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Universidad de Guadalajara



Dr. Miguel Ángel Navarro Navarro

Rector General



Dra. Carmen Enedina Rodríguez Armenta

Vicerrector Ejecutivo



Mtro. José Alfredo Peña Ramos

Secretario General



Dr. Aristarco Regalado Pinedo

Rector del Centro Universitario de los Lagos



Dra. Rebeca Vanesa García Corzo

Secretaria Académica



Mtra. Yamile F. Arrieta Rodríguez

Jefa de la Unidad Editorial del Centro Universitario de los Lagos



Primera edición, 2018.



© Rebeca Ramos Pérez



ISBN 978-607-547-203-4



D.R. ©
Universidad de Guadalajara

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Hecho en México /
Made in Mexico

En una esquina del corazón





—Buenos días, mi amor —se inclinó sobre la cama y la besó en la frente—. ¿Cómo estás hoy? Es diecinueve de abril, un día muy especial. ¡Felicidades! Es nuestro aniversario y mi cumpleaños, ¿te acuerdas?

Dejó la pregunta en el aire y se sentó en la cama.

—Yo, como si hubiera sido ayer. ¿Cuántos teníamos? Tú veinte y yo veintidós. ¡Ay, qué lejos! Paseábamos por el parque, hacia arriba y hacia abajo, hacia abajo y hacia arriba, y tu hermana nos vigilaba para que no me pasara de la raya. —Soltó unas carcajadas ante la inocencia de los comportamientos y continuó—. En unos pocos días sería mi cumpleaños y tú, como siempre, soñadora e imaginativa, me dijiste: Ramón, si pudieras escoger el regalo que quisieras de entre todos los del mundo sin importarte cuál sea el precio, ¿qué querrías? —Se rascó la cabeza pensativo—. Creo que no tardé ni dos segundos en contestar. —Fijó los ojos en los de su esposa y respondió— a ti, Carmela. De entre todas las cosas que hay en el mundo, una y mil veces me quedo contigo.

Durante estos cincuenta años de matrimonio, has llenado todos y cada uno de los rincones de mi alma, has sabido sacar lo mejor y lo peor de mí; y me has mejorado, moldeado, completado, respetado. Tú eres la mejor decisión de mi vida.

Las lágrimas comenzaron a inundar sus ojos, se las secó con el dorso de la mano e hizo volar su mente hacia paisajes más alegres.

—No te esperabas mi respuesta, aún puedo ver tu cara, y te pusiste hasta nerviosa, pero tus ojos me dijeron que también te quedabas conmigo. Entonces sentí que estábamos solos en medio del parque, abrazados por la naturaleza, me puse de rodillas y te pedí que fueras mi esposa, ¿te acuerdas? Impulsiva como siempre, dijiste que sí antes de que terminara la frase y te arrodillaste conmigo, tiñendo de amarillo albero los bajos de tus enaguas. ¡Qué loca! Siempre me hacías reír. Al año nos casamos, el día de mi cumpleaños. Me gusta mucho hacer memoria, no quiero que se me pierda ninguno de los momentos que hemos pasado juntos.

La miró y sacó sus ensoñaciones por la ventana de la habitación. Una radiante mañana de primavera intentaba entrar por los visillos.

—Hemos pasado momentos buenos y malos. Creo que de los peores fue cuando tuve que emigrar a Alemania. ¡Qué frío, Carmela! ¡Me dolían hasta las orejas! Pero lo que más me dolía era la distancia. ¡Cuánto os eché de menos! A ti y a las niñas. Me acuerdo que cuando me fui, Mari Carmen tenía cuatro años, y la chica aún no había nacido. Se te empezaban a notar las formas, cinco meses de embarazo y tú jurabas y perjurabas que iba a ser un niño, pero te equivocaste, era Beatriz —bajó la cabeza entre dolido y arrepentido.

No pude verla nacer, cuando la conocí tenía ya ocho meses, tan gorda, tan bonita… era tu vivo retrato. Esos doce meses me pesaron como doce años, como una condena, y eso que ¡Tú sabes! Del pueblo salimos un autobús completo y, quieras que no, con los paisanos se aliviaba un poco la tristeza. ¡Qué dura es la distancia! Y ¡qué mala era el hambre! Pero no hay que lamentarse, gracias a que me fui pudimos pagar la casa. Cuando uno está lejos, se da cuenta de la cantidad de cosas que echa de menos, cosas que no se me hubieran pasado por la cabeza. ¿Sabes qué era lo que más extrañaba, Carmela? —preguntó clavando pupila con pupila—. Esa manera tuya tan andaluza de morderte el labio de abajo. Tiene gracia, ¿verdad? —dijo sonriendo—. Me molesta que te enfades, que discutamos, que nos alejemos por banalidades y tonterías, y sin embargo, cerraba fuerte los ojos para imaginarte con tu delantal blanco, los brazos en jarra y ese pellizco voluntario en tu boca. ¡Ay, mi vida! —dijo levantando su mano para besarla— ¡Es que tú estás guapa en todas las posturas! Pero también echaba de menos tus guisos, ¡la culpa la tenías tú por tener tan buena mano!

En noviembre me acordé del olor a carne fresca y especias propios de las matanzas de nuestro pueblo, y de tus choricitos recién hechos, metidos en un pedazo de bollo; en diciembre, de los buñuelos; en marzo, de esas tortas de almendras y ajonjolí que te pasabas horas amasando y friendo en el tragante; en cuaresma, del potaje de garbanzos con bacalao y las torrijas; en verano, de los gazpachos… Por las noches, cuando me acostaba en la cama, te imaginaba de espaldas, con tu pelo recogido en la nuca, pegada a los fogones, canturreando mientras aderezabas o movías la comida. ¿Puedes creer que hasta me llegaba el olor de las ollas? Pero lo mejor del viaje no fue que pudiéramos comprar estas cuatro paredes —añadió paseando la vista por la habitación—, sino volver. Poder escuchar de nuevo las campanas de la iglesia llamando a misa de ocho, pasear cogidos del brazo por la plaza principal, escuchar las risas y los llantos de mis niñas; poder mirarte a escondidas, sin que te dieras cuenta, mientras caminabas, trajinabas, sonreías, te enfadabas… y acercarme para romper la magia, y olerte, abrazarte, sentirte. Lo mejor de todo, lo mejor de mi vida… —La emoción le cerró la boca, le nubló la mirada y dejó la frase rondando los oídos de Carmela—. Lo mejor de mi vida siempre has sido tú.

Se secó las lágrimas y se recostó al lado de su amada. Mientras le acariciaba el pelo, le siguió contando.