando en su memoria la sensación una vez más. La joven insistía convencida de que tenía que haber un motivo.

El pasado atropelló brutalmente a la mujer. No quería escucharla más. Sus emociones paralizadas frente a la verdad que no era capaz de pronunciar. Los pies sobre la tierra cruda, el elemento que lo sostiene todo. La estabilidad que da un secreto bien guardado. Tenía presente en su memoria el único abrazo al que se refería Elina. Lamentaba lo ocurrido ese día. Se arrepentía de su decisión.

–Me haces sentir todo el tiempo como si me faltara el aire. Me ahogas con tus reclamos. Eres sinónimo de problemas y me agotas. ¡Siempre! Desde… –empezó a decir y no concluyó. Eligió cambiar el rumbo de sus palabras–: Ya tengo demasiado conmigo como para seguir discutiendo contigo –respondió enojada–. Me asfixia tu manera de ser.

–¿Desde qué? ¡Dilo!

–Desde que tienes ese carácter de mierda –improvisó.

–¡Mentira! Puede que ahora te moleste “mi carácter de mierda”, como dices. Pero esto no empezó ahora, a mis casi diecisiete años. Siempre me has hecho sentir que te hubiera gustado no tenerme. Esconderme del mundo. ¿Por qué? ¡¿Porque era gordita o tenía el pelo erizado?! ¡¿Porque no me parezco a ti en nada?! –su tono oscilaba entre extrema angustia al borde del llanto y una furia contenida durante años–. ¿O porque me parezco a un padre que no conocí?

–No sabes lo que dices. Eres quejosa y vives disconforme. ¡Te lo he dado todo! ¡Me he sacrificado por ti! Y tú siempre con reproches –respondió eludiendo las referencias concretas de su hija.

–No me diste lo único que necesitaba: tu aprobación y tu cariño. El amor de una madre es esencial para vivir. No se niega. ¡Es como un vaso de agua! Es lo que da paz y cura todos los males. Lo sabes, porque la abuela siempre está para ti; pero tú, nunca para mí. Solo quiero saber por qué –exigió.

Una vez más, la disputa originada en la convivencia había quedado atrás. Poco importaba si juntaba las toallas del baño, ordenaba su ropa o el modo en que apretaba el pomo de la pasta dental. Si ponía música fuerte o si no lavaba los trastos sucios. Si se vestía de una manera o de otra. La cuestión de fondo, lo que no se decía, renacía cada vez con más fuerza, porque el amor cuando falta grita por su ausencia. Necesita razones, imagina motivos y deja marcas de dolor.

–¡Siempre me ocupé de ti! No soy demostrativa. Eso es todo. Cuando tengas tus propios hijos decide cómo tratarlos, pero no me digas a mí como debo ser madre –respondió indignada. Le molestaba que su hija la hostigara con esa cuestión del amor maternal. No le faltaba nada.

Sin agregar nada más, se fue a su habitación. La joven, con la tristeza de los incomprendidos, hizo lo mismo. No tuvo ánimo de ponerse su pijama. Permaneció vestida sobre el edredón, como detenida en el sufrimiento inexplicable del rechazo.

Cada una en su cama, llorando distintas lágrimas, hasta que el sueño les ganó la pulseada. Lo último que Elina escuchó fue sonar el teléfono en la habitación de su madre.

***

Abruptamente, sin que pudiera precisarse cuánto tiempo había transcurrido, el calor agobiante despertó a la joven. Inhalaba un aire tan caliente que sentía que se quemaban sus pulmones. Estaba desorientada y mareada. Pudo ver por la parte baja de la puerta de su dormitorio, la luz de las llamas.

–¡¿Fuego?! –dijo con debilidad.

De pronto el brillo se convirtió en una humareda densa y oscura que comenzó a invadir la habitación. Sintiéndose casi asfixiada pudo llegar a la manija. Intentó abrir, pero no pudo. La temperatura extrema le quemó la mano y un acto reflejo hizo que desistiera momentáneamente. Sentía el ruido de los objetos víctimas del incendio. El humo avanzaba. Le costaba ver. Tenía que ir a rescatar a su madre. Entonces, envolvió su mano en una toalla y abrió. Una ráfaga de fuego se abalanzó sobre ella y la penetrante humareda gris colapsó definitivamente el dormitorio. Su manga se encendió y en medio de un alarido se quitó el jersey de algodón. Se cubrió la cara con ambas manos por la cercanía de las llamas, y retrocedió. Cayó al suelo. Tosía. Su mano y brazo derecho se habían quemado. Yacía debajo de la ventana. Fueron instantes eternos. Supo que si quería vivir debía salir de allí de inmediato.

Le costaba respirar. Una nube de diferentes tonos oscuros crecía ocupando cada lugar del dormitorio. Mucho calor y poco oxígeno. Escuchaba caer estructuras en la planta baja y chamuscarse objetos. Vio abierta la puerta del dormitorio de su madre. ¿Habría logrado salir? Se puso de pie. Sin pensarlo, rompió el vidrio con una lámpara de bronce que tenía sobre su escritorio y, desde el techo, se tiró.

La casa entera ardía. Las llamas descontroladas consumían todo a su paso. Chispas agrias y crujientes se multiplicaban hasta el infinito. Ese olor tan particular, consecuencia de los distintos materiales quemados, y el sonido del incendio le perforarían los recuerdos por mucho tiempo. Los ecos del fuego, las sirenas, la destrucción, la pérdida. Su decisión. Los latidos de la urgencia. El rechinar de los chispazos que se devoraban la historia de la casa, porque claramente no era un hogar. Era como si el destino se hubiera empecinado en volver a los cimientos. ¿Era la forma de comenzar a reconstruir? No tener nada es una cosa, pero perderlo todo es otra muy diferente.

Los cuatro elementos, que manifestaban la energía de la naturaleza, se habían mezclado aquella noche fatal para demostrar que la ausencia de equilibrio y el desamor pueden destruirlo todo. El agua no había sido una lluvia inspiradora o un mar sereno, sino mangueras potentes que la lanzaban brutalmente con la intención de apagar la locura del fuego que lastima. No fue el renacer del ave fénix, no era el fulgor luminoso, eran llamas tóxicas. El aire no era el que da de vivir, por el contrario, aliado del viento, había propagado la tragedia.

Finalmente, solo la firmeza de la tierra soportó el peso de la vieja casa convertida en escombros. En ese escenario, la vida solo daba dos opciones: renacer o morir.

Recuperó la conciencia en el hospital. Su abuela sostenía su mano. Elina Fablet llevaba en su sangre la determinación de los sobrevivientes. Miró a su abuela. No hacía falta palabras. La abrazó y lloró hasta que no le quedaron lágrimas.

capítulo 2

Equilibrio

Hay que buscar el buen equilibrio

en el movimiento y no en la quietud.

Bruce Lee

Abril de 2019. Montevideo, Uruguay.

Lisandro observaba la felicidad en el rostro de su hijo y se sentía pleno. Ese niño era todo para él. El sol caía sobre la plaza mientras, sin apartar la mirada del pequeño Dylan de cinco años que andaba en su bicicleta con rueditas de entrenamiento, hablaba con Melisa.

–Estamos bien. ¡Que tengas buen viaje! –le dijo Lisandro al celular.

–Eres un gran padre, ¿lo sabías? –preguntó ella con ternura.

–Claro que lo sé –respondió. Era poco habitual esa relación con la madre de su hijo. Lo que su amigo, Juan Elizalde, llamaba con cierto humor irónico “una separación soñada y perfecta”. ¿Acaso había algo de perfecto en una pareja con un bebé que terminaba? Su caso era el literal opuesto del de su amigo.

Lisandro Bless y Melisa Martínez Quintana se habían enamorado, siete años antes, durante un viaje a París en el que se habían conocido. Él, un simple turista que viajaba solo y ella, licenciada en Turismo que se alojaba en el mismo hotel. Tenía su propia agencia de viajes, Life&Travel, con sedes en Argentina, Uruguay, Francia, Italia, España y México; negocio que dirigía con su padre. La atracción había sido inevitable. París era el escenario del romance. Allí, una historia de amor, entrega y pasión los había sorprendido. Parecía tener ese sabor de lo que se siente cuando la magia oculta la finitud de su tiempo.

Ya de regreso en Uruguay, los permanentes viajes de Melisa y el trabajo de Lisandro, que era psicólogo especialista en adolescentes, no eran compatibles.

Una noche, sin saberlo, el encuentro de esos dos seres gestó una vida.

Como sucede con los enamoramientos, llegó el día en que la realidad rompió el hechizo, aunque no del todo, y se descubrieron diferentes. Enterados del embarazo, Melisa le confió honestamente, luego de pensarlo muy bien, que le gustaría tener ese bebé, pero que sentía que no podría ser una buena madre. Amaba su trabajo y no imaginaba instalarse en un solo lugar y cumplir ese rol. Ella era nómade, pertenecía al mundo. Su vida transcurría entre maletas, vuelos, hoteles y negocios por el mapa que recorren los seres que aman la libertad en su más extrema expresión. Sin embargo, quería ese hijo. Era una contradicción. ¿Cómo salir de ese laberinto?

En verdad, no conocía demasiado a Lisandro, pero su percepción de la energía que irradiaba le indicaba que, si había de ser madre alguna vez, sería con él. Un ser generoso, dulce y decidido. Se divertían juntos y lo que más le gustaba era que jamás juzgaba a nadie. Parecía tener una sabiduría milenaria mezclada con un hombre simple y apasionado por la vida en cada instante. Muy acorde a su profesión, no lo limitaban las estructuras sociales.

Lisandro la había escuchado atentamente. Sentía que Melisa era así y nunca había disfrazado su forma de disfrutar la vida ni la manera en que amaba viajar, conocer y crecer en su carrera empresarial. Todo lo que habían hablado en París era cierto y continuaba allí. No los habían unido los planes, sino los momentos que compartían.

Entonces recordó la conversación:

–Mel, puede que sea una locura… lo sé… es poco tiempo…

–Nunca hice nada guiada por lo que otros hacen. Generalmente hago locuras… –había interrumpido con una sonrisa. A pesar de su independencia, sus sentimientos le habían enviado esa señal con sus palabras.

–Debes saber que aceptaré lo que tú decidas.

–¿Pero…? –ella sabía que no era todo.

–Pero yo quiero ese bebé. No es un acto de responsabilidad. Lo siento así. Quiero ser padre y no me importa que tú no seas el modelo tradicional de madre.

Unos minutos en silencio hacían su trabajo en el interior de Melisa, que intentaba descubrir la respuesta.

–¿Serías capaz de adaptarte a mi vida? –había preguntado ella, por fin.

–Lo intentaría. Y si no lo logro puedo asegurarte que nunca te reprocharé nada. Continúa con el embarazo, sigamos juntos y yo me haré cargo de todo para que puedas seguir con tu empresa.

–¿Es eso justo para ti?

–Es lo que elijo. ¿Quién dice qué es justo y qué no? ¿Sería justo para ti que yo te exigiera dejarlo todo por ser madre?

–No lo haría. No voy a mentirte.

–Lo sé. ¿Sería justo negarle a ese bebé la oportunidad de dos padres auténticos? –agregó.

–Supongo que no, considerando que no es que no lo quiera. ¿Sabes? Eres distinto y me encanta todo de ti. Comienzo a sentir que me gusta que un hijo tuyo viva en mí ahora y empiezo a pensar que el hecho de que ese hijo mío crezca contigo después, me hará feliz.

–Crecerá con ambos. Formarás parte de su vida. No serás una madre convencional, pero sí una leal a sus ideas que lo protegerá y lo criará a su manera, con mi apoyo.

–Eso es cierto. Estaré para él. Me ilusiona. Me da miedo también, pero correré el riesgo. Confiaré en ti –había agregado con entusiasmo. Así era Melisa, no necesitaba tiempo para tomar decisiones, simplemente seguía sus impulsos.

De ese modo, luego de una larga conversación en la que fueron claros, los dos habían llegado a un original acuerdo y continuaron juntos hasta que Dylan tuvo un año. Para ese entonces, la pareja se había convertido en un par de buenos amigos que se cuidaban y entendían, pero que pasaban poco tiempo juntos. Si bien se querían, una familia era otra cosa. Ambos lo sabían. Entonces, se habían separado razonablemente sin necesidad de trámites legales ya que nunca habían contraído matrimonio. Desde ese momento, Dylan vivía con Lisandro en Uruguay. Cuando Melisa estaba en el país, se iba con ella, y cada día hablaba con el niño por Skype o videollamadas de WhatsApp. Era una madre atípicamente presente del modo que la tecnología y su manera de vivir le permitían. Funcionaban bien de esa manera.

Lisandro volvió de sus recuerdos cuando Dylan pasó frente a él dando su cuarta vuelta a la plaza. Esa tarde, Melisa lo había llamado desde el aeropuerto de Italia mientras esperaba su vuelo a Francia.

–¿Qué hace Dylan?

–Está andando en bicicleta.

–¿Y tú?

–Lo cuido, Mel. Hoy no tengo consultorio.

–Me refiero a si estás bien.

–Claro que sí.

–Okey. Hay dinero en la cuenta que compartimos, por si lo necesitan.

–Está bien. No lo utilizaré pero, de ser necesario, recurriré a ti primero que a nadie. Quédate tranquila –su profesión no le daba un pasar económico holgado, vivía al día pero dignamente y tenía todo lo que quería.

–Bien. Sabes que haría todo por ustedes.

–Lo sé. También yo.

–Dile que lo amo.

–Le diré. Cuídate.

–Te llamaré al llegar. Adiós –se despidió.

Lisandro pensó que era afortunado. La relación con Melisa era tan buena como podía ser. Juan, su amigo, no podía creer que ella hubiera abierto una cuenta conjunta donde siempre había dinero disponible y, menos aún, que Lisandro no usara nada de ese dinero, salvo que Dylan necesitara o quisiera algo que él no podía darle.

Se acercó a su hijo quien se detuvo delante de él.

–¿Era mamá?

–Sí. Dijo que te ama. Está por tomar un avión a Francia.

–¿Cuándo regresa?

–No lo sé, pero nos llamará más tarde.

Dylan se distrajo al observar a dos niños que pasaron rápidamente en sus bicicletas. Cambió de tema, era natural para él que su mamá estuviera de viaje trabajando.

–Papi, ¿por qué no tienen rueditas sus bicis?

–Porque son más grandes y pueden controlar el equilibrio.

–¿Yo no puedo?

Lisandro lo pensó un instante.

–La verdad es que no lo sé. No lo hemos intentado.

–¿Podemos?

–¿Ahora?

–¡Sí!

Lisandro fue hasta la camioneta y tomó del maletero las herramientas necesarias para quitarlas. Le encantaba compartir el tiempo con su hijo y ser testigo del modo en que crecía feliz.

Minutos después, sostenía el pequeño asiento con fuerza mientras Dylan luchaba por no caer hacia los lados.

–Tranquilo, hijo. Estoy aquí, no te soltaré –le repetía una y otra vez. Le parecía mentira estar diciendo las palabras que su propio padre le había dicho a él tantos años atrás. Tan simbólico y tan cierto. “Tranquilo, hijo. Estoy aquí, no te soltaré”. Eso era ser padre, estar ahí para su pequeño y no soltarlo. Sabía que llegaría el día en que tendría que hacerlo, pero de momento faltaba mucho tiempo para eso.

Por breves instantes, cuando advertía que Dylan podía solo, lo soltaba sin decirle para que no perdiera la confianza y corría detrás de la bicicleta para sostenerlo de inmediato si tambaleaba.

–Te soltaré de a poco, hijo –anunció luego de varios ensayos.

–Me da miedo. No me sueltes –respondió dándose vuelta para mirarlo. Entonces perdió el equilibrio y cayó de lado. Raspó su rodilla contra la acera. No lloró, aunque tenía ganas.

–¿Quieres que dejemos esto para después, hijo? –preguntó con cariño mientras lo ayudaba a levantarse–. No es nada. Yo también me caí mientras aprendía.

–¿Con el abuelo?

–Sí.

–¿Y en cuánto tiempo lo lograste?

–Luego de una tarde entera. Después, me animaba solo, pero tuve varias caídas más.

–Sigamos –dijo el niño y montó su bicicleta con determinación. Dylan quería ser como su papá.

Quizá la vida fuera exactamente eso, la posibilidad de buscar el equilibrio con decisión. El justo balance entre lo que somos, lo que queremos conseguir y el mundo que nos rodea con sus desafíos permanentes desde que comenzamos a andar.

Quizá saber qué se desea en la vida y moverse en esa dirección sea la manera más clara de obtener equilibrio.

Dylan y su padre lo sabían.

capítulo 3

Diagnóstico

Y diagnosticó: esta muchacha

tiene el alma toda desparramada.

Y recetó: precisa música para rejuntársela.

Eduardo Galeano

Elina volvía caminando a su casa. Intentaba comprender. Quería llorar, pero las lágrimas se le negaban, al punto de sentir que ella misma no entraba en su cuerpo y que iba a colapsar a fuerza del llanto retenido en su interior. ¿Qué significaba todo eso? ¿Podía existir un error? ¿Por qué sus ojos no eran consecuentes con su angustia?

A cada paso procuraba entender el diagnóstico helado que acababan de darle. Recordaba los hechos que habían devenido en lo que revelaban los resultados de los análisis.

Todo había comenzado con la consulta al oftalmólogo por un episodio de queratitis. La inflamación de la córnea le provocaba mucho dolor y la visión borrosa. Lo atribuía a las lentes de contacto. Había dejado de usarlas durante esos días, tenía los lentes comunes para cuando le ocurría eso. A sus treinta años, cada vez eran más frecuentes las molestias en los ojos, solían ponerse rojos y le ardían. Su abuela le decía que se involucraba mucho con su trabajo y que el estrés se hacía notar en la vista, que pasaba muchas horas frente a un monitor escribiendo informes o leyendo expedientes.

El especialista le había recetado gotas y un gel, Treaplos y Aclylarm, ambos lubricantes. Los tenía desde entonces en su bolso y los utilizaba según su necesidad. A veces, cuando estaba muy mal, cada media hora; y si no, lograba intervalos de entre dos y cuatro horas. Se había sentido cansada y preocupada porque “le dolía ver”. Usar la computadora o el celular y leer se volvían actividades tortuosas. Todas ellas formaban parte de su trabajo, por lo que el nivel de nerviosismo aumentaba y todo parecía empeorar. Debido a que los antibióticos recetados le producían alivio temporal pero la incomodidad ocular volvía y se había agregado cierta sequedad en la boca, la habían derivado a un reumatólogo que se estaba ocupando de su caso desde hacía algún tiempo.

Esa tarde, con los resultados de todos los análisis y estudios indicados, había ido a una nueva consulta. El médico especialista había analizado los informes y, con una fría naturalidad y sin explicar demasiado, le había hecho saber su situación:

–Tienes una enfermedad autoinmune. Se llama síndrome de Sjögren. Los síntomas pueden ser muy diversos. En tu caso es primario. Eso significa que no está asociado a otra enfermedad. La artritis es la más común. Pero tus ojos secos y la poca producción de saliva en tu boca, son características del síndrome.

Silencio.

–No entiendo muy bien…

–Tienes un síndrome. Es autoinmune –repitió.

–¿Podría explicarme? ¿Dijo autoinmune? ¿Cómo es el nombre? –preguntó sumergida en una gran confusión. Sentía que había recibido un puñetazo en el mentón y estaba a punto de caer noqueada de la silla.

–Es Sjögren. Yo le digo Siogren porque es más fácil. Autoinmune significa que tu sistema inmunológico ataca las células sanas. Se convierte en agresor de tu cuerpo en lugar de protegerlo.

–Pero… –la interrumpió el sonido del teléfono celular del médico, que estaba apoyado en su escritorio. Si bien él canceló la llamada luego de mirar la pantalla, Elina advirtió su prisa por concluir la consulta–. ¿Tiene cura? –preguntó.

–Es crónico. Y no es muy conocido. Deberás cambiar tus hábitos y adecuarte a las exigencias de esta enfermedad.

–¿Cuáles son esas exigencias?

–Te daré una droga que se llama sulfato de hidroxicloroquina 200 mg, es un antiinflamatorio, pero puede tener efectos secundarios en la vista, por lo que lo controlaremos. Usarás lentes de sol y tendrás una botella de agua siempre a tu alcance.

–¿Empeoraré? –preguntó casi sin esperanza.

–No lo sé. Los síntomas varían en cada caso. Según tu historia clínica, la sequedad ocular y la falta de producción de saliva son las manifestaciones inmediatas. Podría resultarte difícil llorar, dado que no generas lágrimas. Deberás continuar con las consultas a tu oftalmólogo no menos de una vez por mes y realizar análisis clínicos cada seis meses con el fin de controlar los anticuerpos. Para eso me verás a mí. Eso es todo –agregó.

–¿Eso es todo? ¿Le parece poco? –preguntó perturbada. Le costaba reaccionar ante esa información.

–Me gustaría darte mejores noticias, pero la verdad es esta. Deberás aprender a convivir con el SS. No es lo peor que puede sucederle a alguien –agregó como premio consuelo.

Salió del consultorio sin retener en su memoria ni la despedida ni cómo había llegado a la calle. Solo podía pensar que el médico era un insensible, o no tenía interés en contenerla, o ambas cosas. Procuraba recordar el nombre de esa enfermedad que había entrado en su vida como un tsunami.

Hasta ese día, Elina no sentía que hubiera algo en ella que la hiciera muy diferente a otras mujeres. Tenía treinta años y un automóvil pequeño que usaba poco. Disfrutaba caminar descalza, andar en bicicleta y leer a Hemingway. Amaba el estilo vintage y escuchar todo tipo de música. Tenía el hobby de pintar. No poseía un taller, ni realizaba grandes gastos en materiales, pero siempre había espacio en su vida para dejar una parte de su ser escondida entre los colores de una imagen que reflejaba lo que le faltaba a su alma. Era desordenada y distraída.

Había un atril en cada espacio de la casa con una obra iniciada. Debajo de su cama, la esperaba esa tela en blanco, la que había sido de su madre y que nunca había estrenado. Vivía con su abuela Bernarda, a la que llamaba Ita desde niña. Era la mujer más buena del mundo y era toda la familia que tenía. A veces, le preocupaba mucho pensar que tenía ochenta años. Simplemente porque, a pesar de ser adulta y entender que era ley de vida que las personas mayores partieran, no estaba preparada para eso.

Convertida en asistente social y en contacto diario con situaciones familiares conflictivas, Elina pasaba los días procurando ayudar y dar amor donde no había comprensión. Quizá su profesión había sido un modo de buscar respuestas ausentes en su propia historia personal.

París era su lugar en el mundo. Había viajado allí con su abuela el año anterior. No conocía demasiados lugares, pero estaba segura de que ninguno era como la capital de Francia. Su increíble arquitectura, su historia y esa magia en el aire la habían conquistado para siempre.

No solo había caminado por la avenida Campos Elíseos hasta el arco de Triunfo, suspirado ante la Torre Eiffel, pintado un boceto de la Catedral de Notre Dame desde las orillas del Sena, sino que se había enamorado de un hombre con quien todavía estaba en contacto, aunque la distancia les impedía una relación. Gonzalo era uruguayo y estaba radicado en España desde niño. París los había encontrado a ambos en la cripta de Notre Dame, solos, y todo había comenzado con la fotografía que Elina le había pedido que le tomara, ya que era muy mala haciendo selfies.

–Me acabas de poner en una disyuntiva muy difícil –había dicho él.

–¿Por qué?

–Porque creí que no había nada más bello que París hasta que te miré a los ojos.

Elina solo había podido sonreír frente al halago, pero sintió cómo la recorría una inusitada sensación de placer. ¿Sería cierto que ese extraño veía en ella una mujer hermosa? Aquel recuerdo era parte de los momentos que la definían.

Jamás pensó que ese día se sumaría algo tan inesperado y difícil. Luego de la consulta, debía agregar a su descripción personal, que por distintos síntomas, durante meses se había visto obligada a asistir a muchas consultas con diferentes especialistas. Finalmente, ese día y no sin haberse sentido incomprendida y hasta tildada de hipocondríaca, había escuchado un diagnóstico certero: era una paciente con síndrome de Sjögren. Para ella, según alcanzó a entender, eso la convertía en una mujer que, entre otras cosas, se había quedado sin lágrimas.

Llegó a su casa con más interrogantes que certezas. Un mundo anónimo se le había caído encima. Le dolía todo el cuerpo como si las lágrimas que no brotaban de sus ojos la apretaran desde su interior hasta agotar músculos, huesos y piel con la tirantez de la represión de sus emociones. Tomó conciencia de que su alegre filosofía de vida ya no funcionaba, porque hacía mucho tiempo que no deseaba tanto llorar como esa tarde. ¿Cómo le diría a Ita para no preocuparla? ¿Debía llamar primero a Stella, su amiga del alma? Ella era diez años mayor y siempre tenía el consejo exacto. Aunque dudaba mucho que supiera que existía ese raro síndrome de Sgröjen. ¿O era Sjögren? Maldijo. Ni siquiera el nombre podía retener. Google. Tenía que buscar datos.

De pronto sintió deseos de pintar.

Dejó su abrigo y bolso en el sofá, y se dirigió al baño asfixiada por una angustia que hubiera escupido en el lavatorio de haber podido. Se miró en el espejo y respiró hondo mientras se repetía que no podía ser tan terrible.

–¿Estás bien, Eli? –preguntó Ita. La abuela parecía tener un radar para detectar sus emociones. Solía decirle que, según los ruidos que hacía al entrar a la casa, podía adivinar como había sido su día–. No me gritaste “¡¿Abu?!” mientras subías. ¿Qué te ocurre?

Ambas vivían en un apartamento en el primer piso de un condominio pequeño, al que solo podía accederse por escalera.

Elina salió del baño y la abrazó. Hubiera llorado a mares, pero comprobó que no podía.

–Calma. Todo tiene solución. Ven. Siéntate –dijo y la guio al sofá–. ¿Quieres hablar?

Su nieta no le respondió. Elina estaba pálida. Atónita, observaba las noticias en el televisor encendido. La tristeza llegó a límites extraordinarios. Una vez más, el fuego devoraba un lugar que sentía suyo, convertía en cenizas sus momentos y consumía la posibilidad de volver en busca de lo que había sido. Su amada Notre Dame ardía… y con ella se incendiaba parte de su historia. Porque el fuego no perdonaba, las llamas cuando se iban, dejaban la nada en su lugar. Los estragos del silencio mezclados con el humo de la nostalgia y el olor vacío de la destrucción.

Desesperada, comenzó a respirar con agitación. Elevaba el tórax como buscando aire donde solo había dolor, injusticia y confusión. Entonces, guiada por un impulso, fue a su dormitorio, extrajo de debajo de su cama el atril con la tela que había sido de su madre y lo armó allí mismo frente a su abuela.

Bernarda permanecía callada respetando el espacio que ocupaba la impotencia. Era evidente que Elina sufría.

–No sé qué te sucede, pero esa tela ha esperado por años que alguien le dé color. Tu madre decía que todo estaba en ella, así, vacía… –recordó con tristeza–. Dale vida. Pinta. Que todo quede allí, mi amor. El arte salva. Siempre… –dijo y fue directamente a poner música desde la computadora como su nieta le había enseñado. Sonó entonces La Bohemia.

Elina se puso varias gotas en cada ojo y empezó, como en trance, a dar pinceladas sin sentido al principio. Luego, estampó en ella la ira de un cielo lleno de humo gris, detrás del que se escondió su crisis encendida hasta que logró equilibrar sus latidos.

Charles Aznavour cantaba Ella, mientras vibraba su teléfono con una llamada de Gonzalo que nunca escuchó.

capítulo 4

Amiga

El momento fue todo;

el momento fue suficiente.

Virginia Woolf

A Stella no le gustaban las reuniones sociales, pero sí disfrutaba de su espacio en el trabajo junto a sus compañeras. No tenía paciencia con los niños, quizá por eso no había tenido hijos. En general, cada vez que la invitaban a cumpleaños, bautismos, comuniones o fiestas de quince de los hijos e hijas de sus amigas, un millón de excusas se le ocurrían para no ir. Cuando su amiga Elina le decía que la invitaban porque la querían, ella renegaba honestamente. ¿Quién podía considerar una manifestación de cariño el hecho de invitar a una mujer de cuarenta años sin hijos a un pelotero lleno de infantes que gritan, corren y apoyan sus manos pegoteadas en cualquier sitio? ¿O a una iglesia a resistir una ceremonia eterna en la que hay bebés que lloran y rituales con velas y agua? ¡Ni hablar si la elegían madrina! Eso no debía ser unilateral. Ella se disculpaba y alegaba que el niño o niña en cuestión merecía mucho más, pedía disculpas y fin del tema. Así, sus amigas de verdad reían y la comprendían. Pero una excompañera de la secundaria se había ofendido mucho al interpretar su negativa como un desprecio o una cuestión personal, y dejaron de verse. Peor aún las confirmaciones y esa serie de actos religiosos que los padres o las escuelas católicas les imponen a los chicos, como si la fe tuviese directa relación con cumplirlos.

A sus cuarenta años, luego de dos matrimonios y una vida entera creyendo que el amor podía ser como en el cine, había comprendido que El cuaderno de Noah era una magnífica obra de Nicholas Sparks, pero que la realidad de la mayoría de las mujeres, y por supuesto la propia, distaba mucho de conocer a un hombre así.

Era abogada, trabajaba en Tribunales como secretaria de una jueza de familia. Para sumar más ironía a sus intentos fallidos de matrimonio, su actividad profesional le imponía leer a diario gran cantidad de divorcios. Sin embargo, y a pesar de todo, creía en el amor. No tanto como para volver a casarse, pero en el rincón más soñador de su alma, esperaba a su Noah. En algún lugar del mundo tenía que existir un ser que la estuviera buscando.

Esa tarde disfrutaba de un café junto a dos compañeras de trabajo en un breve descanso. Se divertían mucho porque eran muy ocurrentes e irónicas. Siempre había alguna anécdota por la que reír.

–Tomémonos una selfie –propuso.

–¡No! –respondió Marisa.

–¿Por qué?

–Porque no puede salir en ninguna foto conmigo. En verdad no tiene permitido ser más mi amiga. “Soy mala influencia”. Así de ridícula es la cuestión –dijo Layla y estalló en una carcajada.

–No entiendo… –agregó Stella–. Trabajamos juntas.

–Sucede que a Marisa le encanta el pasante, ya sabes…

–Sí, pero tiene veinticinco años. ¡Es muy joven para ella!

–Bueno, como sea, tiene unos perfectos veinticinco años y unos glúteos muy tentadores. Marisa y yo estuvimos chateando sobre él y riéndonos, cada vez en tono más subido, y yo le dije que se saque las ganas.

–No veo el problema –comentó Stella–. Nada nuevo bajo el sol.

–El problema lo vio mi esposo, que leyó el chat, y ahora no quiere que me junte con Layla. Es más, pretende que cambie de lugar de trabajo, que pida un traslado –Marisa reía con ganas como si el conflicto no la involucrara.

–Imagínate, ella se quiere comer al chico, yo le digo bueno, dale y resulta que el esposo dice que la mala influencia soy yo. ¡Es genial!

–¿Cómo que te leyó el celular? –agregó Stella indignada por la invasión a la privacidad y dejando pasar por alto la cuestión principal que era esa intención de engaño descubierta.

Las tres comenzaron a reír.

–Ella es una tonta por no borrar conversaciones, pero tú y tu moral me generan dudas. ¡Mira que preocuparte por la privacidad!

La situación era graciosa. Tenían tanta confianza que los chistes no hubieran terminado de no haber sido por la jueza que interrumpió la pausa pidiendo expedientes y dando órdenes. Por lo que cada una regresó a su tarea.

De pronto, la imagen de Elina la invadió por completo cuando alguien comentó que se estaba incendiando Notre Dame.

Se desconcentró absolutamente. ¿Otro incendio? Justo en un lugar que significaba tanto para su amiga. No era justo. ¿Cuál era el mensaje del destino? ¿Qué tenía que aprender Elina de las llamas y de las cenizas?

Stella estaba convencida de que nada era casualidad. Todos los hechos ocurrían por una razón o, al contrario, no pasaban por una causa. El gran dilema era ¿por qué otra vez el fuego?

La llamó de inmediato pero no atendió el celular. Intentó con el teléfono fijo de la casa y fue Ita quien le respondió.

–¡Hola, Stellita! Está pintando. Algo no está bien.

–Notre Dame.

–No. La conozco y llegó a casa colapsada por la angustia. Notre Dame fue después y agravó su estado.

–Voy para allá.

–Te espero. Gracias.

Stella sintió que todo lo ocurrido ese día había quedado muy lejos. Eran esos momentos en los que el tiempo pierde su unidad de medida. Se detiene en la preocupación, se acelera en los interrogantes y se diluye en la impotencia. La esencia de la amistad volvía a unirlas.

Avisó a la jueza que debía irse y salió del Tribunal sin mirar atrás.

capítulo 5

Verdades

Nunca es triste la verdad,

lo que no tiene es remedio.

Joan Manuel Serrat

Madrid, España.

Gonzalo cerró los ojos. Nada era tan terrible como hacer el amor mirando hacia adentro, con la mirada detenida en la memoria de los momentos felices. Acariciar un cuerpo, pero sentir otro. Besar a una mujer imaginando que es otra. Beberse el deseo y estallar en el éxtasis del peor engaño: el que se hacía a sí mismo. ¿Acaso sería esa la realidad de muchos? Era la propia.

Esa noche no era distinta de las anteriores durante los últimos meses, hasta que escuchó las palabras que incomodaron el silencio que acompaña la agitación que subyace al orgasmo:

–Ven a vivir conmigo –dijo Lorena. Las palabras se le habían escapado de su boca. Algo en ella sabía que él no estaba preparado para eso y que quizá, incluso, le diera miedo, pero no pudo evitarlo.

Él permaneció callado mientras movió el brazo derecho con el que la abrazaba y lo ubicó sobre la almohada detrás de su cabeza tomando sutil distancia.

–Sabes que no puedo hacerlo –atinó a decir.

–¿No puedes o no quieres?

–Las dos cosas –hubiera preferido no ser tan cruel, pero respondió sin pensar.

Lorena se levantó de la cama y comenzó a vestirse. Parecía que iba a partir, pero estaban en su casa.

–Discúlpame. Me gusta estar contigo, pero vivir juntos es un paso que no estoy preparado para dar.

–Porque no me amas… –dijo con tristeza.

–Creo que no estamos en la misma frecuencia, tú vas más rápido. Yo siento que estoy bien cuando estamos juntos y quiero que estés bien a mi lado, pero de ahí a una convivencia… falta camino por recorrer. Eso sin mencionar que sabes que tengo a cargo a mi padre y a mis tíos y que no los dejaré librados a su suerte o en manos de una cuidadora.

–No quiero perder más tiempo. Tengo treinta años y hace meses que estamos juntos. Es por ella, ¿verdad?

–¿Por quién? –preguntó como si no lo supiera.

–Por la mujer de París –Lorena sabía porque cuando aún no habían comenzado a salir, Gonzalo le había contado que se había enamorado en Francia, pero que no podía ser. Que todo quedaba reducido a aquellos días.

–Ella está de regreso en su país y es muy lejos de aquí.

–No respondes mi pregunta. ¿Es por ella?

–Es por mí. No deseo hacerlo. No te he prometido nada más que lo que tenemos.

–No me alcanza. Puede que sí al principio. Pero me enamoré de ti y esta relación empieza a dolerme.

Gonzalo, ya de pie y también vestido, la abrazó con cariño. No había pasión en ese contacto. Tomó su rostro con ambas manos y la miró directo al corazón.

–No quiero mentirte ni lastimarte. Solo esto puedo ofrecerte. Perdóname –la besó en la frente y vio rodar sus primeras lágrimas. Entonces decidió partir.

Esa noche comenzó a sentirse prisionero de la soledad en España. No conseguía desprenderse del amor que Elina había despertado en él, aunque no lo confesara. Más allá de haber intentado tener otra pareja. El tiempo no era su aliado y tampoco la distancia. En su caso, ni lo uno ni lo otro habían sido causa de pensarla menos. El olvido, suponía, pertenecía a seres con otra capacidad de sentir. Quizá la tecnología y sus avances, que le daban la posibilidad de verla a través de una videollamada y de estar comunicados, no ayudaba en lo más mínimo.

Establecido desde niño con su padre en Guadarrama, un pueblo cerca de Madrid, había logrado instalarse allí y trabajaba en la posada familiar. Recordó a su padre diciéndole: “Donde tengas techo y trabajo, ahí debes vivir”. Una orden de amor basada en la propia experiencia doliente de haber padecido necesidades y con la intención de que su único hijo tuviera una vida mejor.

Signados por la pobreza y la adversidad, habiendo fallecido su madre al nacer él, habían abandonado Uruguay para radicarse en España. Un tío, el hermano doce años mayor de su padre, les había pagado el pasaje conmovido por la tragedia. Como era dueño de una posada en ese pueblo, le ofreció empleo a su hermano, en las tareas de mantenimiento, ya que se daba idea para todo tipo de reparaciones: era albañil pero conocía también de electricidad y plomería. Además, su esposa, que no podía tener hijos, se había ilusionado con ayudar a criar al niño. Así, Gonzalo había crecido en las cercanías de Madrid, en el marco de un lugar encantador, con pocos habitantes y mucha paz.

Conoció a Elina en París durante su primer viaje, gracias a que su padre y su tío habían insistido en que se tomara un descanso.

A su regreso a casa, todo se había complicado. Sus tíos estaban grandes y las limitaciones de los años comenzaban a afectar las rutinas. Su padre se había caído y se había fracturado la cadera. Su tía, Teresa, debido a un Alzheimer, requería cuidados diferentes cada día y su tío elegía cuidarla personalmente. En ese escenario debía hacerse cargo del pequeño negocio y de los tres integrantes de su familia mínima pues les debía cuanto él era, aunque eso significara sacrificar su relación con Elina, por quien habría abandonado España sin pensarlo.

***

Esa mañana antes de ir a trabajar, su tío le preparó el desayuno. Lo atendían y lo amaban igual que cuando era pequeño.

–Te hice pan tostado, Gonzalo.

–Gracias, tío. No debiste. Podías dormir un rato más. Soy un hombre, ¿recuerdas? –preguntó con cariñoso humor.

–¡Eres quien nos mantiene vivos! No me gusta la vejez. La gente no debería envejecer.

–Son las reglas del juego. ¡Nos ocurrirá a todos, sin excepción! –respondió minimizando un tema que sabía era mucho más profundo.

–Exacto. No debería ocurrirle a nadie.

–¿Por qué?

–Porque no es algo para lo que uno pueda estar preparado. Si te enfermas y te pierdes, como mi Tere, dejas de ser quien eras para convertirte en el resultado de lo que la enfermedad y los medicamentos dejan en tu lugar. Y si te va peor y permaneces lúcido, eres testigo de las atrocidades que el tiempo puede hacerle a la gente que amas. No es algo justo.

–A ver… –dijo y se puso de pie. Ya había comido su pan tostado y bebido su té. Abrazó a su tío Frankie por unos segundos. Sintió su dolor–. Ordenemos un poco estas ideas, tío. ¿Has sido feliz?

–Muy feliz.

–Entonces, creo que todo ha sucedido de la manera que debía ser. La vejez, es cierto, no pide permiso y no es igual para todos, pero justifica la experiencia. Es el propósito de los ejemplos a seguir.

–Tú hablas lindo, como siempre, pero eso no cambia que soy viejo y no me gusta ver cómo mueren amigos o se deteriora mi esposa como si fuera atropellada cotidianamente por el tren inhumano del tiempo.

–Tú sí que eres tremendista. Basta ya. Estamos juntos. Estaremos bien.

–No. Tú cargas con tres viejos y debes hacer tu vida –era testarudo y, la mayor parte de las veces, tenía razón. En ese caso, Gonzalo no iba a reconocerlo.

–Yo hago mi vida.

–¿Y la mujer de París?

–La mujer de París quedó atrás.

–Te conozco. Te hemos criado. Mientes. Ahora vete a trabajar, que llegarás tarde –el tío Frankie decidía siempre cuando empezar una conversación y el momento de terminarla.

–Tío, nuestro hotel está junto a la casa. Ya sé… no quieres seguir hablando.

–No. Tú no entiendes lo que es ser viejo.

Gonzalo sonrió. Algo de razón había en sus palabras. Si Elina ocupaba su corazón y sus pensamientos y no hacía nada por recuperarla, ¿estaba realmente “haciendo su vida”?

Muchas verdades se mezclaron con la sabiduría de su tío Frankie. Era verdad que él no entendía lo que era ser viejo porque simplemente no lo era. Pura teoría en su caso. Lo atravesaron preguntas y una gran confusión de sentimientos. Entonces, las imágenes en el televisor de la recepción de la posada, al entrar, le mostraron a Notre Dame arder. Se le anudó la garganta. Llamó a Elina, ella no respondió.

Los recuerdos podían, a veces, devorarse el presente al extremo de convertirlo en la suma de momentos vacíos que evocan más y mejor el pasado.

capítulo 6

Lágrimas

Las lágrimas son la sangre del alma.

San Agustín

Montevideo, Uruguay.

Stella buscó en su celular los periódicos digitales del mundo, y todos informaban la noticia del incendio.

Un fuerte incendio consume este lunes a la Catedral de Notre Dame de París, uno de los monumentos históricos más importantes de Francia, que cada año recibe a millones de turistas de todo el mundo. Las llamas se originaron en la estructura que sostiene el techo del templo, donde se estaban realizando trabajos de restauración, leyó.

No pudo evitar preguntarse si se trataría del ático, sabiendo que ese lugar era el que amaba su amiga. Siguió buscando noticias para saber la respuesta.

El fuego provocó el derrumbe de la aguja central y de la estructura completa del techo, ante la frustración de los bomberos, que no logran llegar al epicentro del incendio.

Y así eran casi todos los titulares. Algo en su interior le gritaba que se trataba del lugar de la fotografía de Elina y su encuentro con Gonzalo.

Cuando Stella llegó a casa de su amiga, ella había abandonado la pintura del cuadro y se estaba dando una ducha.

–Hola, Ita. ¿Te ha dicho algo? –preguntó después de saludarla.