UNA DOBLE VIDA


V.1: enero, 2019

Título original: A Double Life


© Flynn Berry, 2018

© de la traducción, Lorenzo F. Díaz, 2019

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2019

Todos los derechos reservados, incluido el derecho de reproducción parcial o total de la obra en cualquier forma.


Esta edición se ha publicado mediante acuerdo con Viking, un sello de Penguin Publishing Group, una división de Penguin Random House LLC.


Diseño de cubierta: Taller de los Libros

Imagen de cubierta: Shutterstock - Alexandre Rotenberg


Publicado por Principal de los Libros

C/ Aragó, 287, 2º 1ª

08009 Barcelona

info@principaldeloslibros.com

www.principaldeloslibros.com


ISBN: 978-84-17333-52-2

IBIC: FH

Conversión a ebook: Taller de los Libros


Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

UNA DOBLE VIDA

Flynn Berry



Traducción de Lorenzo F. Díaz

para Principal Noir

4





A Robin Dellabough y John Berry



Sobre la autora

3


Flynn Berry es licenciada por la Universidad de Brown. Una doble vida es su segunda novela. Su primera obra, En la tormenta (Principal Noir, 2018), fue galardonada con el prestigioso premio Edgar Award a la mejor primera novela de misterio y fue uno de los libros del año según The Washington Post y The Atlantic.

UNA DOBLE VIDA


Cuando el pasado no puede perdonarse, solo queda la venganza


Claire es una médico de familia que lleva una vida tranquila y humilde en Londres. Pero esconde un terrible secreto: es la hija de uno de los asesinos más conocidos de la historia de Inglaterra. Su padre, lord Spenser, mató a su niñera a sangre fría y desapareció del país.

Cerca de treinta años después del crimen, la policía contacta con ella: han visto a un hombre que encaja con la descripción de su padre. A partir de ese momento, su vida empieza a desmoronarse. ¿Es la hija de un asesino o de un hombre injustamente acusado? Claire se verá obligada a descubrir hasta dónde está dispuesta a llegar para conocer la verdad y cerrar las heridas de su pasado.



«Una lectura fascinante y sumamente adictiva.»

Paula Hawkins, autora de La chica del tren


«Una novela apasionante.»

Laura Lippman, autora de Cuando me haya ido


«Flynn Berry demuestra que su prosa es tan intensa como deliciosa.»

New York Times


De la ganadora del Edgar Award a la mejor novela debut

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CONTENIDOS

Portada

Página de créditos

Sobre este libro

Dedicatoria


Primera parte: en casa

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Segunda parte: en el extranjero

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Tercera parte: en Escocia

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39


Notas

Agradecimientos

Sobre la autora





Después de cada guerra

alguien tiene que limpiar.

Wislawa Szymborska, «Fin y principio»


Agradecimientos


Gracias:

A Lindsey Schwoeri, mi editora, por aportar su enorme talento, creatividad y profesionalidad a este libro. Has sido maravillosa en todas las etapas y te estoy muy agradecida.

A Emily Forland, mi agente, por ser tremendamente buena y una aguda lectora y guía.

A Allison Carney, Gabriel Levinson, Lindsay Prevette, Gretchen Schmid, Andrea Schulz, Kate Stark, Brian Tart, Olivia Taussig y el resto de Viking Penguin.

A Federico Andornino, Rebecca Gray y todos los trabajadores de Weidenfeld & Nicolson.

A Michelle Weiner de CAA.

A Michael Adams, Marla Akin, Debbie Dewees, James Magnuson, al Centro Michener para Escritores y a Yaddo.

A la doctora Noelle Quann, por hablarme de su experiencia como médica de familia.

A A Different Class of Murder, de Laura Thompson, y Trail of Havoc, de Patrick Marnham, dos fascinantes ensayos sobre el caso de lord Lucan.

A mis amigos y, sobre todo, a Nick Cherneff, Kate DeOssie, Donna Erlich, Jackie Friedman, Allison Glaser, Lynn Horowitz, Allison Kantor, Suchi Mathur, Justine McGowan, Madelyn Morris, Althea Webber y Marisa Woocher.

A mi familia, en especial a Jon Berry y Robin Dellabough.

Y a Jeff Bruemmer.

Primera parte

En casa

1


Un hombre aparece en la curva del camino. Me detengo en seco al verlo. Hoy la calma reina en el parque, en el cielo hay nubes oscuras que amenazan nieve y estamos solos en un sendero donde los robles forman un túnel.

El hombre lleva un sombrero y un abrigo de lana con el cuello alzado. Cuando se detiene para encender un cigarrillo, estoy lo bastante cerca como para ver que los nudillos se le marcan bajo los guantes, pero el ala del sombrero le tapa la cara.

El perro está en alguna parte detrás de mí. No lo llamo, no quiero que el hombre lo oiga. Sobre nuestras cabezas, los gorriones vuelan hasta posarse en los robles, atraídos por las ramas como limaduras a un imán. No se le enciende el mechero y el metal rechina cuando vuelve a intentarlo.

Jasper me roza al pasar e intento agarrarlo del collar, pero se me escapa y eso casi me hace perder el equilibrio. El mechero se enciende finalmente y el hombre inclina la cabeza para acercar el cigarrillo a la llama. Luego se mete el mechero en un bolsillo y alarga el puño hacia el perro para que lo huela. Jasper gimotea y, por primera vez, el hombre me mira desde el otro lado del camino.

No es él. Llamo a Jasper y me disculpo con voz tensa. Este tramo del camino es estrecho, tenemos que pasar a pocos centímetros el uno del otro y vuelvo a mirarlo para asegurarme. Entonces, engancho la correa al collar del perro y me apresuro hacia las casas y la gente de Well Walk. Ojalá hubiera sido él; habría buscado por el suelo alguna rama grande para seguirlo hasta el bosque.

Llevo así los últimos tres días, desde la visita de la inspectora. Lo veo en todas partes.

El jueves por la noche volví a casa del trabajo y abrí el grifo de la bañera antes de quitarme el abrigo. Mientras el agua la llenaba, saludé a Jasper con un beso en la cabeza. El pelo siempre le huele a humo limpio, como si viniera de estar junto a una fogata. Llené una copa de vino blanco y me la bebí de pie junto a la encimera.

En el cuarto de baño, llené una pequeña pala de madera con sales de Epsom y la vacié en el agua. Mi amiga Nell me envió las sales porque dice que alivian el dolor y siempre estoy agotada tras el trabajo. Me desvestí y escuché el goteo del grifo en el silencio del piso. Dejé la puerta del baño abierta porque al perro a veces le gusta venir a sentarse al lado de la bañera.

Me dejé caer bajo la superficie y sentí que el agua resbalaba por todo mi cuerpo. «Tengo que recomendar a Agnes masajes para tratar la artritis», se me ocurrió, y luego intenté dejar de pensar en los pacientes. También le vendría bien para la soledad. Relajó los hombros cuando le examiné el corazón y se quedó quieta, como si absorbiera mi roce. 

Permanecí inmóvil, asomando la cara por encima de la superficie lo justo para respirar, el agua me resbalaba por la barbilla. Decidí que cenaría pasta al pesto. A través del líquido me llegó un sonido y levanté la cabeza para escuchar mientras el agua se derramaba por mis oídos. Alguien llamaba al timbre.

«Por fin ha llegado el pedido», pensé. Hacía dos días que debía haberme llegado el libro. Me puse una sudadera y unos pantalones de chándal sobre la piel mojada, empujé a Jasper para que se quitara de en medio y bajé corriendo las escaleras.

Hay dos puertas hasta llegar a la calle y yo me encontraba en el gélido espacio entre ellas cuando vi quién era. No se trataba de un mensajero. La puerta interior estaba cerrada a mi espalda. Cuando abrí la otra, la mujer alzó la placa.

—¿Tiene un momento para hablar, Claire?

Me siguió escaleras arriba, lo que pareció llevar mucho tiempo. Los dedos se me habían quedado rígidos y me costó abrir con la llave. Jasper la saludó y le ofreció un palo que había cogido en el camino de sirga. Yo llevaba el pecho desnudo bajo el jersey y la dejé en el sofá para ir a ponerme un sujetador.

Cuando volví, tenía una expresión neutra en el rostro, pero me percaté de que había estado estudiando la habitación. Me pregunté qué habría deducido de ella y si se esperaba algo peor, teniendo en cuenta mi pasado. Era acogedora y tenía las lámparas encendidas. Había libros en los estantes, invitaciones en la nevera y una corona navideña en la repisa de la chimenea. Quizá pensaba que había sacado lo que había podido de lo perdido. 

O puede que se hubiera fijado en la botella de vino abierta sobre la encimera. En el pastor alemán mestizo y en los cerrojos de la puerta. Solo es en casa, quise decirle. No soy tan precavida fuera. Paseo de noche con los cascos puestos. A veces me duermo en los taxis, aunque no muy a menudo, la verdad.

—¿Quién es usted? —pregunté.

—Soy la inspectora Louisa Tiernan —dijo mientras se desenrollaba la bufanda. Hablaba en tono claro y sosegado, con acento irlandés. Las tuberías chirriaron cuando el vecino de arriba cerró un grifo—. Lo han visto.

—¿Aquí?

—En Namibia.

La inspectora Tiernan se sujetó las rodillas, pero no siguió hablando. No entendía por qué había venido. Eso no era noticia; lo habían visto miles de veces.

—¿Por qué cree que esta vez es cierto?

Me entregó una vieja foto de mi padre sujetando una petaca plateada con un escudo grabado. 

—Su padre la compró en una tienda de Mayfair hace cuarenta años. Han visto a un hombre con ella en Windhoek. Tenía sesenta y tantos, medía metro ochenta y hablaba inglés sin acento.

—¿Lo han detenido?

—Lo estamos coordinando con la Interpol —respondió. 

Tiernan debía de tener unos cuarenta años, lo que significaba que era una adolescente cuando sucedió. Debió de oír hablar del caso; salió varias semanas en las noticias y después se hizo todavía más famoso. El primer lord al que se acusaba de asesinato desde el siglo xviii.

—¿A qué esperan?

—La llamarán si se presentan cargos —dijo. 

Me pregunté si le sorprendía investigar un caso como este después de tanto tiempo.

—¿Quién le habló de la petaca?

—Nuestra fuente quiere permanecer en el anonimato. 

«Para evitar la vergüenza si resultaba estar equivocada», pensé. Mi padre lleva veintiséis años desaparecido. La gente afirma haberlo visto en casi todas las partes del mundo y en los foros en los que se habla de él hay descripciones detalladas de esos encuentros.

—Esperamos que pueda ayudarnos a confirmar si es él —añadió. 

Necesitaban una muestra de mi ADN. La inspectora empezó a explicar el proceso mientras el pelo mojado me goteaba sobre la sudadera. Pensé en la bañera llena de la otra habitación. Había salido hacía poco tiempo, el agua seguiría caliente y la superficie estaría completamente lisa. 

La inspectora se puso unos guantes quirúrgicos. Abrí la boca y me pasó el hisopo por el interior de la mejilla para luego guardarlo en un vial de plástico estéril.

—Siento tener que preguntarlo —dijo—, pero ¿se ha puesto su padre en contacto con usted?

—No. Claro que no. 

A su espalda, las cortinas estaban descorridas y vi un árbol de Navidad en el piso de enfrente. La boca aún me sabía a la goma del guante. Quería preguntarle qué haría a continuación, qué más necesitaba preparar.

Cuando se marchó, quité el tapón de la bañera, me sequé el pelo y me puse ropa seca. Herví agua para la pasta y abrí un bote de pesto bueno. No había motivo para no comer bien, no ver un programa y no dormir. No necesitaba cambiar mis planes, porque no era él; no lo había sido ninguna de las otras veces.

Pero esa petaca era el tipo de cosa que habría conservado, algo que le recordase el club Clermont. El chasquido del mechero, inclinar la cabeza con un cigarrillo en la boca, apostar a una mano de chemin de fer.

Es un hedonista. En parte, eso es lo que me enfurece: el hecho de que durante todo este tiempo, incluso ahora, pueda estar divirtiéndose en alguna parte.


***


La última vez que vi a mi padre fue el fin de semana anterior al ataque. Me llevó al Luxardo, en Notting Hill. Tomé un cucurucho de helado cubierto de coco, que parecía una bola de nieve, y mi padre pidió uno de menta. Se lo sirvieron con un palo de caramelo blanco y rojo que me dio a mí. 

Aquel día alguien se había enfadado conmigo, una amiga del colegio. Ya no recuerdo por qué, pero sí lo mucho que me dolió, lo traumático que me pareció, y me acuerdo de lo tranquilizador que fue estar con mi padre.

He repasado ese recuerdo muchas veces. Él, con su traje oscuro, contra las paredes verdes con rayas de la heladería. Tenía un arañazo en el dorso de la mano. ¿Cómo se lo habría hecho? ¿Habría sido durante los preparativos? En uno de los foros leí que la policía encontró en su piso un melón destrozado. Desde entonces, me lo imagino colocando un melón en la encimera y golpeándolo una y otra vez con la tubería, calculando la fuerza con que debía golpear. La idea parece absurda, pero no más que el resto. ¿Hubo algún momento —quizá mientras tiraba al cubo de la basura el melón destrozado o cuando se dirigía a nuestra casa— en que se dio cuenta de lo que estaba haciendo? ¿Estuvo a punto de cambiar de idea?

Lo he repasado todo, su trabajo, sus pasatiempos y sus intereses, en busca de algo que lo delatara. Le gustaban las corridas de toros; una vez llevó a mamá a una en Madrid. ¿Debería haber sido eso motivo de alarma?

También veía películas de terror, pero solo las que tenían buenas críticas, las que la mayoría de la gente acababa viendo. Que yo sepa, no las buscaba. Me decía que no tenía por qué asustarme con ellas, me explicaba los diferentes efectos especiales y me decía que no era sangre de verdad. 

Ahora todo parece indicarlo, pero podría hacerse lo mismo con cualquiera: elegir algunos intereses peculiares y un par de días malos y construir una teoría alrededor de eso. Podría hacerse conmigo. Considerar el hecho de que no me haya marchado como una prueba de que me pasa algo. Tengo treinta y cuatro años y soy médica en una clínica de Archway. No debería seguir atormentándome, pero lo hace. Es como vivir en un país donde ha habido una guerra. A veces se te olvida y otras vas por una calle cualquiera, a plena luz del día, y tienes tanto miedo que no puedes ni respirar; a veces te enfurece que te haya tocado a ti ser quien deba entender lo que ocurrió, quien deba arreglarlo.

Pero fue él quien lo planeó. Aquella noche, vino a nuestra casa con una tubería y unos guantes puestos. Había utilizado una sierra para cortar la tubería del tamaño adecuado y envolvió la base con cinta de cámara para que no se le resbalase de la mano.

Puede que cuando nos sentamos en Luxardo ya tuviera el arma hecha. Me cuesta pensar en aquella visita. No porque hubiera podido detenerlo, claro. Yo tenía ocho años. Pero la escena resulta grotesca. Una niña pequeña aceptando de su mano un dulce rojo y blanco. Es como si me hubiera convertido en su cómplice.

2


Mis padres se conocieron en el hotel Lanesborough una noche de sábado de 1978. El restaurante del hotel tenía bancos curvos y paredes forradas de terciopelo y en cada mesa había una lamparita con una pantalla plisada roja. Los dos acudieron allí con otras personas. Mamá y su prometido, Henry, estaban discutiendo mientras miraban los grandes menús. 

Sus compañeras de piso irían a una fiesta en Covent Garden y luego a Annabel’s, una discoteca. Las había visto arreglarse sentada en la cama. Christy se había planchado el pelo y Sabrina se había puesto unas botas de ante de color borgoña que le llegaban al muslo y dejaban al descubierto tres centímetros de pierna bajo la falda.

—Dígame: entre el solomillo y el turnedó, ¿usted qué elegiría? —preguntó Henry al camarero.

Faye lo miraba sin sonreír. Bajo la mesa, se tocó la rodilla, decepcionantemente cubierta por medias de diez deniers. Una vez el camarero se hubo marchado, Henry se volvió hacia ella, expectante, como si mereciera una felicitación por ser amable con el hombre.

En ese momento, sus compañeras de piso estarían riendo y bebiendo prosecco barato; Sabrina estaría pellizcándose el puente de la nariz, como hacía siempre que se reía. Habían puesto a Lou Reed mientras se vestían y no podía quitarse la canción de la cabeza. I said, hey, babe. Take a walk on the wild side. Faye tamborileó con los dedos sobre la pierna. En el restaurante sonaba jazz a bajo volumen. «¿Cuándo fue la última vez que salí de alguna parte con un zumbido en los oídos?», se preguntó.

Pidió lenguado y, cuando se lo sirvieron, pensó: «No quiero esto. Quiero patatas fritas en el autobús nocturno de camino a casa, quiero ir a mi aire».

Ante ella, Henry se retorcía en la silla mientras intentaba llamar al camarero. La discusión había empezado en el taxi. Henry le había enumerado, otra vez, los pros y los contras de dejar su trabajo. 

—En el fondo da igual —le había dicho ella—. No volverás a capacitarte para ser piloto de la RAF, no dirigirás ninguna película, ¿qué más da para qué banco trabajes? 

No había querido decir eso. 

—Tú eres una asistente. Tampoco es que vayas a cambiar el mundo —respondió él.

«Todavía no», había pensado ella. Trabajaba para un contable titulado, pero quería trabajar en una discográfica. Como preparación, asistía sola a conciertos por todo Londres, cuatro noches por semana. Miró el reloj. Solo eran las nueve y media. Se preguntó si podría entrar en Annabel’s vestida así. Quizá, si no se quitaba el abrigo. Henry la miraba.

—¿Otra botella? —preguntó. 

«¿Para qué?», no dijo ella.

Su prometido pidió el Chablis. Ella le había dicho en una ocasión que era su preferido. Pero era para hacerse la graciosa, nunca lo había probado. «No soy como tú», quiso decir, «me crié encima de un pub, mi bebida favorita es el cubalibre. Pero Henry ya sabía eso. Sospechaba que se sentía orgulloso de sí mismo por que le gustase a pesar de eso. 

—¿Quieres ir mañana en coche a Arundel? —preguntó él. 

No era rencoroso. «No es lo bastante fogoso y apasionado», pensó ella y siguió bebiendo vino, respondiendo a sus propias preguntas. Se preguntó con quién estarían ligando ahora sus compañeras de piso. Imaginó a Christy bailando mientras buscaba una copa limpia en la cocina y a Sabrina asomándose al alféizar de la ventana con un hombre pegado a ella, compartiendo un cigarrillo. Metió las manos entre los muslos, cruzados, y balanceó un pie. Notaba el estómago ligero y la piel acalorada. 

—Voy al tocador —le dijo a Henry tras mirarlo. 

Cruzó la sala y entró en un pasillo moquetado. Fue hasta el guardarropa.

—Lo siento, no tengo el ticket. Es un abrigo de cuadros y una bufanda blanca —dijo. 

El chico se lo entregó sin tener que convencerlo.

No se sorprendió cuando un hombre se materializó a su lado, ni de que estuviera solo. Se había fijado antes en él; estaba sentado en la mesa de enfrente. No había visto la cara de su acompañante, solo la nuca: una lisa cortina rubia.

El hombre entregó un ticket mientras ella se abotonaba el abrigo. La alcanzó al subir las escaleras.

—Soy Colin —dijo él.

—Faye.

En la puerta giratoria, él entró en el compartimento posterior al suyo. Al salir, se detuvo en seco. Llovía con muchísima fuerza y se detuvieron juntos bajo el chorreante pórtico. No había taxis delante del hotel, ni en ninguna parte de la húmeda calle.

—Hay un bar aquí al lado —comentó él.

—La verdad es que voy a Annabel’s —respondió Faye. 


***


¿Lo habré reflejado bien? He investigado mucho y hay material de sobra. El inspector que llevaba la investigación escribió un libro, los amigos de mi padre concedieron entrevistas y la policía entregó pruebas al juez instructor. Mamá había escrito diarios, de forma ocasional, desde que era una adolescente hasta que murió. Durante su primer año juntos, escribió en su diario todos los días, entradas largas, como si no quisiera perderse nada, ni siquiera las partes en que no estaban juntos.

El resto me lo he imaginado. Y he ajustado mi reconstrucción con cada nuevo retazo de información. Tengo que ser metódica, porque la explicación debe de estar en alguna parte de mi investigación.

Gracias a los usuarios de los foros, he descubierto muchas cosas sobre la noche en que se conocieron mis padres. Saben muchísimo sobre mi familia. Saben qué perfume llevaba mi madre, qué programa de televisión vieron la noche del asesinato y hasta cuál de las bombillas de la cocina estaba fundida.

Saben que la chica con la que mi padre estaba en el restaurante se llamaba Isabel. Le dijo que iba al lavabo y nunca volvió; la dejó con la cuenta por pagar. Por aquel entonces, la chica trabajaba para un marchante de arte y tenía un sueldo miserable. Concedió una entrevista al saberse la noticia. Debía de querer hablar de ello, de lo cerca que había estado.

Mamá nunca le vio la cara a Isabel, solo la nuca. Me imagino a la chica volviéndose y a mamá viendo desde el otro lado de la sala que tenía el rostro cubierto de moratones. Pero no pudo ser así. La policía entrevistó a centenares de personas que conocieron a mi padre. A no ser que alguno mintiera, no tenía antecedentes violentos. 


***


En su primera cita, fueron a una taberna griega. Mamá todavía vestía la ropa que había llevado al Lanesborough; no había vuelto a casa. Comieron hojas de parra rellenas y canelones y bebieron jarras de vino tinto. Ella añadió la taberna a su lista de cosas que la entusiasmaban, entre las que se contaba nadar en agua fría, las motocicletas y el malinés belga, una raza de perros muy grandes.

Hablaron de sus amigos y familias. Él empezó a contarle una historia de su adolescencia, y ella supuso que lo irritaría o que se mostraría muy complacido consigo mismo por haber hecho algo que no era especialmente difícil, como beber mucho, vomitar en un lugar inapropiado o suspender un examen.

En su lugar, Faye rompió a carcajadas cuando Colin se imitó a sí mismo borracho a los diecisiete años recogiendo de la carretera los cristales rotos de su parabrisas. No parecía vanidoso ni engreído, solo cálido y sincero. Acabó su anécdota y se concentró en el último de los canelones.

Intentó buscar algo negativo en él, como lo que encontraba tan fácilmente en Henry. «Tienes que cortarte el pelo», pensó, pero no funcionó. No podía desarmarlo, como había hecho con otros.

Pero tampoco era perfecto. Era impaciente, desde luego. Y ansioso. De comida, claramente, y de otras cosas: de alcohol, de cigarrillos, de sexo. De experiencias. Pero no de dinero, si su piso era un indicio. 



Me sorprendió la forma en que mamá describía su piso. Mis abuelos tenían mucho dinero; nunca habría adivinado que mi padre pudiera vivir en un sitio así. Su apartamento estaba encima de un estudio de tatuajes de Dean Street. Cuando abrían las ventanas, oían la máquina de tatuar. Era pequeño, con el suelo de madera desigual, grifos oxidados, cajones que ni se abrían bien ni se cerraban del todo, pero era muy luminoso y estaba en el centro de todo.

A mi madre le gustaba el póster que había colgado en la pared de un ciclista comiendo un cuenco de pasta en la bicicleta durante el Giro d’Italia. Pienso a menudo en ese póster. Parece muy inocente, como una prueba de que no siempre hubo algo malo en él.

3


En Farrington Road, busco en el bolso las llaves y la cartera, convencida de que he olvidado algo. Que me he dejado el gas encendido, no le he dado de comer al perro o no he cerrado la puerta. No veo llegar al autobús; quizá tengo tiempo de volver para comprobarlo.

Pero tenemos una reunión para contratar a un nuevo gerente para la clínica y no puedo llegar tarde. Miro el barrio de Clerkenwell, en dirección a mi casa, como si desde aquí pudiera ver si algo va mal allí dentro. Llega el autobús y me pongo a la cola para subir.

Enseguida cruza el canal. Camden Lock está a un kilómetro y medio al oeste, pero aquí el canal está tranquilo. Los estrechos barcos están anclados en el hielo y algunos tienen coronas de pino en la proa.

Sostengo el teléfono en la mano durante todo el viaje para oírlo si llama la inspectora. Ya es lunes. Han pasado cuatro días, estarán a punto de arrestarlo. Bajo del autobús en Junction Road, a la altura de Archway, y paso por delante del quiosco, la casa de apuestas y el club de striptease. En el siguiente escaparate, un hombre se reclina en una silla mientras un barbero le acerca una navaja al cuello.

El aire frío atraviesa la fina tela del jersey y me subo la cremallera del abrigo. Vuelvo a mirar el teléfono. En Windhoek hay un hombre y la policía irá a verlo; podría ser mi padre. No sé cómo asumir esa posibilidad. Dicen que es una ciudad bonita, lo cual aumenta las probabilidades. Él habría elegido un lugar agradable.

Cuando llego, Laila está en la puerta de la clínica, atando la bicicleta con una cadena. Espero a que termine de poner el candado. 

—¿Te apetece tomar una cerveza luego? —pregunta.

—Esta noche no puedo. ¿Qué tal el miércoles?

Ella asiente. Para entonces todo habrá acabado y solo será otra falsa alarma. La policía habrá asustado a un hombre inocente y yo estaré en el Old Crown con Laila. Me pasa el casco mientras se quita el chaleco amarillo de ciclista y subimos los escalones.

La clínica está en un feo edificio de mediados de siglo con moquetas sucias y radiadores con fugas. Me complace lo poco que me molesta eso. Mi padre lo odiaría; no me parezco a él en absoluto.

Rahul y Harriet están en la sala del personal preparando el café. Ninguno de ellos sabe quién soy de verdad. Mi madre, mi hermano y yo nos cambiamos el nombre antes de mudarnos a Escocia. Elegimos el apellido Alden; lo sacamos de las carreteras de un mapa. Mi hermano se llamaba Christopher y a veces lo llamo así por accidente, cuando estoy cansada o distraída. Él también me llama a veces por mi antiguo nombre, pero no por error. Solo era un bebé cuando nos mudamos y creció con los nuevos nombres. Creo que lo hace a propósito porque sabe que lo echo de menos.

Miro a mi alrededor en la sala del personal. Rahul ríe, Harriet niega con la cabeza y Laurence entra por la puerta. «¿Cuál de vosotros vendería mi historia?». Si encuentran a mi padre y lo juzgan, mi nombre saldrá a la luz. Irían a por todos ellos. Les ofrecerían diez mil, veinte mil libras.

Una vez un tabloide me ofreció cien mil libras por una entrevista, prometían no revelar mi nueva identidad. Yo estaba en mi año de prácticas en el St. George Hospital y apenas tenía dinero para la comida y el alojamiento. Habría donado la mitad a la beneficencia y gastado la otra mitad en una Vespa color verde menta, un abrigo de invierno, comida para un año y el alquiler de un piso menos lúgubre. Me costó mucho rechazarlo.

Todos mis compañeros de la clínica también se sentirían tentados. Pero hemos pasado mucho tiempo juntos. Conozco a los hijos de Rahul desde que nacieron y el mes pasado asistí a la boda de Harriet. Creo que rechazarían a la prensa, pero hablarían del tema en casa y con sus amigos.

Llega Anton y lo seguimos a la sala de reuniones. He pensado en contárselo a Laila, pero he esperado demasiado; le dolería que no se lo hubiera dicho antes en todos estos años. De mis amigos, solo Nell lo sabe, pero ella nunca se lo contará a nadie.

Tras la reunión tengo cuarenta y cinco minutos de papeleo. Repaso los resultados de radiología y los análisis de sangre y de orina del hospital, los marco como normales o anómalos y anoto a quién hay que llamar para informarle sobre los resultados. Leo los resúmenes de las altas, me pongo en contacto con el hospital para encargar más pruebas para tres pacientes y envío un historial médico al alergólogo. Repaso los mensajes de farmacéuticos, trabajadores sociales y enfermeras de dispensario y decido quién necesita una respuesta inmediata y quién puede esperar unas horas. Para entonces, son las ocho y media y abro la puerta de mi consulta.

El primer paciente tiene bronquitis. Después veo a un niño con infección de oído y una madre primeriza que tiene dolores mientras da el pecho. El siguiente paciente es el primero de los nuevos que atiendo esta mañana, un hombre de cuarenta y ocho años que dice que se siente cansado. Hablamos sobre la fatiga y le abro un historial. Empiezo preguntando por su familia. Es entonces cuando dice que su hermana murió hace tres meses. 

—Vaya —le digo—. Lo siento mucho.

Se le suaviza la expresión y permanecemos sentados hasta que es capaz de volver a hablar. A partir de esa cita, voy con retraso, aunque esta mañana todos parecen de lo más tolerantes.

Ninguno de mis pacientes puede saber nada de mi familia. Sé cómo es eso. Recuerdo el patio del colegio cuando las demás niñas se enteraron. Ahora somos adultos, pero la respuesta, esencialmente, sería la misma. Algunos quizá se negarían a que fuera su médica. 

Solo se lo conté a un novio que tuve en la universidad. Estábamos en una cafetería de Edimburgo, en una mesa exterior, al sol. No sé por qué empecé a contárselo. Habíamos pasado juntos todas las noches de esa semana y bajé la guardia. 

Al principio se rio, pero luego, se envaró a medida que yo hablaba. El camarero llegó con el desayuno. Dos cafés con leche y un plato de cruasanes rellenos de mermelada de albaricoque. Yo empecé a comer, él no. El hojaldre se rompió y la mermelada se derramó en mi plato. Continué hablando entre bocado y bocado. En un momento dado, la mermelada me goteaba del pulgar y me lo lamí. Él me miró con desagrado, como si ya no se me permitiera hacer ese gesto.

Después del trabajo, camino en dirección al metro y cojo la línea negra en lugar del autobús para volver a casa. En el andén, busco a mi padre en la página de la Interpol. Su nombre aparece en la lista de fugitivos, junto a viejas fotos suyas y una reconstrucción facial de su rostro envejecido. Lo estudio pese a los años que hace que tengo memorizado su perfil.

No le he dicho a mi hermano que lo han visto. No necesita saberlo si es una falsa alarma; no encajaría bien la decepción.

El metro sigue sin aparecer, pero lo oigo llegar por el túnel y me acerco al borde del andén. Las vías empiezan a vibrar como si cientos de agujas cayeran sobre ellas.

Hago transbordo en Euston y sigo hasta Victoria. Cuando el metro entra en la estación, me quedo de pie ante la puerta, contemplando mi reflejo: rostro cansado, flequillo y el resto del pelo oscuro recogido en un moño.

No vuelvo a menudo a nuestra antigua casa. No es difícil evitarla, está en una tranquila calle de Belgravia. Me detengo al principio y recorro con la mirada la hilera de casas adosadas. Parece que nada ha cambiado. Farolas ganchudas, casas altas y blancas, todas ellas con el número pintado en negro junto a la puerta. Paso por delante de la nuestra. Alguien vive allí ahora. La propiedad siempre se ha vendido con rapidez, a pesar de su historia.

La entrada está algunos escalones por encima del nivel de la calle y bajo ellos hay una ventana que da a la planta baja. La cocina está en la parte de atrás de esa planta y tiene puertas que dan al jardín trasero.

Camino hasta el pub de la esquina, el Blacksmith’s Arms. Sobre la ventana todavía están la misma hilera de lámparas y el mismo letrero colgante.

Aquella noche, hace veintiséis años, la puerta del pub se abrió y una mujer entró corriendo. El lugar se quedó en silencio mientras ella jadeaba en el umbral. La mujer llevaba un vestido con medias y estaba cubierta de sangre. 

Tenía el cuello y el pecho de un rojo brillante. Llevaba una diadema y tenía manchados tanto esta como su claro cabello. Había huellas de manos húmedas en su vestido y parte de la tela estaba empapada; se le pegaba al estómago lo bastante para que se notasen sus jadeos. Cuando abrió la boca, tenía los dientes negros y la sangre le corría por la barbilla.

Ninguno de los presentes en el pub se movió. La mujer intentó hablar pero no pudo. 



Durante el ataque, mi padre golpeó a mi madre en el cuello. En aquel momento le dolió tanto que creyó que se lo había perforado y, cuando iba en la ambulancia, se lo palpaba en busca de la herida.

Se había defendido. Él estuvo a punto de matarla, pero mi madre escapó y corrió al pub de la esquina. Entonces no sabía lo que mi padre ya había hecho.

Hacía nueve meses que Emma vivía con nosotros. Cuando nuestro padre se marchó, mamá la contrató para que la ayudara a cuidarnos. Las dos se parecían. Eran delgadas y de cabello claro, aunque el de Emma era castaño claro y el de mi madre, rubio ceniza.

Una de las bombillas de la cocina se había fundido. Mi padre no debió de ver con claridad a la mujer antes de empezar a golpearla.

Me gustaría saber cuándo se dio cuenta del error. Y por qué no se detuvo.

Debió de sentir algo de culpa por atacar a Emma. Planeaba matar a mamá, no a ella. Me pregunto qué habrá hecho para expiarlo. Si se habrá confesado ante un sacerdote, dondequiera que esté. Creo que mi padre disfrutaría con todo el proceso de la expiación. Supongo que pensaba que se le podría perdonar, que ya estaba perdonado.



Los amigos de mi padre dijeron que lo que mi madre afirmaba no era cierto. El recibidor estaba a oscuras, le habían pegado en la cabeza, estaba en shock. No le vio la cara al hombre. Afirmaban que mi padre era inocente y que quien entró en la casa era un ladrón, quizá, o uno de los exnovios de Emma.

O que mamá no se había confundido y que mintió y preparó el ataque para inculpar a mi padre. Iban a empezar los trámites del divorcio y habría perdido la casa, la custodia y el acceso al dinero de él. «Era una mujer inestable», dijo James en una entrevista para el Telegraph. «Tiene que entenderlo. Ninguno de nosotros comprendía por qué se casó con ella».

4


A las pocas semanas de empezar a salir, mi padre invitó a mamá a pasar el fin de semana con él para que conociese a sus amigos. James los esperaba en la estación del pueblo de Sussex, recostado contra un castigado Land Rover y limpiándose las gafas con la camisa.

—Hola —la saludó—. Tú debes de ser Faye.

Ella se rio. Creyó que forzaba el acento para hacerse el gracioso. El chico frunció el ceño.

—Sí, sí, encantado de conocerte.

Cruzaron el pueblo, pasaron ante una iglesia y unas cuantas casas y entraron en una estrecha carretera bordeada por setos. No era lo bastante ancha como para que cupiesen dos coches, pero James no frenaba en las curvas. Pasaron ante un rebaño de ovejas de lomos marcados con pintura roja. La pintura se utilizaba para indicar a quién pertenecían, pero hacía que parecieran tiroteadas.

—¿Cómo va todo por ahora? —preguntó Colin.

—Sam ya ha echado a alguien.

«Sigue poniendo ese acento», pensó Faye. «Puede que hable así de verdad».

—¿A quién?

—A Michael. Sam bromeó con su novia. Ella todavía no se ha ido.

Las ramas arañaban la puerta. Un coche tuvo que desviarse hacia el seto para evitarlos y su conductor tocó el claxon. Empezó a llover. Cruzaron un bosque y James se detuvo delante de la puerta de una verja con dos leones de piedra a los lados. Una vez la atravesaron, Faye miró atrás para ver cómo se cerraba. Recorrieron un largo camino con hectáreas de terreno a ambos lados. Ante ellos aparecía y desaparecía una casa a medida que los limpiaparabrisas se desplazaban a uno y otro lado.