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ALFONS ICART Y JORDI FREIXAS

 

 

 

 

La familia: comprensión dinámica e intervenciones terapéuticas

 

 

 

 

 

 

 

Herder

 

 

 

 

Diseño de la cubierta: Ana Yael Zareceansky

Maquetación electrónica: José Luis Merino

 

© 2013 Alfons Icart y Jordi Freixas

© 2013 Herder Editorial, S.L., Barcelona

 

© 2013, de la presente edición, Herder Editorial, S. L.

 

ISBN: 978-84-254-3127-2

 

La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los títulos del Copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.

 

 

Herder

http://www.herdereditorial.com

 

 

Índice

 

 

Prólogo

 

Introducción

 

Capítulo 1. Del individuo a la familia

1.1. la familia como culpable

Un niño problemático

Una objeción

Diabetes y transgresiones

¿Buscar al culpable?

1.2. El miembro identificado como síntoma de la familia

 

Capítulo 2. ¿Qué es una familia?

2.1. Insuficiente definición de los límites de la familia

2. 2. Una redistribución perjudicial de los roles familiares

2.3. El espacio de cada miembro y el espacio común

 

Capítulo 3. Fuerzas que favorecen y fuerzas que se oponen al crecimiento

3.1. La compulsión a la repetición a través de las generaciones

La transferencia

Comentarios

3.2. La familia de trabajo y la familia de supuesto básico

3.3. Factores que configuran la familia como un espacio suficientemente bueno

El amor

La esperanza

La simulación maníaca de la esperanza

La siembra de desesperación

Asunción de responsabilidades

La dificultad en la asunción de responsabilidades

Responsabilidad y contención del sufrimiento depresivo

Gestión del dolor

Pensar

Pensar es inevitablemente pensar lo nuevo

La caja de herramientas de quien piensa

El pensar como actividad relacional

 

Capítulo 4. El profesional ante el problema manifiesto

4.1. El trabajo de la demanda

Evolución de la demanda a lo largo de las sucesivas entrevistas

El trabajo de la demanda como parte integrante de la intervención terapéutica

Trabajo de la demanda y lealtades contrapuestas

La recogida de informaciones modifica el funcionamiento de la familia: forma parte de la primera acción terapéutica

4.2. La intervención sobre las familias. la recogida de información como tarea

La entrevista

Comentario

Discusión

 

Capítulo 5. Utilidad del abordaje familiar en las diferentes etapas de la vida

5.1. principales etapas del ciclo vital del niño

Las dos etapas infantiles (predominancia del entorno familiar)

Las dos etapas de la adolescencia (dominancia del entorno juvenil)

Crisis al inicio de la adolescencia. Caso A

A modo de síntesis de este caso

Crisis al inicio de la adolescencia. Caso B

Conclusiones de este apartado

Crisis durante la adolescencia. una atención individual

5.2. La edad adulta. un hombre de 36 años y sus padres

 

Capítulo 6. Intervenciones terapéuticas familiares

6.1. Las intervenciones terapéuticas en la familia

6.2. La intervención familiar previa al tratamiento individual

6.3. Psicoterapia del grupo familiar

6.4. La terapia familiar focal y breve

6.5. La incorporación de los fármacos en los tratamientos familiares y/o individuales

6.6. Diagnóstico del grupo familiar

6.7. Un caso de abordaje familiar

Motivos que nos llevan a hacer un abordaje familiar

Proceso terapéutico

Conclusiones

 

Anexo I. Valoración y situación de la familia

Anexo II. Un modelo de entrevista diagnóstica

 

Epílogo

Bibliografía

Notas

Más información

 

 

Prólogo

 

 

Es para mí una enorme satisfacción ver salir a la luz las ideas del grupo Orienta, que aprecio mucho y conozco desde hace varios años, sobre la organización familiar, así como las intervenciones psicoterapéuticas familiares que practican y de las que tanto he aprendido.

En el segundo capítulo se describe qué es una familia. Se trata de un modelo de comprensión de la familia básicamente de tipo psicodinámico, con ideas en parte ligadas a los modelos sistémicos. Ello les permite desarrollar de manera original dentro del estudio del grupo familiar diferentes subgrupos. Especialmente el de la pareja de los padres («matrimonio»), cuya función es cuidar y preservar el espacio relacional que es la familia. El subgrupo de los hijos tiene también funciones de cuidado de los padres, gratificándoles con su desarrollo de nuevas funciones y capacidades, así como su reconocimiento mostrándoles que crecen y afirman su propia autonomía. Hay otros posibles subgrupos de personas familiares significativas como abuelos, tíos..., que pueden desempeñar papeles muy importantes en el grupo familiar. Así pues, la familia se organiza como matriz externa que funciona como una «mentalidad» familiar, matriz a partir de la cual se desarrollará el «espacio mental»: espacio del cuerpo y de la mente; del pensamiento y de la acción; del sueño y de la vigilia...

En los capítulos siguientes se detallan las fuerzas que contribuyen al desarrollo en el ser humano, las fuerzas regresivas que mantienen la entropía y se oponen a los cambios psíquicos, y la noción de la compulsión a la repetición (Freud) a través de las generaciones.

Muy interesante es la idea de la «familia» como un grupo de trabajo con una vida limitada en el tiempo y con funciones específicas, en particular el cuidado de los hijos y el desarrollo de todos sus miembros. Esta idea contrasta con la noción de la familia como un «grupo de supuesto básico», aglutinado por una creencia, idea o fantasía básica más o menos consciente, racional y coherente. No es un grupo intemporal e independiente de toda tarea, sino que existe en sí y es fuente de problemas para el miembro depositario de los malestares del grupo familiar. El trabajo del terapeuta consiste en hacer evolucionar la demanda y transformar un objetivo imposible en otro alcanzable y compatible con la familia. Un buen proceso diagnóstico permite entender el motivo de la consulta y las causas desencadenantes del conflicto.

En el quinto capítulo se desarrolla el rol de la familia en las diferentes etapas de la vida. Se subraya el papel de la «función contenedora» y sus deficiencias, que tienen una gran importancia en las desarmonías evolutivas, alteraciones relacionales. Sin embargo, si bien la protección del niño es necesaria, cuando es excesiva se transforma en freno para la autonomía y la independencia, para tolerar la angustia y afrontar las dificultades. En particular durante esa etapa que es la adolescencia, cuando comienza el proceso de devenir adulto autónomo y de separarse de los padres. En esa etapa del desarrollo pueden surgir problemas o «crisis» en el adolescente tanto más complejos y patológicos que los que ha habido en una infancia difícil o traumática.

La descripción detallada de las principales etapas de la infancia desde la diferenciación, la triangulación y el hecho de empezar a renunciar a la dependencia de los padres para abordar el proceso de la adolescencia tiene un particular valor para trazar hipótesis con vistas a las intervenciones psicoterapéuticas.

Particularmente interesantes son las descripciones de la adolescencia y del duelo que esta etapa comporta, de «empezar a renunciar a ser el niño» de los padres (duelo de objetos y vínculos anteriores) para empezar a ser adulto, lo que conlleva cambios considerables en el sentimiento de identidad (duelo por el self). A menudo estos cambios son catastróficos (breakdown), en función de la intensidad de las angustias que los acompañan.

En el sexto capítulo se detallan las intervenciones psicoterapéuticas familiares, dentro de las cuales sobresale la terapia familiar focal y breve, indispensable para el trabajo de asistencia psiquiátrica infantojuvenil. La focalización del o de los conflictos familiares fundamentales permite un abordaje terapéutico breve, aun a costa de dejar de lado otras problemáticas secundarias que pueden eventualmente retomarse con posterioridad si vinieran a perturbar seriamente el funcionamiento familiar o de alguno de sus miembros.

El conjunto del libro subraya que el trabajo terapéutico con un grupo familiar tiene que ayudar a madurar los aspectos infantiles no resueltos y debe potenciar los aspectos necesarios de dependencia y apoyo para que la familia se sienta contenida. El conjunto familiar, gracias a la terapia, puede ensanchar su espacio mental grupal y aumentar su capacidad de tolerar la frustración y la angustia (ligadas a los aspectos infantiles mal resueltos). Así se facilita la apertura de otras relaciones más adultas, de reciprocidad o de afecto (amorosas, por ejemplo), en las que los miembros de la familia se sentirán más implicados.

Para concluir, he de decir que este libro de comprensión y psicoterapia familiar es de un interés indiscutible para los clínicos de psiquiatría y psicología infantojuvenil, por su énfasis en la comprensión de la naturaleza del sistema familiar y de los factores de cambio. La conjunción del modelo psicodinámico de inspiración psicoanalítica con elementos sistémicos hace particularmente original y, sobre todo, clínico y pragmático el modelo psicoterapéutico que se propone. No puedo sino recomendarlo muy calurosamente y felicitar a los autores por el aporte de esta obra a un campo de la clínica donde el trabajo terapéutico es, con frecuencia, fecundo, y no solo desde el punto de vista terapéutico, sino también preventivo.

 

FRANCISCO PALACIO ESPASA

Médico psiquiatra, psicoanalista.

Ex profesor de Psiquiatría

del Niño y del Adolescente en la Facultad de Medicina

de la Universidad de Ginebra y ex jefe del Servicio

de Psiquiatría del Niño y del Adolescente

del Departamento de Psiquiatría

del Hospital Universitario de Ginebra

 

 

 

 

Introducción

Captatio benevolentiae

 

 

Captatio benevolentiae, con esta expresión queremos señalar, siguiendo el consejo de Cicerón, que pretendemos hacer lo que literalmente dice: captar, conseguir la benevolencia del lector. Empezando por despertar su curiosidad con una fórmula en latín, pues este texto necesita especialmente la benevolencia de quienes lo lean: se trata de un texto humilde con muy pocas pretensiones científicas que surge de nuestra práctica. Y está dirigido a reflexionar sobre algunos aspectos de la práctica asistencial.

Cuando empezamos a trabajar en los centros de salud mental (que entonces llamábamos «centros de higiene mental»), nos dimos cuenta de que la atención a la salud mental no dependía solo de los psiquiatras y los psicólogos clínicos, sino que también implicaba cuestiones que tenían que ver con el trabajo social, la enseñanza e, incluso, de carácter sociológico y político. Por ello hemos intentado poner muchos ejemplos de nuestra práctica, casos que seguramente ilustrarán mejor lo que pretendemos decir a través del texto y harán más agradable su lectura. Y en algunos ejemplos se verá el trabajo en red con diferentes profesionales.

El proceso de coordinación con nuestros colegas psiquiatras, psicólogos, trabajadores sociales, maestros y educadores fue muy rápido, pues casi todos ellos estaban al tanto de la precariedad de la atención a la salud mental bajo el franquismo. Unos y otros nos recibieron con los brazos abiertos. Observamos que la mayoría de los profesionales no eran del todo conscientes del papel que de-sempeña la familia para la salud mental del individuo. Y, cuando eso era obvio, su idea era la de que un familiar o la familia en su conjunto resultaba ser el culpable de las dificultades del paciente identificado.

No nos sorprendió, puesto que ya teníamos una experiencia de años de trabajo en grupos Balint con médicos de familia y especialistas que veían con bastante claridad las dimensiones psicológicas de la enfermedad y su tratamiento, así como la importancia de la relación entre médico y paciente. Pero a los médicos y a otros profesionales a menudo les era difícil integrar a la familia en la pro-blemática del paciente, y vivían esto como que los queríamos culpar de las dificultades del paciente. Esta problemática se hace más evidente en la consulta de los adultos. En cambio, en niños y adolescentes, parece que se puede entender más. Vemos las disarmonías de los niños y los adolescentes como alteraciones y movimientos ligados al crecimiento.

Todo esto nos llevó a querer difundir nuestra experiencia en este aspecto concreto: una comprensión de la familia como grupo y ver la figura del enfermo a menudo como el síntoma de un grupo desorganizado y conflictivo.

Y durante muchos años hemos trabajado, como hoy seguimos haciendo, en seminarios y supervisiones en los que hemos intentado que se tengan en cuenta a las familias, además de al paciente identificado. La tarea ha sido gratificante, ha dado frutos, y ahora nos gustaría compartir estas experiencias con aquellas personas que se enfrentan cada día en su práctica profesional con cuestiones relacionadas con la salud mental, para que pueda servirles de inspiración o, al menos, como objeto de reflexión. Pensamos que nuestra experiencia y nuestras peripecias nos cualifican para realizar esta tarea.

El 14 de noviembre de 1974 comenzó a funcionar Orienta, que poco después de la muerte de Franco quiso convertirse en Centro de Higiene Mental e insertarse en la red de Centros de Higiene Mental de Cataluña, un proyecto que quería preservar la salud mental para la democracia, que esperábamos que no tardaría en llegar.

Y, en efecto, de aquellas reflexiones y aquellos proyectos de centros de atención a la salud mental ligados a los barrios y a la comunidad surgió un documento sobre lo que debía ser la red de salud mental en Cataluña que pusiera en marcha el primer gobierno de la Generalitat de Catalunya tras el franquismo. Un proyecto que se proponía la formación de equipos multiprofesionales y la integración de la salud mental en las actividades comunitarias, junto con las escuelas, los centros sociales y los servicios sociales.

Este documento fue valorado muy positivamente por el primer consejero de Sanidad, el doctor Ramon Espasa, y fue utilizado para establecer las bases para la creación de los Centros de Salud Mental de adultos gestionados en ese momento (1980) por la Diputación de Barcelona. Posteriormente, el gobierno de la Generalitat, tras hacerse cargo de estos centros, creó la red de centros de salud mental infanto-juveniles (csmij) en 1989. Orienta fue uno de los centros fundadores de esta red. Para los profesionales, pasar de trabajar de un modelo privado, donde no contaba el tiempo dedicado al paciente, a un modelo público, donde debían tratar de obtener los mejores resultados con el mínimo tiempo posible, supuso un proceso de adaptación profundo e intenso.

A partir de nuestra experiencia en este campo nos hemos propuesto escribir y publicar un texto que sea la versión escrita y un poco más sistematizada de lo que hemos estado haciendo en reuniones, seminarios y supervisiones.

El libro se inicia con una reflexión en torno al conflicto, sobre si lo hemos de entender como una problemática del individuo, o bien como una señal que nos advierte de que el grupo familiar pasa por dificultades. Es decir, que el dinamismo grupal no está suficientemente equilibrado. Cuando el grupo es fuerte, tiene capacidades de contener estas angustias, se vive un proceso normal. El problema se da cuando estas angustias no son contenidas y van a parar a algún miembro de la familia que, entonces, enferma.

En el siguiente capítulo entramos de lleno en la familia, en su organización nuclear, en la familia extensa, muy importante a veces para completar un diagnóstico más preciso. Después hablamos de las funciones propias de la familia (los padres y los hijos). A continuación, entramos en una discusión más teórica en torno a las fuerzas que favorecen y las que se oponen al crecimiento. Algunos de los conceptos son muy clínicos, como la compulsión en la repetición a través de las generaciones. Seguimos con el tratamiento de la familia como grupo de trabajo y la familia de supuesto básico. Y, por último, hablamos de las funciones de la familia, como son las de generar amor y esperanza, y la gestión del dolor.

En el cuarto capítulo centramos la discusión en el trabajo de la demanda: cómo la recogida de información es un gran momento para despertar la demanda si no la hay, como ocurre en muchos casos en la asistencia pública, que consultan porque alguien les ha mandado. Y, si hay demanda, es un buen momento para profundizar en el diagnóstico.

El quinto capítulo está dedicado casi exclusivamente a la infancia y la adolescencia. Seguramente, el hecho de trabajar en una institución pública especializada en la atención de la infancia y la adolescencia ha hecho que nos centráramos más en estas etapas. Al finalizar el capítulo, a través de un ejemplo de un adulto, hacemos los comentarios de un caso donde se ven las dificultades para crecer cuando hay una protección excesiva de los padres.

Por último, en el capítulo sobre las intervenciones terapéuticas familiares, dedicamos un amplio espacio a comentar qué son para nosotros las intervenciones familiares y las diferentes intervenciones en psicoterapia de familia.

Pero pasar de un puñado de ideas a la redacción de un texto no ha sido fácil. Hemos tenido que ponernos de acuerdo en cuáles son las ideas importantes y cuáles no lo son tanto. Y este debate no ha sido en vano. Al menos para nosotros. «Re-cordar» (re-cusir) nuestra práctica clínica y de supervisión, las reflexiones teóricas que habían sido importantes para nosotros, recoger casos clínicos más o menos elaborados, nos ha permitido crear un caldo de cultivo en el que empezamos a dar sentido a nuestras ideas y a integrar las reflexiones teóricas con los procedimientos técnicos y los casos clínicos. Pero nos ha sido necesario hacerlo sin demasiadas prisas, dejar que cada cosa se pusiera en su lugar por sí misma, que la experiencia de la práctica clínica asistencial fuera encajando con la redacción del texto.

Seguramente este libro no sería lo que es sin la colaboración de muchas personas que con sus críticas y sugerencias nos han ayudado a mejorarlo. En primer lugar, queremos agradecer al doctor Jorge Thomas, que a través de sus seminarios y consejos nos ha enseñado a comprender a las familias y a desarrollar herramientas y modalidades terapéuticas para poder ayudarlas. Y también queremos recordar muy entrañablemente a la doctora Julia Corominas, que, a través de sus supervisiones, nos ha animado a ir por este camino de la atención al grupo familiar en todas sus modalidades, aprovechando nuestra formación psicoanalítica para comprenderla mejor. Pero a quienes realmente tenemos que agradecer mucho es a las familias que hemos atendido. Con la relación que han tenido con nosotros y su paciencia y su comprensión, nos han facilitado el camino del aprendizaje.

También hemos de expresar nuestro agradecimiento a todos los compañeros de la Fundació Orienta, con los que hemos intercambiado opiniones, modalidades de atención y reflexiones en torno a la comprensión y a la atención de la familia.

A nivel personal hemos de mostrar nuestro agradecimiento a la doctora Llúcia Viloca, que nos ha hecho aportaciones muy acertadas, sobre todo en lo que respecta a la creación y la organización de la familia, y al doctor Pere Beà, que ha hecho una lectura exhaustiva del libro y que con sus comentarios, críticas y sugerencias nos ha permitido mejorar muchísimo el original.

También quisiéramos tener presente en estas notas de agradecimiento a nuestras familias, por la comprensión, la tolerancia y el apoyo que hemos recibido en cada momento. Y, para terminar, quisiéramos mencionar a Núria Planas, por su trabajo de secretaría; a Rubén D. Gualtero, por sus aportaciones en la revisión del texto, y a Pau Icart, por su esmerada traducción de los originales. Y una mención especial a Míriam Berrio, que con mucha paciencia nos ha ido incorporando los comentarios que le hacíamos desordenadamente. A todos, os damos las gracias de todo corazón.

 

Alfons Icart

Psicólogo, psicoanalista (SEP-IPA).

Director de la Fundació Orienta

y de la Revista de Psicopatología

y Salud Mental del Niño y del Adolescente

 

Jordi Freixas

Médico psiquiatra, psicoanalista (sSEP-IPA).

Supervisor de familias de la Fundació Orienta

 

 

 

 

Capítulo 1.

Del individuo a la familia

 

 

A menudo, ante un caso difícil, hemos oído decir a otros profesionales de la salud y la educación cosas tales como «el problema es la familia» o «es un problema de la familia». Si actuáramos en consecuencia, en casos como estos, nuestra acción se dirigiría más a la familia que a la persona que se nos presenta como enferma. Sin embargo, en la práctica esto se hace en muy pocas ocasiones, lo que constituye una aparente contradicción.

Seguramente, a los profesionales que atendemos a niños y adolescentes nos resulta más fácil actuar de aquella manera, ya que tendemos a acoger a todo el grupo familiar. La principal razón es que los niños y los adolescentes normalmente suelen ir a la consulta acompañados por alguno de sus padres. Y también porque los facultativos, sobre todo aquellos formados en psicología y psiquiatría dinámica que atienden a niños y adolescentes, solemos tener en mente que, durante esta etapa evolutiva, más que psicopatologías estructuradas, se suelen dar disarmonías o dificultades para superar etapas de la vida de la familia. Es verdad que, en caso de no atender estas alteraciones, algunas de ellas pueden acabar por estructurar una patología psíquica. Esto no ocurre tanto con los adultos, ya que en principio la consulta la suele hacer en solitario la persona que sufre el conflicto, mientras que la familia queda al margen del problema. En estos casos, si después vemos la necesidad de incluir a la familia, encontraremos más dificultades.

 

 

1.1. La familia como culpable

 

La ideología pseudocientificista (y el individualismo feroz) que impregna nuestra cultura nos invita a pensar que, cuando detectamos un signo de mal funcionamiento en una persona, la causa está en el cuerpo físico (por ejemplo, en su cerebro). Si se quiere pensar sobre el mal funcionamiento de una persona en un marco más extenso que el cuerpo físico, la tendencia ideológica más extendida consiste en pensar que un individuo (en el sentido de cuerpo físico diferenciado y aparentemente completo, in-dividuo) es la causa del trastorno que sufre ese «individuo» que alguien nos ha propuesto como problema. Este otro individuo pertenece a un círculo social cercano al individuo-problema. Pero esta formulación hecha en los términos de una ideología positivista-tecnocrática es, de hecho (Wittgenstein), una formulación moral encubierta para que parezca políticamente correcta. En términos políticamente no correctos equivale al enunciado: tal individuo o tal y tal individuos o tal conjunto de individuos es (son) el (los) culpable(s) del trastorno que padece ese «individuo» que alguien nos ha propuesto como problema. 

Creemos que no debemos hablar de culpables. Podemos pensar que en un grupo-familia se dan muchas interrelaciones entre todos sus miembros que van configurando una dinámica concreta del grupo y, al mismo tiempo, también van moldeando la personalidad de cada uno de ellos. Lo que a veces sí se da en el grupo es que todos sus miembros proyectan en el más débil lo que no les gusta de sí mismos o lo que les conflictúa, haciendo que este miembro de la familia enferme. En este caso, el enfermo es el síntoma de un grupo que no funciona saludablemente. 

Ahora bien, el grupo en el que está el individuo es el que tiene dificultades para funcionar armónicamente y todos tienen una parte de culpa, si es que tenemos que hablar de culpables.

 

 

Un niño problemático

 

Veamos un ejemplo: José es un niño de diez años derivado desde una escuela de atención específica de niños problemáticos. Los motivos son agresividad y descontrol en los impulsos (ha roto puertas, vajilla, objetos de sus hermanos, etcétera). La escuela tiene dificultades para contener sus crisis, que van en aumento. Según el director del centro, «ya no pueden aguantar más, pero tampoco saben a dónde derivarlo». Ha perdido los dos últimos cursos escolares. 

José es el pequeño de una familia de clase media de tres hermanos en la que el padre trabaja todo el día fuera de casa y es la madre la que «solo se cuida de la familia». El niño presenta problemas de conducta desde pequeño: enuresis nocturna secundaria y esporádica desde los seis años, miedos y poca tolerancia a la frustración, no acepta normas ni compartir con otros, ni siquiera con los hermanos, a todo se le debe decir «sí». Ha llegado al punto en que toda la familia debe hacer lo que él quiere. No se puede separar de la madre. 

Los padres consultan en un centro de salud mental infantil y juvenil (CSMIJ). El niño, visto individualmente, no hablaba con los profesionales. En la escuela tenía dificultades para leer y escribir. Y en la relación con los demás tampoco se expresaba como un niño de su edad. Por eso se le diagnosticó como disléxico y se le intentó tratar como tal. Durante dos años asistieron a un grupo terapéutico sin resultados positivos, según los padres. Todo lo contrario, cada vez era más difícil la convivencia y el niño, más explosivo y agresivo. Pero cuando vimos el caso pensamos que las causas desencadenantes eran otras, lo que nos llevó a hacer un abordaje de familia. 

En las entrevistas, se observó la dificultad que tenía el niño para contener sus impulsos ante una mínima frustración. La falta de proceso mental no le permitía sentir ni manifestar las emociones y por eso las descargaba físicamente. Era un niño muy dependiente de la madre. Hasta los seis años era muy sumiso y quieto. Y a partir de esta edad, coincidiendo con una ausencia larga de la madre, todo se estropeó y aparecieron estos problemas. 

La mayoría de los hijos tenían dificultades en el aprendizaje: uno de ellos repitió curso y volvió a suspender, otro con dificultades iba superando los estudios y el pequeño hacía dos cursos que había abandonado la escuela normal y lo querían expulsar de la escuela especial. La dinámica del grupo familiar no estaba asentada en el diálogo, en el intercambio, en la aceptación de las diferentes formas de pensar y ver las cosas. Lo que llamamos un modelo de aprendizaje. En cambio, dominaba un modelo impositivo y de sumisión inhibidor de las capacidades individuales. Era la madre la que mandaba y los demás callaban. 

Cuando investigamos más en la historia de José descubrimos que cuando tenía seis años coincidieron unos hechos que vale la pena resaltar: el padre cambió de trabajo y estaba menos en casa; la madre debía cuidar de algunos familiares y, por último, el abuelo materno sufría una enfermedad terminal. Entonces la madre se marchó cuatro meses al pueblo para cuidar a su propio padre y los hijos se quedaron al cuidado de su padre y de canguros. Al final, el abuelo de José murió. La madre vivió muy mal esta pérdida porque tenía una relación muy entrañable con su padre. Fue a partir de este momento que se agudizaron los problemas con el hijo pequeño. A la vez, la madre decía que su hijo pequeño (José) era igual que el abuelo (el padre de la madre). 

La aparición de los problemas de comportamiento de José en este momento tuvo, sin embargo, una ventaja. La madre se vio obligada a hacer más caso a este niño pequeño que «era igual que su abuelo». Ahora se entregaba más a su hijo, como ella misma decía: «Cuidar de mi hijo, que empezaba a tener problemas graves de comportamiento, me alivió el dolor de la pérdida de mi padre». Es cierto, los unió tanto que ella hacía todo lo que su hijo decía: vivía para él. Y el niño no pudo continuar su evolución y quedó atrapado en esta dependencia materna. Madre e hijo eran como un todo inseparable. 

El padre, por su parte, dejaba que la madre asumiera toda la responsabilidad de la educación de sus hijos, sobre todo la de José. Con el trabajo como excusa, se inhibía de las funciones de padre y evitaba entrar en conflicto con el carácter de la madre. Las cosas tenían que ser como ella las veía, sin escuchar ni hacer caso de otros razonamientos o puntos de vista. El padre podía hacer de padre mientras hiciera las cosas tal cual quería la madre. Todo lo que no era como la madre pensaba era atacado y desvalorizado. Aquí entendimos por qué el padre, cuando llegó la madre, se entregó al trabajo para evitar así discusiones y enfados en la pareja. 

Por un lado, la madre tendía a hacer relaciones adhesivas con los hijos. Abandonó a José para irse a cuidar a su propio padre en un momento bastante importante del desarrollo del niño (sobre todo teniendo en cuenta que la madre de José tendía a mantener relaciones adhesivas con sus hijos, haciendo funciones yoicas sustitutivas para ellos, lo cual no les dejaba estructurar su propio yo y continuar el proceso evolutivo). A los seis años José estaba atrapado en una relación simbiótica con la madre, y, por otro lado, era como si, cuando esta regresó de su ausencia, cuando volvió a cuidar a José, negara que su padre hubiera muerto: como si, cuidando a su hijo, mantuviera vivo al padre. Era una forma de evitar el duelo. 

En ningún caso queremos decir que la ausencia temporal de la madre fuera la causa directa del síndrome que José presentaba. Fueron muchos los aspectos que coincidieron e hicieron que apareciera este cuadro. Por un lado, teníamos a una madre que tendía a hacer relaciones indiferenciadas con sus hijos, sin dejar que cada uno estructurara su propia identidad, una madre muy narcisista que quería serlo todo. De este modo, no funcionaba como un yo auxiliar y de apoyo para sus hijos, sino que actuaba como un yo sustituto de ellos. Era ella la que juzgaba si las cosas estaban bien o no, la que pensaba y decidía por ellos. Ella era la activa y sus hijos, los pasivos. Y, como cada hijo que nacía la ayudaba a separarse un poco del anterior, con José, al ser el último, esto no se dio, y la madre se quedó más atrapada en una relación indiferenciada (simbiótica, según Malher, 1973).

Cuando la madre tuvo que ir a cuidar a su propio padre, lo debió hacer repentinamente. Era la primera separación que se daba entre la madre y el hijo. Entonces fue el padre el que tuvo que hacer las funciones maternales y el niño no lo aceptó, seguramente porque no lo había hecho nunca y porque a quien el niño quería en realidad era a la madre. Fue a partir de este momento que las cosas se agravaron y aparecieron gritos, rabietas, violencia, etcétera. Como ya hemos dicho antes, la madre vivió muy mal la muerte de su padre, ya que, según ella misma, eran «uña y carne». Ella no pudo hacer el duelo, era muy penoso. Seguramente, aparte de tiempo, habría necesitado un apoyo psicológico específico. Pero se encontró con otra manera de hacerlo. Podemos pensar que proyectó todo su dolor en el hijo, como si este representara al padre enfermo, y se dedicó a cuidarlo en cuerpo y alma. 

A partir de este momento la relación entre los dos se hizo cada vez más dependiente, de modo que no podían estar separados. No sabemos si la madre cuidaba al hijo o al padre que había proyectado en el niño. Y la madre mantenía a su marido a su lado, lo que les permitía presentarse como familia ejemplar, pero no lo dejaba intervenir. De modo que, cuando la madre se ausentó, José quedó en manos de un padre que siempre había estado ausente y que lo seguía estando. Además, el hecho de que José tuviera unos problemas de comportamiento tan evidentes permitía a los padres tener buena conciencia y, a pesar de que los otros hijos tuvieran también problemas para crecer, avanzar en los estudios y hacer amigos, podían pensar que esto era peccata minuta y se podían considerar una familia modélica y presentarse como tal. Si la madre no dejaba entrar al padre en la familia y ella hacía las funciones que le correspondían a él, mantenía unas relaciones adhesivas con el hijo que impedían integrar a un padre que lo contuviera, que hiciera las funciones de padre.

Si hacemos una pequeña reflexión sobre la historia de esta familia, podremos ver que inicialmente a los padres parece que les costó formar una pareja. La dominancia de la madre no permitió que el padre se pudiera situar en la pareja en igualdad de condiciones y debió asumir un rol de sometimiento a la madre. Cuando aparecieron los hijos, continuó esta posición dominante de la madre en la educación de los niños, y el padre, para evitar fricciones y discusiones, decidió dedicarse al trabajo y a llevar dinero a casa. Además, en el trabajo el padre también mantenía una relación de sometimiento con su superior, lo que nos muestra que, si no desarrollaba las funciones de padre en la familia, no era solamente por el carácter dominante de la mujer, sino por su tendencia a someterse al otro. Todos los hijos tenían problemas en los estudios. Pero el conflicto grave con José se dio cuando la madre debió ausentarse de casa para cuidar a su propio padre. José no lo toleró y hubo una regresión, y se cerró más en su relación indiferenciada con la madre. Fue aquí cuando aparecieron los problemas graves. 

En este caso, es la madre quien desarrolla buena parte de las funciones yoicas de su hijo, llegando a menudo a sustituir con su yo el yo del niño. La madre piensa por él, se preocupa por sus problemas haciendo prevalecer su criterio por encima del de su hijo, perpetuando la relación de dependencia de su hijo hacia ella. Y, por otra parte, es el hijo quien acepta esta sumisión hacia la madre, a cambio de que sea ella la que sufra por él. Según Bleger (1998), se trata de una relación simbiótica, y cada uno hace de objeto parásito en el otro a cambio de que satisfaga sus necesidades. La madre cuida del niño a cambio de que este se someta a ella, y la madre se somete al hijo a cambio de que él haga lo que ella quiere.

 

 

Una objeción

 

De entre los aforismos jurídicos, hay uno que nos puede llamar la atención, Cui bono?, que en castellano se podría traducir por «¿Quién saca provecho?». En el mundo del derecho, se entiende que el culpable saca provecho o trata de sacar provecho con sus malas acciones. La formulación que hemos hecho del caso de José y su familia haría pensar que los padres, y sobre todo la madre, sacan provecho de los problemas de comportamiento de José. Es como si cuando la madre regresa de su ausencia, al cuidar a José negara que su padre hubiera muerto, y a través de cuidar a su hijo mantuviera vivo al padre. Es una manera de evitar el duelo. Se pueden considerar una familia modelo y presentarse como tal.[1]

Pero ya hemos dicho que la formulación que hemos presentado es, de hecho (Wittgenstein), una formulación moral encubierta para que parezca políticamente correcta. La tendencia más habitual, tanto entre los profesionales como entre aquellos que no lo son, consiste en pensar que una (o más) de las personas es (son) el (los) culpable(s) de los problemas del (los) otro(s). Y así han sido creados conceptos tales como los de «madres esquizofrenógenas». Sin embargo, si estudiamos los casos con más profundidad, descubrimos que podemos escribir una historia diferente.

 

 

Diabetes y transgresiones

 

He aquí otro caso que nos podía ayudar a reflexionar sobre esta forma (que consiste en buscar al culpable) de presentar las cosas. La familia González había pasado dificultades económicas al comienzo, pero había llegado a un cierto nivel de bienestar. Tanto el señor González como su esposa habían creado sendas pequeñas empresas como trabajadores autónomos. Los hijos tuvieron dificultades escolares y por eso la hija estudió fp en la rama en la que trabajaba la madre y esta la había acogido en su pequeña empresa. Uno de los hijos también había intentado estudiar fp, en una rama bastante diferente, pero no se la sacó y acabó trabajando en la pequeña empresa del padre (sin cualificación profesional). La hija se casó y el hijo mediano vivía con una chica, pero también lo hacía parcialmente en la casa familiar cuando al padre le detectaron una diabetes tipo 2, que al cabo de poco tiempo hubo que tratar con insulina.

El señor González se inyectaba la insulina regularmente. Al principio seguía el régimen alimentario y de higiene que le habían prescrito. Pero su nivel de glucosa en sangre «hacía lo que quería». La esposa fue a consultar al médico de cabecera muy angustiada y al cabo de unas cuantas consultas se decidió ingresar al señor González una semana en la unidad especial para diabéticos en la que le enseñaron, según ella, a controlar mejor la glucemia y, según él, solo había perdido el tiempo.

Como tenía esta opinión, al poco tiempo el señor González empezó a hacer transgresiones dietéticas cada vez más serias. Oficialmente, en la unidad de diabéticos había dejado de fumar, pero su mujer descubrió muy pronto que fumaba a escondidas, con todos los riesgos de afectación circulatoria añadida que ello comporta en un diabético. La señora González seguía yendo cada dos por tres al médico pidiendo apoyo.

Cuando se hizo muy evidente que el señor González fumaba a escondidas, su mujer y sus hijos se lo dijeron riendo, pero eso solo empeoró las cosas porque entonces pasó a fumar abiertamente a todas horas, delante de todos. La mujer iba desesperada al médico y reñía a su marido. El médico le dijo: «¡Parece que el diabético seas tú!». La señora González pidió al médico que tuviera varias conversaciones con su marido, contándole todo aquello a lo que se exponía, sobre todo al hecho de quedarse impotente y ciego. El médico accedió y el señor González respondió que ya lo sabía. Según él, la obsesión de su mujer le hacía la vida insoportable: controlaba si bebía más cerveza de la cuenta, llamaba por teléfono para preguntar si había hecho alguna transgresión dietética, etcétera. De este modo, no lo estimulaban a cuidarse porque, hiciera lo que hiciera, la esposa lo regañaría. Pero no se limitaba a regañar a su marido. También estaba permanentemente angustiada y tenía dificultades para dormir, por lo que el médico de cabecera le prescribió un hipnótico.

Esto duró hasta que un buen día el señor González desapareció de su casa. No volvió a la hora habitual y la mujer y los hijos empezaron a preocuparse. Miraron su provisión de jeringas monodosis de insulina (que los diabéticos y sus familias llaman «bolígrafos») y descubrieron que habían desaparecido. Salieron en su búsqueda, mientras este volvió por sus propios medios a su casa y se metió en la cama. Cuando la familia lo encontró, lo llevó a urgencias, donde le diagnosticaron y trataron un coma hipoglucémico del que se recuperó. La mujer y los hijos tenían serias sospechas de que el señor González hubiera intentado suicidarse, pero no se atrevieron a decirle ni una sola palabra. De todos modos, la mujer le comunicó sus sospechas al médico de cabecera, que derivó al matrimonio al psiquiatra.

 

 

¿Buscar al culpable?

 

Volvamos ahora a la pregunta que suelen hacerse tanto los profesionales como aquellos que no lo son: ¿quién podrá ser el culpable, en este caso? Es algo difícil de dilucidar. Por un lado, tenemos a un marido que sufre una diabetes y, por otro lado, a una mujer que sufre, aparentemente, un trastorno por ansiedad que intentaría atajar con mecanismos de control puestos en su marido. Tal vez, al leer la historia se podría pensar que el señor González, con su actitud negadora de la enfermedad y sus posibles consecuencias, fuera el culpable de la ansiedad y el malestar psíquico de su mujer. Pero esto solo se puede pensar en una parte de la historia. Cuando llegamos al intento de suicidio es muy difícil seguir pensándolo. Incluso alguien podría llegar a formular la hipótesis contraria: la señora González, con su actitud controladora e invasiva, ha hecho la vida tan insoportable a su marido que él ha decidido que no vale la pena seguir viviendo.

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