Cubierta

Cubierta

Vinyet Mirabent y Elena Ricart (comps.)

Adopción y vínculo familiar

Crianza, escolaridad y adolescencia en la adopción internacional

Herder

Portada

Dirección de la colección: Víctor Cabré Segura
Consejo Asesor: Junta Directiva de la Fundació Vidal i Barraquer

Diseño de la cubierta: Michel Tofahrn
Maquetación electrónica: Manuel Rodríguez

© 2012, Fundació Vidal i Barraquer
© 2012, Herder Editorial, S. L., Barcelona
© 2012, de la presente edición, Herder Editorial, S. L., Barcelona

ISBN DIGITAL: 978-84-254-3179-1

La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del Copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.

Herder

Créditos

Notas

* Barcelona, Paidós, 1997.

Índice

Los autores

Prólogo, Vinyet Mirabent y Elena Ricart

Capítulo I

Introducción: ¿qué es adoptar?

1. Breve recorrido por la historia de la adopción

2. Otra forma de constituirse en familia

Capítulo II

Los futuros padres

1. Perfiles de familias adoptivas

1.1. Parejas con dificultades en la reproducción, infértiles o estériles

1.2. Parejas que desean adoptar como primera opción de paternidad-maternidad

1.3. Parejas con hijos biológicos y familias reconstituidas

1.4. Personas solas

2. Condiciones internas para asumir la adopción

3. ¿Qué entendemos por idoneidad?

3.1. Criterios de idoneidad

4. La importancia de prepararse para la adopción

4.1. ¿Por qué nos hemos de preparar para la adopción?

4.2. El papel de los profesionales

Capítulo III

El niño en adopción

1. La vida previa del menor: la vida en el orfanato

2. Las carencias psíquicas y emocionales

3. Las carencias físicas

4. El niño que ha estado en una familia de acogida

Capítulo IV

Funciones emocionales de los padres y el «plus» de la adopción

Capítulo V

El encuentro con el niño

1. La espera y la asignación

2. El primer encuentro

2.1. Reacciones de los padres

2.2. Reacciones del niño/a

3. ¿Qué nos puede ayudar? Recursos para el encuentro

4. La llegada a casa

Capítulo VI

Crianza y educación

1. ¿Qué necesita y qué aprende un niño los primeros años de vida?

2. Primeras adaptaciones: todo es nuevo y desconocido

2.1. El cambio de vivienda

2.2. El cambio de idioma

2.3. Los rasgos étnicos distintos

2.4. El cambio de entono, de ritmo y de estilo de vida

3. Reacciones de los niños

4. La verdadera adaptación: avanzando en el vínculo

Capítulo VII

Conocimiento del origen

1. Sentimientos e inquietudes de los padres

2. Sentimientos del niño: el abandono

3. ¿Cuándo y cómo hablar sobre el origen?

4. Etapas que pasa el niño en el conocimiento de su origen

5. Otros duelos en la vida del niño

6. Ayudando a integrar: vivir con esta realidad

7. Las diferencias étnicas

Capítulo VIII

Adopción y escuela

1. Inicio de la escolaridad

1.1. ¿Cuándo y cómo es conveniente llevar a nuestro hijo a la guardería?

1.2. Diferentes reacciones de los niños cuando los padres los van a recoger al colegio

2. Inquietudes de los padres

3. Criterios para acoger e integrar desde la escuela

4. Desfases en el nivel de aprendizaje, situación emocional del niño

5. Adquiriendo una nueva lengua

6. El niño en la escuela: manifestaciones de inquietud

7. Vivencia de las diferencias étnicas en el marco escolar

8. Adopción: ¿dificultades para aprender?

9. Experiencia de una maestra

9.1. Tratamiento de los orígenes dentro de la clase

9.2. Proceso de adaptación al mundo escolar

Capítulo IX

Adolescencia y adopción

1. La adolescencia

1.1. ¿Qué les ocurre a los padres del adolescente?

2. El adolescente adoptado

2.1. Los cambios corporales

2.2. El temor a lo nuevo

2.3. La genética. Fantasías con los progenitores

2.4. Juego de identificaciones

2.5. Más interrogantes sobre los orígenes

3. Los conflictos en la relación padres-hijo. Los miedos del hijo, los miedos de los padres

4. La búsqueda de los orígenes

Capítulo X

Otras situaciones

1. Familias con hijos biológicos

2. Familias monoparentales

3. Adoptar hermanos

4. Segundas adopciones

Bibliografía

Información adicional

Ficha del libro

A pesar de la crisis económica, el número de adopciones internacionales ha crecido exponencialmente a lo largo de los últimos años. Se trata de un fenómeno que nace del verdadero deseo de ser padres, de una sana motivación, pero a su vez es un reto lleno de incertidumbres que requiere una preparación previa y cuidadosa.

Esta nueva realidad social ha generado un aumento en las consultas por parte de padres adoptivos y ha llevado a los autores a elaborar el presente texto partiendo de su experiencia en adopción internacional y de las distintas vertientes de su trabajo. En él se recoge la visión de un equipo —ICIF Fundació Vidal i Barraquer— formado por psicólogos, psicopedagogos y trabajadores sociales, cuyo objetivo es contribuir a un buen desarrollo del niño tanto en la familia como en la escuela.

Equipo de Adopciones del ICIF Fundació Vidal i Barraquer:

Josep M.ª Andrés, psicólogo clínico.

Gemma Blanch, psicóloga.

Elba Camina, trabajadora social.

Magda de la Maza, psicopedagoga.

Geni Flos, educadora social.

Vinyet Mirabent, psicóloga clínica.

Martha Ortega, psicóloga.

Elena Ricart, psicóloga clínica.

Marta San Marino, psicóloga.

Montserrat Soler, trabajadora social.

Jorge Toledano, psicólogo.

Con la colaboración de Laura Cano, maestra.

 

Otros títulos de la colección:

Adolfo Jarne y Álvaro Aliaga (comps.)

Manual de neuropsicología forense

Adolfo Jarne y Antoni Talarn (comps.)

Manual de psicopatología clínica

Joan Coderch

La relación paciente-terapeuta

Vittorio Cigoli

El árbol de la descendencia

Pere Barbosa

Psicopatología y tests gráficos

Capítulo X

Otras situaciones

1. Familias con hijos biológicos

Al inicio del libro, al revisar quiénes solicitan la adopción, hemos comentado que hay familias que, teniendo hijos biológicos, deciden adoptar (el segundo hijo, o el tercero…).

Ahora quisiéramos abordar el tema desde la perspectiva de los niños, tanto la del hijo biológico que recibe a un hermano adoptado, como la del niño adoptado que llega a una familia en la que ya hay un hijo biológico (o varios). Por supuesto, hay cosas que son comunes a todos los niños que reciben a un hermano: sentimientos de celos y rivalidad, reacciones para llamar la atención, a veces pataletas, o regresiones, etc. Es decir, la llegada de un nuevo miembro a la familia comporta una necesidad de reajuste familiar para todos los miembros, tanto para los padres como para cada uno de los hijos. Los vínculos se van haciendo poco a poco, y hace falta paciencia. Es normal sentir recelo —por parte del menor adoptado, por parte de los padres— para con el otro, y especialmente que lo sienta el hijo biológico, que a menudo no acaba de entender lo que está pasando, y al que le ha venido todo dado. Que las relaciones cuesten al principio no quiere decir que la adopción sea un fracaso, sino más bien que cada uno debe acostumbrarse a la nueva situación familiar. Y, como decimos, esto se complica un poco más cuando hay un hijo biológico que debe recibir a un hermano en adopción. Nos explicaba una madre que su hijo biológico de 7 años, que estaba pasando una época de especial rebeldía y de «portarse mal», le había dicho: «Claro, a mi hermano lo podréis elegir y no será malo como yo». Ella, con acierto, captando los celos que ya estaba sintiendo su hijo —meses antes de la asignación de un niño adoptado—, le abrazó y le explicó que no elegirían a nadie, y que estaban muy, muy contentos con él, que no era un niño malo sino un niño travieso y tremendo.

Algunas veces la situación se complica bastante si los padres ven que, con la llegada del hijo adoptivo, han perdido la armonía familiar y su primer hijo lo está pasando verdaderamente mal. Es importante que piensen que eso puede suceder en cualquier familia que asume un nuevo miembro, porque en varias ocasiones hemos visto que es una fantasía común a los padres adoptivos creer que todo se hace enormemente difícil debido a su decisión de incorporar otro hijo por la vía adoptiva. (Eso en algunas ocasiones despierta el sentimiento de culpabilidad por haber puesto las cosas tan difíciles al hijo que ya tenían en casa.) Ciertamente, la reubicación de cada miembro de la familia cuando llega un menor adoptado —y más si es de otro país— es más compleja, pero sólo eso: «Algo más compleja». De hecho, como ya lo hemos comentado varias veces en este libro, muchas de las cosas que pasan con los hijos adoptivos pasan también con los biológicos, aunque la intensidad de lo que pasa (y de los sentimientos que se presentan) suele ser mayor en el primer caso y los sentimientos que aparecen son, a veces, diferentes.

Lo que puede ayudar en una familia con un hijo biológico que espera a un hijo adoptado es preparar el terreno, explicarle bien al niño la intención de tener un segundo hijo, de ampliar la familia, pero también aclararle que el hermano/a llegará de otra manera a la familia, que no estará en la barriga de la madre, que lo irán a buscar a otro lugar, explicarle por qué —en la medida que pregunte, y eso dependerá en parte de la edad que tenga— hay niños que necesitan una familia. Pueden usarse diversos recursos: cuentos que hablen de ello, conocer a alguna familia «mixta», explicarle el viaje que harán, a ser posible todos juntos. También ayudará darle especial atención (la posibilidad de tener un hermano puede despertar desde el principio sentimientos de celos, ya que compartir el amor y atención de los padres no es fácil), hacerle protagonista del momento que se está viviendo, buscar ocasiones para hablar con él del tema, ver qué expresa respecto a todo ello, no sólo con palabras, sino también de otras maneras: observar su juego, sus dibujos, sus maneras de comportarse, etc.; en definitiva, estar alerta a sus inquietudes. También conviene hablar con el parvulario o colegio, con la maestra de confianza que además pasa tantas horas con el niño; buscar el apoyo de la familia extensa, informando a los abuelos o los tíos acerca de los planes familiares para que puedan aportar algún comentario al niño; destacarle el lugar especial que siempre va a ocupar porque «será el hermano mayor», etc.

Queremos también comentar algo sobre la relación que, a la larga, se establece entre estos hermanos: cómo la vive el que ha sido adoptado en algunos momentos de su vida. Según la edad que tenga y el momento que esté pasando, puede tener sentimientos encontrados; por ejemplo, sentirse celoso por el hecho de que él no nació «de su mamá», sino de otra mujer. Quizá sentirá a su hermano —éste sí nacido de su madre— especialmente rival, o en una posición de ventaja. (En otro capítulo hemos explicado que es natural desear haber estado dentro de la madre, pues es la relación más íntima y físicamente más cercana que se puede tener.) Algunas veces pasa que el hijo biológico utiliza este argumento para enfrentarse a su hermano, llegando a espetarle en un momento determinado: «Tú calla, que no naciste de la barriga de mamá». Hay padres que pueden sentirse muy incómodos ante esta situación, y quieren disimularla cambiando de tema, o bien riñendo al hijo biológico por haberle dicho según qué a su hermano. Lo que más ayuda es encarar lo que han oído con serenidad, diciendo que es verdad, que uno nació de la mamá y el otro no, pero que los dos han estado dentro de su corazón, que los dos han sido deseados. Y que eso es lo más importante, que los quieren a los dos. Para los padres es duro ver cómo sus hijos se hieren o se acusan mutuamente, pues uno desearía evitar tales cosas. Pero eso sucede en todas las familias y en muchas situaciones, y los padres han de saber aportar serenidad y no dramatizar ni empeorar las cosas riñendo —o disimulando.

Otras veces también sucede que el hijo biológico, al ver todo lo que hacen sus padres hasta llegar a adoptar, expresa su malestar porque con él «no hicieron tantas cosas especiales, ni ningún viaje tan largo» (como decía un niño de 6 años a sus padres mientras preparaban el viaje a Rusia para recoger a su segundo hijo). Lo esencial es que los hijos tengan la oportunidad de hablar de lo que sienten y piensan al respecto con sus padres, y que éstos sepan «leer» algunas actuaciones de sus hijos en este sentido.

Esta rivalidad normal y esperable (en todas las familias), algo más intensa entre hermanos que han llegado por distinta vía a la familia, puede reactivarse en diferentes momentos de la vida. Sobre todo si alguno de los hijos tiene un carácter más fuerte, o un genio más marcado. Unos padres explicaban que, sintiendo que su hijo adoptado estaba en desventaja (por haber vivido un tiempo en un orfanato, porque no lo habían podido tener desde el principio), le protegían de una manera especial, y eso intensificaba la rivalidad y los conflictos entre los hermanos. Hasta que no se dieron cuenta de ello, no fueron capaces de ponerle límites de la misma manera que a su hermano. Ellos, por suerte para todos, percibieron que, con su protección especial, estaban aumentando su fragilidad, en lugar de ayudarle. Siendo conscientes de lo que pasaba, pudieron reencaminar las cosas y la relación en casa empezó a mejorar.

Otras veces los padres quieren ser justos y ecuánimes, y acaban confundiendo las cosas. En realidad, es imposible querer a cada hijo por igual. Cada hijo es único y diferente, y lo queremos de manera única, y así se lo hemos de transmitir, huyendo de comparaciones e igualdades que pueden acabar siendo injustas, pues lo que va bien a un hijo, puede no irle bien al otro. Los padres han de buscar siempre un equilibrio y procurar que cada hijo tenga su propio espacio dentro de la familia. Si esto vale para todas las familias, tanto más para una familia mixta, que tiene en su seno a hijos llegados por diferentes vías.

2. Familias monoparentales

Tal como hemos dicho ya, es más difícil adoptar en solitario, sin poder compartir con una pareja en el día a día los avatares de la relación con el hijo. Pasa lo mismo en cualquier familia monoparental que haya sido así desde el principio, aunque el hijo haya sido parido. Algo diferente ocurre en el caso de hijos que viven con la madre —o con el padre— porque la pareja se ha separado o divorciado. En estos casos existe un padre, y, aunque no se conviva con él, se mantiene una relación asidua (a no ser que las cosas se hayan complicado o deteriorado mucho).

Nos queremos referir ahora a los hijos adoptados por parte de una sola persona. Para el adulto que adopta en solitario, la crianza y la educación resultan más difíciles, y para el niño/a que es adoptado por una sola persona, padre o madre, también el crecimiento y el desarrollo tienen mayor complejidad. Y eso ¿por qué? Pues porque todos los niños desean tener un padre y una madre. Porque el papel del padre y de la madre son complementarios en muchos aspectos, porque un niño aprende a relacionarse con una sola persona —normalmente la madre— y poco a poco va ampliando su mundo, dejando esa relación dual para enriquecer sus relaciones y empezar a tener la experiencia de compartir y enriquecerse.

Por ello es importante que el niño adoptado por un solo padre tenga la proximidad de personas de ambos sexos, con las que pueda hacer diferentes identificaciones emocionales. El deseo de tener padre y madre es un deseo natural, esperable y nada fuera de lo común; está bien aclararlo para que la persona que asume la adopción ella sola no sienta que está haciendo las cosas mal por el simple hecho de que su hijo/a desea o reclama un «papá» —o una «mamá»—. Una mujer que ya es abuela adoptiva —su hija adoptó una niña hace algunos años— nos explica lo que le dijo un día su nieta de 9 años: «Abuela, yo estoy muy contenta de vivir con mamá, y de tener mi casa y de teneros al abuelo y a ti, pero a veces pienso que me gustaría tener un papá para jugar con él, y para salir los tres a pasear. El otro día lo soñé, pero no quiero hablarlo con mamá porque a lo mejor piensa que no estoy bien con ella, y sí que lo estoy».

Una de las cuestiones que más inquietan a las personas que adoptan en solitario, cuando éstas son capaces de entender que el niño puede desear a la figura ausente sin que ello suponga una deficiencia en su rol parental, es cómo explicar al pequeño la ausencia del otro, y cómo dar respuesta a sus inquietudes e interrogantes. Los niños suelen preguntar, y lo hacen pronto (a los 3 o 4 años, en cuanto su círculo de relaciones se amplía), por qué tal o cual niño tiene papá y ellos no, y/o manifiestan que a ellos «les gustaría tener un papá». Para algunas personas que adoptan en solitario puede ser difícil responder por qué no hay un papá, o una mamá, pues esto remite a la propia historia relacional y afectiva de cada uno. Al hecho de que quizás a la madre —o padre— también le habría gustado poder tener una pareja estable. Buscar las palabras y expresiones adecuadas para que el niño comprenda este hecho está en estrecha relación con cómo viva la persona que adopta la ausencia de pareja, el deseo que pueda tener de ella, etc. En función de esto, le ofreceremos una imagen del otro, del padre o madre que no tiene, y, al fin y al cabo, de las relaciones de pareja mismas, más o menos favorable y positiva para su desarrollo emocional. De la misma manera, al igual que hacíamos referencia a las inquietudes que nos despiertan los niños que no preguntan sobre sus orígenes o sobre la adopción, también podemos encontrar pequeños que no formulen ningún interrogante sobre por qué ellos tienen un tipo de familia y otros niños, otra diferente. En algunos casos este silencio puede ser debido a que aún no ha aparecido esta comparación, esta observación, pero en otros quizá podríamos preguntarnos si el pequeño está captando que hay algo de esa situación que el padre o madre no vive con suficiente tranquilidad, y por ello no se atreve a manifestar su curiosidad o su deseo.

Tanto la figura del padre como la de la madre son deseables y necesarias para el desarrollo de un niño. Pero lo esencial es que la madre que cría y educa sola tenga esa figura de padre presente, aunque sea de una manera interna y a nivel simbólico, porque si la tiene, se la podrá transmitir a su hijo, aun faltando la presencia física. Y podrá reconocer el deseo del niño y no negarlo, reconociendo su necesidad y dando respuestas. En muchas ocasiones, personas que han adoptado solas nos han explicado que les ha ido bien buscar una «figura representante» del padre o madre que falta. Quizás un hermano de la madre, un cuñado, un amigo… En todo caso, alguien con quien se mantenga buena relación y a quien se vea con frecuencia, alguien de confianza que tenga o pueda tener sintonía con el niño.

A veces han dejado elegir esa figura representante al propio niño, pero eso no suele ser recomendable: tiene sus riesgos. Una señora nos explicaba que, orientada por algún amigo, cuando su hijo le dijo que él quería tener un padre, ella le ofreció elegir uno entre sus amigos. Así lo hicieron, pero al cabo de poco tiempo su propio hijo quiso «cambiar» ese «padre», y nunca estaba satisfecho del que elegía, además de ir explicando en el colegio que él tenía varios padres, según lo que deseara. Dándose cuenta de que todo eso aumentaba la confusión de su hijo, necesitó ser asesorada por un profesional para reconducir la situación y ayudar verdaderamente a su hijo a aceptar la familia que tenía, una familia monoparental. La responsabilidad por la elección de la figura representante no ha de recaer en el hijo; eso sería ponérselo demasiado difícil. De la misma manera que decimos que los hijos no se eligen, sino que nos toca uno y no otro por una serie de circunstancias —también en la biología es así—, tampoco los padres se eligen.

En todo caso, crear un clima de comunicación y confianza en el que el hijo pueda manifestar este deseo es básico para ayudarle a entender que hay diversas formas de hacer familia, que es natural querer a un padre o una madre, ayudándole también a vivir la falta de esa figura de una manera más sana. Otra señora, también madre adoptiva, relataba cómo su hija, al iniciar la escolarización infantil, había comentado que ella quería un papá como el que tenían sus primos y sus compañeros de colegio. Ésta se dedicó un rato a conversar con su hija, viendo que ella ya había elaborado sus propias fantasías sobre la cuestión, y, finalmente, la niña le dijo que le gustaría que su padre fuera una persona cercana, un amigo de la familia. La madre pudo escuchar y aceptar este deseo de su hija diciéndole que le parecía bien que le gustara este amigo como padre, explicándole con posterioridad que él no era su papá, pero que la quería mucho, jugaba con ella, salían a veces de excursión, etc.

Un posible riesgo de las personas que deciden adoptan solas es idealizar la maternidad —o paternidad—, llegar a pensar que «solas se bastan» y que de esa cuestión no derivará ninguna complicación añadida (incluso a veces llegan a decir que aún lo tendrán más fácil porque no tendrán que ponerse de acuerdo con nadie y, por tanto, en su manera de educar habrá menos incoherencias). Cuando reflexionan con sinceridad y se informan sobre lo que supone criar y educar, suelen ir aceptando las limitaciones del adoptar en solitario, lo cual no quiere decir dejarse superar por esas limitaciones. Pero es que sólo desde la aceptación de que es más difícil que asuma todo esto una sola persona podrán encontrar recursos con los que equilibrar la balanza. Contar, por ejemplo, con una amplia red familiar y/o social de apoyo y ayuda es esencial (también para las parejas con hijos, pero en la familia monoparental aún cobra mayor relevancia), así como tener relación con otras familias con hijos pequeños, organizar la dedicación laboral de manera que sea compatible con la atención al hijo, etc.

Y lo que es más importante, desde la aceptación de la dificultad podrán entender los sentimientos y deseos que su hijo tendrá, acompañar la inquietud y el desencanto que en algún momento aparezcan, y, tal como hemos explicado, procurar que haya referentes claros del otro sexo, y quizás una figura especial reconocida por todos, que venga a suavizar los sentimientos de carencia de padre —o madre—. Así nos lo comentaba hace poco una adolescente adoptada en un país de etnia diferente: ella, adoptada por una madre sola, nunca tuvo padre, pero sí un padrino al que se siente vinculada de manera muy especial, a quien le regalaba cada año el trabajo manual del «día del padre», y a quien veía con regularidad cada dos semanas, pues era él quien la recogía en el colegio. Cuando le preguntaban algunos compañeros porque no vivía con su padre —pues pensaban que ese señor lo era—, ella explicaba que no era su padre, sino su padrino. En una ocasión un compañero se burló de ella diciéndole: «Tú calla, que no tienes ni padre». Ella le respondió que no tenía padre, pero sí un padrino que la venía a buscar de vez en cuando, no como el padre del compañero, que nunca aparecía.

La adopción de un hijo por parte de una persona sola puede resultar muy gratificante y acertada cuando pueden reconocerse las limitaciones y anticipar recursos. Conocemos muchas personas que lo han llevado a cabo, algunas de ellas ampliando la familia al cabo de un tiempo con una segunda adopción.

3. Adoptar hermanos

Cuando una pareja o persona se plantea la idea de la adopción surge, a menudo, la cuestión de si adoptar un menor o bien dos (o tres) hermanos, en el caso en que se desee tener más de un hijo. Así, como todo el proyecto adoptivo requiere de una ponderación y evaluación consciente de nuestros recursos y capacidades, esta reflexión se hace también extensible y necesaria hacia el aspecto que nos ocupa: adoptar un grupo de hermanos. Teniendo en cuenta las necesidades de los menores que llegan en adopción, a las que nos hemos referido anteriormente (de exclusividad, de creación de vínculos, de seguridad y contención, de adaptación a la nueva situación, etc.), podemos afirmar que la adopción de hermanos comportará sin duda mayor complejidad, y requerirá que los padres dispongan de tiempo y apoyos para hacer frente especialmente a la primera etapa de los pequeños en familia.

Hablamos aquí sobre todo de la adopción de hermanos deseada y querida por los padres, en un proyecto reflexionado y valorado previamente. Pero somos conscientes de que la adopción de hermanos viene a veces forzada por la situación, es decir, decidida de manera improvisada en el país de origen de los niños, a raíz de una propuesta por parte de los funcionarios de ese país. Esto sucede algunas veces y pone en una encrucijada difícil a los padres adoptivos, que pueden llegar a sentirse muy culpables por rechazar a un hermano del niño que les habían asignado previamente. Pero también pueden sentirse falsamente capaces. Es decir, movidos por el deseo de no dejar a ese pequeño, pueden valorar mal sus capacidades, sentirse algo omnipotentes —en el sentido de «podremos con todo», «donde caben dos caben tres», etc.—. Nuestro consejo sería que no decidan bajo presión ni con prisas, y que en todo caso recuerden que su proyecto había estado valorado previamente por ellos mismos, que no era un proyecto caprichoso, sino responsable, y que era ése el que realmente se veía viable. Los padres han de valorar y sopesar las consecuencias de la decisión que habían tomado, o la que lleguen a tomar, si es que la modifican. Decidir en condiciones desfavorables —con prisas, presiones o argumentos económicos del tipo «con el mismo desembolso ya tienen los dos hijos que a la larga ustedes querían»— añade un riesgo considerable a todo el proyecto adoptivo a largo plazo.

Además, los padres que adoptan han de saber que a veces el grupo de niños que les presentan como hermanos tiene muchos matices. Por ejemplo, que son hermanos de madre o de padre (y no se conocen), o que son hermanos biológicos, pero nunca han vivido juntos y, por tanto, no están «vinculados» como hermanos y entre ellos se sienten extraños. Según sea, pues, el grupo de hermanos que se llegue a adoptar, pueden aparecer cuestiones, dificultades o conflictos diferentes; en todo caso, las relaciones entre ellos serán más complejas.

En el caso de dos hermanos a los que no les une un vínculo afectivo, la adopción sería equiparable, a efectos prácticos, a la de dos pequeños que no se conocen y se encuentran, de repente, inmersos en una nueva realidad y familia. Los celos y rivalidades que pueden aparecer en este supuesto pueden llegar a ser mucho más intensos, pues cada niño está descubriendo lo que significa tener unos padres, unas figuras de referencia y apego a las que se está vinculando, y el tener que compartir esas figuras con otro pequeño al que no le une un lazo afectivo y que también reclama su propio espacio y atenciones puede despertar fuertes sentimientos que dificulten el proceso de acomodación e integración familiar. Esto se agrava en el caso de que a ambos niños les separe una corta diferencia de edad, pues las rivalidades se intensifican. A su vez, los padres han de ser capaces de atender a cada niño en sus necesidades teniendo en cuenta además la relación entre ambos: eso añadirá dificultades a las funciones de crianza.

También es cierto que adoptar a un grupo de hermanos que han convivido hasta entonces y que ya están vinculados tiene algunos aspectos que facilitan las relaciones posteriores y la integración: se apoyan entre ellos, se sienten más acompañados y la extrañeza ante el enorme cambio de vida queda matizada, pues conservan algo del pasado: las relaciones entre ellos mismos. Cuando dos hermanos son adoptados a la vez, eso facilita que hablen entre ellos de sus temores y preocupaciones sobre lo que está pasando, o lo que pasará, o sobre cómo era la vida en el orfanato, etc. Hablar de sus vivencias y recuerdos les permite irlos elaborando. Si sus padres pueden y saben acompañarles en todo ello, sin duda las cosas les resultarán más fáciles. El tender puentes con el pasado les ayuda a reconstruir su historia, a valorar lo positivo y a ir comprendiendo y aceptando los aspectos más negativos (por ejemplo, que tuvieran poca atención porque había pocos cuidadores, o que llegaran a pelearse por un trozo de pan porque realmente vivían en la escasez, o que uno de los compañeros se volviera dominante y tirano para conseguir lo que quería); si los padres están al lado en estos temas, podrán matizarlos, acoger y contener su resentimiento, buscar explicaciones, aceptar sus protestas y quejas.

Lo esencial es que los padres que adoptan a un grupo de hermanos entiendan que cada uno de los niños a los que adoptan necesita su espacio de exclusividad. Por tanto, no será el doble de trabajo, sino bastante más, ya que los padres deberán atender a uno, a otro, y a la relación que se establece entre ellos. Relación que tiene un aspecto, como hemos dicho, facilitador, pero otro aspecto que añade complejidad al proceso de integración y vinculación de los niños. Porque los hermanos competirán entre ellos —en una rivalidad y celos normales, es decir, esperables en todos los hermanos— por la atención de los padres. Y porque en algunas ocasiones, habrán de aprender otra manera de relacionarse diferente de la que hasta entonces tenían. En un orfanato, los mayores —quizá niños de 5, 6 o 7 años— ya están cuidando a los pequeños, y probablemente eso se traduzca en una relación de sobreprotección al llegar al nuevo hogar. Será importante que cada uno encuentre su lugar y que el mayor de los hermanos pueda también recuperar etapas no vividas; quizás haga regresiones marcadas y sus padres tendrán que entenderlas y situarlas en su contexto permitiendo que, aunque sea el mayor, se comporte como el pequeño, o como muy pequeño, en algunos momentos. Respecto al menor de los hermanos, habrán de estar atentos a que no se favorezca la dependencia del mayor, tal como probablemente había ocurrido hasta el momento.

En ocasiones el hermano mayor ha asumido un papel similar al de una figura parental respecto al pequeño, y abandonar este rol puede ser difícil. El niño puede tener resistencia a comportarse de manera diferente a como lo había hecho hasta entonces, y esa resistencia puede derivar de diversos factores: desconocimiento de lo que se espera de él, falta de contacto emocional con las propias necesidades afectivas y, sobre todo, mucho miedo a descubrirse vulnerable y a confiar en el otro adulto. Este pequeño ha adquirido una aparente seguridad a fuerza de obviar y silenciar sus propias necesidades —la seguridad del que es necesitado por otros, del que protege— y abandonar este papel comporta enfrentarse al propio dolor y fragilidad. El hermano pequeño está mas acostumbrado, en ese sentido, a tener a alguien que vele en cierta manera por él, pero esta función asumida por el mayor en ningún caso será sustituta o equiparable a lo que pueden proporcionar los padres. Esta posición del menor le podrá facilitar, en un principio, el dejarse cuidar y atender, el encontrar a priori un espacio en la familia de manera más fácil, pero el vínculo con el hermano mayor seguirá en ocasiones teñido de esta parentalidad. El hecho de confiar las necesidades y de depender de los adultos puede ser vivido por el hermano pequeño como una traición en cierta medida al mayor, sobre todo si a éste le cuesta un gran esfuerzo abandonar el rol al que antes hacíamos mención. Descubrimos entonces en la relación fraternal lealtades y conflictos derivados de la historia previa, que los padres deben tener en cuenta para ayudar verdaderamente a cada niño a encontrar su lugar de hijo en la familia. El mayor debe sentir que puede relajarse, que puede confiar en sus padres y que éstos van a estar disponibles para atenderle y quererle, para que poco a poco pueda ir soltando el «lastre» del rol que ha asumido, teniendo especial cuidado en que no se sienta descalificado o desmerecido en aquellos aspectos que tienen que ver con ese rol. Si se siente desacreditado en lo que él considera importante y parte de su identidad, sentirá también que no es aceptado y querido por parte de sus padres. Encontrar el equilibrio en esta cuestión no es sencillo, pero la observación, la paciencia y la empatía serán herramientas de gran ayuda.

4. Segundas adopciones

La llegada de un segundo hijo incrementará la felicidad de la familia siempre que se haya podido respetar un tiempo prudencial real durante el cual se habrán atendido las necesidades psicoafectivas del primer hijo, priorizando su adaptación y vinculación y proporcionándole la exclusividad que requiere. Sin duda, la llegada de un nuevo hijo supone un enriquecimiento para el pequeño que ya hay en casa y también para los padres. Crecer con hermanos supone compartir toda una serie de vivencias y pasar por nuevas experiencias que también ayudan a madurar.

Como hemos ido viendo, reparar los déficit y carencias de un niño adoptado no es cuestión tan sólo de unos meses. Cada niño requiere su propio tiempo para sentirse seguro y vinculado, y tal vez deberíamos tomar este criterio para orientarnos a la hora de decidir cuál es el mejor momento para efectuar otra adopción, sin priorizar tan sólo las ilusiones de los padres por aumentar la familia.

Durante los últimos años, y de forma paralela al crecimiento del número de adopciones, se aprecia un notable aumento de segundas adopciones, resultado de la satisfacción con la primera adopción. Este hecho tan positivo no debería, no obstante, precipitar las decisiones. Debemos tener presente que el primer hijo perderá dedicación y exclusividad cuando probablemente aún se encuentre en un período de fuerte reclamo afectivo y emocional hacia los padres. También es probable que la llegada de un hermano coincida con momentos de cambio para el pequeño, como la escolarización, o con un mayor esfuerzo para ajustarse a las demandas del entorno: asumir nuevos aprendizajes, ampliar su círculo relacional, consolidar el lenguaje, etc. Sobre este primer hijo puede caer también la responsabilidad (aún prematura en algunos casos) de ejercer de hermano mayor. Se le puede exigir implícitamente que sea comprensivo, cariñoso y protector con el recién llegado cuando él aún está en proceso de reparación de algunas de sus propias vivencias relacionadas con el abandono. Como es fácil suponer, no se puede señalar un momento concreto adecuado para ampliar la familia; siempre dependerá de cómo vayan las cosas con el primer hijo y de la capacidad de observación y empatía de los padres a la hora de detectar si éste está suficientemente preparado para asumir la llegada de un hermano. Éstos también han de calibrar las propias fuerzas y recursos para atender a un hijo más en todas sus necesidades (algunas de ellas específicas, como ya sabemos), sin descuidar al pequeño que ya hay en casa. La experiencia satisfactoria aporta seguridad y confianza a los padres, que se sienten más preparados para asumir una nueva crianza. Esto, sin duda, es así, pero no hay que olvidar que atender a un hijo más supone no sólo aumentar un poco el esfuerzo, sino multiplicarlo para proporcionar a cada uno aquello que necesite de acuerdo con su momento evolutivo, manera de ser, particularidades, y atender además la relación entre ambos.

Como se señalaba cuando hablábamos de familias con hijos biológicos, en este caso también es imprescindible preparar al hijo para la llegada de un hermano. A veces es difícil escoger el momento para empezar a hablar al pequeño de esta cuestión, pues frecuentemente se desconoce la fecha en la que se efectuará la segunda adopción y existe el temor de que el hijo esté excesivamente pendiente de este hecho. En efecto, el tiempo para un niño pasa mucho más lentamente que para un adulto, y un año entero puede ser una eternidad. Sabemos de niños que han sufrido mucho este largo tiempo de espera, y les ha afectado en su estado de ánimo y rendimiento escolar. Es aconsejable comenzar a preparar al hijo cuando falten unos pocos meses para el viaje, explicándole qué significará tener un hermano, repitiéndole que a él se le seguirá queriendo como antes, que el amor no se reparte, manteniendo contacto con otras familias con varios hijos para que vea la relación entre hermanos y haciéndole participar en pequeñas cosas que le impliquen e ilusionen ante la llegada de otro niño: pensar qué podrá necesitar, qué tiene él que el otro no tenga, recordando el viaje para ir a buscarle y estableciendo paralelismos. También, como ya se decía, proporcionarle una atención especial y estar atentos a sus reacciones son recursos de ayuda en este momento.

Para el recién llegado, la incorporación a la familia supone tener que compartir el tiempo y la exclusividad de sus padres, a la vez que asumir la presencia de un hermano que no siempre le recibirá con los brazos abiertos. Es cierto que el hermano mayor supone en la mayoría de los casos un gran apoyo y puede ser un facilitador en el proceso de adaptación, pero en algunos casos podría ser un elemento de distorsión cuando alguno de los dos sufre de algunas limitaciones físicas y/o emocionales más severas, o existen dificultades de adaptación o derivadas de la historia previa. Este segundo hijo podría sufrir también las consecuencias de la necesidad de normalización (a la que ya nos hemos referido) que se puede dar de forma aún más rápida que con el primer hijo. También asumirá una dinámica familiar ya establecida, en la que si los padres no son suficientemente flexibles y capaces de reajustar los roles y ritmos, sus propias necesidades individuales o las del hermano mayor pueden quedar algo eclipsadas.

En la mayoría de los casos la adaptación del segundo hijo parece ser más fácil y rápida. Hay que señalar que el hijo que llega en segundo lugar disfruta también de algunas ventajas: encuentra a unos padres más experimentados y seguros, con menos ansiedades, y cuenta con la inagotable fuente de estímulos que supone el hermano mayor, que le impulsa en su desarrollo. En todo caso, como padres, una de las tareas principales será dotar a cada hijo de su propio espacio en la familia, que han de sentir seguro, facilitando la expresión de emociones de todo tipo (incluidos los inevitables celos por ambas partes). En algún caso hemos encontrado pequeños con el temor a ser devueltos si llegaba un hermano, como si se les pudiera intercambiar. Recordamos una niña de 3 años que se mostraba exageradamente cooperativa en la dinámica familiar (ayudaba a su madre a poner la mesa, colocaba los platos en el lavavajillas) y en el cuidado y crianza de su hermano recién llegado (preparaba los juguetes para la bañera, la toalla, etc.) con la idea de buscar así la aprobación de sus padres y «hacer méritos» para seguir siendo aceptada y querida.

No sólo el hijo que ya está en casa sufre episodios de celos. El pequeño que llega, en cuanto se aferra a sus padres, los identifica como referentes y siente cubiertas sus necesidades, suele iniciar una lucha por mantener los privilegios recién descubiertos, y puede pasar que apenas deje espacio al mayor. Multitud de familias explican cómo el menor aparta al mayor cuando sus padres le miman, o se coloca en medio para evitar que estén sólo por él, etc. Recordamos a un niño recién llegado y con un hermano un año mayor que él. El pequeño rivalizaba mostrando a sus padres que era capaz de comportarse igual o mejor que su hermano y realizando actividades que evolutivamente no le correspondían. Al no obtener el éxito deseado, el niño se irritaba y mostraba un gran enfado y frustración.

Los celos son inevitables y es sano que se manifiesten para poder conversar con los hijos o bien dedicarles los espacios de exclusividad que necesitan, ayudándoles a comprender que cada uno es único para los padres y también a aceptar lo bueno de compartir la vida con un hermano. Los padres han de entender que los celos en este caso cobran una dimensión más aguda, al conectar con sentimientos de abandono y con experiencias vividas en el orfanato, donde a veces la competencia es la manera de recibir atención.

Aceptar dejar de ser el centro de atención es duro, y en el caso de la adopción internacional hay que tener en cuenta que se es el centro de las miradas en la mayoría de las ocasiones, pues la diferencia étnica es llamativa. La adopción es ya un hecho cotidiano a nivel social y se contempla con simpatía y, en ocasiones, también con connotaciones solidarias que no ayudan al hijo. Pero puede llegar a existir, en función del contexto social, un exceso de atención mal entendida que se dirija enseguida hacia el nuevo miembro de la familia, más pequeño y en algunos casos más gracioso. Tarea de los padres es filtrar todo esto, ayudando a los hijos a entender los comentarios o actitudes con los que se pueden encontrar y preparando también a las personas del círculo próximo para que sigan teniendo en cuenta el prestar los suficientes mimos al mayor.

Podemos hacer también aquí un apunte sobre la adopción de menores con diferencias étnicas evidentes entre sí; es decir, adoptar dos niños en dos países de etnia diferente. Este hecho puede dotar de mayor complejidad a los celos que aparezcan entre los hermanos. Todos los hermanos, biológicos o adoptados, compiten en cierta manera entre sí, además de apoyarse y ser cómplices en numerosas ocasiones. La diferencia étnica puede hacer más difícil esta competencia en cierta manera natural, pues nunca se podrá desbancar al otro. Además, pueden darse situaciones del tipo: «Yo tengo la piel más parecida a mamá que tú, yo soy más igual a ellos que tú», buscando elementos identificatorios con los padres para dejar en un segundo plano al hermano.

También es importante reflexionar a fondo sobre los motivos que impulsan de nuevo a escoger un país concreto. A veces no hay más remedio que cambiar de país respecto a la primera adopción (por problemas políticos, por complicaciones para adoptar, por malas experiencias en el primer proceso, etc.), pero si estos factores no se dan o bien son asumibles, es importante valorar los beneficios de volver a un sitio conocido y que seguramente apreciamos, pues estamos ya ligados a esa tierra para siempre. Pensando en los hijos, el hecho de compartir los orígenes culturales es sin duda un elemento positivo y de cohesión entre ambos. No sería positivo tener en cuenta únicamente la ilusión que puede hacer a los padres tener un hijo con unas características étnicas específicas, y cabría aquí una reflexión profunda sobre la motivación para la adopción.

Cuando llega el momento de viajar para ir a buscar al segundo hijo, suele surgir la duda de si se debe o no llevar al primer hijo al país. Señalaríamos de nuevo la importancia de la observación y el respeto por el momento evolutivo del niño. En la mayoría de los casos, si el niño ya se siente seguro, confiado y bien vinculado, en definitiva, si se ha preparado bien la segunda adopción y se ha tenido en cuenta la preparación del mayor para asumir a un hermano, el viajar todos juntos al país suele ser una experiencia positiva y enriquecedora, bien valorada por las familias. Las posibilidades de efectuar este viaje con el niño también vendrán influenciadas por factores ajenos a la familia, como la situación del país (infraestructuras, situación política, clima, etc.) o las características del proceso adoptivo (trámites, posibilidad de viajar junto a otras familias con hijos, organización de la estancia, etc.).

Nos hemos encontrado con algunas situaciones, no muy frecuentes, en que el niño verbaliza explícitamente que no quiere realizar el viaje, posiblemente por la existencia de miedos relacionados con el país de origen. En estos casos, o en los que no es recomendable viajar con el pequeño por causas ajenas, pueden aparecer sentimientos de culpa en los padres por dejar al pequeño solo tantos días, preocupación por cómo vivirá esta ausencia. Las separaciones largas de los padres a edades tempranas no suelen ser inocuas, y pueden hacer revivir en el pequeño sentimientos de abandono y soledad. Es importante prepararle para este hecho, buscando la manera de favorecer que el primer hijo sienta a sus padres presentes, aunque éstos estén lejos y no los vea durante algunos días. También es importante entender el impacto que puede suponer la llegada de los padres con otro niño entre los brazos después de los días de ausencia. Hay pequeños que pueden sentir que han sido sustituidos, que el otro va a ocupar su lugar, y temer un abandono o una relegación a un segundo plano en la familia. El apego en estos casos puede ser vivido durante un tiempo como más frágil, activando sentimientos de abandono. Algunos niños se muestran más ariscos, o bien más inseguros y dependientes. También se puede dar el caso contrario, adoptantes que no se habían planteado la posibilidad de viajar con el menor, tal vez por comodidad o por ahorrarle al primer hijo los pesares de esta aventura (vacunaciones, pesadez de los viajes, aviones, aeropuertos, tiempos de espera, situación sociopolítica del país de origen, falta de comodidades materiales, impacto emocional, etc.), pero no habían tenido en cuenta los beneficios que el viaje podría aportar a su primer hijo. La experiencia de viajar al país de origen ha ayudado a muchas familias, tanto a padres como a hijos, a abordar la realidad adoptiva.