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© Rebeca Ramos Pérez



ISBN 978-607-742-800-8



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Hecho en México

En tierra de ahogados de Rebeca Ramos Pérez

se editó para publicación digital en julio de 2017 en

Editorial Página Seis, S.A. de C.V.

Teotihuacan 345, Ciudad del Sol,

CP 45050, Zapopan, Jalisco

Tels. (33) 3657-3786 y 3657-5045

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Coordinación editorial: Felipe Ponce

Diseño editorial y de cubierta: Página Seis

Cuidado del texto: Fernanda de Ávila



PRIMERA PARTE

1





Don Fernando era alto y espigado, pero hacía tiempo que había dejado de ser esbelto. Una enorme protuberancia en su abdomen susurraba que llevaba mala vida, y por eso la grasa de su cuerpo no era uniforme. Tenía unos tristes ojos grises que un día fueron azules y apasionados, y una nariz recta, larga y roja como un pimiento, fruto del abuso del tequila. Los años no se habían llevado su cabello, pero lo habían vuelto completamente blanco. Su recia y rebelde cabellera le daba un aspecto animal, casi felino. Ocultando el labio superior, se veía siempre su inseparable bigote, cortado al estilo clásico de la tierra, espeso, ancho y rizado en ambos extremos. Don Fernando tenía la costumbre de atusar y subir las puntas cuando pensaba. Jamás se lo afeitaría, era su seña de identidad, su compañero, su cómplice.

Decían, quienes lo conocían de antaño, que era ingenioso, divertido y cariñoso, pero ya poco quedaba de eso. La vida le arrebató a su esposa, siendo aún muy joven, a consecuencia de un prolongado y difícil parto. No había tenido tiempo de entrar en la monotonía de la pareja, no había podido saturarse de exigencias y reproches. Cuando apenas entraba en la treintena, le arrancaron de su alma a su compañera, amiga, amante, esposa. En compensación se le otorgaron dos hijas: Gabriela y Natalia, de las que poco había disfrutado. Culpó a la segunda por la muerte de su esposa, y a la primera por el parecido con ella, que le provocaba un eterno y doloroso recuerdo, y se alejó de ellas, excusado en las obligaciones laborales.

No buscó ni encontró sustituta para su corazón, el vacío era tan grande que nadie podía llenarlo. Para curar sus heridas, se refugiaba con más frecuencia de la deseada en el alcohol. La dependencia etílica lo volvió una persona huraña, malhumorada, explosiva y egoísta. Solo a veces volvía a ser la sombra de lo que fue, gracias al jarabito del agave, que cuando llegaba a su dosis correcta hacía maravillas con don Fernando. Mal remedio para el humor, pues los ciclos de paz duraban un pestañeo, y se eternizaba la guerra.

El amor que debía haberle profesado a su esposa se lo entregó sin condiciones a su rancho. La generosidad de la tierra y la situación en la que se encontraba hacían de Los Ahogados de Sepúlveda un enclave productivo y autosuficiente.

Entre todas las edificaciones construidas se contaban alrededor de diez panales, de avispas y de abejas. Se quitaban dos veces al año para poder disfrutar del delicioso mejunje, y evitar las ardientes picaduras de los pequeños ejércitos en defensa de su territorio. Pero a los insectos les daba igual, y a los dos segundos, guiados por sus propias feromonas, volvían a los mismos sitios, a hacer las mismas cosas; animales de costumbres.

De verdura se contaba con maíz, verdolagas y nopales en abundancia. Una vez don Fernando mandó plantar un huerto que proveyera de vegetales a las casas del rancho, pero tuvo más ganas que fortuna, y durante mucho tiempo solo se vieron en él los surcos del arado en la estación seca, y la azarosa proliferación de especies salvajes durante la húmeda.

Pero la naturaleza era caprichosa, e hizo crecer en sus áridas tierras algunos árboles frutales: un limonero y un naranjo, que se pasmaban durante el invierno y renacían en verano para dar naranjas ácidas y limones secos. Una vid, que daba unas uvas pequeñas, negras y amargas como limones, y una enorme higuera blanca, en la que maduraban frutos dulces como la miel. La señora María, ama de llaves del rancho, procuraba alabar las bondades del árbol cuando el patrón estaba delante.

—Mire nomás, don Fernando, ¡puritito almíbar rezuman los higuitos! Voy a agarrar tantito para su desayuno, o los méndigos pájaros acabarán tragándoselos.

—Mejor lléveselos a su casa, ya ve que no me encanta la fruta. —La premiaba el patrón.

La carne también abundaba: había ovejas, vacas, pavorreales, gallinas, así como otros animales no destinados al consumo: los caballos y los toros.

Los lagos, que rompían la monotonía del paisaje de la hacienda, los cultivos plantados y el agradable clima hacían proliferar las aves de todo tipo. Sobrevolaban los cielos: gorriones, colibríes, garzas blancas —como cisnes a medio terminar— y otras negras, llamadas puerqueras por la semejanza de su graznido con el gruñido de los cerdos; zopilotes —aves carroñeras familia de los buitres pero menos elegantes, pues habían olvidado pintar su pico de rojo y decorar su pescuezo con la esponjosa bufanda de sus primos— y alguna que otra especie despistada en el peregrinar de los lugares fríos hacia los cálidos.

A las garzas puerqueras les encantaba posarse en los restos de arboleda que había dentro de la laguna, situada a la izquierda de la casa principal. En las mañanas, en un complicado equilibrio, abrían completamente sus alas para que las calentara el sol. Parecían soldados en formación militar, y a don Fernando le encantaba observarlas en la distancia. De todas las aves, su consentida no era la garza negra, sino un hermoso petirrojo que vivía entre la fuente del porche y el mezquite que vigilaba el lago. Todas las mañanas al despertarse abría las contraventanas de su recámara para saludar, en silencio, a su fiel amigo.

Dentro de la laguna también bullía la vida: había carpas, bagres, mojarras y otras muchas especies. Don Fernando, a veces, recompensaba a los trabajadores dejándoles echar las redes para pescar algunos, luego los freían en aceite vegetal en un viejo tapacubo de tractor, y en agradecimiento invitaban al patrón a compartir el almuerzo.

El clima determinaba el trabajo del rancho. Desde diciembre hasta abril era la estación seca, la producción se centraba en tareas rutinarias y estructuradas: riego, corte y empaque de los cultivos, y alimentación y cuidado del ganado. Pero en la temporada de lluvias, el azote de la naturaleza lo volvía todo impredecible. Llovía de una forma violenta, completa y descontrolada; centelleaba, relampagueaba y tronaba. El cielo se resquebrajaba en numerosos fragmentos, que necesitaban de un milagro para volverse a recomponer.

Tronaba de tal forma que parecía que el dios Thor no fuera nórdico, sino mexicano, y eso, lejos de entristecer al patrón, le encantaba. A menudo pensaba que las personas tenían un afán desmesurado por dominar todo lo que los rodeaba: aceleraban los ciclos de agricultura para producir todo el año, manipulaban a los animales para crear superespecies, enviaban al hombre a la luna… pero ni siquiera con los modernos avances de finales de siglo podían hacer nada con las fuerzas de la naturaleza, pues cuando creían que las tenían dominadas, se revelaban indomables con una mueca burlona, tapando con su manto de agua las áridas tierras, alimentando lagunas, robando orillas y riberas.

Pero sus trabajadores no diferenciaban estaciones. Cuando salían de mañana hacia sus obligaciones no se distinguían hombres de mujeres ni jóvenes de viejos, parecían ir uniformados, con una gorra calada hasta las orejas y sobre ella una sudadera, con capucha, y el cordón bien fruncido. Si caminaran erguidos, solo se distinguirían sus ojos, pero no lo hacían, siempre estaban mirando al suelo. Su posición social de semiservidumbre había deformado sus andares, y ya casi no levantaban la cabeza.

Iban así vestidos hiciera frío o calor. En invierno pensaban que la temperatura del cuerpo no se regulaba sola. El calor que agarraban de noche, mientras dormían, debían conservarlo, y si se levantaban rápido y salían a la calle sin cubrirse, les entraba un aire que les descompensaba el cuerpo y los predisponía a padecer cualquier tipo de enfermedades, en la carne o en el alma. En verano limitaban las quemaduras del astro rey y favorecían la sudoración.

Don Fernando lo veía claro incluso con los niños pequeños. A una temperatura de treinta grados centígrados, las mujeres llevaban a sus bebés envueltos en gruesas y coloridas mantas. Esa era la vacuna con la que contaban los niños de los pobres, sus floreadas franelitas que los protegían de los aires virulentos.

Esa era su rutina, su vida: su tierra, sus trabajadores… Sus hijas al cabo de los años le pagaron con la misma moneda, la falta de afecto, y pasaba sus días cuidando del terruño y avivando el resto de negocios. Cuando le preguntaban a don Fernando que por qué no lo vendía todo y se dedicaba a su pasión, el rancho, siempre decía:

—No hay que poner todos los huevos en una misma canasta, pues si se te cae al suelo, ya te amolaste.

El afecto y el cuidado que su esposa no le pudo dar, y que le negaban sus hijas, se lo daba la señora María. A pesar de ser más de veinte años menor, representaba el papel de madre: le preparaba sopitas cuando andaba recargado de la panza, le tenía frescas las cervezas para cuando vinieran sus invitados, lo consentía con sus platillos favoritos una o dos veces por semana y se ocupaba de que tomara a tiempo la medicación, cosa que don Fernando no siempre hacía. Era un hombre muy desordenado: vivía sin miedo, a prisas, arriesgando la vida en cada momento. Tenía problemas de colesterol, la tensión alta, gota, y a donde quiera que fuera lo acompañaba una nube perpetua del humo de sus Delicados.

—¿A quién carajos le importa si me lleva la chingada? ¿Por qué tienen que andar metiendo las narices en mi vida? —respondía cuando alguna de sus hijas intentaba aconsejarle sobre su forma de vida.

La señora María era la compañera perfecta: no lo regañaba ni le hacía reproches, lo consentía sin importar las consecuencias, y era obediente y bien mandada. No había afecto de por medio, solo un silencioso respeto, por lo que la relación libre de cargas emocionales era beneficiosa para ambos. Ella se ganaba sus pesitos para sacar adelante a su familia y él cubría sus necesidades de alimentación, limpieza y cuidados, sin necesidad de dar estúpidas explicaciones.

Pero la relación de ambos no estaba exenta de roces, y a veces el genio vivo de don Fernando humillaba y ninguneaba a la mujer. Los años de convivencia habían hecho que ella construyera a su alrededor un invisible muro de piedra, y los reproches y las faltas de respeto rebotaban en él sin afectar a su dueña. En un tiempo había llorado lágrimas de sangre, pero eso había pasado a la historia. A veces, incluso María sentía lástima por el patrón: toda una vida de trabajo, vivía como un príncipe, pero no tenía perro que le ladrara. Ella pensaba que se le había endurecido el corazón y que le gritaba a ella igual que se le grita al cielo, sin esperar respuestas ni consecuencias.

Doña María era vital, alegre, trabajadora, de carcajada fácil, platicadora. Ni don Fernando, ni nadie, podía transmitirle la mala vibra, siempre andaba canturreando algún soniquete, y como dicen que quien canta su mal espanta, no había pena que aterrizara en el espíritu del ama de llaves.

Un día estaba arreglando la recámara principal cuando entró el señor. Se interesó por sus hijos, su marido y su vida, a lo que María respondió correctamente con frases medio hechas, exentas de compromiso.

—¿Sabe lo que pienso a veces, señora María?

—¡Cómo lo voy a saber, patrón! ¡Ni que anduviera yo dentro de su cabeza!

—Pienso que usted es mucho más rica que yo. —Viendo la cara de sorpresa continuó—. ¡Piénselo bien, señora María! Yo solo tengo dinero, imagine lo pobre que soy. Usted, en cambio, tiene una vida completa, su marido la adora, sus hijos crecen sanos, felices y la aman. En su comunidad usted es bien apreciada, organiza eventos para la parroquia, administra la tesorería del agua, ayuda a las vecinas a conseguir becas para las escuelas de sus hijos… señora María, créame, usted es un tesoro; yo, en cambio, solo soy rico.

Inmediatamente salió de la habitación. María incluso podía jurar que tenía los ojos empañados por las lágrimas, y ya sola masculló entre dientes.

—¡Ay, don Fernando!, ¡tiene usted el hocico retacado de razón! —Continuó canturreando y trabajando.

Todavía recordaba la primera vez que se vieron. El país vivía lo que se conocía como «el milagro mexicano». El presidente de la república había logrado incrementar el prestigio de su política tanto dentro como fuera de las fronteras, gracias al impulso en los procesos de industrialización. Las escuelas se multiplicaban en ciudades y rancherías, para alfabetizar las sencillas cabezas del pueblo. Pero las reformas tardaban en adentrarse a través de la vegetación de esas tierras revolucionarias. Los frondosos mezquites ahogaban los ecos del progreso, comiéndose los gritos de las luchas estudiantiles y los nuevos giros del socialismo importado. A esa tierra blanquecina no le importaba el ocaso de los muralistas ni las reformas energéticas. Lo único que María vio de todo aquello fueron los libros gratuitos que les dieron a sus hermanos como parte de la propaganda gubernamental. Los abrieron con avidez, cabeza sobre cabeza, buscando enfoque para cada uno de los ojos al mismo tiempo, aspiraron el perfume de las hojas recién impresas, se deleitaron con su rugoso tacto, ojearon interesados imágenes y grafías, pero cuando creyeron llegar al límite del entendimiento respecto de aquellas extrañas formas llamadas letras, su padre tuvo a bien usarlos para calzar el desvencijado mobiliario de la casa. Las mesas quedaron así equilibradas, y el saber por los suelos.

Por aquel entonces, la esposa de don Fernando estaba embarazada de su segunda hija. María tendría como unos diecisiete años, sin marido ni descendencia. Ella también acababa de llegar al pueblo, no era de muy lejos. Donde nació y vivió hasta entonces estaba apenas a una hora de distancia de Lagos. Allí eran felices, pero a su padre se le ofreció la posibilidad de progresar un poco en su trabajo si se trasladaban, y así lo hicieron.

María ya no era ninguna niña, sentía la necesidad de buscar alguna ocupación con la cual poder ganar unos pesitos, ya que el destino de los libros descartó el estudio. Una vecina le había comentado que Los Ahogados de Sepúlveda tenía un nuevo dueño y que estaban buscando personal. No se lo pensó dos veces, y al día siguiente se presentó en el sitio indicado.

Se bañó y se perfumó con agua de té de limón, se puso un conjunto de algodón blanco de falda hasta los pies y camisa de corte cuadrado y hombros caídos, que había hecho ella misma. Los bajos de ambas prendas estaban deshilachados al modo tradicional, y en la museta le había pegado en forma de semicircunferencia cintas de vistosos colores: rosa mexicano, amarillo huevo, verde lima, azul pavo y rojo pasión. El pelo lo había recogido a los lados de su cabeza en dos espesas y negras trenzas que le llegaban hasta la cintura. En sus pies, guaraches: era abril y hacía calor.

Apenas avanzaba por el camino de entrada al rancho, andaba nerviosa, mirando al suelo, insegura, repasando mentalmente lo que iba a decir, cuando una mujer a caballo, muy arreglada, le salió al paso.

—¡Buenas tardes, muchacha! ¿Qué se te ofrece?

—¡Buenas tardes! Verá, señora, vengo… vengo a presentarme para el trabajo. —Los nervios la hacían tartamudear.

La mujer la miró de arriba abajo con descaro, sin perder detalle de su aspecto, lo que obligó a María a bajar de nuevo la mirada.

—¿Para qué trabajo? ¿Para piscar, para desquelitar, para limpiar, para cocinar? Aquí hay mucho trabajo. ¿Para cuál vienes?

—Psss, para lo que se le ofrezca, señora —a pesar de los nervios, identificó perfectamente la posición que ocupaba en la hacienda aquella bella y tosca mujer a caballo—, pero podría ayudar en la casa. Le echo ganas y se me da bien.

—Está bien. Pregunta por la cocina y espérame allí, ahorita te atiendo. —Sin esperar respuesta por parte de la joven, espoleó su caballo y salió al trote.



2





Más de media hora estuvo esperando María a que la señora regresara de su paseo a caballo. Impaciente, manoseaba una y otra vez las puntas de sus largas trenzas. Nada más oír el sonido de la mosquitera se puso en pie.

—Buenas tardes, ¡siéntate, por favor! ¿Cómo te llamas? —preguntó la mujer.

—María Díaz Ortiz, para servirle, señora.

—Señora Gabriela. Te dirigirás a mí como señora Gabriela.

—Sí, señora.

—Sí, señora Gabriela. ¡Acabo de decírtelo!

—Disculpe, señora Grabiela, son los nervios.

—Ga-bri-e-la, no Grabiela —dijo inclinándose sobre la mesa, mientras miraba a la asustada muchacha—. Está bien, espero que no se repita. ¿Sabes hacer el quehacer de la casa?

—Sí, señora Grabiela.

—¿No me has oído? ¡No me lo puedo creer! ¡Ga-bri-e-la! —volvió a deletrear sin esconder su enojo.

—¡Ay, señora! ¡Mil perdones! Se me cuatropea la lengua.

—Pues si quieres trabajar aquí ¡más te vale aprender a pronunciar mi nombre! —«No, si son necios los pobres inditos, ni hablar saben», pensó la señora—. Sigamos, ¿sabes cocinar?

—Sí, señora Ga-bri-e-la.

—Mira, no sé si tienes hijos, ni me importa. Supongo que sí porque estás joven, y si no, los tendrás, pero lo que sí sé es que no quiero ver aquí ningún escuincle que no sean los míos. Y tampoco quiero que me andes faltando para llevar el niño al doctor, ir a la escuelita o por cualquier otro asunto. Así que si no tienes quien te los atienda mejor no trabajes aquí, y si sí, pues vente mañana. ¡Buenos días! —Volvió a levantarse para salir de la cocina, pero se dio la vuelta de nuevo y mirándola de arriba abajo añadió— ¡Ah!, lo olvidaba, aquí se viene a trabajar, así que deja tus galitas para la misa de los domingos —dijo señalando con el índice su indumentaria.

—Sí, señora Grabiela, chin… otra vez. —Por suerte, nadie la había escuchado.

¿Qué le había dicho la señora? ¿Que viniera o que no? No daba pie con bola. En cualquier caso, mañana mismo. ¿A las ocho o a las nueve? Tampoco lo recordaba. No importaba, a las ocho estaría allí.

Sin darse cuenta había salido de la cocina con el ceño fruncido, intentando encontrar en su cabeza respuestas a las preguntas que le rondaban. Tan ensimismada estaba que casi se come a don Fernando.

—Aguas, aguas —le escuchó decir.

—Disculpe, señor, ando medio turulata.

—¿Es usted la nueva cocinera? —Ofreciendo su mano continuó—. Fernando de Villalobos y Excusas, patrón del rancho.

—¡Oh! María. Buenos días, don Fernando, y mis disculpas de nuevo.

—¿Va a trabajar usted con nosotros?

—Más o menos. Mañana tengo que venir.

—Bien, veo que ya habló con mi señora. ¿Alguna duda? —dijo al ver la contrariedad en su gesto.

—No, ninguna, gracias.

—¿Segura?

—Bueno. ¿Por qué se llama el rancho Los Ahogados de Sepúlveda?

Entre lo que le contó don Fernando y lo que averiguó por otras fuentes, María completó la historia del nombre del rancho.

En el siglo xix y bajo el mando de Benito Juárez, el gobierno de la república decidió que la Iglesia había adquirido un poder excesivo. No solo manipulaba las mentes a su conveniencia y antojo, sino que también atesoraba riquezas de todos los colores. A las viejitas sin descendientes directos, a los consabidos pecadores, a las inseguras almas, las convencían en el lecho de muerte de que donaran a la Iglesia la totalidad o parte de sus bienes. La casa de Dios obraría de buena voluntad en su nombre. Esto no siempre era cierto, pues en algunas ocasiones sacerdotes corruptos aprovechaban las donaciones para su propio beneficio, incrementando así sus patrimonios personales y dejando en un segundo plano la obra de Dios.

Los gobernantes asistían a todos estos espectáculos impasibles, pero había llegado la hora de poner fin a tales abusos. El señor Plutarco Elías Calles, allá por 1926, no se lo pensó dos veces, y tiró por la calle de en medio. No luchó contra los corruptos, ambiciosos, lujuriosos o chupadores párrocos, sino que lo hizo contra toda la Iglesia, quitándoles casas, terrenos, dinero, tesoros, etcétera, y poniéndolos a nombre del Estado, y por lo tanto, de todos los mexicanos, fueran del credo que fueran.

En uno de los últimos feudos del catolicismo, ni la Iglesia mexicana, ni el mismísimo papa podían permitir esos atropellos. Primero amenazaron con la excomunión a todo aquel que se sometiera a los dictámenes del gobierno, y después pasaron a la acción. Enardecían las almas desde los púlpitos. Incluso en el nombre de Dios les animaban a coger las armas. Otra vez Dios al servicio del poder y no de la caridad.

No fue una guerra propiamente dicha, sino que fueron numerosas batallas, escaramuzas, motines, que se fueron extendiendo a lo largo y ancho del país. Los partidarios de la política de desamortización y nacionalización de los bienes eclesiásticos lucharon del lado del Ejército Federal; y quienes defendían las posiciones de poder y privilegio de la casa de Dios formaron la Liga Cristera. Bajo el lema «Viva Cristo Rey y la Virgen de Guadalupe», ciudadanos de todas las condiciones sociales, víctimas del fanatismo, entregaron su vida para defender las riquezas de la religión.

Los héroes de uno y otro bando se multiplicaban por doquier. Por todo el estado corrían leyendas acerca de las hazañas de tal o cual terrateniente, campesino, vaquero, etcétera.

La orografía que rodea a Lagos de Moreno, con sus mesetas y sus montañas, se presentó propicia para esconder personas, dineros, y presentar batalla a los enemigos: el Ejército Federal.

Un día, un grupo de valientes cristeros, bajo el mando de don Saturnino de Ortiz y Sepúlveda, se refugió en la cima de la mesa redonda. Lo empinado y pedregoso del terreno, la abundante vegetación y la posición privilegiada de vigilancia que ofrecían las montañas, hacía que se sintieran seguros. Pero hay muchas formas de que no exista equidad en la batalla, y una de ellas es la superioridad numérica.

Cinco eran los hombres de don Saturnino de Ortiz y Sepúlveda, y como cincuenta los combatientes del Ejército Federal que, alertados por indiscretas lenguas, habían ido a apresar a los primeros. En realidad, lo que querían no era la vida del puñado de cristeros, sino lo que transportaban. Era tanto el oro y las riquezas que cargaban en sus mulas que el ejército nacional no tuvo dificultades para dar con ellos, pues solo se limitaron a seguir en la oscura noche el cegador resplandor del metal.

Viéndose acorralados por tan numeroso ejército, algunos huyeron; el primero, el jefe del grupo, don Saturnino, acusado de traidor y cobarde. Pero también hubo valientes, como el ciudadano Martín Díaz. Contaba con un caballo criollo, de anchas ancas, que le había regalado su patrón por su buen hacer. No se lo pensó dos veces, cargó en las alforjas los tesoros de la Iglesia que custodiaba el grupo y se decidió a bajar con el caballo por el lado de más pendiente de la mesa, para evitar que le dieran alcance. Dicen que uno de sus cuates, cuando vio la locura que iba a cometer, le gritó.

—¡Te vas a matar, desgraciado!

A lo que Martín Díaz contestó:

—Pues si no es a morir, ¿a qué chingados vinimos? —Y tensó bien las riendas de su caballo para proceder a la bajada.

Quienes habían oído alguna vez el galopar del caballo de Martín podrán confirmar que su paso se escuchaba —zaca-tecas, zaca-tecas, zaca-tecas, zaca-tecas— en una cadencia infinita. El caballo del héroe iba montaña abajo, con su inconfundible sonido. Tanto era el peso del oro, y tan inclinado estaba el terreno, que se vio obligado a estirar las patas de delante para evitar volcar con jinete y oro. Sus herraduras, al chocar con la piedra de la montaña, emitían un estridente sonido metálico, saliendo de ellas cegadoras cascadas de brillantes esquirlas metálicas. Por encima del ruido, Martín Díaz animaba a su caballo.

—¡Ese es mi cuaco! ¡Órale, valiente! ¡Cuaco grande, cuaco bonito! —Mientras le daba palmaditas de consuelo en el lomo.

El caballo nunca decepcionaría a su amo. Ni las virutas de metal incandescente ni el chirrido de las herraduras del caballo en la piedra de la mesa silenciaban el ritmo del caballo al galope.

—Zaca-tecas, zaca-tecas, zaca-tecas…

Después de los esfuerzos realizados, y ya casi al pie de la montaña, solo se escuchaba zaca, zaca, zaca, zaca.

Una vez finalizado el descenso, y sorprendido por el ruido, Martín Díaz miró atrás. Nunca olvidará lo que vio, estaba montado únicamente sobre las patas delanteras de su caballo, la montura descansaba en la roca de la mesa. Las patas traseras y parte del lomo se habían convertido en un viscoso camino de sangre y vísceras que recorrían la ladera de la montaña, y que hablaban del esfuerzo sobrehumano del animal. El caballo había salvado su vida, y todo el oro de la Iglesia. Sus vecinos y parientes hicieron fiestas y organizaron comidas en su honor, incluso hubo disparatadas propuestas para beatificar al cuaco, que nunca llegaron a término, pero esta historia quedará siempre en la memoria colectiva del lugar.

Durante aquella época, no todo fue buenas noticias para los cristeros que habitaban la región. Poco después de los sucesos que se relatan, y tras más de cinco años de sequía extrema, la tierra no estaba preparada para lo que le deparaba la naturaleza.

Toda el agua retenida durante el periodo de sequía cayó de golpe. No eran gotas, no eran chorros, las nubes se abrieron para verter sobre la región cascadas y cascadas de agua. La gente se había olvidado incluso de los manantiales, las escorrentías y los antiguos cauces del río. Para refrescarles la memoria, la naturaleza los cubrió de agua. Los hombres, violando leyes divinas, construyeron en las fértiles tierras de las laderas de los ríos, pero el medio les recordó que eso nunca fue suyo, y lo que fue tomado sin permiso fue arrebatado sin aviso.

Las tormentas caídas se llevaron casas, cuadras, animales, abuelas, tíos, vecinos. Todos perecieron bajo el agua como los egipcios en el mar Rojo. Fueron arrancados de sus casas y empujados con violencia feroz hacia poblaciones vecinas, estrujados contra los árboles, sepultados en vida debajo de sus hogares.

Cuando el cielo se cansó de escupir mantas de agua, la población se reunió para enterrar a sus muertos, para llorar a sus difuntos y para agradecer a Dios por los que dejó con vida. ¿Cómo podía El Misericordioso castigar con mano tan dura a quienes defendieron los asuntos de fe?, gritaba la gente al cielo.

Una voz se levantó entre los lamentos y misereres:

—No, nunca defendimos los asuntos de fe, peleamos por los asuntos de los hombres. Hombres vestidos de soldados de Dios, que nos animaron a agarrar las armas y levantarnos contra nuestros hermanos. Hombres que nunca estuvieron preocupados por el enfermo o el hambriento. Hombres codiciosos que solo querían atesorar inmensas riquezas y mantener su posición de poder y privilegio. Hombres que lavaron sus manos de la sangre de los inocentes, y cargaron la culpa y el pecado sobre los hombros de sus verdugos, nosotros, su brazo armado. No, compañeros, nunca defendimos asuntos de fe, teñimos estas tierras con la sangre de inocentes, sembrando nuestros pueblos de viudas, huérfanos, madres sin hijos, esparciendo por nuestras calles cadáveres innecesarios. ¡La ira de Dios está cayendo sobre nosotros! —Un silencio que pesaba como una losa se extendió por el auditorio.

Pero el desastre no había hecho más que comenzar, el nivel del agua del río Lagos subía en cada tramo de su cauce. Desde su nacimiento en la sierra de Pinos, la cantidad de agua transportada se incrementaba cada segundo. Las lagunas no podían absorber más, los niveles freáticos se saturaban, pero afluentes, escorrentías y manantiales seguían derramándose en el monstruoso río.

Llegó a los asentamientos como una enorme lengua de agua, silenciosa, traicionera, muda, imbatible y mortal. Todo lo que quedó, se lo llevó: el valor de los combatientes, el fanatismo de los cristeros, el fruto del trabajo, las esperanzas, los futuros. Se llevó hasta el orgullo de los héroes. Había que buscar un culpable, y don Saturnino de Ortiz y Sepúlveda era el candidato perfecto. Él empujó a los hombres hacia el combate, y por jugadas del destino era el único que aún conservaba la vida. El pueblo, ciego de ira y sediento de venganza, se dirigió a sus tierras para darle caza y muerte. Pero llegaron tarde, el cadáver del cobarde colgaba suspendido por una soga del puente de su rancho, mientras el oleaje producido por la crecida lamía sus pies y lo balanceaba, como para sumirlo en el sueño eterno.

Desde entonces, cuando por las mañanas los numerosos lagos de la región amanecen cubiertos de niebla, las gentes del lugar exculpan a la meteorología, dicen que son las almas de los muertos, que salen de las aguas para pedir clemencia al cielo. Lloran así los espíritus de los ahogados, de Los Ahogados de Sepúlveda.



3





María y Gabriela tardaron en encajar, pertenecían al mismo mundo, pero hablaban dos idiomas distintos. La primera era de cuna humilde, de familia acostumbrada a las duras labores del campo, a ganarse el pan con el sudor de su frente. Debido a su juventud, apenas empezaba a hacerse con los rudimentos de la cocina y el hogar. La segunda nunca había tenido necesidad de aprenderlos, había nacido y crecido en una familia de fortuna heredada, en la que el trabajo casi se consideraba indigno, por lo que siempre había alguien que se ocupara de los menesteres más tediosos.

Cuando Gabriela le preguntó a María si sabía cocinar, ella contestó que sí, pero poco después se comprobó que esto no era del todo cierto. Cuando la señora le traía el mandado a María para que cocinara, esta miraba los ingredientes de hito en hito.

—María, usted me dijo que sabía cocinar, ¿verdad? —preguntaba dudosa la señora.

—Sí, señora Gabriela, claro que sí.

No podía decir que no, pues no creía que tardara ni dos segundos en ponerla de patitas en la calle y necesitaba la lana.

—Pues órale, agarra los nopalitos, las papas y el pollito, y te los preparas en salsa verde.

Y con toda la tranquilidad del mundo se iba a montar soñando con la hora de la comida. Pero como a menudo pasa en la vida, anticiparse a la felicidad le daba más placer que la realidad misma, pues, al llegar hambrienta a la casa, se encontraba los ingredientes en la encimera de la cocina llenos de moscas y a María… ¿Y María? ¿Dónde estaba?… Desaparecida. De tanto encogerse, solo quedaban de ella los lazos con los que adornaba sus largas trenzas delante de los avíos crudos y secos de la comida.

La señora era de mecha corta, se encendía rápido, y al poco explotaba.

—Pero vamos a ver, María, ¿no me dijo usted que sabía cocinar?

—Pss, más o menos, señora Gabriela —contestaba al borde de las lágrimas.

—Y entonces ¿dónde está mi comida? —decía a voz en grito.

—Psss, estaba yo esperando a que me platicara cómo quería que la guisara, señora Gabriela.

—Pues en salsa verde. ¿Es que está usted sorda o algo peor?

Afortunadamente la ira la hacía salir dando un portazo.

María lloraba de impotencia, secándose las lágrimas con el delantal, pero tenía que sobreponerse, no se acababa el mundo, y no debía pillarla más en un renuncio.

Al llegar a su casa, después del trabajo, se fue puerta por puerta preguntando a su madre y a las vecinas experimentadas acerca de todo lo que se le ocurría que debería saber: ¿Cómo se limpiaba una tapicería? ¿Cómo se desvenaban los chiles? ¿Qué llevaba la salsa de chile morita? ¿Y la de habanero? ¿Y la de pasilla? ¿Cómo se hacía el pozole? ¿Con qué se sacaban las manchas de óxido? ¿Y las de vino? ¿Qué debía echarle a la madera para que se conservara? ¿Cómo se preparaban los chiles en nogada?… María no había ido a la escuela, no sabía escribir y apenas leer, por lo que tuvo que pasarse días y días intentando memorizar las preguntas y las respuestas, para evitar errores.

Al principio todo fue un poco caótico, le ponía nueces al pozole, y maíz palomero a los chiles en nogada, limpiaba las tapicerías con leche aguada, por lo que terminaban oliendo a vómito de bebé, y quitaba las manchas de óxido con sal. Pero poco a poco fue ordenando las tareas en su cabeza, y a los dos meses, pocas cosas la descolocaban.

Por aquel entonces, la señora Gabriela tenía cuatro meses de embarazo. Un cuerpo atlético, dedicado a los deportes ecuestres y aficionado a la natación, hacía que el milagro de la vida permaneciera oculto para los ojos de cualquiera. Solo comentarios fugaces informaron a María de lo que se cocía en el vientre de la señora.

—Me dijo el doctor que tengo que comer unas cinco tortillas diarias, solo así tendré la cantidad de calcio suficiente para que no me afecte los huesos.

—Se ve que mi cuerpo necesita azúcar, me urge comer chocolate.

—María, por Dios, dele una limpiadita al refri, que apesta.

Solo cuando las redondeces de su cuerpo hicieron evidente la espera, María se atrevió a preguntar.

—Señora Grabiela, ¿está usted esperando criatura?

—¡Qué manía la tuya de llamarme Grabiela! Sí, en efecto, para Navidad, primero Dios, seremos cuatro de familia.

—Felicidades, señora Gabriela, ¿qué le gustaría que fuera? —le preguntó mientras completaba los ingredientes del caldito base en los fogones.

—Fíjese que me da igual, mientras tenga salud, niño o niña, estará perfecto.

—Me alegro, señora Gabriela, porque va a ser otra niña.

La señora, que le daba la espalda a María mientras tomaba su desayuno en la mesa del comedor, se volvió asombrada para mirar, por encima del hombro, a los ojos a su empleada.

—¿Y eso de que va a ser niña? ¿Cómo lo sabe o qué?

—Psss, no más, me lo dijo su panza, ahí se ve, luego, luego —dijo señalando el abdomen de la señora.

—Ay, María, no son más que cuentos de vieja. ¡Qué cosas tiene usted, con lo joven que es! —«La gente del pueblo se alimentaba de frijoles, tortillas y fantasía», pensó, volviendo a concentrarse en el contenido de su plato.

El embarazo fue todo lo normal que cabía esperar. Tuvo náuseas y sueño los tres primeros meses, incontinencia, estreñimiento y mal humor durante todo el proceso, y dolor de espalda, de pelvis e insomnio durante el último trimestre. Pero no cambió ni una sola de las rutinas: por la mañana temprano, mientras María cuidaba de Gabriela, su hija mayor, salía a montar a caballo por las extensas tierras de la hacienda. Cuando el tiempo lo permitía, nadaba, largos tras largos, en la piscina de la hacienda, y pasaba las tardes en compañía de su hija balanceándose en la mecedora del corredor central de la casa.

Al final del embarazo, el médico le recomendó que abandonara los esfuerzos físicos, pero ella, terca por naturaleza, desoyó los consejos.

—¡No son más que estupideces! —se la oía decir—. Si la criatura está bien agarrada, así se quedará hasta que Dios quiera, y si no, pues ni modo, es que nunca estuvo bien.

—Pero señora —replicaba el doctorcito—, sus músculos hacen demasiada presión en el bebé, no lo dejan crecer a gusto.

—¡Eso son tonterías! Las mujeres de aquí atienden sus quehaceres a diario, y lavan, y planchan, y quitan la mugre, y tienen nueve, diez y hasta once hijos. ¿A poco voy a perder yo el mío por los paseos a caballo y las nadadas en la alberca? Acuérdese de que ya tuve una niña, y ¡viera lo sana y saludable que se la ve!

El pobre doctor movía la cabeza de un lado para otro dando la batalla por perdida.

El parto llegó pronto. La criatura, ante la falta de líquido y de alimento, optó por intentar sobrevivir fuera siete semanas antes de lo previsto. No esperó a la Navidad, sino que vino a nacer poco después de las festividades de muertos. Se presentó de forma brusca y repentina. Una mañana, poco después de que Gabriela se levantara, sintió que algo se rompía en su interior, casi inmediatamente un líquido viscoso y sanguinolento empapó sus muslos. A trompicones volvió a recostarse en su cama.

—¡María! ¡María! ¡Dese prisa! —gritaba asustada mientras las lágrimas pugnaban por inundar sus ojos.

Dos segundos no tardó en presentarse allí donde sonaban los gritos desesperados de la patrona.

—¡Mande, señora Gabriela!

—Aprisa, ¡háblele a mi esposo, que ya viene el niño! ¡Y al doctor! ¡Algo no va bien! —dijo mirando los bajos de su camisón empapados en sangre.

—¡Ahorita mismo, señora! No tenga cuidado que yo me ocupo.

La calma que trasmitía era solo aparente. «Mal augurio para un parto. ¡Tanta sangre!», pensó entristecida.

En apenas treinta minutos don Fernando se encontró a los pies de la cama de su esposa. En un ridículo intento por salvar la situación, quiso cargar a su esposa en brazos y llevarla en coche hasta el hospital, pero enseguida se sacó esa idea de la cabeza. Veinte minutos de camino de terracería, otros cuarenta hasta el hospital más cercano eran inviables en el estado de su esposa. Además el médico ya estaba avisado y venía de camino.

Poco a poco los dolores de Gabriela se fueron juntando e intensificando, de tal forma que contraían su cuerpo y su rostro en una mueca de profundo padecer. Pero algo seguía escapando de entre sus piernas, sin urgencia, pero sin descanso. María, para evitar lo dantesco de la imagen, traía toallas limpias, mientras se llevaba las ensangrentadas, con el corazón en un puño.

—¡Ay, virgencita de Guadalupe! —decía entre paseo y paseo—. ¡Échele la mano a la señora! Su hija aún está bien chiquita, y ella es tan joven.

Cuando entró el doctor el cuarto parecía un velatorio, todos lloraban: don Fernando, mientras acariciaba el cabello de la señora; su hija, mientras se abrazaba a la pierna de su padre, asustada, sin entender qué pasaba; María, mientras cambiaba las toallas teñidas de rojo por otras limpias y claras; y la señora de la casa, viendo cómo se le escapaba la vida.

—¡Por favor, serénense y salgan todos de aquí! Me gustaría explorar a la parturienta —dijo con menos delicadeza de la que requería el momento.

—Si no es molestia, doctor, me gustaría quedarme durante su examen —pidió el futuro padre.

—Está bien, no hay problema, pero manténgase en la cabecera de la cama, e intente consolar a su esposa —contestó mientras veía cómo Gabriela se retorcía de dolor.

No preguntó por los detalles, pues por teléfono se le informó de todo. Levantó las rodillas de la señora, cubrió sus muslos con una toalla limpia y los separó para analizar cómo se presentaba el parto. Lo que vio no le gusto nada, había mucha sangre, probablemente producida por alguna hemorragia interna que no había podido identificar, y aunque la dilatación estaba casi completa, el bebé no estaba correctamente colocado. Sin darse cuenta movía la cabeza de un lado a otro en un gesto de negación y chasqueaba la lengua preocupado.

—¿Qué pasa, doctor? —preguntó don Fernando alertado por las señales.

El doctor le hizo ademán para que lo acompañara fuera del cuarto. Solo cuando estaban lejos del alcance de los oídos de la paciente habló.

—Don Fernando, me temo que vamos a tener que abrirla y practicarle una cesárea de urgencia.

—Pero eso no puede ser, doctor, está muy débil, perdió mucha sangre. ¡No lo resistirá!

—No tenemos alternativa, don Fernando —dijo mientras se limpiaba la sangre de sus manos con un paño limpio—, el corazón del bebé aún late, pero no lo hará por mucho tiempo, está muy débil. Intentar que tenga un parto natural es imposible, el bebé viene de nalgas. Tenemos que abrir, pues si se muere dentro, no lo permita Dios, perderemos a los dos. Abriendo intentaremos salvarlos, o al menos a uno de ellos. —Dejó la frase en el aire.

Con los ojos turbios por las lágrimas, don Fernando preguntó:

—¿Me quiere usted decir que mi esposa no lo resistirá?

—No lo sé, don Fernando, pero debemos estar preparados para cualquier cosa. Si conoce a alguien ahí arriba —dijo señalando el pedazo de cielo que se veía en el patio—, pídale que le eche la mano.

Volvió al cuarto y se puso manos a la obra. Gabriela estaba tan cansada que no despegó los labios ni para preguntar por su estado, se limitó a dejarse hacer, sumiéndose al poco en un profundo sueño fruto de algún anestésico. A falta de otra mano de obra cualificada, María ayudaba al médico. Había tenido que dejar a la niña con Eric, el joven caballerango; don Fernando en esos momentos no estaba para atenderla.

Cerca de una hora más tarde, el doctor encontró al esposo en la capilla de la hacienda. Estaba hincado de rodillas delante del altar, su frente reposaba en sus manos entrelazadas, los nudillos de veían blancos de tanto apretar. No se respiraba paz en esa estancia, la tensión y la angustia del hombre se podían oler por encima del perfumado incienso que ardía en el altar.

—Don Fernando.

Apenas terminó de pronunciar su nombre, dos ojos enrojecidos por el llanto se volvieron a mirarlo.

—Enhorabuena, tuvo usted otra niña, es pequeña pero espero que se…

No lo dejó terminar la frase.

—¿Y mi esposa? ¿Cómo está ella? ¿Vive? —preguntó incorporándose.

—Sí, don Fernando, sufrió mucho, perdió mucha sangre. Ahora está dormida y en manos de Dios, yo no puedo hacer nada más por ella —contestó bajando la mirada.

—La llevaremos al hospital. Allí sabrán que hacer.

—No, don Fernando, hoy no. No resistirá el viaje.

Resignado, el patrón abandonó el recinto sagrado para ver a su esposa.

La encontró recostada en la cama, dormida. La habían lavado, peinado y le habían puesto un camisón limpio. El color se había ido de su rostro, pero se veía hermosa, con su negro cabello extendido sobre los almohadones. María sujetaba a una niña pequeña, delgada, roja y arrugada, contra el pecho de su madre para intentar que mamara. Al verlo llegar, quitó a la criatura, cubrió las desnudeces de la madre y salió del cuarto.

Los esposos se quedaron a solas. Él la contempló con ojos tiernos y la mirada empañada por las lágrimas. Los brazos de Gabriela descansaban flácidos a los lados de su cuerpo. Fernando se agachó, tomo una de sus manos entre las suyas y la besó en la frente.

—Pronto estarás bien, mi amor. Ya lo verás, cariño, todo pasará.

Pero en el momento en que se volvía a agachar para besarla, lo sintió. El alma de su esposa abandonó su morada, y le acarició la cara en un beso de despedida.

—¡No, mi vida, no! ¡Aún no! Nos queda tanto… —Era demasiado tarde.

Salió del cuarto hecho una furia, atravesó el corredor, el patio, llegó hasta fuera de la casa, rodeó la laguna y se perdió.

Quienes estaban dentro supieron de la fortuna de Gabriela al escuchar el grito desgarrador de quien tanto la amó, el mes de los difuntos había reclutado una nueva alma.



4





Don Fernando había desaparecido. Don Efrén, el encargado; Eric, el caballerango; María y toda una cuadrilla de trabajadores peinaron las tierras del rancho en busca del doliente viudo, pero ni rastro de él.

Hacía casi dos días que el alma había abandonado el cuerpo de doña Gabriela, pero aún no podía ser enterrada. Su familia había viajado a Lagos para despedirse de ella, pero ni modo de hacerlo sin contar con la presencia de su esposo.

El personal doméstico se triplicó, María tomó las riendas de la situación y, ante la avalancha de visitas, solicitó la ayuda de cuantas mujeres estuvieran disponibles por la zona. Había que limpiar recámaras, tender camas, preparar desayunos, comidas, lavar ropa, y sabía bien que al patrón, cuando volviera, no le dolería el bolsillo por el gasto, pero no le perdonaría una atención deficiente, así que tomó las decisiones que consideró correctas.

En el momento de la defunción, el cuerpo de Gabriela se había preparado para el sepelio, pero este se demoraba peligrosamente. El ambiente del cuarto en el que descansaba se volvió denso e irrespirable. En la mañana del segundo día, una tía de María que había venido a ayudarla en los quehaceres salió dando arcadas de la habitación.

—¡Ay, María, mija, la muerte no diferencia entre ricos y pobres! ¡Todos apestamos de la misma forma cuando estiramos la pata! —dijo Chita.

—¿Qué le vamos a hacer, tía? ¡Ni modo de enterrarla sin su esposo!

—Pues es menester que inventemos algo. ¡Si el patrón tarda en aparecer vamos a tener que ponerla en el ataúd por partes!

—¡Pero qué burra es usted! —dijo mientras se santiguaba repetidas veces—. ¿Quién nos echará la mano con unas hierbitas o unos mejunjes que la aguanten tantito? ¡Y de paso que le bajen el aroma!

—Pss, la Chola, la de más abajito. De esa dicen que amortajó a su marido, el Chencho Mentiras. Que quién sabe qué tanto, pero cuando se mochó la pierna en aquel horrible accidente, que ella se la cosió, y que no se qué tanto le puso, que el difuntito aguantó fresco como una lechuga los diez días que tardó en llegar la suegra desde el pueblo a lomos de su mula.

—Órale pues, tía, no se hable más. Échese una carrera y tráigala de volada, sirve que aún estamos a tiempo.

Cuando la Chola llegó, lo primero que hizo fue prender unas ramitas de incienso, para que se llevara el olor a muerto de aquel cuarto. En el pueblo, cuando no se sabía la causa de la muerte, se colocaban debajo del cadáver unas cebollas partidas para que se chupara los malos humores que propagaban las enfermedades y poder evitar el contagio, así que por si acaso, partieron media docena de estas y las colocaron en un platillo con vinagre de madre. Este ungüento, que usaban las abuelas para sanar heridas, se ponía cerca de quien ya había cruzado al otro lado, para proteger a los vivos de las causas de defunción de los muertos. Se cogía la madre del vinagre, agua, azúcar y piloncillo, y se hacía con ellos una pasta que se colocaba en el fondo del refractario, sobre este líquido descansaban las cebollas partidas a la mitad con la señal de la cruz marcadas en la parte superior.

No se sabía qué era peor, si el olor a muerte o lo dulzón del incienso mezclado con la intensidad de los vapores de la hortaliza. El caso es que las tres acabaron llorando, aunque dada la situación, no se veía mal el trío de plañideras improvisadas.

—¿Y dices que la pobre murió desangrada? —preguntó la Chola.

—Así es, ¡como un puerco en el matadero! ¡Estaba tan asustada la pobrecita! ¡Que Dios la tenga en su gloria!