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CHRISTEL RECH-SIMON

FRITZ B. SIMON

CONSEJOS DE SUPERVIVENCIA PARA PADRES ADOPTIVOS

Traducción de

MACARENA GONZÁLEZ

Título original: Survival-Tipps für Adoptiveltern

Traducción: Macarena González

Diseño de la cubierta: Arianne Faber

Maquetación electrónica: produccioneditorial.com

© 2008, Carl-Auer-Systeme, Heidelberg

© 2010, Herder Editorial, S. L., Barcelona

© 2013, de la presente edición, Herder Editorial, S. L., Barcelona

ISBN: 978-84-254-3167-8

La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del Copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.

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www.herdereditorial.com

A nuestras maravillosas hijas M. y P.

Índice

Cubierta

Portada

Créditos

Dedicatoria

Índice

Agradecimiento

1. Introducción

1.1. ¿Para qué este libro?

1.2. Modo de empleo

1.3. ¿Para qué hijos?

2. Lo fundamental: independencia y autonomía

2.1. Tres situaciones «habituales»

2.2. Por qué los niños adoptados son «muy distintos»... y por qué no lo son

2.3. Antes y del nacimiento

2.4. «Traumatización temprana» versus «aprendizaje temprano»

2.5. La disociación de sentimientos

2.6. Orientación a las condiciones actuales o a los objetivos futuros

2.7. Falta de «confianza básica» o «desconfianza básica»

2.8. La paradoja de la autonomía

3. ¿Qué hacer?: un esquema de (auto)observación para generar alternativas de acción

4. Un caso ilustrativo: «Los Sommer»

5. Fases de desarrollo

5.1. Rol y función de los padres

5.2. Observación «patologizadora» y «normalizadora»

5.3. El periodo preescolar

5.4. La escuela

5.5. El triángulo fatal: escuela, niño, padres

5.6. Pubertad y adolescencia

6. Diez mandamientos para padres adoptivos

Comentario final

Bibliografía

Notas

Información adicional

Agradecimiento

Damos las gracias a nuestras dos hijas, que no nos han dejado envejecer en paz. Nos han planteado suficientes desafíos como para no desperdiciar la vida en estado de inconsciencia (y aún siguen haciéndolo). Sin ellas, seguramente habríamos reflexionado menos sobre lo que realmente nos importa...

1

Introducción

1.1. ¿Para qué este libro?

¿Los padres adoptivos necesitan consejos distintos de los que se dan a los padres de niños no adoptados? ¿Y se trata realmente de su «supervivencia», como supone el título algo dramático de este libro? Nosotros pensamos que la respuesta a ambas preguntas es «sí». Pues hay familias adoptivas en las que tanto los padres como los hijos llegan a límites existenciales y, cuando menos, parece correr peligro la supervivencia psíquica de los implicados.

Para empezar, cabe destacar que eso ocurre en muy pocos casos. La mayor parte de las historias de adopción se distinguen poco o nada de las historias de las familias biológicas. Para evitar malentendidos desde el principio, cabe aclarar que este libro está pensado para aquellos padres adoptivos que se ven obligados a enfrentarse con problemas inesperados (cuando en la relación con su hijo viven un drama con el que nunca hubiesen soñado y para el cual nadie los había preparado).

No es necesario que sigan leyendo este libro los padres adoptivos que consideran que los conflictos y problemas que ocasionalmente tienen con sus hijos no son distintos de los de otras familias, ya que, en efecto, en ninguna familia es posible evitar los conflictos (etapa rebelde, pubertad, etcétera). Es probable que las dificultades de las que aquí se habla les resulten casi inconcebibles.

En términos muy generales, la pregunta de si uno educa «bien» o «mal» a sus hijos siempre afecta a la esencia de la identidad paterna. De ahí que las cuestiones educativas sean muy íntimas y emocionalmente explosivas. Cuando todo va bien con los hijos, los padres se atribuyen la responsabilidad. Al igual que las personas de su entorno, piensan que han hecho bastante bien su trabajo. Y probablemente sea verdad. Para que los niños se críen bien no es necesario que los padres hayan estudiado psicología infantil, por lo general, según lo demuestran las investigaciones, basta con que sean «padres suficientemente buenos».

Pero cuando hay problemas con los niños —cuando se producen grandes conflictos o los niños presentan problemas de conducta—, los padres se ven cuestionados (los cuestionan los demás, pero sobre todo se cuestionan ellos mismos). Pues es fácil concluir que los padres han hecho mal muchas cosas —o incluso todo— cuando los niños se «desmadran». Dado que los padres han criado a sus hijos desde que el mundo es mundo, no debería suponer un gran problema —según la opinión general— criarlos con decencia y dignidad. Así pues, cuando se llega a un «atolladero» y se busca a los culpables, la mirada recae en los padres, al fin y al cabo son ellos quienes deberían gobernar el timón. Sin embargo, parecen no estar intelectual o emocionalmente a la altura de su tarea (parecen demasiado «tontos», demasiado «negligentes», demasiado «incomprensivos», etcétera, para saber o percibir lo que necesitan los niños).

Tras ese juicio se oculta una concepción de la relación padres-hijo en la cual correcto y equivocado son los dos extremos de un espectro de conductas posibles. En un extremo se encuentra la conducta totalmente equivocada de los padres, en el otro, la absolutamente correcta. En dicho modelo, la mayoría de los padres corrientes se sitúa más o menos en el centro según su conducta, es decir, no lo hacen ni todo bien ni todo mal. Y la buena o mala educación de los niños es la prueba de ello («Todo recae siempre sobre los padres»).

Tal concepción parte de la base de que todos los niños son iguales o parecidos y, en cierto modo, tienen las mismas necesidades. Por lo tanto, en cierta manera, la relación padres-hijo debería ser siempre igual o parecida, y los padres deberían hacer siempre algo similar. De acuerdo con esta concepción, la diferencia entre «buenos» y «malos» padres o, mejor dicho, entre relaciones padres-hijo funcionales y disfuncionales, es más bien cuantitativa: los padres han brindado muy poco o demasiado amor, comprensión, atención (o lo que fuere), han puesto muy pocos o demasiados límites, han hecho valer muy poco o demasiado su autoridad, han exigido muy poca o demasiada disciplina, etcétera. Pero dicha concepción no se ajusta a las familias adoptivas en las que existen dificultades mayores. Pues cuando los padres de tales familias hacen lo que comúnmente se espera de unos «buenos padres» (y lo que ellos mismos por lo general toman como modelo), fracasan estrepitosamente.

Para ciertos hijos adoptivos, las conductas de los padres que, según el «sentido común» y las teorías pedagógicas y psicológicas, son correctas desde el punto de vista educativo, tienen consecuencias desastrosas. Desde una perspectiva externa, puede decirse que dichas conductas son equivocadas, pues por desgracia con mucha frecuencia acaban siendo una catástrofe.

En pocas palabras (que esperamos resulten claras por su radicalidad): muchas de las conductas de los padres o educadores, que son correctas para tratar a niños corrientes (tanto adoptados como naturales), resultan lisa y llanamente equivocadas para tratar a ciertos niños adoptados. Y cuanto más hacen los padres y los educadores aquello que generalmente se considera «correcto», más difícil y desesperada se torna la situación. Pero eso es algo que muy pocos saben, incluso entre los supuestos expertos. Así pues, de manera casi forzosa los padres de esa clase de niños se ven en una posición «sándwich» extremadamente difícil. Por un lado, están a merced de la conducta de su hijo, la cual a menudo les resulta imposible comprender o compartir, y, por otro lado, se enfrentan a familiares, amigos, vecinos, asistentes sociales y profesores más o menos bienintencionados, por quienes se sienten tan poco comprendidos como ellos entienden a su hijo. Todos sus buenos consejos no sirven de nada, porque parten de determinados supuestos sobre la relación padres-hijo que resultan apropiados en las familias «corrientes» con niños «corrientes», pero no en su caso.

Volvamos a situar nuestro tema en perspectiva. Si damos crédito a las estadísticas, la mayoría de las adopciones se desarrollan a satisfacción de los implicados, y sólo una pequeña parte tiene la clase de dificultades de las que deseamos hablar a continuación. Precisamente ésos son los casos que nos interesan. Queremos brindar apoyo, de manera absolutamente parcial, a las familias en las cuales la adopción se convierte en un drama. Para poder hacerlo, hemos estudiado la bibliografía especializada, hemos realizado entrevistas a familias afectadas, hemos discutido teorías y analizado las experiencias de los expertos.

Pero además del interés profesional, tenemos una razón personal para escribir este libro. Somos padres de hijas adoptivas. Lo que a primera vista nos distingue de la mayoría de los padres adoptivos es que durante largos años hemos trabajado profesionalmente con niños y familias (una como psicoterapeuta analítica infantil y juvenil, otro como terapeuta familiar sistémico), y ambos poseemos una formación psicoanalítica. Por eso tenemos ideas claras acerca de lo que sucede en la mente de un niño y acerca del modo en que funcionan las familias. Asimismo, estamos entrenados en observar con mirada crítica nuestros propios sentimientos y pensamientos al tratar con otras personas y en reflexionar sobre ellos. Pero todo nuestro entrenamiento resultó una ayuda muy limitada para enfrentar los desafíos que supuso la adopción de nuestras hijas. Hubo momentos en que no sabíamos cómo continuar, dudábamos de nuestra competencia e incluso de nosotros mismos. Eran situaciones para las que nuestra formación no nos había preparado y en las que todos los «buenos» consejos de colegas y otros expertos nos parecían en cierto modo «desatinados». Y a menudo nos sentíamos poco comprendidos por el resto del mundo, a veces incluso francamente rechazados y marginados.

En esos momentos nos habría gustado tener un libro en el que no sólo pudiésemos vernos reflejados en nuestra particular situación como padres adoptivos, sino también encontrar consejos concretos sobre qué hacer, cuándo y cómo hacerlo (respecto a la relación con nuestras hijas, los vecinos, los profesores, etcétera). Ahora nuestras hijas son adultas, y en los años transcurridos desde su adopción hemos vivido y aprendido —con dolor y con alegría— muchas cosas que a los padres adoptivos podría resultarles útil y alentador conocer.

Con todo, éste no es un libro sobre nuestras hijas, nuestro objetivo era escribir el libro que nos habría gustado tener a mano cuando —a veces al borde de la desesperación— nos veíamos en dificultades con ellas. Nuestra ventaja como profesionales terapéuticos era y es que no nos dejamos intimidar tan fácilmente como los padres «normales», vale decir, sin preparación profesional al respecto. Siempre podíamos alternar la perspectiva interna de los padres emocionalmente afectados e implicados con la perspectiva externa, algo distanciada, propia de los terapeutas que —también— trabajan con familias adoptivas, y relacionar la mirada desde uno y otro ángulo. Con este libro esperamos poder ofrecer a otros padres adoptivos ayudas muy concretas para superar con relativa calma (!), pero sobre todo con confianza, los desafíos —a veces existenciales— con los que se enfrentan o pueden enfrentarse. No nos interesa tratar el tema de la adopción en todas sus facetas psicológicas y sociológicas, lo que queremos es dar «consejos de supervivencia» a los padres afectados, para facilitar un poco no sólo su propia supervivencia, sino también la supervivencia (emocional, social, etcétera) de sus hijos.

Y para no dar lugar a malentendidos tampoco en este punto, cabe aclarar que este libro no está destinado en modo alguno a advertir contra la adopción. Creemos que la adopción es algo maravilloso (y así lo demuestran la mayoría de las adopciones que se desarrollan sin problemas). Para nosotros, como ocurre con muchas de las personas que hemos entrevistado, haber adoptado a nuestras hijas es una de las cosas más razonables que hemos hecho en la vida.

Para dejar claro desde el principio el mensaje que queremos transmitir, cabe añadir que, aun en las situaciones más difíciles que parecen no tener salida, hay una buena razón para no perder la confianza: las madres y los padres no estamos indefensos, podemos hacer algo (aunque a menudo sea algo distinto de lo que normalmente se espera...).

1.2. Modo de empleo

Ahora, dos palabras sobre la estructura y el modo de empleo de este libro. Si bien en el título prometemos consejos, nada de lo que ocurre en la vida cotidiana de una familia es previsible. Eso significa que nadie puede saber hoy si mañana los padres necesitarán tales consejos, ni tampoco cuándo o en qué situación van a necesitarlos. Además, no hay dos situaciones iguales en la vida de diferentes familias. Cada familia es inconfundible, cada niño —adoptado o no—, cada madre y cada padre son únicos.

Sin embargo, en la vida de padres e hijos hay ciertas exigencias y desafíos que todos deben superar y de los que nadie se libra. Eso atañe, en primer lugar, a determinados procesos físicos que están biológicamente determinados. Nadie —salvo quizá en las novelas— puede decidir no crecer o no hacerse mayor. Y así como uno debe superar psíquicamente y en sus relaciones personales determinados cambios físicos, los miembros de todas las familias deben afrontar el hecho de que en el entorno social existen ciertas concepciones y exigencias respecto a la conducta de cada uno, y él o ella deben tenerlas en cuenta para evitar consecuencias negativas previsibles.

A pesar del carácter único e inconfundible de cada individuo, todos los seres humanos están «tejidos» de manera análoga (ésta es una de las contradicciones que a menudo resulta difícil de entender). Los rasgos que caracterizan a todos los seres humanos también caracterizan a cada uno de ellos.

Otro tanto ocurre con las familias: también puede decirse que probablemente no existan en el mundo dos familias que funcionen con idénticas reglas de juego. De ahí se deriva el atractivo específico que para muchas personas tiene su vida familiar. Sin embargo, en cierto modo todas las familias son iguales. De lo contrario, no entenderíamos los chistes de suegras, no podríamos comprender por qué alguien desea distanciarse de una madre demasiado solícita, rebelarse contra un padre autoritario, etcétera.

Si no existieran esas similitudes, tampoco existirían la psicología ni la pedagogía como ciencias, no existiría la investigación familiar, la psicoterapia infantil y juvenil ni la terapia familiar. Todas estas disciplinas tienen que afrontar la contradicción fundamental entre las diferencias y las semejanzas: todas las personas y todas las familias son únicas, aunque en cierto modo se parecen.

Por eso, dichas disciplinas no pueden ser ciencias exactas como la física, las matemáticas o la astronomía. La salida y la puesta del sol pueden predecirse con una precisión de segundos; la conducta de un ser humano —por suerte— no. Sin embargo, a pesar de esa falta de previsibilidad, los conocimientos y las teorías de la psicología y la dinámica familiares pueden ser útiles en la vida cotidiana para guiar de manera aproximada nuestras acciones.

En tal sentido han de entenderse nuestros consejos. Intentamos exponer ciertos fundamentos teóricos que pueden ayudar a los padres de niños adoptados a comprender a sus hijos y explicar sus conductas. Pues el modo en que actuamos los padres no depende sólo de los hechos observables, sino de la manera en que los interpretamos. Si nuestro hijo se marcha furioso dando un portazo, ¿lo consideramos como alguien que se «porta mal» (a pesar de saber perfectamente que «eso no se hace»), o vemos en el portazo el mensaje de que nuestro hijo está «mal» y «necesita ayuda»?

La conducta de una persona —tanto niño como adulto— siempre (!) debe ser interpretada en su significado. Y éste no se determina de un modo objetivamente claro y unívoco, sino que se origina en la visión del observador. Nos devanamos los sesos con las causas de la conducta de nuestros hijos y las evaluamos no sólo de manera objetiva sino también emocional. Y nuestros hijos hacen lo mismo con nuestra conducta. En función de dichas explicaciones y valoraciones se darán las reacciones de los implicados.

Los niños adoptados se enfrentan en su desarrollo psíquico con desafíos de los que, por lo general (aunque no en todos los casos y no siempre), están exentos los niños que se crían con sus padres biológicos. Ello supone también desafíos para los padres. Pues muchas estrategias educativas que pueden ser útiles con niños no adoptados no funcionan en tales casos (es más, a menudo agravan los problemas). Para poder actuar en esa situación de un modo distinto al que sugiere la sabiduría psicológica popular es preciso tener una noción de cuándo y en qué aspecto ciertos niños adoptados no piensan y actúan como otros niños.

Nuestros consejos se basan en un modelo explicativo1 que intentamos poner de manifiesto a lo largo de todo el libro (esforzándonos siempre por evitar todo tecnicismo). Esa parte —si se quiere— teórica constituye el esqueleto del libro.

La carne la aportan, por un lado, escenas concretas que ilustran situaciones típicas de familias adoptivas (aunque desde luego sólo hayan ocurrido de esa forma en cada una de las familias descritas). Dichas escenas resultan comprensibles en su lógica emocional —eso esperamos— gracias a los modelos explicativos que presentamos.

Para esa interconexión de teoría y práctica sirve también una extensa entrevista con una madre adoptiva (la señora Sommer), que muestra de manera ejemplar cómo viven su situación los padres adoptivos y por qué altibajos deben pasar. Conforma la tercera parte del libro un esquema de observación, del cual pueden derivarse consejos en sentido estricto. Como queda dicho, la vida familiar no es previsible. De ahí que solamente sea posible tratar algunas situaciones características que se repiten con cierto grado de probabilidad.

Nuestro esquema de observación para padres adoptivos sigue un orden tripartito. Comenzamos con el bosquejo de situaciones características y de las vivencias de los padres (autoobservación). La atención se centra en su participación en la comunicación o, más exactamente, en la «invitación a la danza» que nos llega a los padres o las madres cuando nuestro hijo se comporta de una u otra manera. La experiencia indica que, ante determinadas conductas de nuestros hijos, todos reaccionamos con ciertos reflejos casi automatizados, y nuestros hijos hacen otro tanto respecto a nuestra conducta. De esa manera se origina —visto desde fuera— algo parecido a una danza, una serie de pasos en la cual los participantes crean conjuntamente un modelo de comunicación que nadie controla de forma individual (se necesitan dos para bailar el tango). Tales danzas pueden ser útiles o perjudiciales.

Veamos un ejemplo: cuando un niño llora y parece triste, los padres —por lo general— sentimos dos cosas: por un lado, compartimos los sentimientos de nuestro hijo, es decir, experimentamos, en una especie de resonancia, los sentimientos que parece tener nuestro hijo (por supuesto, no podemos saber si realmente los tiene, porque no es posible ver dentro de él, sino sólo atribuir ese significado a su conducta; pero la empatía —la compenetración— es la capacidad sin la cual nos sería imposible comprendernos mutuamente). Por otro lado, sentimos el impulso de acercarnos a nuestro hijo, abrazarlo y consolarlo. Por medio de su llanto, él nos envía una «invitación» a consolarlo y, si lo hacemos, comienza la danza del consuelo (que en la mayoría de los casos es útil, provechosa y satisfactoria, tanto para los padres como para los hijos). Pero no todas estas danzas son útiles y provechosas. Es más, algunas son francamente destructivas (por ejemplo, cuando la humillación de uno invita a devolver la pelota, de tal modo que la humillación del otro parece ser el siguiente paso «lógico», etcétera).

En verdad, nadie sabe si un niño, cuando llora, efectivamente quiere que la madre o el padre lo consuelen, y la mayoría de las veces ni el propio niño lo sabe. Puesto que nadie puede mirar dentro del alma de otra persona, nadie es capaz de saberlo realmente, sólo cabe suponerlo y percibirlo («intuición»). Lo que los padres sí podemos conocer y observar con precisión es nuestro propio impulso: nuestra reacción individual ante una invitación. Al tomar conciencia de ella tenemos la opción de aceptar o rechazar tales invitaciones. Por ejemplo, cuando nuestros «queridos nenes» o nuestros «queridos grandes» —como suele decirse— «buscan camorra», somos dueños de decir: «Me salto esta danza». Y cuando se rechaza una invitación de ese tipo y no se toma nota de ella, no se produce ninguna riña, pues la verdad es que no resulta nada fácil reñir solo...

Nuestro esquema de observación comienza, pues, siempre con la pregunta por las sensaciones y los impulsos que experimentamos los padres:

a) «¿Cómo estoy ahora mismo, es decir, qué sentimientos experimento en esta situación?» (Aquí siempre se plantea la pregunta de si se trata de la resonancia de la vivencia del niño, de la comprensión de los sentimientos que el propio niño está experimentando o podría estar experimentando en ese momento.)

b) «Si actuara de manera espontánea (por intuición), ¿qué haría?»

Admitámoslo: esto último es un poco paradójico, porque responder a la pregunta sobre la acción espontánea impide la acción espontánea. Pero ese retraso es deliberado, pues normalmente el camino que va de la sensación a la acción es muy corto, de modo que siempre corremos el riesgo de reaccionar demasiado deprisa (!). La experiencia indica que las reacciones rápidas son útiles en casos de emergencia (por ejemplo, cuando se quema la casa). Pero en la relación con nuestros hijos la mayoría de las veces no conviene apresurarse y la reacción serena es mejor que la hiperactividad precipitada.

Estas dos preguntas son importantes porque su respuesta puede darnos una idea de la danza a la que somos invitados. Al identificarnos con la posición del niño (empatía, resonancia), podemos comprender en cierta medida para qué nos necesita (o nos utiliza). Y al tomar conciencia de nuestros impulsos vemos la parte contraria. Una danza (tanto en la pista de baile como en la vida familiar) siempre es un trabajo en equipo. Esas preguntas ayudan a echar un vistazo desde fuera a la danza posible o probable, de efectos más constructivos o más destructivos. Eso nos da la posibilidad de rechazar la correspondiente invitación.

Después de responder esas preguntas, intentamos dar dos tipos de consejos concretos. Por un lado, damos consejos ejemplares acerca de lo que pueden hacer activamente en una situación semejante el padre y la madre (o ambos). Por otro lado, damos consejos de lo que sería preferible dejar de hacer o evitar.

El esquema de nuestros consejos consta, pues, de varias partes. En primer lugar, describimos una situación para que nuestros consejos no estén colgados en el vacío. En el marco de la autoobservación, preguntamos: a) por las sensaciones de los padres y b) por sus impulsos, para, a partir de allí, c) echar un vistazo a las invitaciones a la danza que se envían (y eventualmente se aceptan) en la situación dada. Luego, las comentamos e intentamos explicar qué está ocurriendo en la situación descrita. A continuación, damos consejos concretos sobre qué hacer. Aquí distinguimos dos categorías: bajo el título «Sí», sugerimos qué pueden hacer la madre o el padre en la situación presentada, y bajo el título «No», indicamos qué sería mejor dejar de hacer o evitar. En ambos casos, se trata de propuestas que no necesariamente han de tomarse al pie de la letra, más bien están destinadas a ilustrar principios que luego pueden modificarse según las situaciones que se presenten.

Desde luego, somos conscientes de que los padres o las madres no siempre podemos hacer aquello que en teoría sería útil, o incluso lo mejor (nuestra familia lo sabe de sobra). Por ello, los consejos que señalan lo que sería mejor no hacer («No») nos parecen mucho más importantes que la descripción de una supuesta conducta ideal de los padres («Sí»). No existen padres ideales, y —comparados con el ideal— los padres siempre hacen muchas cosas «mal». Todos somos seres humanos, y eso lo saben también nuestros hijos (o cuando menos lo advierten con el tiempo). Y todas las investigaciones demuestran que no existe un método correcto para criar a los niños.

Como ocurre en muchos otros ámbitos de nuestra vida, por lo general hay que desconfiar de las recetas para el éxito, porque siempre existen muchos caminos para llegar a la meta. Lo que sí se puede analizar con relativa confianza son las recetas para el fracaso. Del mismo modo que es posible decir con bastante precisión lo que debe hacer una persona para enfermar o morir prematuramente (por ejemplo, permanecer en la unidad de enfermedades infecciosas de un hospital sin estar vacunado y sin tomar ninguna medida de higiene, o bien saltar de un rascacielos...), pero no lo que debe hacer para conservar la salud con certeza, también es mucho más fácil formular los principios del fracaso en la familia. Dichos principios resultan muy útiles, porque es mucho más sencillo evitar algo probadamente perjudicial (por ejemplo, caer de un rascacielos) que hacer algo nuevo y beneficioso.

Por esa razón, nos parece mucho más importante que usted, como lector, en lugar de aspirar a una conducta ideal, evite aquellas conductas que, según muestra la experiencia, provocan dificultades o incluso catástrofes. El problema de esa clase de conductas es que no obedecen a malas intenciones, sino con frecuencia —todo lo contrario— a los más nobles motivos. Y, como es sabido, «lo contrario de lo bueno es la buena intención». Y a menudo nuestros impulsos como padres son el resultado de esas buenas intenciones: «No puedo tolerar que mi hijo...». Sin embargo, a veces lo mejor que puede hacer usted es no hacer nada. Pues por desgracia en la familia suelen producirse danzas destructivas precisamente cuando los padres seguimos nuestros impulsos sin pensarlo. Por eso nos parece tan útil ganar tiempo recurriendo a las preguntas mencionadas («¿Qué estoy sintiendo?», «¿Qué impulsos tengo?», «¿A qué conducta me siento invitado?»). De esa manera la interacción se retarda, y a menudo eso basta para evitar una escalada en la que se haría mucho daño emocional que luego resulta difícil reparar.

Resumiendo: no hay ningún inconveniente en que usted se guíe por nuestros buenos consejos reunidos bajo el título «Sí». Pero si le parece demasiado difícil seguirlos, no es grave. Para su supervivencia y la de su hijo, es mucho más importante que, ante la duda, tome en consideración nuestros consejos agrupados bajo el título «No». Al final del libro, intentamos formular una suerte de Diez mandamientos para padres adoptivos, es decir, principios generales que le ayudarán a guiarse y actuar en los imprevisibles acontecimientos de la vida familiar cotidiana. Pero antes de dedicarnos a todas estas cuestiones, examinaremos la pregunta de por qué merece la pena tener hijos, porque eso puede contribuir a explicar qué nos liga a otros padres adoptivos y por qué escribimos este libro.

1.3. ¿Para qué hijos?

Antes los hijos «venían». Si uno quería o no «tenerlos», no era algo que realmente se pudiera decidir. Ahora las cosas han cambiado. Las diversas posibilidades de anticoncepción nos dan al menos la opción de elegir no tener hijos. Desde entonces se plantea la pregunta de por qué la gente elige tenerlos.

Se trata de una decisión que todo el mundo sabe —o al menos imagina— que cambia radicalmente su vida. No obstante —o precisamente por eso—, mucha gente desea tener hijos. Puesto que se trata de su futuro, el interés no se centra tanto en la cuestión del porqué (las preguntas sobre el porqué siempre se orientan de algún modo al pasado), sino del para qué: ¿para qué la gente quiere pasar un largo periodo de su vida con uno o varios niños?

En la actualidad, esta pregunta se la plantea todo aquel a quien en nuestro hemisferio occidental le preocupa la idea de criar hijos. Especialmente si va a adoptarlos. Los padres biológicos pueden evadir esa pregunta, negarla o considerar que tener hijos es algo natural o dispuesto por Dios. En cambio, el que desea adoptar un hijo no puede eludir esta pregunta, por el solo hecho de que —a diferencia de lo que ocurre con los padres biológicos— en esa decisión está implicada una multitud de otros actores (por ejemplo, las autoridades). El deseo de tener hijos debe ser fundado y justificado, se lo examina e indaga desde una perspectiva crítica, (ya) no es un asunto personal.

Sean cuales fueren los motivos concretos, en la actualidad (pues no siempre ha sido así) tener hijos va en contra de la racionalidad económica que impera en el mundo occidental. Uno ya no engendra hijos para conseguir mano de obra barata que le ayude con la cosecha o para que alguien lo sustente en la vejez. Y menos aún los adoptaría por tales motivos. Debe tratarse, pues, de otra cosa. Si examinamos nuestros motivos, así como los de otros padres adoptivos que conocemos y con quienes hemos trabajado, la respuesta más plausible es que los hijos son capaces de conferir sentido a la vida más allá de nuestra limitada existencia (y lo hacen de una manera casi sin precedentes).

Si nos sometemos al experimento mental de imaginar que estamos en el lecho de muerte y pasamos revista a nuestra vida, nos daremos cuenta de que, de todos los bienes que hemos adquirido a lo largo de la vida, sólo unos pocos significan algo para nosotros, y que los honores, los éxitos y la riqueza que podamos haber obtenido dejan de revestir importancia. Lo que nos queda —si es que hemos tenido una vida plena— son relaciones satisfactorias con gente cercana a nosotros, única e inconfundible, altibajos de una historia compartida, experiencias con personas que han sido emocionalmente importantes para nosotros y para las cuales nosotros hemos sido importantes.

únicosser humano integral

Por lo tanto, no se requieren facultades proféticas para pronosticar que la idea de familia (aunque puede que no en su forma pequeño­burguesa) experimentará un renacimiento. Pero no para reponer la caja de pensiones o por las peroratas de los políticos, sino por el hecho de que en estos tiempos, en que la supervivencia estrictamente económica de la mayoría de la gente está asegurada, queda espacio para preguntarse: «¿Qué es lo queremos hacer de nuestra vida?», o dicho de otro modo: «¿Para qué vivimos?».

En este punto, los hijos proporcionan una respuesta, y la adopción de niños adquiere su sentido. Los recién nacidos y los niños pequeños no son capaces de vivir por su cuenta. Su supervivencia puramente física —de lo psíquico ya hablaremos luego— es imposible sin un adulto que se ocupe de ellos. Así pues, en esa etapa de la vida humana la unidad de supervivencia nunca es el organismo infantil aislado, sino una unidad social constituida por el niño y una o más personas que lo cuidan. El que tiene hijos (biológicos o adoptados) sólo puede cumplir dicha función de asegurar su supervivencia si orienta sus acciones a las necesidades (que cree, percibe, sabe, etcétera) que tiene el niño, si es capaz de ponerse en el lugar de su hijo y —en otras palabras— si se identifica con él. Al menos durante un periodo de su vida, la madre o el padre deben desarrollar una visión de sí mismos que rebase sus límites físicos y que ponga sus sentimientos, pensamientos y acciones al servicio de una unidad de supervivencia mayor (constituida por él o ella y el niño). Esa supresión de la distinción yo-tú en la primera fase de la relación padres-hijo permite al padre y a la madre encontrar en sus actos un sentido que trasciende las exigencias, los objetivos y las limitaciones de la vida cotidiana y de su propia persona.

Tener hijos requiere y permite —esto puede entenderse de manera totalmente ambivalente— distanciarse del principio de realidad del entorno social y establecer prioridades propias (es decir, distintas de las que requiere, por ejemplo, el mundo laboral). Para los padres (por lo general, para las madres) eso suele ser una desventaja por lo que respecta a sus posibilidades de hacer carrera. No obstante, puede ser una enorme ventaja en relación con la pregunta sobre qué es realmente importante en la vida. Necesariamente, quien educa a sus hijos se invierte a sí mismo e invierte sus recursos de un modo distinto a las personas que, por ejemplo, se sienten comprometidas con los objetivos de las organizaciones. Ocuparse de los hijos no requiere justificaciones abstractas, uno puede experimentar a diario y concretamente el sentido de su actividad.

Sin embargo, identificarse con los hijos es arriesgado. Quien busca el sentido de su vida en su rol de madre o de padre se vuelve dependiente de sus hijos. Quien renuncia a la autorrealización profesional, por ejemplo, para dedicarse por entero a los hijos, les confiere una importancia que posiblemente sea excesiva para ellos. Quien quiere ser una «buena madre» o un «buen padre» y mide su propia autoestima en relación con lo buenos o lo malos que le «salgan» sus hijos coloca a éstos en una posición de poder impropia. Pues entonces, mediante su «buena» o «mala» conducta, los hijos pueden decidir sobre la identidad de sus padres, sobre su fracaso o su éxito, es decir, sobre su autoestima. Eso vale especialmente para los padres adoptivos, que no pueden alegar que tuvieron a sus hijos a causa de la fatalidad. Ellos eligieron a sus hijos, a esos hijos. Establecieron a sabiendas un vínculo cuyas consecuencias no eran previsibles. Si bien puede decirse lo mismo de los hijos biológicos, en su caso la situación es algo distinta, porque difusas esperanzas genéticas sustentan la tranquilizadora expectativa de la semejanza con los padres.

En todo caso puede decirse que un efecto de los hijos (del que en general se habla poco, pero que no debemos subestimar) es que aportan sorpresas a la vida de sus padres. De esa manera, evitan que sus padres se anquilosen, se adormezcan, se vuelvan estrechos de miras. En verdad, los niños no son controlables, se comportan de forma impredecible, muestran predilecciones y talentos con los que nadie contaba, etcétera. Por lo general, eso lleva a los adultos a quejarse de que antes todo era mejor. Pero los padres no tienen la posibilidad de distanciarse de ese modo y cerrarse al desarrollo del mundo. Sus hijos producen un efecto desconcertante, ante el cual deben reaccionar. Y cuando todo marcha bien, ese desconcierto es el desencadenante de su propia evolución, del cambio de sus intereses, de su visión del mundo, del mantenimiento de su flexibilidad, del desarrollo de su propia personalidad, etcétera. Ése también es un efecto del vínculo entre padres e hijos. Padres e hijos emprenden juntos una suerte de excursión por la montaña. En general, los montañeros no son solitarios aislados, sino que, en caminos intransitables y terrenos peligrosos, se aseguran atándose unos a otros (con las llamadas cuerdas de seguridad). En ciertos casos, no se recurre mucho a esas ataduras, porque la excursión se realiza por un apacible terreno montuoso. La satisfacción e incluso el placer son mayores que el esfuerzo. En otras ocasiones, las cosas son muy distintas. La historia compartida se convierte en una arriesgada escalada por altibajos insospechados, en la cual la supervivencia de los participantes depende de la conservación de la mutua protección. En el caso de las familias adoptivas, a veces (y según indican las estadísticas, con más frecuencia que en otras familias) los padres se encuentran con sus hijos escalando una peña escarpada. En ese caso, existe el riesgo de que se despeñen todos juntos.

Pero tras haber superado juntos esas difíciles y escarpadas etapas, suele divisarse —tanto al mirar hacia atrás como hacia delante— un singular y maravilloso panorama de la plenitud de la vida...